“Somos lo que repetidamente hacemos. La excelencia entonces, no es un acto sino un hábito.”
-Aristóteles
La sexta versión del Festival de Cine de Ituango, Antioquia, se realizó del 3 al 6 de octubre de 2018 bajo el lema: “Paz, Resiliencia y Patrimonio”. Este evento se ha convertido en un espacio que la comunidad aprovecha para compartir intereses: las historias, la inquietud por la imagen, el movimiento, los actores, el cine. La abundancia de cámaras que veía de chicos Itangüinos habla de que está sucediendo un desarrollo no solamente audiovisual, sino en evolución de ideas, de querer contarlas y transmitirlas sin miedos o pudor. Querer contar(se) como comunidad desde su propia verdad.
El festival nació gracias a una iniciativa acompañada por un apoyo gubernamental de Antioquia a través de la Secretaría de Gobierno en el año 2013 bajo el nombre “Festival Nudo del Paramillo”; en 2016 hubo un cambio de administración, por lo que a partir de ese año el festival buscó un nuevo abanderado para no desaparecer. La comunidad retomó el festival con sus propios medios, apoyados por Viana Producciones (empresa productora audiovisual de Medellín), quienes ya estaban trabajando en el Festival, quienes realizan el festival desde entonces. Mario y Nicolás Viana García (fundadores de Viana Producciones) tienen a su familia materna en Ituango, lo que les permitió reencontrarse con sus raíces. El festival desde entonces se llama “Festival de Cine Ituango”.
Quise preguntarle a su director, Mario Viana García, acerca del significado de este festival: “Ituango es una apuesta, es una mirada diferente, es romper paradigmas en torno a lo que pasa en el territorio que ha sido agobiado por la violencia durante tantos años y que cuando se realiza el festival, las noticias cambian, los titulares cambian y el contexto cambia”. Sé que Mario Viana tiene un agradecimiento incondicional con la comunidad al permitirle tener un lugar allí para desarrollar su pasión: el cine.
Mi experiencia en Ituango
El festival contó con Francia como país invitado. Se vieron entonces varias película del país galo y Nicolás Boone, un joven director francés, estuvo presente como invitado especial. En el Festival presentó Las cruces (2018), su más reciente cortometraje, que fue rodado en el barrio Las cruces de Bogotá. También se proyectaron audiovisuales colombianos en un espacio especial llamado “Narrativas de región”, algunas de las obras de la competencia seleccionadas fueron: La madre de las madres (2016), de Wilson Arango, Ambrosía (2017),de Sebastián Pulido, Escuchando y Viendo aprendí (2017), de la directora Marcela González; Paticas de Pescao (2017),de Pablo Andrés Muñoz Castrillón, Parrandas de Otrodía (2018), de Jhon Fredy Ospina y Noche de estrellas (2017), de Pablo Burgos. Y como obras audiovisuales invitadas de esta misma franja se proyectaron Taganga despierta (2017), codirigido por Mario y Nicolás Viana, Pasan las horas (2017), de Abisag Ávila Cano, y Alma y sonido, uno serán (2017), del director Marco Paredes. Estas películas juntas daban una especie de lectura(s) sobre, obviamente, las regiones del país. La muestra funcionó como estetoscopio para que el público descubriera algunas hipótesis sobre el país periférico. De todas se destaca una especie de gusto por los detalles que se conocen como propios, si bien los trabajos no estaban enfocados en presentar regiones, ellas se introducían en el relato por los detalles. Las películas capturaron una especie de esencia de la cotidianidad de cada región.
En la muestra principal, conformada en su totalidad por largometrajes Colombianos, se presentó Violencia (2015) ópera prima de Jorge Forero, que se divide en tres segmentos, todos mostrando diversos estilos de violencia que ha tenido Colombia a lo largo de los últimos años. También el documental Este pueblo necesita un muerto (2007), de la directora Ana Cristina Monroy. Aunque su título parezca crear o describir una parábola de las vidas en los pueblos de Colombia, la película de Ana Cristina Monroy tiene otro propósito. La muerte a la que se refiere el título es una simbólica. Este pueblo necesita un muerto sigue los días Stefany, que nació hombre y fue bautizada como Jesús Emilio “Chure”; el muerto que sugiere el título es entonces Jesús Emilio, pero su defunción no tiene nada de triste y tampoco hay occiso que velar o enterrar, en cambio sí hay un nacimiento, una nueva vida, que desde siempre venía reclamando su lugar –a gritos y a silencios más ruidosos que cualquier estruendo– con pequeños pero decididos gestos. Aparece, y eso es lo que documenta la película, la materialización de una lucha. La muerte, que trae consigo el peso de significar final y terminación, se entreteje con el nacimiento. Casi que esta película se trata de dos cosas: nacer y morir. Morir para nacer, y no al revés.
