Derek Jarman es primero un hombre y después un cineasta. La proposición parece simplista, pero, bien escrutada, indica que el ejercicio del cine fue emanación vital de su ser, no simple oficio realizado gracias a una habilidad mecánica. De Jarman sí cabe aquel dictum de Schopenhauer: “El estilo es la fisionomía de la mente”.
Hay imbricación plena entre oficio y vida. La realización del cine no era solo una demostración de técnica o conocimientos, ni tampoco un catarsis: era un modo de vivir, otro modo de vivir: expresión orgánica de su propio ser, no mera articulación de un instrumento. Más una pureza total de alma. Una soberana dignidad de ser humano. Gracias a estas condiciones Jarman pudo hacer un cine de integridad, lucidez e inteligencia, libre de toda coyunda. En este mundo esclavo de tantos amos –y los más tiránicos son los de la propia intimidad– Jarman es caso singular: su signo es la libertad. Para decir lo que quiere decir, y cómo lo quiere decir, sin pagarle a nadie tributo.
Y en el cine hizo obra prodigiosa. Desde 1971, cuando empezó a filmar, hasta 1993, pocos meses antes de morir, casi cincuenta películas, en diversos formatos y de diversa duración. Entre ellas, obras como Sebastiane, Jubilee, The Tempest, The Last of England, The Angelic Conversation, Caravaggio, War Requiem, The Garden, Edward II, Wittgenstein, Blue, que habrán de perdurar, que ya perduran, porque son testimonio de una época. El artista auténtico, el que no huye por los cerros de Ubeda, da a su obra el germen de la resistencia contra la acción deletérea del tiempo, casualmente porque da la seña de su propio tiempo.
Dijo Jarman en entrevista fílmica que le hizo John Cartwright, en diciembre del 93, cuando ya el sida lo había marcado con su signo de muerte: “Mis películas están ahí y algunas de ellas ya tienen quince años, y son exhibidas constantemente, en tanto que si pregunta: “Oh, ¿qué películas se hicieron ese año?”, le puedo asegurar que no las están exhibiendo, a nadie le importan. Así, en cierto sentido, podría decir que mis películas son de mecha lenta. Al final, mucha más gente verá Sebastiane que Raging Bull o algo parecido Así, usted puede apuntarse a la taquilla rápida de Hollywood, o al cine de mecha lenta, en el que la gente sigue viendo su cine de año en año”.
Era esa lucidez, esa convicción honda de un valor, que no alude a vanidades. El dominio de sí mismo, la plenitud de ser en su esencia. Así cuentan cómo recibió la noticia del sida, que le dieron el 22 de diciembre de 1986 (cuando tenía 44 años): “El joven doctor que me contó esta mañana que yo era portador del virus del sida estaba visiblemente perturbado. Le sonreí y le dije que no se preocupara, pues nunca me han gustado las Navidades. Caminando de regreso por Tottenham Court Road, desde el hospital, pensé en cuán afortunado era el recibir preaviso, para así poder uno concluir su día de modo ordenado. Este objetivo me parecía atractivo”. Y diría después que saberse portador del VIH “conlleva un elemento sagrado”. Murió en febrero de 1994.
Tampoco se dejó apabullar por su entorno, por esa desastrada Inglaterra que le tocó en suerte, no por la mojigatería de una moral antañona, ni por las ataduras que esa sociedad le impuso por su condición de homosexual. Luego de desazones de adolescente, vivió su opción sexual en plena libertad, sin tapujos, sin pavores, sin escándalos. Un hecho natural de la vida. Como cualquiera otro. Y supo luchar para que todos tuvieran parecida noción de libertad en su opción. Su cine está impregnado de esta noción, sin haber hecho nunca, ni siquiera un pie de película, cine de bandería. Cine de afirmación, sí. Diría que “la sexualidad colorea mi política”. Anótese que su política se dio en su cinem y en su pintura, y en sus decorados teatrales, y en su simple accionar en el mundo. Nunca perteneció a grupos o banderías.
Tuvo clara conciencia. Y como en él vida y obras están imbricados, esta claridad se proyecta en su cine. Dice en su libro de memorias, Dancing Ledge: “Hasta poco después de cumplir treinta años evité el sexo pasivo. Las inhibiciones y el condicionamiento social lo convertían en una experiencia traumática y penosa. Fue difícil superar esto. Pero ahora sé que hasta tanto no empecé a gozarlo no alcancé mi equilibrio como hombre. Uno tiene que hacer sacrificios para enterrar centurias. Cuando no se supera a sí mismo entiende que se género es su propia prisión. Cuando encuentro hombres heterosexuales sé que solo han experimentado la mitad del amor”.
De clase media, hijo de un oficial de la RAF, Derek Jarman nació en enero de 1942, en Northwood, suburbio de Londres. Estudió en el Kings College, de Londres, y luego bellas artes en Slade School. Se destaca como pintor, realiza diversas exposiciones. Hace decorados para teatro y diseño de trajes, para Jazz Calendar, con Frederick Ashton, y para Don Giovanni en el Coliseum. Su primer encuentro con el cine es en 1970, como escenógrafo en The Devils y en Savage Messiah, de Ken Rusell. Descubre el Súper 8mm. Cuenta que al recibir las primeras tomas reveladas “y ver que estaban enfocadas, eso me pareció mágico”. Realiza numerosos cortos, de grupos musicales amigos, de sus viajes, y de su entorno y oficios, algunos de los cuales editaría luego, en 1980, en un largometraje, In the Shadow of the Sun. Fue un aprendizaje, tanto de técnica como de amor. Lentamente se lo va ganando el cine. Ya en el 1976, realiza Sebastiane, largometraje que presenta en Locarno y causa controversia. Algo similar con Jubilee (1978) y The Tempest (1979). El cine es ahora su herramienta, su voz.
Son los tiempos de Mrs. Thatcher. “Para quienes disentíamos” –comenta Jarman– “eran tiempos negros, temíamos que ese régimen durara no menos de tres décadas”. Añade: “Sabes, siempre habrá Mrs. Thatcher, piensa uno, y se tiene esta horrible sensación de parálisis. Creo que The Last of England provino de ese sentimiento”. Y esto cuenta de un atropello padecido: “Me puso contra la pared una banda violenta que creía que yo andaba buscando muchachos. Iba para mi casa en Earl’s Court y venía de la exhibición de mi película Sebastiane; algo nada excitante. De pronto me brincaron encima. Solo porque yo era de clase media, blanco y tenía una película en el Gate no pasaron de la agresión verbal (“Maricón de mierda”) a la agresión física. Esa banda era la policía”.
