La historia jamás contada: el archivo que reflexiona sobre sí mismo
“Archivist are urged to reconsider their working concept of memory. They are invited to ponder no only how archives keep records of the past but also how, in their discourse and practices, they help to preserve a certain concept of what “the past” means” “The Past that Archives Keep” - Brien Brothman
El cine es un archivo vivo, captura el tiempo, pero también se deja atravesar por él. Ver una película es encender los mecanismos de una temporalidad compleja: en el presente de la proyección se reviven los momentos de un pasado, muchas veces remoto y francamente desconocido, donde se pone en escena otra temporalidad. Vemos historias de la Segunda Guerra Mundial rodadas en 2019, donde colisionan maneras de leer el pasado y actualizarlo, pero también asistimos a acontecimientos registrados muchos años atrás, que en su proyección cobran vida, como ocurre al ver la restauración de Garras de oro (1926) de P.P. Jambrina, que la Cinemateca de Bogotá presentó en el mes de octubre.
Cualquier espectador, a veces incauto, se enfrenta a las películas como un antropófago que devora el archivo necrológico de las imágenes en movimiento. Devora en un tiempo fijo (la duración de la obra), lo inabarcable de una historia mucho más inmensa que ha sido condensada. Las películas funcionan como un cristal de tiempo, un objeto donde la luz se difracta y sus distintas caras revelan otros aspectos, algunos que en su creación pasaron desapercibidos por algún público. Es por eso por lo que, una y otra vez, vuelvo a las películas y a otras formas del archivo, porque encuentro en ellas una fuente inagotable de temas que arrojan luz sobre distintos puntos de la historia.
Con deseos de encontrar alguna obra dentro de la filmoteca del cine colombiano que respondiera a estas dinámicas sobre el archivo, y me permitiera analizar cómo funcionan las dinámicas del audiovisual y de qué manera estas operan en una obra, acudí a la Fundación Patrimonio Fílmico Colombiano. Su origen se remonta a 1954, que hacía parte del proyecto de conservación de la Cinemateca. No fue hasta 1986 que se consolidó como un proyecto independiente, que tenía como objetivo primordial albergar, conservar y proteger las producciones audiovisuales colombianas. Actualmente ha estado detrás de los procesos de restauración de algunas obras, algunas de las cuales se dieron a conocer en un estado óptimo gracias al primer “Ciclo Restaurados” que ocurrió este año en la Cinemateca de Bogotá. El acervo de sucolección es inmenso, alimentado, en su mayoría, por donaciones de distintas entidades o personas.
Los cimientos de la institución se sostienen sobre la base de la memoria: allí se pretende conservar, restaurar y también permitir el acceso al contenido audiovisual que se ha hecho durante estos casi cien años de producción. Sin embargo, esto es una tarea titánica que presenta unos problemas que no hay que perder de vista: la clasificación y el orden del archivo implica un ejercicio de memoria que varía con los años. El archivo es un dispositivo de poder, donde se privilegia la restauración o conservación de unas obras sobre otras, en el que se construye de a pocos el canon de una nación y se dejan en el polvo otras obras. Ecos del ejercicio de clasificación me traen a la mente a Alberto Manguel, cuando en Una historia de la lectura habla de los archivadores como los organizadores de universo, que disponen de los documentos de manera arbitraria y lo que realmente revelan es el sistema de pensamiento del organizador y su contexto histórico. Parece inevitable el ejercicio de discriminación, el tener que elegir entre un material u otro, pero vale la pena no perder de vista aquello que queda guardado y no lo que la institución quiere decir que debe ser recordado. Sobre este organismo estatal, a quien se le ha legado la memoria audiovisual de todo un país, pesa la responsabilidad y también la culpa en su consolidación del archivo: ¿qué pasa con las obras que no interesan a los jefes o directores en cabeza de una época? ¿Con qué criterio se considera que una obra puede llamarse patrimonio y que merece ser recordada y revisitada?
Patrimonio Fílmico, así como cualquier otro tipo de archivo en Colombia o en el mundo, funciona de manera kafkiana. La fundación custodia el conocimiento y el contenido de una variada, aunque no muy extensa, producción de cine. En su ejercicio de poder, construye la ilusión sobre lo que es la memoria cinematográfica. Cada vez que se estrena una obra restaurada cabe hacerse la pregunta inversa: ¿por qué ésta y no otra? ¿Qué se dejó cubierto de polvo en los anaqueles? Como guardianes de la memoria, como rectores y guías de aquello que vale la pena conservar, el visitante se encuentra ante las puertas del Patrimonio como el campesino frente a las puertas de la Ley en el cuento “Ante la Ley” de Kafka. En un intento por consultar el vasto contenido del archivo fílmico, puede ocurrir que no se pueda acceder a éste, a pesar de que, así como la Ley, el archivo deba “ser accesible siempre a todos”. Encapsuladas, selladas al vacío, están guardadas las huellas de un pasado colectivo, las cuáles deberían poder rastrear y estudiar las personas en general, no sólo los investigadores. Muchas de las obras que hacen parte de la colección están en rollos de 16mm y 35mm. Por lo cual, la fragilidad de estos formatos hace que su consulta sea limitada. Sin embargo, muchas de estas quedarán enmudecidas en los anaqueles, sometidas a las jerarquías de visibilización.
