Nacido en Minnesota, Estados Unidos, pero ciudadano británico desde 1968, por su matrimonio con una modista de esa nacionalidad, Terry Gilliam ha vuelto a ser noticia porque una de sus producciones más complicadas para realizar El hombre que mató a Don Quijote (The Man Who Killed Don Quixote, 2018) fue la elegida para clausurar Cannes. Gilliam, catalogado por Robert Ebert en su reseña de El imaginario Doctor Parnassus (The Imaginarium of Doctor Parnassus, 2009), como “un director que nunca ha cometido el pecado de dejar de asombrar a su audiencia”, es de lejos uno de los hombres más talentosos del cine contemporáneo, uno que ha desafiado los cánones haciendo cine defendiendo la premisa de ensoñación y encanto, donde hasta sus producciones más cercanas a la factura industrial, como Las Aventuras del Barón de Munchausen (The Adventures of Baron Munchausen, 1989) o Los Hermanos Grimm (The Brothers Grimm, 2005), siempre llevan a las audiencias a perderse en las fantasías más idílicas o a ser cómplices de su imaginación desmedida, proveniente, quizás, de sus tiempos como caricaturista para la revista Help, del grupo cómico inglés Monty Python, a finales de la década del sesenta. Sus películas siempre andan mezclando la sátira traviesa con algo burlesco de tono mágico, combinaciones que hacen, a sus seguidores más devotos y aquellos que deseen ser acompañantes de sus historias, perderse por un tiempo de la rutina de la vida para acercarse a la fantasía de un viaje plagado de personajes que deliran, con personajes generalmente atrapados por la crueldad de la batalla perdida contra la realidad.
Es así como este director ha llevado a lo largo de su filmografía el propósito de acercarse al rol de un soñador anárquico que busca, sin matices maniqueístas, algo de la humanidad, del régimen dominante, o de la imaginación. Una búsqueda que logre desafiar los límites de la existencia para encontrar, quizás, un camino personal, así implique la propia extinción o la extinción de un sistema establecido. Un ejemplo de esta idea es Brazil (1985), donde Jonathan Pryce encarna a un empleado oficial de bajo nivel que vive entre la realidad de una sociedad distópica, aislada y fragmentada, donde la banalidad impera, y la ensoñación de un amor utópico que se convierte en su vínculo a una revolución idealista que le permitirá escapar de la pesadilla de un mundo materialista. Sin embargo, los grandes anhelos encierran terribles tragedias e imposibilidades. La realidad es un imperio más fuerte. La mente es el refugio más sagrado para la inventiva y el sueño (eso parece representar en cada escena lo que hace el protagonista), imposible de destruir. Así el desenlace de la película sea una materialización de los intentos del sistema por la erradicación de esos lugares donde no puede operar. Asimismo, Doce monos (Twelve Monkeys, 1994), plasma, desde una posible psicodelia, la manera cómo un héroe individual, para encontrar su libertad y cortar el lazo con un sistema apocalíptico donde la humanidad ha colapsado por un movimiento ecológico extremista, regresa al pasado buscando a los verdaderos responsables de aquella catástrofe. Una vez más estamos frente al héroe solitario y marginal (ahora encarnado por Bruce Willis), un presidiario del futuro que, para escapar del infierno de vivir bajo tierra, decide apoyar a los científicos en su idea de regresar al pasado y encontrar en un manicomio a los posibles gestores de la casi devastación de la raza humana. Sin embargo, al buscar su propia felicidad y tratar de desligarse de las obligaciones con el sistema, el recorrido le reclama un sacrificio definitivo para encontrar la salvación mundial, generando en el espectador una sensación de tristeza y desesperanza bastante quijotesca. Por más que la imaginación brille como oportunidad de vida, el cruel manto de la realidad recordará que es imposible escapar. Por lo tanto, Gilliam ha logrado demostrar que dentro de cada sueño de libertad e individualidad humana también radica una cruel confrontación con la realidad. Un encuentro con el perdedor ya vaticinado. Esa necesidad de ir contra el sistema y los deseos de desafiar la realidad aparecen en Bandidos en el tiempo (Time Bandits, 1981) representados en un mundo de piratas espaciales que buscan saquear la Historia para su propio beneficio. Acá son los antihéroes los que se convierten en los motores para que el espectador, además de navegar por una entrañable melodía de aventuras, también pueda preguntarse sobre la manera cómo la rebelión puede convertirse en caos, sin discursos oficialistas. Esta lucha –perdida– contra la realidad, y la capacidad de enormes retribuciones del mundo onírico como un refugio son las máximas dramáticas que maneja este director. Sus personajes, mediante un toque maravilloso y ensoñador, siguen combatiendo la racionalidad descarada: el Barón Munchausen, en la película con el título que ostenta su nombre, que vive en medio de diosas coquetas y aventureros expertos en desafiar las leyes de la física; el mendigo Parry, encarnado por la conmovedora actuación de Robin Williams, en Pescador de ilusiones (The Fisher King, 1991), donde un otrora profesor de historia se convierte, ante la muerte de su esposa, en un buscador del Santo Grial; el Doctor Parnassus, que apuesta con el demonio la compañía de su amada hija para demostrar siempre a las personas la necesidad de mundos de escape.