Realiza The Last of England (1987), quizás su película más corrosiva. Recuérdese una vez más que Jarman nunca hizo cine de cartel. Se limitó a mostrar un mundo en descomposición. En esta película rompe por completo con la narración tradicional: no se ve ninguna línea lógica, es como una vorágine, como estar metido en el ojo del huracán. Y ese torbellino de imágenes a veces te embriaga. Pero no se crea que es un ejercicio de estilo, ni es gratuito, no es de vanguardia, ni experimental. Es un lenguaje caótico para decir la falacia y la corrupción moral y social de la Inglaterra bajo Mrs. Thatcher. Detrás de su fachada de mesura y decoro, un país turbio. O sea, el caos y el desorden están en el mundo. Es terrible la imagen. Hay escenas turbulentas. El soldado y su amigo amándose sobre la sacrosanta Union Jack, y ese joven que hace el amor con una pintura de Caravaggio, y esa recién casada que, en una escena de vértigo, va rasgando su traje de novia. Como una bofetada. La visión ácida de su propio país. Se prueban fofos los valores victorianos.
Sin ese hilo narrativo comodito a que te tiene acostumbrado el cine de Hollywood (cine-papilla), The Last of England, con sus imágenes abigarradas y vibrante, su texto lacerante, te deja una sensación aún más intensa. Y un conocimiento aún más real. Imágenes de la decadencia urbana, de drogadictos que se inyectan en rincones, películas familiares entreveradas, unos hoscos paramilitares que acosan a la gente en los muelles. Y los parlamentos que se oyen: “Aquí chupando sacol en lugar de sus brandies consagrados. (...) ¿Qué ves? Mentiras que florecen a través del enredajo nacional y sobornos. (...) ¿Y el futuro? El futuro ha sido cancelado por falta de interés. (...) El congelado corazón de Inglaterra manchó cada hoja primaveral, y todas las aspiraciones fueron consumidas en la sangre”.
El título de la película alude a los emigrantes del siglo XIX que, alejándose de las cosas, deban su mirada a “the last of England”. Para Jarman, una metáfora de los tiempo actuales: aún aquí, sin alejarnos de sus costas estamos viendo lo último de Inglaterra. Exiliados de la propia tierra. El primer largometraje, y que marca la postura del rebelde, fue Sebastiane. Es el martirio de San Sebastián, pero qué ausencia de melcocha mística. Escueta y dura la presencia. El capitán de guardia del emperador Dioclesiano, degradado porque implora por un cristiano. Ese capitán, Sebastián, también cristiano es degradado y desterrado a una isla con una pequeña tropa. Una primera escena en el palacio de Dioclesiano, la fiesta de lascivia. Con escasos medio técnicos, gracias a su destreza, Jarman elabora una orgía escandalosa. Sus películas carecían de grandes presupuestos (menos de la vigésima parte del costo de una película ordinaria) y no tenían efectos especiales. Es que el efecto especial lo pone siempre el talento.
Y en esa isla (fue filmada en Cala Doméstica, en Cerdeña), para ocho soldados desterrados se desarrolla una vida de huis clos. Tensiones, odios soterrados, amores súbitos. Sebastián en buen cristiano, a pesar de su amor escondido, rechaza el amor que le propone Severius, el comandante del grupo. Lo clavan a la arena, bajo el sol ardiente. Como si sufriera los estigmas de Cristo. Delira y en sus delirios evoca los deleites del cuerpo de Severius, que en la realidad, como cristiano, se ve obligado a rechazar. Hay una escena de amor en la playa, en medio del agua, entre Adrian y Anthony, soldados que desmuestran la extrema finura de Jarman: es diciente y expresiva, pero no tiene un gramo de pornografía. Sebastián mantiene el repudio a Severius. Al fina, amarrado a un poste, es asaeteado por sus propios compañeros. Película terrenal, impregnada de misterio.
Con igual óptica Jarman hace Caravaggio (1986). También otra obra terrenal que suscita los mundos de la mística y de la creación artística. En marzo de 1978 esbozó la idea de esta película, y ya en junio estaba en Roma, investigando. En julio, el primer guion, “basado”–dice– “ en una lectura de sus pinturas más bien que en las biografías escritas por Baglione o Macini”. Ahí radica lo esencial del intento, y la marca de la película: no es la simple biografía de un ser humano –sus anécdotas por el mundo– sino el trazo de ese ser en el acto de creación, y derivándolo de la creación misma. Hizo hasta cinco guiones (en uni, desechado, trabajó con Suso Cecchi d’Amico, la guionista de Visconti), hasta rodar, en 1986, la película entera en solo cinco semanas, en un galpón de la Isle of Dogs, Inglaterra.
No es la biografía picante de un pintor de vida turbulenta (Suso le propuso radicar la obra en un triángulo amoroso: Caravaggio, Lena, la prostituta, y Rannuccio Tamasoni, el amigo). Teniendo en cuenta los episodios de esa vida, lo esencial es descubrir el sacudimiento y el impulso de creación. Caravaggio, de origen humilde, llega a la corte de los Medicis, y es protegido del cardenal Del Monte. Una vida azarosa, para realizar pintura religiosa de la más honda espiritualidad. Y siempre con modelos terrenales. Pintó hombre en trance de misterio. Ese sorber y gustar la vida, con urgencia, para transmutarlo en pintura trascendente, es lo que que recoge Jarman en su película. Dice de Caravaggio: “Un asesino que sucedía que también era pintor”.
Es una identificación secreta, sutil, entre el creador y su personaje (¿También en Sebastiane?). En cierto modo, Jarman hace su propia biografía. No hay datos históricos sobre las tendencias sexuales de Caravaggio, pero Jarman deriva, de sus cuadros, su homosexualidad. Dice: “Caravaggio se esfuma en el chiaroscuro, la luz y sombra de su visión esquizoide”. Y ese fue el nimbo de sus pinturas. Una vida azarosa. El motto en el puñal que ahora le devuelve el cardenal, dice: “Sin esperanza y sin miedo”. Podría ser el propio motto de Jarman. Este creador, hoy, en el cine, también realiza solo lo que le brota de la entraña.