Confieso que cuando pensaba en “archivo” venía a mí la imagen de un objeto viejo, la ilusión (muy ingenua) de un objeto desconocido, un tesoro que nadie más ha visto y que, entre sus huellas y su polvo, encontraría algo que nadie más había podido ver. Cuando pensaba en archivo fílmico tenía en mi mente la imagen de un tipo de material fílmico en celuloide, en rollo, como aquel que no podía ser consultado. Atadas a mis imágenes mentales estaban todos los prejuicios de una mirada convencional del archivo: olor a óxido, a humedad, texturas rugosas, gastadas, delicadas, llenas de parásitos y de posibles enfermedades. El archivo como un cuerpo en descomposición, la evidencia del paso del tiempo; un cuerpo carcomido por la carroña del polvo y los hongos. Sin embargo, la imposibilidad de acercarme a los rollos del Patrimonio Fílmico me llevó a encontrar otro tipo de formato. El dvd, un medio digital que veía como su antinomia: era un medio nuevo, de fácil reproducción, accesible, moderno, diminuto y conocido. A diferencia de los hongos, el moho y la angustia de que ante mis ojos se deshiciera la última copia de alguna obra olvidada, el dvd parece garantizar otro tipo de trascendencia a la obra. A pesar de esto, muchos DVD se apilan en filas y columnas de metal, rígidas y gélidas, que comprimen el material, hacen de él toda una amalgama de colores mixtos que varía dependiendo la carátula de cada caja.
Fue en una repisa de la BECMA, luego de haber abandonado mi pesquisa en el Patrimonio Fílimico, que encontré el documental La historia que no contaron: Caso 11.227 Colombia de Erika Antequera y Ayoze O’Shanahan. Junto a este documental había otros discos que, como cajas de Pandora, esconden elementos sin clasificar, sorpresas y voces de lugares de antaño, registros de personas que miran a otras personas. Incluso en este tipo de filmoteca reina el caos y el misterio. Dentro del contenido descansan, entre muchos materiales, un gran número de DVDS que contienen grabaciones del noticiero Mundo Visión, que hacía parte de la programadora de Jorge Enrique Pulido (JEP), fundada en 1979. El material está numerado, no se sabe qué contiene cada disco, reproducir cada uno de estos materiales es enfrentarse a lo desconocido. Esa era una de las características que más me atraía de estos DVDS sin nombre: visitar una mirada olvidada, mirar a través de los ojos de una época ya distante para mí. Sentir quizá lo que sintió mi familia al ver estas noticias, pero al mismo tiempo entender que para mis familiares estas imágenes hacían parte de un reportaje de lo cotidiano. Frente a los ojos de mi familia ocurrió un fenómeno temporal maravilloso: así como estaban viviendo el presente del reportaje, característica por excelencia del noticiero, también estaban presenciando cómo esas imágenes se convertían en el archivo de un pasado creado justo después de que finaliza el noticiero. Mi caso era el inverso al que ellos vivieron: del pasado que ellos habían vivido, yo recojo sus fragmentos y los revivo en el presente.
A pesar de lo atractivo que puede llegar a ser trabajar con el archivo de Jorge Enrique Pulido, decidí estudiar el documental de Antequera y O’Shanahan, pues esta obra usa material de archivo para construir su argumento y su narrativa. Mientras que con el archivo de Jorge Enrique Pulido habría sido yo quien hubiera determinado un tipo de lectura, organizado un mundo caótico y construido una nueva narrativa haciéndolo hablar de cierta manera, con el documental de Antequera y O’Shanahan podía pensar en los usos del archivo mismo. La obra de los directores combina distintas fuentes de archivos, como recortes de periódico, declaraciones judiciales, entrevistas hechas por otras personas, cartas, imágenes de carnaval, fotografías, soliloquios de la directora, entrevistas hechas por los directores a los familiares que, yuxtapuestas, construyen el cuerpo ausente de su padre, un cuerpo político, a veces narrado de manera mesiánica, consagrado por algunos y repudiado por otros. Veo ese gran mosaico de elementos que pertenecen y hacen de esta obra un archivo, y, más que eso, un palimpsesto, un texto audiovisual en el que se reescribe la historia sobre los materiales antiguos. He defendido la postura de que para mí todo registro es archivo de un acontecimiento, pero la estructura de la película de Antequera hace una reflexión metacinematográfica. Es un archivo que en sí mismo reflexiona sobre su forma y su contenido de manera simultánea. Veo este documental como un archivo que contiene elementos de otro tipo de archivos. A este género se le ataca con el yunque de la verdad, sobre su contenido pesa la exigencia de verdad. A veces uno olvida las palabras de Patricio Guzmán: "Ninguna imagen, ninguna situación, puede ser filmada sin alterar su estado original y por lo tanto la subjetividad se impone siempre. Desde su aparición, las obras documentales han sido formas de representación y nunca «ventanas de la realidad». Un documental no es una "fotocopia" de la realidad sino más bien una interpretación de la misma. El realizador es un testigo que participa y no es un observador neutral".
