A partir de hoy y durante los próximos jueves estaremos publicando una completísima entrega del crítico y realizador Santiago Andrés Gómez que revisa, de adelante hacia atrás, los años convulsos del nacimiento del video en Medellín, del descubrimiento y la creación de un manifiesto creativo, y de los últimos días de una actividad crítica sin descanso en la mítica revista Kinetoscopio, cuando estaba todavía comandada por Luis Alberto Álvarez. Gómez Sánchez desanda pasos y traza un detallado mapa de esos años, cuando descubrió un límite en el oficio de la crítica y una gran puerta abierta en las posibilidades del video. Ricardo Piglia decía con mucho ánimo que "la crítica es la forma moderna de la autobiografía", estas entregas confirman eso y la imposibilidad de separar el oficio de la vida.
Veinte horas no es nada (1): a la luz de hoy
Sobre Diario de viaje: antecedentes, carácter y no-repercusiones de un manifiesto
Santiago Andrés Gómez Sánchez
***
[quiero privilegiar el desborde, la desmesura, lo oceánico en la escritura]
En el conversatorio sobre “el giro subjetivo de las escrituras audiovisuales” al que fui invitado por la Cinemateca de Bogotá, Pedro Adrián Zuluaga me preguntó por Diario de viaje (Gómez Sánchez, 1996). Dijo que este documental, una crónica sobre el Festival de Cine de Cartagena de 1995, era también “una crítica”, o sea: una crítica de cine, como según él lo había sido unos años antes Agarrando pueblo 1 (Ospina y Mayolo, 1978). Me preguntó si me interesaba reconstruir la experiencia de Diario de viaje en relación con los problemas que estábamos tratando en el conversatorio: “el yo, los otros, encontrarse como crítico”. Añadió que en Diario de viaje “uno siente también un cierto tipo de distanciamiento con Luis Alberto [Álvarez] que con los años va a tramitarse de muchas maneras”. Y Pedro remató la pregunta, o el empujón, así: “¿A partir de Diario de viaje cómo evoluciona tu escritura personal, tanto en textos [críticos por escrito] como en trabajos [críticos] audiovisuales?”.
En un conversatorio virtual con otros cuatro invitados y con un tiempo de hora y media para repartir entre todos es un tanto cruel esperar que uno pueda con tanto. Pero eso es parte de lo que quiero hablar, y parte de un posible arrepentimiento por Diario de viaje. Al menos debería hacer parte de una consideración de la virtualidad de Diario de viaje en torno a lo que fue esa su experiencia y lo que son sus asuntos. Y una crítica a la asunción de que los textos audiovisuales (y los conversatorios, así como los debates televisados entre candidatos a una presidencia o una alcaldía) pueden “dar cuenta” de los fenómenos o experiencias que tratan. Sabemos que no, pero seguimos creyendo que sí. Pedro no ejerció ninguna crueldad que no estuviera primero amenazándolo desde afuera: la del tiempo. Yo mismo me azaré esperando hablar de todo lo que se dijo en ese momento.
Quise responder, aunque la respuesta solo puede ser un gesto. Y este tema me lo pide todo.
Ese todo, mi todo, queda allí, atrás, muy cerca pero inalcanzable, como el cascabel que me decía alguna vez Víctor Gaviria que son los sueños, él, que estudió psicoanálisis y ya no le hace caso a lo que los sueños nos puedan decir. En cambio, yo más bien debería aquí contar un sueño. Lo que se me pide es:
a) reconstruir la experiencia de Diario de viaje en relación con el giro autobiográfico en las escrituras audiovisuales, y
b) describir la transformación de mi escritura personal de crítica cinematográfica desde el distanciamiento con Luis Alberto Álvarez, quien fuera mi padrino en varios sentidos, todos ellos literales.
En este caso, Pablo Roldán me ha notificado de que tengo libertad para extenderme sin límite y así hoy, y en los días que abarquen esta labor, quiero privilegiar el desborde, la desmesura, lo oceánico en la escritura. Esto puede querer decir en verdad que el texto quedará inconcluso o, si no, que desde luego tendrá un carácter metafórico, como un “hueso mondo”, como dice Octavio Paz de la palabra en ¿Águila o sol?, pero volcado en una experiencia que alcanza estas mismas líneas. Por eso no quitaré palabras innecesarias, como si hubiera algo necesario, y no eliminaré el adjetivo que diga lo mismo que un adverbio que lo acompañe, porque ninguna voz dice lo mismo que otra. No pretendo nada con esta narración ensayística, sino recuperar el hilo de sus ecos perdidos. Citaré las referencias cuando me dé la gana, pues si me queda difícil, solo remitiré a los textos por su nombre. Solo cuento a mis amigos algo que llega hasta este mismo instante, y por eso el lenguaje no puede describirlo o reconstruirlo más que de modo, digamos, desdoblado o a veces, más bien, del todo mistificador, como una cosmogonía americana o una épica hindú que le diera la vuelta al sol. Para incumplir con mis objetivos me ordenaré más o menos y me desviaré según el esquema que usé en el pasado Encuentro de Investigadores de Cine del Festival Internacional de Cine de Cali: hablaré mucho de los antecedentes, mal de la naturaleza o carácter y muy poco de las no-repercusiones de lo que fue un manifiesto del video interdependiente.