Asesinó Caravaggio a Ranuccio (¿su amante?, ¿su rival?), hubo de buscar refugio en Malta, y allí pintó La decapitación de San Juan. Y dice Jarman: “La violencia de este cuadro es una confesión”. Sobre la sangre en el piso escribió esta frase: “Yo, Caravaggio, hice esto”. Y a los adonis que requería los pintaba como San Juan. Él mismo se pintó varias veces como Baco, el dios andrógino. Fue el primer pintor italiano, comenta Jarman, que pintó gente de la calle en cuadros religiosos. Hacer del impulso religioso una tensión humana. Y añade: “Caravaggio puso en tierra los elevados ideales y se hizo el más homosexual de los pintores”. La película no sigue la rutina de la anécdota, y evita el tremendismo de horrores y desmances. Tampoco edulcora. En una narración zigzagueante, que alterna tiempos y lugares, lo que entrega es la pasión voraz de Caravaggio de volcarse en los colores, siempre dentro del chiaroscuro, como derramando –o justificando– su propia vida. Lo que pinta Jarman en su película es la angustia de la creación, anclada en la entraña de un hombre, y no en elevados ideales esotéricos. Sudor y sangre son la sustancia de la creación.
Dice Jarman: “El cine es el matrimonio de la luz con la materia: una conjugación producto de la alquimia”. Esa magia que no lo abandonó desde que vio el primer negativo revelado. Y el gozo en la creación, como Caravaggio. Dice: “Cuando Neil Cunningham, que había trabajo en Sebastiane, dijo que The Tempest también era una fiesta, no pudo haberme hecho mayor elogio, pues siempre he procurado crear un ambiente placentero en mi trabajo. Para mí esto es mucho más importante que el producto terminado. El único público que me preocupa es el de mis colaboradores en la película. Dado que el equipo apruebe el resultado, la experiencia de hacer una película es un goce; soy feliz y no deseo nada más. Este es el secreto de hacer películas de pequeño presupuesto; el texto y las ideas no están fijadas de antemano: brotan con el sacol”.
Y siempre sus películas fueron de pequeño presupuesto. Declara: “Vivo obsesionado por el cine, pero la obsesión tiene parámetros bien definidos. Es un modo de analizar el mundo que me rodea, el jardín de las delicias terrenales, y el departamento de los trucos y las trampas”. No es cine gratuito. Ni simple diversión. Aunque sea goce. Agrega: “Tengo muy baja opinión del arte y aún más baja de lo que se acepta como arte, puesto arriba en un pedestal, lo más arriba posible pero de modo que no se vuelva totalmente invisible. Encarcelado en búnkers, vendido, golpeado y reproducido de modo que aún las más potentes imágenes son anuladas, el arte es exaltado a una cosa distinta. Inalcanzable, tiene una función negativa en el proceso educativo. La cultura comienza en la escuela y es completa en la universidad, tiempo para el cual toda aspiración de autenticidad es apagada y la mente es colonizada por leña muerta. Todo arte está muerto, en especial el arte moderno”.
Gracias a que desechó esos parámetros que se le han puesto al arte, y que lo emasculan, Jarman pudo hacer películas de arte, pero no películas experimentales. No son cine de vanguardia. Son cine puro. Son las suyas películas cabales, que buscan un nuevo lenguaje más claro y significante. Él mismo hizo la oposición: “Film as art is different to art-film”. No era un vanguardista. Pensaba que el éxito mundial de una película, clamoroso, era “una trampa mortal”, que siempre desdeñó mediante el truco de mantener en rojo su cuenta bancaria. Cuando hacía el guion de Caravaggio con D’Amico, un millonario italiano le propuso financiar la película, con alta inversión, a cambio de llenar de starlets el asunto. Nunca se dejó tentar por Mammón.
En enero de 1983, cuando había hecho ya grandes películas, tuvo que vender su ropa y sus libros para pagar el alquiler. Y a los cuarenta años de edad, cuando luchaba por hacer Caravaggio, este era su balance: “Debo dos mil libras en el banco y otras mil a mis amigos. No tengo renta fija. No tengo carro ni televisor. No tengo oficina, sino este cuarto de 5,40 por 4,50 metros, pintado de blanco y alquilado. Tiene un baño y una cocineta empotrados”. Pero rechazaba a los millonarios que querían embaucarlo con estrellitas. Cuenta que nunca hizo, de verdad, un presupuesto para sus películas. La que más costó fue Caravaggio, apenas 800.000 libras (1.248.000 dólares), la vigésima parte del costo de una película media en Inglaterra, y apenas una fracción infinitesimal de lo que cuesta un blockbuster con Schwarzenegger.
De mecha lenta, ahora sí que brillan sus películas. Derek Jarman rescata el valor de la imagen como pivote del cine. En el cine parlanchín a lo que nos tienen acostumbrados, que todo lo dicen con palabras, y en el cual la imagen queda relegada a función decorativa, irrumpe este cine de Jarman con la imagen como cuenta y razón del discurso fílmico. Vuelve a los orígenes. Vuelve a los principios. Sin desechar la palabra, pero devolviéndola a su posición original (cuando aparecía como letras en el plano): referente de la narración, ilustración o complemento de la imagen. Jarman, despreciando todos aquellos valores pútridos de un cine y de una sociedad, hizo obra prístina. Por ello, significante y reveladora.
Claro que no le fue bien, en un comienzo, con la crítica institucional, también condicionada, como el público borrego, por el cine papilla de Hollywood. Dice Jarman en aquella entrevista fílmica que cuando se mostró Sebastiane en el Festival de Locarno: “Todos se pusieron muy tensos y empezaron a patear, saliéndose ruidosamente”. Y cuando Jubilee se presentó por televisión en Inglaterra se produjo casi un tumulto nacional. El público estaba asustado. Dice: “Querían seducción, no análisis”.
Su obra era lo opuesta al cine de papilla, o cine Made in Hollywood, que se hace hoy en todos los sitios de la tierra, desde Los Angeles hasta Kathmandú, gracias a esta universalización aldeana impuesta por un mundo monolítico. Un cine molidito, donde todo te lo dan, no solo deglutido, sino digerido. Cine de acción, del cual se excluye el análisis, como se excluye la presencia activa y crítica del espectador. Un cine que requiere borregos, y que forma borregos.
Hizo The Tempest (1979), sobre la obra de Shakespeare. Filmada en cuatro semanas, en la Abadía de Stoneleigh, guarda fidelidad a su origen, dentro de la novación y libertad que es el cine de Jarman. No es la ilustración literal de la pieza, y tampoco espectáculo de abracadabra, modernizante. El genio es mantenerse fiel al principio, sin ser su esclavo. Están todos los personajes y todos los temas. Y está la magia, consustancial a la obra. Próspero y Ariel y Calibán, símbolos de fuerzas elementales. Y las pasiones del poder. Dice Jarman: “Fuimos capaces de desechar la burda imagen teatral, para realizar algo mucho más refinado y desarrollado”. Por ejemplo, candeleros que tintineaban, un vaso que se voltea, una araña que huye por una hendidura.