La afirmación es clara y contundente: el documental es una puesta en escena, un marco sobre la realidad. Desde hace ya un largo tiempo se ha dejado de lado la idea de mímesis. De la misma manera que el documental es una puesta en escena, una forma de ficcionalización, el archivo también lo es. Escoger pedazos de la historia y organizarlos es un acto de absoluta deliberación y subjetividad, así como el encuadre en el documental. A pesar de que aquí se haga uso de documentos a los que por su naturaleza se les atribuye una verdad intrínseca –noticias, fotos, documentos legales–, lo que realmente se está haciendo es una interpretación de la historia, de la forma en que nos han presentado la historia. Erika Antequera pone el dedo en la llaga con su documental, pues lo que hace es mostrarnos cómo se ha narrado la historia de su padre y del partido de la UP de manera errónea, a pesar de que la historia ha estado justificada por este tipo de materiales que aparentemente dicen la verdad. Ella usa los mismos materiales que se han usado para sostener una mentira y en su película, gracias al montaje y al soliloquio, logra darles la vuelta, ponerlos a los ojos del espectador como objetos susceptibles de análisis y crítica.
La historia que no contaron es un documental que hace uso de mecanismos narrativos que predominan en documentales contemporáneos como Carta a una sombra (2015),TheSmiling Lombana (2019)de Daniela Abad, Amazona (2017) de Claire Weisskopf, o el El pacto de Adriana (2017) de Lissette Orozco. Estas obras hablan desde el espacio privado de la familia, desde lo íntimo, pero no se quedan en el ostracismo anecdótico y alcanzan a un mayor público. Además, especialmente en las obras de Abad y Orozco, se mezcla la historia familiar con el material de archivo para reconstruir la figura de un personaje. Antequera hizo en 2008 el mismo ejercicio: rastrear las huellas, los trazos que dejó su padre José Antequera, representante por el partido de la Unión Patriótica y asesinado en 1989, en medio de una serie de asesinatos de los representantes y miembros de este partido. Un ejercicio de restitución y memoria, pero también de catarsis; la directora usa este género para hacer una elegía a su padre, para sanar el dolor de una injusticia política que dejó un dolor personal. En vida somos un archivo vivo, un archivo andante que carga en su mente la compilación de una historia social y personal. En el momento de nuestra muerte nos volvemos un archivo etéreo, nos hacemos palabra y nos convertimos en relato. Nos volvimos el archivo que otras personas recrean, que otras personas construyen y organizan. Después de nuestro cuerpo han quedado las huellas y los trazos de una vida, la muestra de que estuvimos allí. El archivo es un clamor antropocéntrico, es la mirada del ser humano para enfrentarse a las distintas formas de muerte. La angustia de desaparecer entre el polvo y ser devorado por gusanos busca aliviarse en el recuerdo.
Por desgracia, o por virtud, el padre de Erika, José Antequera, se diluye en el documental, así como un muerto de la memoria de sus seres queridos. Su padre se hunde en el archivo de la historia colombiana, de la violencia hacia el partido de la UP. José Antequera es un fantasma, es la excusa para hablar de otro tema mayor, más grande, pero no a través de él, sino por medio de él. Me centro en esos diminutivos adverbios por su peso: José Antequera es un ejemplo de cierto tipo de valores, así como la reliquia y la prueba de un período funesto en la prolongada violencia de Colombia. Sin embargo, al ir borrando su valor como individuo, el documental empieza a andar en las direcciones de la propaganda política. Lo que permite ver ese giro, ese fallido intento de crear un personaje en el documental, es la construcción de un cuerpo que no es Antequera, sino la Unión Patriótica y su historia en Colombia. La imagen de su padre en este documental adquiere una función metonímica: paga el precio de perder su individualidad para convertirse en el paradigma de la lucha por la reconstrucción de la memoria. En el recuerdo de su padre, Erika concentra todo el dolor de una época política y histórica cruenta. La imagen de este político es un archivo, en él se lee no sólo la historia de Antequera, sino la de sus coetáneos y compañeros de partido. Como ya bien apuntaba el título, el caso de Antequera no es sólo un número – 11.227 –, es la voz de muchas personas que claman justicia. La voz de Erika Antequera, narradora a lo largo de toda la película, queda en segundo plano como un acto político de reconocimiento, de dejar hablar a otras personas, de completar las intermitencias dejadas por la voz ausente del muerto que se honra en la obra.