Espero, sé, temo que emergerá una proto-teoría del habla insatisfecha de un yo terreno.
En días anteriores habíamos estado hablando sobre el contexto de ese giro autobiográfico que en Diario de viaje se hace perceptible no sé si por primera vez en nuestro medio, pero sí de una manera que, para mí que lo viví, fue algo estruendosa, así de fulgurante como calamitosa. Entonces acudíamos a las usuales fórmulas (son conjuros) con que uno imagina, o sea que logra, despachar o, quiero decir: (mal)entender el objeto de estudio, distorsionarlo por principio. Se acudió, como es lo más normal, a Lyotard, ya sin nombrarlo, y eso es bonito, para pronunciar “la caída de los grandes relatos”, la serpiente relativismo asomó, una culebrita, y yo leí, no le dije a nadie, la palabra pessoa en su líquido lomo, persona, máscara, y seguimos hablando cháchara, muy seriotes, profesorazos, mientras Jair Bolsonaro gobernaba la selva y Trump nos apuntaba, ambos desde grandes relatos (récits).
Alejandro Cock, profesor, colega de la Universidad de Antioquia, alguna vez me había preguntado: bueno, Santi, y de esas modalidades del documental, ¿cuál es la que te gusta a vos o con la que te sentís identificado?, y le dije: el expositivo, por supuesto, y soltamos la carcajada. Yo en los diálogos preliminares al conversatorio no dije nada del concepto de pos-verdad que tanto estudiara con Alejo, pero eso era lo que flotaba en el aire bajo la acusación de relativismo. Y si yo le había dicho a Alejo que el documental clásico era lo que me gustaba (el expositivo, el dogmático, en términos gruesos, e institucional) era porque, al tenor de lo que señala Provitina (2014, 99-100), sé que en él, o sea, ya en Flaherty y en la misma Leni Riefenstahl –que según Carlos Bernal hizo propaganda y no documental–, lo subjetivo ya está, lo autoral en el estilo y los métodos y lo sesgado en el discurso es lo que da fuerza y singularidad a los grandes documentales “objetivistas” de Ivens, de Grierson, incluso, sí, a Chircales (Marta Rodríguez y Jorge Silva, 1965-1971). A la vez, sé que en la posmodernidad los mitos no han caído. Sin embargo, el problema enorme de nuestros tiempos es que el relativismo se convierte en más fundamentalismo.
Claro, a partir de cierto momento en la historia se advierten unas apropiaciones más personales o conscientes del documental que uno no se explica cómo no aparecieron antes, pero están relacionadas con lo autoral en un sentido romántico, un tanto individualista, o es decir: con esa letra propia que pedía Astruc para una especie de manuscrito fílmico, y no tanto con la peligrosa magnificación que ello supone. A mí se me hace que, como en el juego de la lleva, uno con las ideas, temas y estilos, simplemente “la sigue” y deja sus huellas, evidencia de algún crimen. No es tan estrafalaria la idea de universalismo (sea panteísta o clasicista) que Borges trata en su ensayo La flor de Coleridge (1952) (1980, 202-206), eso de que la autoría de toda la literatura es tal vez de una sola persona. Cuando a mí me preguntaron a quién le escribo cuando escribo, yo dije que le escribo al ser que aparece cuando cerramos los ojos. Pero ese ser es así mismo el que escribe, desde diversos puntos.
Antonio Weinrichter señala con acierto que lo ensayístico puede surgir de muchas maneras, y más aun: que un documental que asuma el yo no es necesariamente ensayístico (2005, 97). Lo ensayístico puede incluso omitir el yo experimental que postuló Montaigne al dar unas pautas para su estilo y fundar el género, un yo tentativo que no habla solo desde un saber sino desde una ignorancia. Y también lo ensayístico puede prescindir de las otras tendencias más objetivas de Bacon, muy influyentes por igual, relacionadas con lo que después se ha llamado discursos de sobriedad. Podemos explorar desde una conciencia impersonal y a la vez ser subjetivos o, más bien, a la vez reconocer la vacuidad sobre la que se funda o flota o desliza un intelecto pretendiente. Esto sería llegar a cada paso a la verdad (íntima o formal, en cualquier caso menor) que Óscar Campo considera como meta siempre postergada del cine de ensayo, llegar y rebasarla, o ser rebasado por ella, por lo que somos.