Con escasos elementos –dinamizados por la inteligencia– se elabora una película que dice el misterio de las pasiones por el poder, de la magia que sacude a los hombres, tirados por dos polos: Ariel y Calibán. Por la riqueza de las imágenes, por la narración vitalizada (no normalizada por una lógica literal), por ese juego del montaje, y su brillo, la película se sitúa en un nivel de modernidad, sin perder sus raíces.
Claro que le fue mal con la crítica inicial, especialmente en Estados Unidos. Dice que el New York Times le hizo una crítica tan mordaz, que destruyó las posibilidades de éxito en la taquilla. Y añade: “En una cultura tan fragmentada, no se permite meterse con William Shakespeare. La tradición anglosajona ha de ser definida; y poner en ella mis tijeras fue como meterle un hachazo al último pino sobre la tierra”. Vincent Canby, reputado crítico del New York Times, dijo que The Tempest era “como arena molida con espinaca”. No solo el despiste, sino la vulgaridad. Comenta Jarman: “Todo esto ahondó mi desilusión con Estados Unidos y, particularmente, con Nueva York, una ciudad de torres brillantes, construida sobre profundos cimientos de alienación y miseria. Estoy rodeado por la sutil indiferencia de los artistas de Manhattan y sus cohortes, casi todos ellos enceguecidos por el consumo, encarcelados en sus preciosos apartamentos. Todo lo toman como si fuera un derecho suyo, y de este modo son víctimas de su propia propaganda. En especial, el New York Times se cree el centro del universo. Ellos creen de veras que esas duras superficies que cubren un abismo de inseguridad paranoica constituye la matriz del Arte”.
Una cultura masificada con un público envilecido. Añadía Jarman: “El fuego, el hogar, fue reemplazado por la televisión en los años cincuenta. Allí donde el fuego alimentaba sueños, permitiendo que la gente vagara como llamas oscilantes que danzan sobre los leños, la televisión aletargó la mente”. Ese público, así aletargado, se espanta ante un cine que apela a la emoción a través de la inteligencia.
Recuerda Jarman como Ian Sproat, ministro en el gobierno de Mrs. Thatcher, declaró en la Cámara de los Comunes el 8 de marzo de 1893 que la película Chariots of Fire había contribuido a “movilizar la opinión pública en favor del inglés, en la Guerra de las Falkland”. Y anota: “Ese es un cine que toda la melodía que les gusta oír a los mercenarios”. Otro es su cine.
The Garden (1980) es una especie de parábola evangélica. “Policías vestidos de Papa Noel torturan sin piedad a los amantes”. Sobre imágenes de su jardín en Dungeness, en la costa de Kent, Jarman elabora una visión aproximada del Evangelio. Se ve a Jesús traicionado con un beso. Fue una especie de improvisación, dice. Lo notable y que indica la comprensión que este cine ha despertado en estamentos de alguna alcurnia, es que recibió en Inglaterra el premio católico a mejor película del año.
En Wittgenstein (1993) hay otra vez una biografía de un ser singular: el filósofo nacido en Viena y nacionalizado inglés. Clave para la comprensión de este siglo. Al igual que había hecho con Caravaggio –cuya biografía encontró en sus cuadros y no en sus anécdotas– aquí Jarman encuentra la biografía del filósofo en sus escritos. Michael O’ Pray, en Sight & Sound (Abril, 1993), encuentra similitudes entre el director y el filósofo. Como las había con el mártir y con el pintor. Esto dice: “La posición de Wittgenstein en Inglaterra, exiliado en una cultura en la cual él no ajustaba, es una parábola de relación ambigua de Jarman con su propia cultura”. En su propio país Jarman hubo de vivir como exiliado.
La película está construida como una serie de cajas negras, donde se narra mediante tableaux vivants, sin actuación al modo tradicional, sin incurrir en teatro didáctico. Cuenta la vida de Wittgenstein como niño en Viena, de familia opulenta, su viaje a Cambridge, su desencanto allí, va a Noruega, quiere vivir como ermitaño en una costa, va a la guerra, es luego maestro de escuela en Austria, regresa a la vida intelectual de Cambridge, que lo asquea, va a Irlanda. Muere. Sus relaciones homosexuales han sido, en una vida de melancolías, la alegría al menos pasajera. También ha sido un exiliado.
Habla Wittgenstein con desdén de “la cháchara de los ingleses”. Y esa es su coyunda. Por eso trata de escapar: a Noruega, a una escuelita en Irlanda, de su dinero (heredero, regaló a su hermano una inmensa fortuna). Esto decía, estando en Noruega, sobre ese mundo estéril de la universidad inglesa: “¿Cómo puede ser una lógico antes de ser humano? La cosa más importante es arreglar cuentas consigo mismo. Es mucho más fácil aquí en Noruega. La soledad es buenaventura. Aquí puedo trabajar más en un día que lo que puedo hacer en un mes rodeado de gente. Cambridge es absolutamente insoportable. Un burdel. Imposible concentrarse”.
El cine de Jarman, también aquí, es una vivencia. Diríase que es una convivencia con el sujeto que es su tema. Por eso no es la narración lineal del cuentecito de una vida, sino las suscitaciones de esa vida, en sus palabras, en imágenes alusivas, sugerentes. Esto que decía Wittgenstein de los filósofos lo podía decir Jarman de los cineastas: “Escúcheme. Nosotros imaginamos el significado de lo que decimos como algo raro, misterioso, oculto a la vista. Pero nada está oculto. Todo es transparente. Son solamente los filósofos quienes enlodan el agua”.
En Blue (1993), su última película, dice de pronto el narrador: “He caminado siempre en procura del cielo”. Ese es Derek Jarman.
Texto originalmente publicado en la Revista Kinetoscopio Nº 29, enero - febrero, 1995.
El 18 Ciclo Rosa presentará por distintas ciudades de Colombia una amplia retrospectiva de las películas de Derek Jarman. La programación la puede consultar acá:
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JARMAN EN BUSCA DEL AZUL
Por Alberto Aguirre
Derek Jarman es primero un hombre y después un cineasta. La proposición parece simplista, pero, bien escrutada, indica que el ejercicio del cine fue emanación vital de su ser, no simple oficio realizado gracias a una habilidad mecánica. De Jarman sí cabe aquel dictum de Schopenhauer: “El estilo es la fisionomía de la mente”.