A pesar de la poderosa idea detrás del homenaje a José Antequera y del ejercicio de reconstrucción que hacen de él y de las injusticias contra el partido de la UP, el montaje y el uso del material de archivo se limita sólo a la disposición de documentos, dejándolos yertos sobre la pantalla. No obstante, esto no es lo único que se puede hacer con el archivo. En las manos de la directora también estaban otras posibilidades de trabajo. Una opción era alterar el material, modificar los encuadres, hacer zoom a ciertas partes del cuadro, recortarlo, acelerarlo, usar todo el arsenal de las herramientas de edición. Por desgracia esto no sucede, por el contrario, los fragmentos noticiosos se presentan en toda su longitud, no se alteran, corren al ritmo inicial. Su valor más allá de su contenido inherente es la manera en que se intercalan estos fragmentos con las entrevistas. El resultado es un intento fallido, porque el único criterio de sucesión que parece regir el flujo de fragmentos es la cronología. Los capítulos se van sucediendo cronológicamente y la narrativa sólo sigue una línea recta, avanza como el tren de la historia que critica Walter Benjamin, de una manera horizontal. La sucesión de imágenes en varios momentos de la película no sólo es estéril y expositiva, sino que tampoco es cuestionada. Se presentan los documentos y las noticias casi como fragmentos inmaculados, como registros de una verdad sobre la que se quiere hacer énfasis sólo porque existe un medio que la justifique.
El poco cuidado que se le presta al montaje y al contenido individual de cada fragmento de archivo (las fotografías, los documentos legales, las entrevistas antiguas) deja un documental más cercano al reportaje, al noticiero, a la acumulación de datos y hechos. Se supone que estos elementos de archivo adquieren nuevo significado, no sólo por la manera en que se montaron, sino también por el diseño sonoro a cargo de Octavio Villa. Me pregunto: ¿qué pasa cuando uno ve noticias sobre el asesinato, detalles sobre masacres o fotografías de dolor y ruina que están acompañadas con música de carnaval? No estoy seguro del valor anempático de la banda sonora, que parece apelar a un exotismo y un estereotipo de una imagen del barranquillero, como lo fue José Antequera, pero que disminuye la fuerza de los textos y las fotografías. Entran en disputa música e imagen, ganando por su poder de duración la música sobre las imágenes. El resultado varía entre lo risible y lo molesto: imágenes que se pierden en la velocidad de la serie, de la sucesión de acontecimientos, como si no hiciera falta detenerse a ver las imágenes, mientras que la base musical perdura.
La historia jamás contada es la búsqueda de un lenguaje cinematográfico que termina siendo abarcado y contaminado por el lenguaje de las noticias. Contaminar no es un término netamente peyorativo, sino que habla del cruce, de la hibridación de las herramientas de cada medio que derivan en esta obra, que transita entre el documental y el noticiero. Víctor Gaviria opina que la relación que el periodismo establece “con su tema o con su asuntode conocimiento es la de cubrirlo: envolverlo en una inmensa bolsa que permita cercarlo y transportarlo hasta los ojos pasivos del televidente que entonces pasa a consumirlo como cualquier otro producto” (Gaviria 87). Creo que esta definición del relato periodístico concuerda con el ejercicio que llevaron a cabo Antequera y O’Shanahan: el dolor por la ausencia de la figura paterna queda cubierto por un proyecto político mayor, como un producto de consumo. En este el consumo no tiene que denigrarse ni condenarse: La historia que no contaron invita al consumo por lo contemporáneo de su tema. Los asesinatos por tener una posición política distinta, por pensar en maneras de crear una sociedad libre, no subyugada, que no se doblega al gobierno de turno, son un reflejo que encuentra sus semejantes hoy en día. Este documental tiene un fuerte valor bibliográfico e histórico. Es el resultado de un ejercicio de catarsis a medio camino, que se sostiene por su premisa: la reconstrucción de la memoria silenciada y la verdad sobre los eventos omitidos en el discurso histórico. Formalmente es una muestra de un meta-archivo: el documental registra y dispone imágenes de un tiempo que fue su presente (2008 en Colombia), mientras que pone a dialogar su presente con el pasado de finales de los 80 y comienzos de los 90.
Mis ojos en el 2019 se encuentran con la mirada de muchas personas, quizá sea mejor decir: con la mirada de una época. Aquí no pareciera ser un individuo el que ve a su presente o a su pasado, sino una colectividad en búsqueda de respuestas. Así como Erika rastrea como Telémaco las huellas de su difunto Odiseo que no pudo llegar a Ítaca, yo rastreo en los trazos de la directora la historia que no se deja de repetir, de un país desgarrado por asesinatos a mansalva, de un Estado mudo. Detrás de la voz de estas personas resuena la multitudo, como diría Agamben, de voces que en principio quisieron callar: “la potencia del pensamiento humano no puede ser íntegra y simultáneamente actualizada por un solo hombre o por una sola comunidad particular, es necesario que haya en el género humano una multitud a través de la cual pueda actualizarse toda la potencia”. El documental de Erika Antequera y Ayoze O’Shanahan logra una síntesis de forma y contenido que despliega las voces heredadas y ancestrales de una lucha social, libera del olvido algunos discursos y acontecimientos políticos. Ver este documental, recuperarlo de los anaqueles y reproducirlo a los ojos de varios espectadores es hacer que la memoria viva, es revitalizar una comunidad que en el enojo y en el paso del tiempo ha ido dejando atrás vestigios de su historia.