Como lo dice mucho Andrés Di Tella: en el fracaso hay un hallazgo (un dato, un hecho), y en últimas, para el Romanticismo el yo es más que la voluntad o el deseo, es una presencia.
Así pues, el relativismo, o el nihilismo que yo comparto ahora con Luis Ospina y que terminé por aceptar en mí mismo sin la menor vergüenza frente a los políticos de cualquier esperanza o deber, no quiere decir que todo pueda ser verdad, sino que nada lo es o nada lo es del todo. La posverdad no es solo el Deepfake 2, sino simplemente la necesidad de no creer, de estar aguzados porque nos están velando. En este sentido, hay que volver siempre a nuestro Prometeo órfico, Caicedo, que nos trajo el fuego del infierno, cuando afirmaba, más o menos, que él en su crítica trataba de defenderse de las imágenes (2009, 39-40).
Ahora bien, todo es dado a, todo es susceptible de. Muy desde el principio pudo haber las lectoras sumerias (en ese entonces oyentes) o babilónicas que no “le copiaron” –no le hicieron caso– al cuento de la hieródula sagrada en Gilgamesh, que seduce pagada para traicionar, y no precisamente porque ella fuese devoradora o fuese sabia. Al mismo tiempo, hay quien sigue creyendo que hablar desde el yo es imponerse, siendo que Lilith se comía con Samael, esto es: que gozan sin permiso de nadie y, sin reivindicar nada, por su goce son la revolución. Recuerdo a este respecto las críticas de mis amigos de Kinetoscopio a Diario de viaje, antes de que la película tumbara todos los frutos del manzano. Te ponés por encima de tus amigos, me dijo una de ellos. Otro: no hay personajes. Luis ya había muerto. Y no quiere decir que luego hayan aparecido personajes o me haya puesto debajo de ellos (como le gustaba a mi colega) cuando el documental se hizo tan famoso, tanto, que a fin de año en Bogotá alguien me acercó un Kinetoscopio en la calle para que se lo firmara (en la Novena con Séptima, arribita, de noche, hacia los cerros, frente a una inolvidable droguería). Era una estudiante de la EICTV, costeña: le conté que ese era el último número en que yo escribía, porque había renunciado, ¡no le creo!, ¿y usted ahora qué va a hacer?, exclamó inhalando, como hablando hacia adentro, porque la pregunta lo implicaba todo.
Me acababa de ganar el Premio Nacional de Video Documental de Colcultura con un video prácticamente casero que se hizo sensación y sí, me había salido de Kinetoscopio. La chica, justamente, se hablaba con los de Imaginario, el espacio documental de Colcultura, y no sé si fue ella la que motivó la llamada que recibí unos meses después para que me fuera a Bogotá a trabajar con ellos. Con Luis muerto, a Kinetoscopio no iba yo a volver. Muchos indicios me decían que ese no era mi lugar, y el gremio de la crítica siempre me ha parecido un tanto exclusivo, demasiado para mí. Pero por el lado de la televisión tampoco era la cosa. Una importante realizadora paisa, Berta Lucía Gutiérrez, me había invitado un año atrás a trabajar en Comfama Televisión, la programadora más importante de Teleantioquia en ese momento (donde trabajaba mi amor presocrático, elemental en contienda). Yo me batía entre fuerzas, y decir no era ya cerrarme puertas.
Pero es que estaba con quiénes.
*
(1) La analogía es válida, toda vez que el collage final de Diario de viaje obra con una ironía semejante, aunque inversa, a la del “corolario casi inevitable” de Agarrando pueblo. En este caso, la mezcla de imágenes en video con imágenes de cine le da relieve a una perspectiva politizada, pero también desacralizadora de la imagen. Con todo, la analogía puede ser más cercana a Oiga vea (Ospina y Mayolo, 1971), pues igual que hacen el camarógrafo Mayolo y el sonidista Ospina en este documental, guerrilleros del cine frente al llamado Cine Oficial, los cuatro videastas improvisadores de Diario de viaje se ocupan de un evento cultural multitudinario e internacional en un contexto urbano depauperado y excluido con el que los realizadores buscan aliarse. Es decir que Diario de viaje satiriza al Festival de Cine de Cartagena (a las estrellas de la televisión y el cine, como Amparo Grisales, Fanny Mickey, Sergio Cabrera o el mismo Pepe Sánchez) de modo semejante a la sátira que hace Oiga vea a Misael Pastrana Borrero, a los diplomáticos, al Ejército Nacional de Colombia y al palurdo Cine Oficial.