De igual manera, mediante una fotografía colorida, Gilliam da una nueva vida a sus historias y personajes con el irremediable propósito de mostrar sus destinos ataviados y la encantadora irracionalidad que poseen. Algo quizás propio de Gilliam cuando se le ve trabajando en el documental Lost in la Mancha (2002), de Keith Fulton y Louis Pepe. Esa película intenta ser una recreación de la titánica lucha de Gilliam por realizar su sueño de llevar su visión personal de la clásica historia de Miguel de Cervantes a la pantalla, lucha que hasta ahora daría frutos con la versión que se presentó en Cannes. Terry Gilliam podría ser un símbolo de una independencia liada a la ensoñación y la capacidad individual para mantenerse en el mundo de la irrealidad y rebelarse frente a la hostilidad de una existencia depredadora.
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EL NAVEGANTE DE LA UTOPÍA
Terry Gilliam
Nacido en Minnesota, Estados Unidos, pero ciudadano británico desde 1968, por su matrimonio con una modista de esa nacionalidad, Terry Gilliam ha vuelto a ser noticia porque una de sus producciones más complicadas para realizar El hombre que mató a Don Quijote (The Man Who Killed Don Quixote, 2018) fue la elegida para clausurar Cannes. Gilliam, catalogado por Robert Ebert en su reseña de El imaginario Doctor Parnassus (The Imaginarium of Doctor Parnassus, 2009), como “un director que nunca ha cometido el pecado de dejar de asombrar a su audiencia”, es de lejos uno de los hombres más talentosos del cine contemporáneo, uno que ha desafiado los cánones haciendo cine defendiendo la premisa de ensoñación y encanto, donde hasta sus producciones más cercanas a la factura industrial, como Las Aventuras del Barón de Munchausen (The Adventures of Baron Munchausen, 1989) o Los Hermanos Grimm (The Brothers Grimm, 2005), siempre llevan a las audiencias a perderse en las fantasías más idílicas o a ser cómplices de su imaginación desmedida, proveniente, quizás, de sus tiempos como caricaturista para la revista Help, del grupo cómico inglés Monty Python, a finales de la década del sesenta. Sus películas siempre andan mezclando la sátira traviesa con algo burlesco de tono mágico, combinaciones que hacen, a sus seguidores más devotos y aquellos que deseen ser acompañantes de sus historias, perderse por un tiempo de la rutina de la vida para acercarse a la fantasía de un viaje plagado de personajes que deliran, con personajes generalmente atrapados por la crueldad de la batalla perdida contra la realidad.