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LA HISTORIA JAMÁS CONTADA
La historia jamás contada: el archivo que reflexiona sobre sí mismo
“Archivist are urged to reconsider their working concept of memory.
They are invited to ponder no only how archives keep records of the past
but also how, in their discourse and practices, they help to preserve a
certain concept of what “the past” means”
“The Past that Archives Keep” - Brien Brothman
El cine es un archivo vivo, captura el tiempo, pero también se deja atravesar por él. Ver una película es encender los mecanismos de una temporalidad compleja: en el presente de la proyección se reviven los momentos de un pasado, muchas veces remoto y francamente desconocido, donde se pone en escena otra temporalidad. Vemos historias de la Segunda Guerra Mundial rodadas en 2019, donde colisionan maneras de leer el pasado y actualizarlo, pero también asistimos a acontecimientos registrados muchos años atrás, que en su proyección cobran vida, como ocurre al ver la restauración de Garras de oro (1926) de P.P. Jambrina, que la Cinemateca de Bogotá presentó en el mes de octubre.
Cualquier espectador, a veces incauto, se enfrenta a las películas como un antropófago que devora el archivo necrológico de las imágenes en movimiento. Devora en un tiempo fijo (la duración de la obra), lo inabarcable de una historia mucho más inmensa que ha sido condensada. Las películas funcionan como un cristal de tiempo, un objeto donde la luz se difracta y sus distintas caras revelan otros aspectos, algunos que en su creación pasaron desapercibidos por algún público. Es por eso por lo que, una y otra vez, vuelvo a las películas y a otras formas del archivo, porque encuentro en ellas una fuente inagotable de temas que arrojan luz sobre distintos puntos de la historia.
Con deseos de encontrar alguna obra dentro de la filmoteca del cine colombiano que respondiera a estas dinámicas sobre el archivo, y me permitiera analizar cómo funcionan las dinámicas del audiovisual y de qué manera estas operan en una obra, acudí a la Fundación Patrimonio Fílmico Colombiano. Su origen se remonta a 1954, que hacía parte del proyecto de conservación de la Cinemateca. No fue hasta 1986 que se consolidó como un proyecto independiente, que tenía como objetivo primordial albergar, conservar y proteger las producciones audiovisuales colombianas. Actualmente ha estado detrás de los procesos de restauración de algunas obras, algunas de las cuales se dieron a conocer en un estado óptimo gracias al primer “Ciclo Restaurados” que ocurrió este año en la Cinemateca de Bogotá. El acervo de su colección es inmenso, alimentado, en su mayoría, por donaciones de distintas entidades o personas.
Los cimientos de la institución se sostienen sobre la base de la memoria: allí se pretende conservar, restaurar y también permitir el acceso al contenido audiovisual que se ha hecho durante estos casi cien años de producción. Sin embargo, esto es una tarea titánica que presenta unos problemas que no hay que perder de vista: la clasificación y el orden del archivo implica un ejercicio de memoria que varía con los años. El archivo es un dispositivo de poder, donde se privilegia la restauración o conservación de unas obras sobre otras, en el que se construye de a pocos el canon de una nación y se dejan en el polvo otras obras. Ecos del ejercicio de clasificación me traen a la mente a Alberto Manguel, cuando en Una historia de la lectura habla de los archivadores como los organizadores de universo, que disponen de los documentos de manera arbitraria y lo que realmente revelan es el sistema de pensamiento del organizador y su contexto histórico. Parece inevitable el ejercicio de discriminación, el tener que elegir entre un material u otro, pero vale la pena no perder de vista aquello que queda guardado y no lo que la institución quiere decir que debe ser recordado. Sobre este organismo estatal, a quien se le ha legado la memoria audiovisual de todo un país, pesa la responsabilidad y también la culpa en su consolidación del archivo: ¿qué pasa con las obras que no interesan a los jefes o directores en cabeza de una época? ¿Con qué criterio se considera que una obra puede llamarse patrimonio y que merece ser recordada y revisitada?
Patrimonio Fílmico, así como cualquier otro tipo de archivo en Colombia o en el mundo, funciona de manera kafkiana. La fundación custodia el conocimiento y el contenido de una variada, aunque no muy extensa, producción de cine. En su ejercicio de poder, construye la ilusión sobre lo que es la memoria cinematográfica. Cada vez que se estrena una obra restaurada cabe hacerse la pregunta inversa: ¿por qué ésta y no otra? ¿Qué se dejó cubierto de polvo en los anaqueles? Como guardianes de la memoria, como rectores y guías de aquello que vale la pena conservar, el visitante se encuentra ante las puertas del Patrimonio como el campesino frente a las puertas de la Ley en el cuento “Ante la Ley” de Kafka. En un intento por consultar el vasto contenido del archivo fílmico, puede ocurrir que no se pueda acceder a éste, a pesar de que, así como la Ley, el archivo deba “ser accesible siempre a todos”. Encapsuladas, selladas al vacío, están guardadas las huellas de un pasado colectivo, las cuáles deberían poder rastrear y estudiar las personas en general, no sólo los investigadores. Muchas de las obras que hacen parte de la colección están en rollos de 16mm y 35mm. Por lo cual, la fragilidad de estos formatos hace que su consulta sea limitada. Sin embargo, muchas de estas quedarán enmudecidas en los anaqueles, sometidas a las jerarquías de visibilización.