Hay imbricación plena entre oficio y vida. La realización del cine no era solo una demostración de técnica o conocimientos, ni tampoco un catarsis: era un modo de vivir, otro modo de vivir: expresión orgánica de su propio ser, no mera articulación de un instrumento. Más una pureza total de alma. Una soberana dignidad de ser humano. Gracias a estas condiciones Jarman pudo hacer un cine de integridad, lucidez e inteligencia, libre de toda coyunda. En este mundo esclavo de tantos amos –y los más tiránicos son los de la propia intimidad– Jarman es caso singular: su signo es la libertad. Para decir lo que quiere decir, y cómo lo quiere decir, sin pagarle a nadie tributo.
Y en el cine hizo obra prodigiosa. Desde 1971, cuando empezó a filmar, hasta 1993, pocos meses antes de morir, casi cincuenta películas, en diversos formatos y de diversa duración. Entre ellas, obras como Sebastiane, Jubilee, The Tempest, The Last of England, The Angelic Conversation, Caravaggio, War Requiem, The Garden, Edward II, Wittgenstein, Blue, que habrán de perdurar, que ya perduran, porque son testimonio de una época. El artista auténtico, el que no huye por los cerros de Ubeda, da a su obra el germen de la resistencia contra la acción deletérea del tiempo, casualmente porque da la seña de su propio tiempo.
Dijo Jarman en entrevista fílmica que le hizo John Cartwright, en diciembre del 93, cuando ya el sida lo había marcado con su signo de muerte: “Mis películas están ahí y algunas de ellas ya tienen quince años, y son exhibidas constantemente, en tanto que si pregunta: “Oh, ¿qué películas se hicieron ese año?”, le puedo asegurar que no las están exhibiendo, a nadie le importan. Así, en cierto sentido, podría decir que mis películas son de mecha lenta. Al final, mucha más gente verá Sebastiane que Raging Bull o algo parecido Así, usted puede apuntarse a la taquilla rápida de Hollywood, o al cine de mecha lenta, en el que la gente sigue viendo su cine de año en año”.
Era esa lucidez, esa convicción honda de un valor, que no alude a vanidades. El dominio de sí mismo, la plenitud de ser en su esencia. Así cuentan cómo recibió la noticia del sida, que le dieron el 22 de diciembre de 1986 (cuando tenía 44 años): “El joven doctor que me contó esta mañana que yo era portador del virus del sida estaba visiblemente perturbado. Le sonreí y le dije que no se preocupara, pues nunca me han gustado las Navidades. Caminando de regreso por Tottenham Court Road, desde el hospital, pensé en cuán afortunado era el recibir preaviso, para así poder uno concluir su día de modo ordenado. Este objetivo me parecía atractivo”. Y diría después que saberse portador del VIH “conlleva un elemento sagrado”. Murió en febrero de 1994.
Tampoco se dejó apabullar por su entorno, por esa desastrada Inglaterra que le tocó en suerte, no por la mojigatería de una moral antañona, ni por las ataduras que esa sociedad le impuso por su condición de homosexual. Luego de desazones de adolescente, vivió su opción sexual en plena libertad, sin tapujos, sin pavores, sin escándalos. Un hecho natural de la vida. Como cualquiera otro. Y supo luchar para que todos tuvieran parecida noción de libertad en su opción. Su cine está impregnado de esta noción, sin haber hecho nunca, ni siquiera un pie de película, cine de bandería. Cine de afirmación, sí. Diría que “la sexualidad colorea mi política”. Anótese que su política se dio en su cinem y en su pintura, y en sus decorados teatrales, y en su simple accionar en el mundo. Nunca perteneció a grupos o banderías.
Tuvo clara conciencia. Y como en él vida y obras están imbricados, esta claridad se proyecta en su cine. Dice en su libro de memorias, Dancing Ledge: “Hasta poco después de cumplir treinta años evité el sexo pasivo. Las inhibiciones y el condicionamiento social lo convertían en una experiencia traumática y penosa. Fue difícil superar esto. Pero ahora sé que hasta tanto no empecé a gozarlo no alcancé mi equilibrio como hombre. Uno tiene que hacer sacrificios para enterrar centurias. Cuando no se supera a sí mismo entiende que se género es su propia prisión. Cuando encuentro hombres heterosexuales sé que solo han experimentado la mitad del amor”.
De clase media, hijo de un oficial de la RAF, Derek Jarman nació en enero de 1942, en Northwood, suburbio de Londres. Estudió en el Kings College, de Londres, y luego bellas artes en Slade School. Se destaca como pintor, realiza diversas exposiciones. Hace decorados para teatro y diseño de trajes, para Jazz Calendar, con Frederick Ashton, y para Don Giovanni en el Coliseum. Su primer encuentro con el cine es en 1970, como escenógrafo en The Devils y en Savage Messiah, de Ken Rusell. Descubre el Súper 8mm. Cuenta que al recibir las primeras tomas reveladas “y ver que estaban enfocadas, eso me pareció mágico”. Realiza numerosos cortos, de grupos musicales amigos, de sus viajes, y de su entorno y oficios, algunos de los cuales editaría luego, en 1980, en un largometraje, In the Shadow of the Sun. Fue un aprendizaje, tanto de técnica como de amor. Lentamente se lo va ganando el cine. Ya en el 1976, realiza Sebastiane, largometraje que presenta en Locarno y causa controversia. Algo similar con Jubilee (1978) y The Tempest (1979). El cine es ahora su herramienta, su voz.
Son los tiempos de Mrs. Thatcher. “Para quienes disentíamos” –comenta Jarman– “eran tiempos negros, temíamos que ese régimen durara no menos de tres décadas”. Añade: “Sabes, siempre habrá Mrs. Thatcher, piensa uno, y se tiene esta horrible sensación de parálisis. Creo que The Last of England provino de ese sentimiento”. Y esto cuenta de un atropello padecido: “Me puso contra la pared una banda violenta que creía que yo andaba buscando muchachos. Iba para mi casa en Earl’s Court y venía de la exhibición de mi película Sebastiane; algo nada excitante. De pronto me brincaron encima. Solo porque yo era de clase media, blanco y tenía una película en el Gate no pasaron de la agresión verbal (“Maricón de mierda”) a la agresión física. Esa banda era la policía”.