Es así como este director ha llevado a lo largo de su filmografía el propósito de acercarse al rol de un soñador anárquico que busca, sin matices maniqueístas, algo de la humanidad, del régimen dominante, o de la imaginación. Una búsqueda que logre desafiar los límites de la existencia para encontrar, quizás, un camino personal, así implique la propia extinción o la extinción de un sistema establecido. Un ejemplo de esta idea es Brazil (1985), donde Jonathan Pryce encarna a un empleado oficial de bajo nivel que vive entre la realidad de una sociedad distópica, aislada y fragmentada, donde la banalidad impera, y la ensoñación de un amor utópico que se convierte en su vínculo a una revolución idealista que le permitirá escapar de la pesadilla de un mundo materialista. Sin embargo, los grandes anhelos encierran terribles tragedias e imposibilidades. La realidad es un imperio más fuerte. La mente es el refugio más sagrado para la inventiva y el sueño (eso parece representar en cada escena lo que hace el protagonista), imposible de destruir. Así el desenlace de la película sea una materialización de los intentos del sistema por la erradicación de esos lugares donde no puede operar. Asimismo, Doce monos (Twelve Monkeys, 1994), plasma, desde una posible psicodelia, la manera cómo un héroe individual, para encontrar su libertad y cortar el lazo con un sistema apocalíptico donde la humanidad ha colapsado por un movimiento ecológico extremista, regresa al pasado buscando a los verdaderos responsables de aquella catástrofe. Una vez más estamos frente al héroe solitario y marginal (ahora encarnado por Bruce Willis), un presidiario del futuro que, para escapar del infierno de vivir bajo tierra, decide apoyar a los científicos en su idea de regresar al pasado y encontrar en un manicomio a los posibles gestores de la casi devastación de la raza humana. Sin embargo, al buscar su propia felicidad y tratar de desligarse de las obligaciones con el sistema, el recorrido le reclama un sacrificio definitivo para encontrar la salvación mundial, generando en el espectador una sensación de tristeza y desesperanza bastante quijotesca. Por más que la imaginación brille como oportunidad de vida, el cruel manto de la realidad recordará que es imposible escapar. Por lo tanto, Gilliam ha logrado demostrar que dentro de cada sueño de libertad e individualidad humana también radica una cruel confrontación con la realidad. Un encuentro con el perdedor ya vaticinado. Esa necesidad de ir contra el sistema y los deseos de desafiar la realidad aparecen en Bandidos en el tiempo (Time Bandits, 1981) representados en un mundo de piratas espaciales que buscan saquear la Historia para su propio beneficio. Acá son los antihéroes los que se convierten en los motores para que el espectador, además de navegar por una entrañable melodía de aventuras, también pueda preguntarse sobre la manera cómo la rebelión puede convertirse en caos, sin discursos oficialistas. Esta lucha –perdida– contra la realidad, y la capacidad de enormes retribuciones del mundo onírico como un refugio son las máximas dramáticas que maneja este director. Sus personajes, mediante un toque maravilloso y ensoñador, siguen combatiendo la racionalidad descarada: el Barón Munchausen, en la película con el título que ostenta su nombre, que vive en medio de diosas coquetas y aventureros expertos en desafiar las leyes de la física; el mendigo Parry, encarnado por la conmovedora actuación de Robin Williams, en Pescador de ilusiones (The Fisher King, 1991), donde un otrora profesor de historia se convierte, ante la muerte de su esposa, en un buscador del Santo Grial; el Doctor Parnassus, que apuesta con el demonio la compañía de su amada hija para demostrar siempre a las personas la necesidad de mundos de escape.
De igual manera, mediante una fotografía colorida, Gilliam da una nueva vida a sus historias y personajes con el irremediable propósito de mostrar sus destinos ataviados y la encantadora irracionalidad que poseen. Algo quizás propio de Gilliam cuando se le ve trabajando en el documental Lost in la Mancha (2002), de Keith Fulton y Louis Pepe. Esa película intenta ser una recreación de la titánica lucha de Gilliam por realizar su sueño de llevar su visión personal de la clásica historia de Miguel de Cervantes a la pantalla, lucha que hasta ahora daría frutos con la versión que se presentó en Cannes. Terry Gilliam podría ser un símbolo de una independencia liada a la ensoñación y la capacidad individual para mantenerse en el mundo de la irrealidad y rebelarse frente a la hostilidad de una existencia depredadora.
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