Confieso que cuando pensaba en “archivo” venía a mí la imagen de un objeto viejo, la ilusión (muy ingenua) de un objeto desconocido, un tesoro que nadie más ha visto y que, entre sus huellas y su polvo, encontraría algo que nadie más había podido ver. Cuando pensaba en archivo fílmico tenía en mi mente la imagen de un tipo de material fílmico en celuloide, en rollo, como aquel que no podía ser consultado. Atadas a mis imágenes mentales estaban todos los prejuicios de una mirada convencional del archivo: olor a óxido, a humedad, texturas rugosas, gastadas, delicadas, llenas de parásitos y de posibles enfermedades. El archivo como un cuerpo en descomposición, la evidencia del paso del tiempo; un cuerpo carcomido por la carroña del polvo y los hongos. Sin embargo, la imposibilidad de acercarme a los rollos del Patrimonio Fílmico me llevó a encontrar otro tipo de formato. El dvd, un medio digital que veía como su antinomia: era un medio nuevo, de fácil reproducción, accesible, moderno, diminuto y conocido. A diferencia de los hongos, el moho y la angustia de que ante mis ojos se deshiciera la última copia de alguna obra olvidada, el dvd parece garantizar otro tipo de trascendencia a la obra. A pesar de esto, muchos DVD se apilan en filas y columnas de metal, rígidas y gélidas, que comprimen el material, hacen de él toda una amalgama de colores mixtos que varía dependiendo la carátula de cada caja.
Fue en una repisa de la BECMA, luego de haber abandonado mi pesquisa en el Patrimonio Fílimico, que encontré el documental La historia que no contaron: Caso 11.227 Colombia de Erika Antequera y Ayoze O’Shanahan. Junto a este documental había otros discos que, como cajas de Pandora, esconden elementos sin clasificar, sorpresas y voces de lugares de antaño, registros de personas que miran a otras personas. Incluso en este tipo de filmoteca reina el caos y el misterio. Dentro del contenido descansan, entre muchos materiales, un gran número de DVDS que contienen grabaciones del noticiero Mundo Visión, que hacía parte de la programadora de Jorge Enrique Pulido (JEP), fundada en 1979. El material está numerado, no se sabe qué contiene cada disco, reproducir cada uno de estos materiales es enfrentarse a lo desconocido. Esa era una de las características que más me atraía de estos DVDS sin nombre: visitar una mirada olvidada, mirar a través de los ojos de una época ya distante para mí. Sentir quizá lo que sintió mi familia al ver estas noticias, pero al mismo tiempo entender que para mis familiares estas imágenes hacían parte de un reportaje de lo cotidiano. Frente a los ojos de mi familia ocurrió un fenómeno temporal maravilloso: así como estaban viviendo el presente del reportaje, característica por excelencia del noticiero, también estaban presenciando cómo esas imágenes se convertían en el archivo de un pasado creado justo después de que finaliza el noticiero. Mi caso era el inverso al que ellos vivieron: del pasado que ellos habían vivido, yo recojo sus fragmentos y los revivo en el presente.
A pesar de lo atractivo que puede llegar a ser trabajar con el archivo de Jorge Enrique Pulido, decidí estudiar el documental de Antequera y O’Shanahan, pues esta obra usa material de archivo para construir su argumento y su narrativa. Mientras que con el archivo de Jorge Enrique Pulido habría sido yo quien hubiera determinado un tipo de lectura, organizado un mundo caótico y construido una nueva narrativa haciéndolo hablar de cierta manera, con el documental de Antequera y O’Shanahan podía pensar en los usos del archivo mismo. La obra de los directores combina distintas fuentes de archivos, como recortes de periódico, declaraciones judiciales, entrevistas hechas por otras personas, cartas, imágenes de carnaval, fotografías, soliloquios de la directora, entrevistas hechas por los directores a los familiares que, yuxtapuestas, construyen el cuerpo ausente de su padre, un cuerpo político, a veces narrado de manera mesiánica, consagrado por algunos y repudiado por otros. Veo ese gran mosaico de elementos que pertenecen y hacen de esta obra un archivo, y, más que eso, un palimpsesto, un texto audiovisual en el que se reescribe la historia sobre los materiales antiguos. He defendido la postura de que para mí todo registro es archivo de un acontecimiento, pero la estructura de la película de Antequera hace una reflexión metacinematográfica. Es un archivo que en sí mismo reflexiona sobre su forma y su contenido de manera simultánea. Veo este documental como un archivo que contiene elementos de otro tipo de archivos. A este género se le ataca con el yunque de la verdad, sobre su contenido pesa la exigencia de verdad. A veces uno olvida las palabras de Patricio Guzmán: "Ninguna imagen, ninguna situación, puede ser filmada sin alterar su estado original y por lo tanto la subjetividad se impone siempre. Desde su aparición, las obras documentales han sido formas de representación y nunca «ventanas de la realidad». Un documental no es una "fotocopia" de la realidad sino más bien una interpretación de la misma. El realizador es un testigo que participa y no es un observador neutral".