Realiza The Last of England (1987), quizás su película más corrosiva. Recuérdese una vez más que Jarman nunca hizo cine de cartel. Se limitó a mostrar un mundo en descomposición. En esta película rompe por completo con la narración tradicional: no se ve ninguna línea lógica, es como una vorágine, como estar metido en el ojo del huracán. Y ese torbellino de imágenes a veces te embriaga. Pero no se crea que es un ejercicio de estilo, ni es gratuito, no es de vanguardia, ni experimental. Es un lenguaje caótico para decir la falacia y la corrupción moral y social de la Inglaterra bajo Mrs. Thatcher. Detrás de su fachada de mesura y decoro, un país turbio. O sea, el caos y el desorden están en el mundo. Es terrible la imagen. Hay escenas turbulentas. El soldado y su amigo amándose sobre la sacrosanta Union Jack, y ese joven que hace el amor con una pintura de Caravaggio, y esa recién casada que, en una escena de vértigo, va rasgando su traje de novia. Como una bofetada. La visión ácida de su propio país. Se prueban fofos los valores victorianos.
Sin ese hilo narrativo comodito a que te tiene acostumbrado el cine de Hollywood (cine-papilla), The Last of England, con sus imágenes abigarradas y vibrante, su texto lacerante, te deja una sensación aún más intensa. Y un conocimiento aún más real. Imágenes de la decadencia urbana, de drogadictos que se inyectan en rincones, películas familiares entreveradas, unos hoscos paramilitares que acosan a la gente en los muelles. Y los parlamentos que se oyen: “Aquí chupando sacol en lugar de sus brandies consagrados. (...) ¿Qué ves? Mentiras que florecen a través del enredajo nacional y sobornos. (...) ¿Y el futuro? El futuro ha sido cancelado por falta de interés. (...) El congelado corazón de Inglaterra manchó cada hoja primaveral, y todas las aspiraciones fueron consumidas en la sangre”.
El título de la película alude a los emigrantes del siglo XIX que, alejándose de las cosas, deban su mirada a “the last of England”. Para Jarman, una metáfora de los tiempo actuales: aún aquí, sin alejarnos de sus costas estamos viendo lo último de Inglaterra. Exiliados de la propia tierra. El primer largometraje, y que marca la postura del rebelde, fue Sebastiane. Es el martirio de San Sebastián, pero qué ausencia de melcocha mística. Escueta y dura la presencia. El capitán de guardia del emperador Dioclesiano, degradado porque implora por un cristiano. Ese capitán, Sebastián, también cristiano es degradado y desterrado a una isla con una pequeña tropa. Una primera escena en el palacio de Dioclesiano, la fiesta de lascivia. Con escasos medio técnicos, gracias a su destreza, Jarman elabora una orgía escandalosa. Sus películas carecían de grandes presupuestos (menos de la vigésima parte del costo de una película ordinaria) y no tenían efectos especiales. Es que el efecto especial lo pone siempre el talento.
Y en esa isla (fue filmada en Cala Doméstica, en Cerdeña), para ocho soldados desterrados se desarrolla una vida de huis clos. Tensiones, odios soterrados, amores súbitos. Sebastián en buen cristiano, a pesar de su amor escondido, rechaza el amor que le propone Severius, el comandante del grupo. Lo clavan a la arena, bajo el sol ardiente. Como si sufriera los estigmas de Cristo. Delira y en sus delirios evoca los deleites del cuerpo de Severius, que en la realidad, como cristiano, se ve obligado a rechazar. Hay una escena de amor en la playa, en medio del agua, entre Adrian y Anthony, soldados que desmuestran la extrema finura de Jarman: es diciente y expresiva, pero no tiene un gramo de pornografía. Sebastián mantiene el repudio a Severius. Al fina, amarrado a un poste, es asaeteado por sus propios compañeros. Película terrenal, impregnada de misterio.
Con igual óptica Jarman hace Caravaggio (1986). También otra obra terrenal que suscita los mundos de la mística y de la creación artística. En marzo de 1978 esbozó la idea de esta película, y ya en junio estaba en Roma, investigando. En julio, el primer guion, “basado”–dice– “ en una lectura de sus pinturas más bien que en las biografías escritas por Baglione o Macini”. Ahí radica lo esencial del intento, y la marca de la película: no es la simple biografía de un ser humano –sus anécdotas por el mundo– sino el trazo de ese ser en el acto de creación, y derivándolo de la creación misma. Hizo hasta cinco guiones (en uni, desechado, trabajó con Suso Cecchi d’Amico, la guionista de Visconti), hasta rodar, en 1986, la película entera en solo cinco semanas, en un galpón de la Isle of Dogs, Inglaterra.
No es la biografía picante de un pintor de vida turbulenta (Suso le propuso radicar la obra en un triángulo amoroso: Caravaggio, Lena, la prostituta, y Rannuccio Tamasoni, el amigo). Teniendo en cuenta los episodios de esa vida, lo esencial es descubrir el sacudimiento y el impulso de creación. Caravaggio, de origen humilde, llega a la corte de los Medicis, y es protegido del cardenal Del Monte. Una vida azarosa, para realizar pintura religiosa de la más honda espiritualidad. Y siempre con modelos terrenales. Pintó hombre en trance de misterio. Ese sorber y gustar la vida, con urgencia, para transmutarlo en pintura trascendente, es lo que que recoge Jarman en su película. Dice de Caravaggio: “Un asesino que sucedía que también era pintor”.
Es una identificación secreta, sutil, entre el creador y su personaje (¿También en Sebastiane?). En cierto modo, Jarman hace su propia biografía. No hay datos históricos sobre las tendencias sexuales de Caravaggio, pero Jarman deriva, de sus cuadros, su homosexualidad. Dice: “Caravaggio se esfuma en el chiaroscuro, la luz y sombra de su visión esquizoide”. Y ese fue el nimbo de sus pinturas. Una vida azarosa. El motto en el puñal que ahora le devuelve el cardenal, dice: “Sin esperanza y sin miedo”. Podría ser el propio motto de Jarman. Este creador, hoy, en el cine, también realiza solo lo que le brota de la entraña.
