La soledad de la diferencia es una soledad que solo entienden los que la sufren, aquellos que son juzgados por no comportarse de acuerdo con el status quo. Lo que nos es desconocido nos asusta, por tanto, es más fácil atacarlo que aceptarlo. Todos, por alguna razón, nos creemos con la autoridad suficiente para juzgar a seres diferentes a simple vista porque, de acuerdo con nuestros parámetros, no son como “deberían”, sin embargo, a María, protagonista de En Cuerpo y Alma (On Body and Soul, 2017) parecen no importarle las críticas, pues ella está tan inmersa en su propio universo que este le basta, o eso cree ella. Todo cambia cuando debe reemplazar temporalmente la ausencia del Inspector de Calidad de un matadero en Budapest donde, inicialmente con poco interés, conoce a André, el administrador. Un incidente al interior de la fábrica los obliga a compartir más de su vida, ambos se dan cuenta que, en su aparentes diferencias, tienen mucho más en común de lo que creen.
Solo quienes sufren de un trastorno obsesivo compulsivo comprenden a ciencia cierta la mente de un semejante. Las rutinas, las compulsiones, la importancia de los detalles, de la pulcritud, del orden extremo y de la certeza. Y, para quienes no han estado cerca del trastorno, los comportamientos pueden parecerles perfectamente los de alguien fuera de sí. Hace falta en este mundo más tolerancia con el que no se parece a todo el mundo, con el que no es corriente o “normal” dentro de los parámetros sociales. Si de cada María del mundo lográramos entender y sacar lo mejor, la diversidad dejaría de ser retórica y la inclusión una realidad, más que una práctica empresarial de moda.
La sensibilidad de este film solo puede entenderse cuando se ve, pues son las interpretaciones, el ambiente, la puesta en escena y la fotografía –clave en esta película–, los elementos que le dan a una historia, aparentemente sencilla, la hondura necesaria para tocar hasta la última fibra. No se puede escapar tranquilo después de verla, uno intuye que se está ante algo memorable. Sin embargo, un drama de esta naturaleza, sin unas buenas interpretaciones, podría haber fracasado estruendosamente, lo que afortunadamente no sucede en este film. Alexandra Borbély (María) y Géza Morcsányi (André) ofrecen unas actuaciones compenetradas con la narración, pausadas y sentidas, que le ofrecen a la historia la contención y expresión que eran necesarias en cada momento del desarrollo del drama. Lo novel en la actuación de Géza versus la experiencia de Borbély –quien por esta actuación se alzó con el premio a Mejor Actriz Europea en los Premios Europeos de Cine– logran transmitirnos los sentimientos de dos seres únicos, marginados y solitarios, que, unidos sin saberlo, estremecen nuestras certezas y lo que se supone son los cánones de la sociedad. Además de las actuaciones y de una banda sonora más que adecuada y espléndida en los momentos cumbre, es el romanticismo que encierra el pensar que todo ser tiene un complemento perfecto estacionado en algún lugar y la poca certeza que existe de llegar a encontrarlo, lo que hace que haya suficientes razones para ver esta cinta, pues sazonar con tanta presteza una premisa contada cientos de veces es un mérito extraordinario.
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LAS SEMEJANZAS DE LA DIFERENCIA
En Cuerpo y Alma (2017), de Ildikó Enyedi
La soledad de la diferencia es una soledad que solo entienden los que la sufren, aquellos que son juzgados por no comportarse de acuerdo con el status quo. Lo que nos es desconocido nos asusta, por tanto, es más fácil atacarlo que aceptarlo. Todos, por alguna razón, nos creemos con la autoridad suficiente para juzgar a seres diferentes a simple vista porque, de acuerdo con nuestros parámetros, no son como “deberían”, sin embargo, a María, protagonista de En Cuerpo y Alma (On Body and Soul, 2017) parecen no importarle las críticas, pues ella está tan inmersa en su propio universo que este le basta, o eso cree ella. Todo cambia cuando debe reemplazar temporalmente la ausencia del Inspector de Calidad de un matadero en Budapest donde, inicialmente con poco interés, conoce a André, el administrador. Un incidente al interior de la fábrica los obliga a compartir más de su vida, ambos se dan cuenta que, en su aparentes diferencias, tienen mucho más en común de lo que creen.
Solo quienes sufren de un trastorno obsesivo compulsivo comprenden a ciencia cierta la mente de un semejante. Las rutinas, las compulsiones, la importancia de los detalles, de la pulcritud, del orden extremo y de la certeza. Y, para quienes no han estado cerca del trastorno, los comportamientos pueden parecerles perfectamente los de alguien fuera de sí. Hace falta en este mundo más tolerancia con el que no se parece a todo el mundo, con el que no es corriente o “normal” dentro de los parámetros sociales. Si de cada María del mundo lográramos entender y sacar lo mejor, la diversidad dejaría de ser retórica y la inclusión una realidad, más que una práctica empresarial de moda.
La sensibilidad de este film solo puede entenderse cuando se ve, pues son las interpretaciones, el ambiente, la puesta en escena y la fotografía –clave en esta película–, los elementos que le dan a una historia, aparentemente sencilla, la hondura necesaria para tocar hasta la última fibra. No se puede escapar tranquilo después de verla, uno intuye que se está ante algo memorable. Sin embargo, un drama de esta naturaleza, sin unas buenas interpretaciones, podría haber fracasado estruendosamente, lo que afortunadamente no sucede en este film. Alexandra Borbély (María) y Géza Morcsányi (André) ofrecen unas actuaciones compenetradas con la narración, pausadas y sentidas, que le ofrecen a la historia la contención y expresión que eran necesarias en cada momento del desarrollo del drama. Lo novel en la actuación de Géza versus la experiencia de Borbély –quien por esta actuación se alzó con el premio a Mejor Actriz Europea en los Premios Europeos de Cine– logran transmitirnos los sentimientos de dos seres únicos, marginados y solitarios, que, unidos sin saberlo, estremecen nuestras certezas y lo que se supone son los cánones de la sociedad. Además de las actuaciones y de una banda sonora más que adecuada y espléndida en los momentos cumbre, es el romanticismo que encierra el pensar que todo ser tiene un complemento perfecto estacionado en algún lugar y la poca certeza que existe de llegar a encontrarlo, lo que hace que haya suficientes razones para ver esta cinta, pues sazonar con tanta presteza una premisa contada cientos de veces es un mérito extraordinario.
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