La afirmación es clara y contundente: el documental es una puesta en escena, un marco sobre la realidad. Desde hace ya un largo tiempo se ha dejado de lado la idea de mímesis. De la misma manera que el documental es una puesta en escena, una forma de ficcionalización, el archivo también lo es. Escoger pedazos de la historia y organizarlos es un acto de absoluta deliberación y subjetividad, así como el encuadre en el documental. A pesar de que aquí se haga uso de documentos a los que por su naturaleza se les atribuye una verdad intrínseca –noticias, fotos, documentos legales–, lo que realmente se está haciendo es una interpretación de la historia, de la forma en que nos han presentado la historia. Erika Antequera pone el dedo en la llaga con su documental, pues lo que hace es mostrarnos cómo se ha narrado la historia de su padre y del partido de la UP de manera errónea, a pesar de que la historia ha estado justificada por este tipo de materiales que aparentemente dicen la verdad. Ella usa los mismos materiales que se han usado para sostener una mentira y en su película, gracias al montaje y al soliloquio, logra darles la vuelta, ponerlos a los ojos del espectador como objetos susceptibles de análisis y crítica.
La historia que no contaron es un documental que hace uso de mecanismos narrativos que predominan en documentales contemporáneos como Carta a una sombra (2015), The Smiling Lombana (2019) de Daniela Abad, Amazona (2017) de Claire Weisskopf, o el El pacto de Adriana (2017) de Lissette Orozco. Estas obras hablan desde el espacio privado de la familia, desde lo íntimo, pero no se quedan en el ostracismo anecdótico y alcanzan a un mayor público. Además, especialmente en las obras de Abad y Orozco, se mezcla la historia familiar con el material de archivo para reconstruir la figura de un personaje. Antequera hizo en 2008 el mismo ejercicio: rastrear las huellas, los trazos que dejó su padre José Antequera, representante por el partido de la Unión Patriótica y asesinado en 1989, en medio de una serie de asesinatos de los representantes y miembros de este partido. Un ejercicio de restitución y memoria, pero también de catarsis; la directora usa este género para hacer una elegía a su padre, para sanar el dolor de una injusticia política que dejó un dolor personal. En vida somos un archivo vivo, un archivo andante que carga en su mente la compilación de una historia social y personal. En el momento de nuestra muerte nos volvemos un archivo etéreo, nos hacemos palabra y nos convertimos en relato. Nos volvimos el archivo que otras personas recrean, que otras personas construyen y organizan. Después de nuestro cuerpo han quedado las huellas y los trazos de una vida, la muestra de que estuvimos allí. El archivo es un clamor antropocéntrico, es la mirada del ser humano para enfrentarse a las distintas formas de muerte. La angustia de desaparecer entre el polvo y ser devorado por gusanos busca aliviarse en el recuerdo.
Por desgracia, o por virtud, el padre de Erika, José Antequera, se diluye en el documental, así como un muerto de la memoria de sus seres queridos. Su padre se hunde en el archivo de la historia colombiana, de la violencia hacia el partido de la UP. José Antequera es un fantasma, es la excusa para hablar de otro tema mayor, más grande, pero no a través de él, sino por medio de él. Me centro en esos diminutivos adverbios por su peso: José Antequera es un ejemplo de cierto tipo de valores, así como la reliquia y la prueba de un período funesto en la prolongada violencia de Colombia. Sin embargo, al ir borrando su valor como individuo, el documental empieza a andar en las direcciones de la propaganda política. Lo que permite ver ese giro, ese fallido intento de crear un personaje en el documental, es la construcción de un cuerpo que no es Antequera, sino la Unión Patriótica y su historia en Colombia. La imagen de su padre en este documental adquiere una función metonímica: paga el precio de perder su individualidad para convertirse en el paradigma de la lucha por la reconstrucción de la memoria. En el recuerdo de su padre, Erika concentra todo el dolor de una época política y histórica cruenta. La imagen de este político es un archivo, en él se lee no sólo la historia de Antequera, sino la de sus coetáneos y compañeros de partido. Como ya bien apuntaba el título, el caso de Antequera no es sólo un número – 11.227 –, es la voz de muchas personas que claman justicia. La voz de Erika Antequera, narradora a lo largo de toda la película, queda en segundo plano como un acto político de reconocimiento, de dejar hablar a otras personas, de completar las intermitencias dejadas por la voz ausente del muerto que se honra en la obra.