La película es evidencia del profundo cariño y comprensión que tiene la directora por su protagonista. Juntos hacen ese viaje a contra corriente que devela los temores más irracionales de una sociedad que ve todavía en la decisión del cambio una impostura o una tajante locura, un símbolo de lo monstruoso. Stefany, sometida a vivir en la periferia, arma su vida con lo que nadie le puede quitar. Su universo emocional, lleno de significados y misterios, es su forma de resistencia. Nunca nadie se acostumbra a que lo insulten pero también hay, parece dejar ver la película, recompensa a esa entereza y ese aparente endurecimiento del espíritu. La película se pasea todo el tiempo por ese límite que le da una doble naturaleza: mientras se filma un camino de muerte (rituales para despedir el alma, sesiones de canto de alabaos), Stefany está convencida de que todo a su alrededor es un canto a la vida, una vida donde ser como ella quiere es un acto de gracia y profunda espiritualidad.
Lo que el Festival, en sus años de actividades, ha creado es un espacio para el pensamiento y para entender la posibilidad de una imagen, eso ha hecho, por ejemplo, que haya un incipiente movimiento audiovisual que se esté por la creación de sus propias narrativas. En el documental Escuchando y Viendo aprendí (2017), de la directora Marcela González, esta evidencia es irrefutable: un grupo de niños y jóvenes chocoanos de la Institución Educativa Francisco Eugenio Mosquera fueron formados en el uso de herramientas audiovisuales, para así dar a conocer la cultura y la sabiduría autóctona de una región que ya tiene al cine de su lado. Eso se replica hoy en Ituango.
Ya a este festival se le ha llamado un evento especial, único, y con el más noble de los propósitos: acercar las películas a la gente, regalar cine, y no cualquier ine sino uno dispuesto a la reflexión y a las búsquedas. Un cine que encuentra en el reconocimiento y en la identificación un modelo de resiliencia, una forma de habitar el mundo. Esa loable función del festival, que celebra un año más de existencia, permite que estos días donde esperamos todos se reúnan alrededor de las imágenes, sean días para pensarnos como sujetos llenos de paradojas, pero llenos también de una inmensa libertad para vivir en el mundo.
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ITUANGO. PAZ, RESILENCIA Y PATRIMONIO
Festival de Cine Ituango 2018
“Somos lo que repetidamente hacemos. La excelencia entonces, no es un acto sino un hábito.”
-Aristóteles
La sexta versión del Festival de Cine de Ituango, Antioquia, se realizó del 3 al 6 de octubre de 2018 bajo el lema: “Paz, Resiliencia y Patrimonio”. Este evento se ha convertido en un espacio que la comunidad aprovecha para compartir intereses: las historias, la inquietud por la imagen, el movimiento, los actores, el cine. La abundancia de cámaras que veía de chicos Itangüinos habla de que está sucediendo un desarrollo no solamente audiovisual, sino en evolución de ideas, de querer contarlas y transmitirlas sin miedos o pudor. Querer contar(se) como comunidad desde su propia verdad.
El festival nació gracias a una iniciativa acompañada por un apoyo gubernamental de Antioquia a través de la Secretaría de Gobierno en el año 2013 bajo el nombre “Festival Nudo del Paramillo”; en 2016 hubo un cambio de administración, por lo que a partir de ese año el festival buscó un nuevo abanderado para no desaparecer. La comunidad retomó el festival con sus propios medios, apoyados por Viana Producciones (empresa productora audiovisual de Medellín), quienes ya estaban trabajando en el Festival, quienes realizan el festival desde entonces. Mario y Nicolás Viana García (fundadores de Viana Producciones) tienen a su familia materna en Ituango, lo que les permitió reencontrarse con sus raíces. El festival desde entonces se llama “Festival de Cine Ituango”.
Quise preguntarle a su director, Mario Viana García, acerca del significado de este festival: “Ituango es una apuesta, es una mirada diferente, es romper paradigmas en torno a lo que pasa en el territorio que ha sido agobiado por la violencia durante tantos años y que cuando se realiza el festival, las noticias cambian, los titulares cambian y el contexto cambia”. Sé que Mario Viana tiene un agradecimiento incondicional con la comunidad al permitirle tener un lugar allí para desarrollar su pasión: el cine.