Asesinó Caravaggio a Ranuccio (¿su amante?, ¿su rival?), hubo de buscar refugio en Malta, y allí pintó La decapitación de San Juan. Y dice Jarman: “La violencia de este cuadro es una confesión”. Sobre la sangre en el piso escribió esta frase: “Yo, Caravaggio, hice esto”. Y a los adonis que requería los pintaba como San Juan. Él mismo se pintó varias veces como Baco, el dios andrógino. Fue el primer pintor italiano, comenta Jarman, que pintó gente de la calle en cuadros religiosos. Hacer del impulso religioso una tensión humana. Y añade: “Caravaggio puso en tierra los elevados ideales y se hizo el más homosexual de los pintores”. La película no sigue la rutina de la anécdota, y evita el tremendismo de horrores y desmances. Tampoco edulcora. En una narración zigzagueante, que alterna tiempos y lugares, lo que entrega es la pasión voraz de Caravaggio de volcarse en los colores, siempre dentro del chiaroscuro, como derramando –o justificando– su propia vida. Lo que pinta Jarman en su película es la angustia de la creación, anclada en la entraña de un hombre, y no en elevados ideales esotéricos. Sudor y sangre son la sustancia de la creación.
Dice Jarman: “El cine es el matrimonio de la luz con la materia: una conjugación producto de la alquimia”. Esa magia que no lo abandonó desde que vio el primer negativo revelado. Y el gozo en la creación, como Caravaggio. Dice: “Cuando Neil Cunningham, que había trabajo en Sebastiane, dijo que The Tempest también era una fiesta, no pudo haberme hecho mayor elogio, pues siempre he procurado crear un ambiente placentero en mi trabajo. Para mí esto es mucho más importante que el producto terminado. El único público que me preocupa es el de mis colaboradores en la película. Dado que el equipo apruebe el resultado, la experiencia de hacer una película es un goce; soy feliz y no deseo nada más. Este es el secreto de hacer películas de pequeño presupuesto; el texto y las ideas no están fijadas de antemano: brotan con el sacol”.
Y siempre sus películas fueron de pequeño presupuesto. Declara: “Vivo obsesionado por el cine, pero la obsesión tiene parámetros bien definidos. Es un modo de analizar el mundo que me rodea, el jardín de las delicias terrenales, y el departamento de los trucos y las trampas”. No es cine gratuito. Ni simple diversión. Aunque sea goce. Agrega: “Tengo muy baja opinión del arte y aún más baja de lo que se acepta como arte, puesto arriba en un pedestal, lo más arriba posible pero de modo que no se vuelva totalmente invisible. Encarcelado en búnkers, vendido, golpeado y reproducido de modo que aún las más potentes imágenes son anuladas, el arte es exaltado a una cosa distinta. Inalcanzable, tiene una función negativa en el proceso educativo. La cultura comienza en la escuela y es completa en la universidad, tiempo para el cual toda aspiración de autenticidad es apagada y la mente es colonizada por leña muerta. Todo arte está muerto, en especial el arte moderno”.
Gracias a que desechó esos parámetros que se le han puesto al arte, y que lo emasculan, Jarman pudo hacer películas de arte, pero no películas experimentales. No son cine de vanguardia. Son cine puro. Son las suyas películas cabales, que buscan un nuevo lenguaje más claro y significante. Él mismo hizo la oposición: “Film as art is different to art-film”. No era un vanguardista. Pensaba que el éxito mundial de una película, clamoroso, era “una trampa mortal”, que siempre desdeñó mediante el truco de mantener en rojo su cuenta bancaria. Cuando hacía el guion de Caravaggio con D’Amico, un millonario italiano le propuso financiar la película, con alta inversión, a cambio de llenar de starlets el asunto. Nunca se dejó tentar por Mammón.
En enero de 1983, cuando había hecho ya grandes películas, tuvo que vender su ropa y sus libros para pagar el alquiler. Y a los cuarenta años de edad, cuando luchaba por hacer Caravaggio, este era su balance: “Debo dos mil libras en el banco y otras mil a mis amigos. No tengo renta fija. No tengo carro ni televisor. No tengo oficina, sino este cuarto de 5,40 por 4,50 metros, pintado de blanco y alquilado. Tiene un baño y una cocineta empotrados”. Pero rechazaba a los millonarios que querían embaucarlo con estrellitas. Cuenta que nunca hizo, de verdad, un presupuesto para sus películas. La que más costó fue Caravaggio, apenas 800.000 libras (1.248.000 dólares), la vigésima parte del costo de una película media en Inglaterra, y apenas una fracción infinitesimal de lo que cuesta un blockbuster con Schwarzenegger.
De mecha lenta, ahora sí que brillan sus películas. Derek Jarman rescata el valor de la imagen como pivote del cine. En el cine parlanchín a lo que nos tienen acostumbrados, que todo lo dicen con palabras, y en el cual la imagen queda relegada a función decorativa, irrumpe este cine de Jarman con la imagen como cuenta y razón del discurso fílmico. Vuelve a los orígenes. Vuelve a los principios. Sin desechar la palabra, pero devolviéndola a su posición original (cuando aparecía como letras en el plano): referente de la narración, ilustración o complemento de la imagen. Jarman, despreciando todos aquellos valores pútridos de un cine y de una sociedad, hizo obra prístina. Por ello, significante y reveladora.
Claro que no le fue bien, en un comienzo, con la crítica institucional, también condicionada, como el público borrego, por el cine papilla de Hollywood. Dice Jarman en aquella entrevista fílmica que cuando se mostró Sebastiane en el Festival de Locarno: “Todos se pusieron muy tensos y empezaron a patear, saliéndose ruidosamente”. Y cuando Jubilee se presentó por televisión en Inglaterra se produjo casi un tumulto nacional. El público estaba asustado. Dice: “Querían seducción, no análisis”.
Su obra era lo opuesta al cine de papilla, o cine Made in Hollywood, que se hace hoy en todos los sitios de la tierra, desde Los Angeles hasta Kathmandú, gracias a esta universalización aldeana impuesta por un mundo monolítico. Un cine molidito, donde todo te lo dan, no solo deglutido, sino digerido. Cine de acción, del cual se excluye el análisis, como se excluye la presencia activa y crítica del espectador. Un cine que requiere borregos, y que forma borregos.
Hizo The Tempest (1979), sobre la obra de Shakespeare. Filmada en cuatro semanas, en la Abadía de Stoneleigh, guarda fidelidad a su origen, dentro de la novación y libertad que es el cine de Jarman. No es la ilustración literal de la pieza, y tampoco espectáculo de abracadabra, modernizante. El genio es mantenerse fiel al principio, sin ser su esclavo. Están todos los personajes y todos los temas. Y está la magia, consustancial a la obra. Próspero y Ariel y Calibán, símbolos de fuerzas elementales. Y las pasiones del poder. Dice Jarman: “Fuimos capaces de desechar la burda imagen teatral, para realizar algo mucho más refinado y desarrollado”. Por ejemplo, candeleros que tintineaban, un vaso que se voltea, una araña que huye por una hendidura.