A pesar de la poderosa idea detrás del homenaje a José Antequera y del ejercicio de reconstrucción que hacen de él y de las injusticias contra el partido de la UP, el montaje y el uso del material de archivo se limita sólo a la disposición de documentos, dejándolos yertos sobre la pantalla. No obstante, esto no es lo único que se puede hacer con el archivo. En las manos de la directora también estaban otras posibilidades de trabajo. Una opción era alterar el material, modificar los encuadres, hacer zoom a ciertas partes del cuadro, recortarlo, acelerarlo, usar todo el arsenal de las herramientas de edición. Por desgracia esto no sucede, por el contrario, los fragmentos noticiosos se presentan en toda su longitud, no se alteran, corren al ritmo inicial. Su valor más allá de su contenido inherente es la manera en que se intercalan estos fragmentos con las entrevistas. El resultado es un intento fallido, porque el único criterio de sucesión que parece regir el flujo de fragmentos es la cronología. Los capítulos se van sucediendo cronológicamente y la narrativa sólo sigue una línea recta, avanza como el tren de la historia que critica Walter Benjamin, de una manera horizontal. La sucesión de imágenes en varios momentos de la película no sólo es estéril y expositiva, sino que tampoco es cuestionada. Se presentan los documentos y las noticias casi como fragmentos inmaculados, como registros de una verdad sobre la que se quiere hacer énfasis sólo porque existe un medio que la justifique.
El poco cuidado que se le presta al montaje y al contenido individual de cada fragmento de archivo (las fotografías, los documentos legales, las entrevistas antiguas) deja un documental más cercano al reportaje, al noticiero, a la acumulación de datos y hechos. Se supone que estos elementos de archivo adquieren nuevo significado, no sólo por la manera en que se montaron, sino también por el diseño sonoro a cargo de Octavio Villa. Me pregunto: ¿qué pasa cuando uno ve noticias sobre el asesinato, detalles sobre masacres o fotografías de dolor y ruina que están acompañadas con música de carnaval? No estoy seguro del valor anempático de la banda sonora, que parece apelar a un exotismo y un estereotipo de una imagen del barranquillero, como lo fue José Antequera, pero que disminuye la fuerza de los textos y las fotografías. Entran en disputa música e imagen, ganando por su poder de duración la música sobre las imágenes. El resultado varía entre lo risible y lo molesto: imágenes que se pierden en la velocidad de la serie, de la sucesión de acontecimientos, como si no hiciera falta detenerse a ver las imágenes, mientras que la base musical perdura.
La historia jamás contada es la búsqueda de un lenguaje cinematográfico que termina siendo abarcado y contaminado por el lenguaje de las noticias. Contaminar no es un término netamente peyorativo, sino que habla del cruce, de la hibridación de las herramientas de cada medio que derivan en esta obra, que transita entre el documental y el noticiero. Víctor Gaviria opina que la relación que el periodismo establece “con su tema o con su asunto de conocimiento es la de cubrirlo: envolverlo en una inmensa bolsa que permita cercarlo y transportarlo hasta los ojos pasivos del televidente que entonces pasa a consumirlo como cualquier otro producto” (Gaviria 87). Creo que esta definición del relato periodístico concuerda con el ejercicio que llevaron a cabo Antequera y O’Shanahan: el dolor por la ausencia de la figura paterna queda cubierto por un proyecto político mayor, como un producto de consumo. En este el consumo no tiene que denigrarse ni condenarse: La historia que no contaron invita al consumo por lo contemporáneo de su tema. Los asesinatos por tener una posición política distinta, por pensar en maneras de crear una sociedad libre, no subyugada, que no se doblega al gobierno de turno, son un reflejo que encuentra sus semejantes hoy en día. Este documental tiene un fuerte valor bibliográfico e histórico. Es el resultado de un ejercicio de catarsis a medio camino, que se sostiene por su premisa: la reconstrucción de la memoria silenciada y la verdad sobre los eventos omitidos en el discurso histórico. Formalmente es una muestra de un meta-archivo: el documental registra y dispone imágenes de un tiempo que fue su presente (2008 en Colombia), mientras que pone a dialogar su presente con el pasado de finales de los 80 y comienzos de los 90.
Mis ojos en el 2019 se encuentran con la mirada de muchas personas, quizá sea mejor decir: con la mirada de una época. Aquí no pareciera ser un individuo el que ve a su presente o a su pasado, sino una colectividad en búsqueda de respuestas. Así como Erika rastrea como Telémaco las huellas de su difunto Odiseo que no pudo llegar a Ítaca, yo rastreo en los trazos de la directora la historia que no se deja de repetir, de un país desgarrado por asesinatos a mansalva, de un Estado mudo. Detrás de la voz de estas personas resuena la multitudo, como diría Agamben, de voces que en principio quisieron callar: “la potencia del pensamiento humano no puede ser íntegra y simultáneamente actualizada por un solo hombre o por una sola comunidad particular, es necesario que haya en el género humano una multitud a través de la cual pueda actualizarse toda la potencia”. El documental de Erika Antequera y Ayoze O’Shanahan logra una síntesis de forma y contenido que despliega las voces heredadas y ancestrales de una lucha social, libera del olvido algunos discursos y acontecimientos políticos. Ver este documental, recuperarlo de los anaqueles y reproducirlo a los ojos de varios espectadores es hacer que la memoria viva, es revitalizar una comunidad que en el enojo y en el paso del tiempo ha ido dejando atrás vestigios de su historia.
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