Mi experiencia en Ituango
El festival contó con Francia como país invitado. Se vieron entonces varias película del país galo y Nicolás Boone, un joven director francés, estuvo presente como invitado especial. En el Festival presentó Las cruces (2018), su más reciente cortometraje, que fue rodado en el barrio Las cruces de Bogotá. También se proyectaron audiovisuales colombianos en un espacio especial llamado “Narrativas de región”, algunas de las obras de la competencia seleccionadas fueron: La madre de las madres (2016), de Wilson Arango, Ambrosía (2017),de Sebastián Pulido, Escuchando y Viendo aprendí (2017), de la directora Marcela González; Paticas de Pescao (2017),de Pablo Andrés Muñoz Castrillón, Parrandas de Otrodía (2018), de Jhon Fredy Ospina y Noche de estrellas (2017), de Pablo Burgos. Y como obras audiovisuales invitadas de esta misma franja se proyectaron Taganga despierta (2017), codirigido por Mario y Nicolás Viana, Pasan las horas (2017), de Abisag Ávila Cano, y Alma y sonido, uno serán (2017), del director Marco Paredes. Estas películas juntas daban una especie de lectura(s) sobre, obviamente, las regiones del país. La muestra funcionó como estetoscopio para que el público descubriera algunas hipótesis sobre el país periférico. De todas se destaca una especie de gusto por los detalles que se conocen como propios, si bien los trabajos no estaban enfocados en presentar regiones, ellas se introducían en el relato por los detalles. Las películas capturaron una especie de esencia de la cotidianidad de cada región.
En la muestra principal, conformada en su totalidad por largometrajes Colombianos, se presentó Violencia (2015) ópera prima de Jorge Forero, que se divide en tres segmentos, todos mostrando diversos estilos de violencia que ha tenido Colombia a lo largo de los últimos años. También el documental Este pueblo necesita un muerto (2007), de la directora Ana Cristina Monroy. Aunque su título parezca crear o describir una parábola de las vidas en los pueblos de Colombia, la película de Ana Cristina Monroy tiene otro propósito. La muerte a la que se refiere el título es una simbólica. Este pueblo necesita un muerto sigue los días Stefany, que nació hombre y fue bautizada como Jesús Emilio “Chure”; el muerto que sugiere el título es entonces Jesús Emilio, pero su defunción no tiene nada de triste y tampoco hay occiso que velar o enterrar, en cambio sí hay un nacimiento, una nueva vida, que desde siempre venía reclamando su lugar –a gritos y a silencios más ruidosos que cualquier estruendo– con pequeños pero decididos gestos. Aparece, y eso es lo que documenta la película, la materialización de una lucha. La muerte, que trae consigo el peso de significar final y terminación, se entreteje con el nacimiento. Casi que esta película se trata de dos cosas: nacer y morir. Morir para nacer, y no al revés.
La película es evidencia del profundo cariño y comprensión que tiene la directora por su protagonista. Juntos hacen ese viaje a contra corriente que devela los temores más irracionales de una sociedad que ve todavía en la decisión del cambio una impostura o una tajante locura, un símbolo de lo monstruoso. Stefany, sometida a vivir en la periferia, arma su vida con lo que nadie le puede quitar. Su universo emocional, lleno de significados y misterios, es su forma de resistencia. Nunca nadie se acostumbra a que lo insulten pero también hay, parece dejar ver la película, recompensa a esa entereza y ese aparente endurecimiento del espíritu. La película se pasea todo el tiempo por ese límite que le da una doble naturaleza: mientras se filma un camino de muerte (rituales para despedir el alma, sesiones de canto de alabaos), Stefany está convencida de que todo a su alrededor es un canto a la vida, una vida donde ser como ella quiere es un acto de gracia y profunda espiritualidad.
Lo que el Festival, en sus años de actividades, ha creado es un espacio para el pensamiento y para entender la posibilidad de una imagen, eso ha hecho, por ejemplo, que haya un incipiente movimiento audiovisual que se esté por la creación de sus propias narrativas. En el documental Escuchando y Viendo aprendí (2017), de la directora Marcela González, esta evidencia es irrefutable: un grupo de niños y jóvenes chocoanos de la Institución Educativa Francisco Eugenio Mosquera fueron formados en el uso de herramientas audiovisuales, para así dar a conocer la cultura y la sabiduría autóctona de una región que ya tiene al cine de su lado. Eso se replica hoy en Ituango.
Ya a este festival se le ha llamado un evento especial, único, y con el más noble de los propósitos: acercar las películas a la gente, regalar cine, y no cualquier ine sino uno dispuesto a la reflexión y a las búsquedas. Un cine que encuentra en el reconocimiento y en la identificación un modelo de resiliencia, una forma de habitar el mundo. Esa loable función del festival, que celebra un año más de existencia, permite que estos días donde esperamos todos se reúnan alrededor de las imágenes, sean días para pensarnos como sujetos llenos de paradojas, pero llenos también de una inmensa libertad para vivir en el mundo.
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