Con escasos elementos –dinamizados por la inteligencia– se elabora una película que dice el misterio de las pasiones por el poder, de la magia que sacude a los hombres, tirados por dos polos: Ariel y Calibán. Por la riqueza de las imágenes, por la narración vitalizada (no normalizada por una lógica literal), por ese juego del montaje, y su brillo, la película se sitúa en un nivel de modernidad, sin perder sus raíces.
Claro que le fue mal con la crítica inicial, especialmente en Estados Unidos. Dice que el New York Times le hizo una crítica tan mordaz, que destruyó las posibilidades de éxito en la taquilla. Y añade: “En una cultura tan fragmentada, no se permite meterse con William Shakespeare. La tradición anglosajona ha de ser definida; y poner en ella mis tijeras fue como meterle un hachazo al último pino sobre la tierra”. Vincent Canby, reputado crítico del New York Times, dijo que The Tempest era “como arena molida con espinaca”. No solo el despiste, sino la vulgaridad. Comenta Jarman: “Todo esto ahondó mi desilusión con Estados Unidos y, particularmente, con Nueva York, una ciudad de torres brillantes, construida sobre profundos cimientos de alienación y miseria. Estoy rodeado por la sutil indiferencia de los artistas de Manhattan y sus cohortes, casi todos ellos enceguecidos por el consumo, encarcelados en sus preciosos apartamentos. Todo lo toman como si fuera un derecho suyo, y de este modo son víctimas de su propia propaganda. En especial, el New York Times se cree el centro del universo. Ellos creen de veras que esas duras superficies que cubren un abismo de inseguridad paranoica constituye la matriz del Arte”.
Una cultura masificada con un público envilecido. Añadía Jarman: “El fuego, el hogar, fue reemplazado por la televisión en los años cincuenta. Allí donde el fuego alimentaba sueños, permitiendo que la gente vagara como llamas oscilantes que danzan sobre los leños, la televisión aletargó la mente”. Ese público, así aletargado, se espanta ante un cine que apela a la emoción a través de la inteligencia.
Recuerda Jarman como Ian Sproat, ministro en el gobierno de Mrs. Thatcher, declaró en la Cámara de los Comunes el 8 de marzo de 1893 que la película Chariots of Fire había contribuido a “movilizar la opinión pública en favor del inglés, en la Guerra de las Falkland”. Y anota: “Ese es un cine que toda la melodía que les gusta oír a los mercenarios”. Otro es su cine.
The Garden (1980) es una especie de parábola evangélica. “Policías vestidos de Papa Noel torturan sin piedad a los amantes”. Sobre imágenes de su jardín en Dungeness, en la costa de Kent, Jarman elabora una visión aproximada del Evangelio. Se ve a Jesús traicionado con un beso. Fue una especie de improvisación, dice. Lo notable y que indica la comprensión que este cine ha despertado en estamentos de alguna alcurnia, es que recibió en Inglaterra el premio católico a mejor película del año.
En Wittgenstein (1993) hay otra vez una biografía de un ser singular: el filósofo nacido en Viena y nacionalizado inglés. Clave para la comprensión de este siglo. Al igual que había hecho con Caravaggio –cuya biografía encontró en sus cuadros y no en sus anécdotas– aquí Jarman encuentra la biografía del filósofo en sus escritos. Michael O’ Pray, en Sight & Sound (Abril, 1993), encuentra similitudes entre el director y el filósofo. Como las había con el mártir y con el pintor. Esto dice: “La posición de Wittgenstein en Inglaterra, exiliado en una cultura en la cual él no ajustaba, es una parábola de relación ambigua de Jarman con su propia cultura”. En su propio país Jarman hubo de vivir como exiliado.
La película está construida como una serie de cajas negras, donde se narra mediante tableaux vivants, sin actuación al modo tradicional, sin incurrir en teatro didáctico. Cuenta la vida de Wittgenstein como niño en Viena, de familia opulenta, su viaje a Cambridge, su desencanto allí, va a Noruega, quiere vivir como ermitaño en una costa, va a la guerra, es luego maestro de escuela en Austria, regresa a la vida intelectual de Cambridge, que lo asquea, va a Irlanda. Muere. Sus relaciones homosexuales han sido, en una vida de melancolías, la alegría al menos pasajera. También ha sido un exiliado.
Habla Wittgenstein con desdén de “la cháchara de los ingleses”. Y esa es su coyunda. Por eso trata de escapar: a Noruega, a una escuelita en Irlanda, de su dinero (heredero, regaló a su hermano una inmensa fortuna). Esto decía, estando en Noruega, sobre ese mundo estéril de la universidad inglesa: “¿Cómo puede ser una lógico antes de ser humano? La cosa más importante es arreglar cuentas consigo mismo. Es mucho más fácil aquí en Noruega. La soledad es buenaventura. Aquí puedo trabajar más en un día que lo que puedo hacer en un mes rodeado de gente. Cambridge es absolutamente insoportable. Un burdel. Imposible concentrarse”.
El cine de Jarman, también aquí, es una vivencia. Diríase que es una convivencia con el sujeto que es su tema. Por eso no es la narración lineal del cuentecito de una vida, sino las suscitaciones de esa vida, en sus palabras, en imágenes alusivas, sugerentes. Esto que decía Wittgenstein de los filósofos lo podía decir Jarman de los cineastas: “Escúcheme. Nosotros imaginamos el significado de lo que decimos como algo raro, misterioso, oculto a la vista. Pero nada está oculto. Todo es transparente. Son solamente los filósofos quienes enlodan el agua”.
En Blue (1993), su última película, dice de pronto el narrador: “He caminado siempre en procura del cielo”. Ese es Derek Jarman.
Texto originalmente publicado en la Revista Kinetoscopio Nº 29, enero - febrero, 1995.
El 18 Ciclo Rosa presentará por distintas ciudades de Colombia una amplia retrospectiva de las películas de Derek Jarman. La programación la puede consultar acá:
Medellín: https://colomboworld.com/cultura/cine/ciclos-y-festivales/ciclo-rosa-2019/
Bogotá: http://www.cinematecadebogota.gov.co/rosa
Cali: https://www.museolatertulia.com/museo/cinemateca/
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