(2) Nos remitimos cómodamente a la definición que nos aporta la cada vez más útil y peligrosa (eficaz y tendenciosa) Wikipedia, y así nos ahorraremos jugar con fuego, aunque al final haremos un brevísimo comentario: “acrónimo del inglés formado por las palabras fake, falsificación, y deep learning, aprendizaje profundo. Es una técnica de inteligencia artificial que permite editar vídeos falsos de personas que aparentemente son reales, utilizando para ello algoritmos de aprendizaje no supervisados, conocidos en español como RGAs, y vídeos o imágenes ya existentes. El resultado final de dicha técnica es un vídeo muy realista, aunque ficticio […] No importa que el actor o personaje nunca haya realizado escenas o vídeos pornográficos, precisamente lo que se persigue es crear el efecto, lo más realista posible, de que algo así ha ocurrido. Debido a la abundancia de contenido pornográfico que existe en Internet, los vídeos deepfake acostumbran a crear falsificaciones pornográficas de celebridades aunque cabe resaltar que también son usados para falsificar noticias y crear bulos malintencionados. Esta tecnología emergente vio su origen en el mundo de la investigación con aplicaciones prácticas en el mundo del cine como una alternativa a los procesos construcciones digitales [sic] que tienden a generar altos costos”. La relación del Deepfake con una historia no común del cine en tanto falsificación del mundo está por ser estudiada más a fondo. En cualquier caso, se relaciona de modo profundo con una noción no realista del cine que puede revelarnos un vínculo nuevo nuestro con el tiempo, tiempo que es la sustancia del cine, más que la luz en el espacio. Es decir, el Deepfake puede revelarnos a la animación promulgada por Winsor McCay al inicio de Gertie, the Dinosaur (1914), pero también a otras cintas animadas anteriores y desde el solo fenaquistiscopio o el zoótropo, como género autónomo, simplemente paralelo al cine fotográfico, y posible esencia (alternativa) del arte cinematográfico. En consecuencia, la ética del cineasta no estaría solo en función de los destinos del cuerpo. A propósito, esto también nos conduce a la convergencia de algunos seres humanos (así de privilegiados como degenerados) y el cyborg, que es universal. Se sabe, por ejemplo, que Mario Vargas Llosa, Paulina Rubio y otros potentados erotómanos y pansexuales cuentan hoy mismo con una prótesis sexual biónica adosable y una red de marcapasos microscópicos en el cerebro que les permite prolongar (y soñar durante) el orgasmo. La fuente de esta información ha debido permanecer oculta. Desde luego, no se sabe nada de los hijos concebidos de esa manera.
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VEINTE HORAS NO ES NADA: A LA LUZ DE HOY (01)
A partir de hoy y durante los próximos jueves estaremos publicando una completísima entrega del crítico y realizador Santiago Andrés Gómez que revisa, de adelante hacia atrás, los años convulsos del nacimiento del video en Medellín, del descubrimiento y la creación de un manifiesto creativo, y de los últimos días de una actividad crítica sin descanso en la mítica revista Kinetoscopio, cuando estaba todavía comandada por Luis Alberto Álvarez. Gómez Sánchez desanda pasos y traza un detallado mapa de esos años, cuando descubrió un límite en el oficio de la crítica y una gran puerta abierta en las posibilidades del video. Ricardo Piglia decía con mucho ánimo que "la crítica es la forma moderna de la autobiografía", estas entregas confirman eso y la imposibilidad de separar el oficio de la vida.
Veinte horas no es nada (1): a la luz de hoy
Sobre Diario de viaje: antecedentes, carácter y no-repercusiones de un manifiesto
Santiago Andrés Gómez Sánchez
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[quiero privilegiar el desborde, la desmesura, lo oceánico en la escritura]
En el conversatorio sobre “el giro subjetivo de las escrituras audiovisuales” al que fui invitado por la Cinemateca de Bogotá, Pedro Adrián Zuluaga me preguntó por Diario de viaje (Gómez Sánchez, 1996). Dijo que este documental, una crónica sobre el Festival de Cine de Cartagena de 1995, era también “una crítica”, o sea: una crítica de cine, como según él lo había sido unos años antes Agarrando pueblo 1 (Ospina y Mayolo, 1978). Me preguntó si me interesaba reconstruir la experiencia de Diario de viaje en relación con los problemas que estábamos tratando en el conversatorio: “el yo, los otros, encontrarse como crítico”. Añadió que en Diario de viaje “uno siente también un cierto tipo de distanciamiento con Luis Alberto [Álvarez] que con los años va a tramitarse de muchas maneras”. Y Pedro remató la pregunta, o el empujón, así: “¿A partir de Diario de viaje cómo evoluciona tu escritura personal, tanto en textos [críticos por escrito] como en trabajos [críticos] audiovisuales?”.
En un conversatorio virtual con otros cuatro invitados y con un tiempo de hora y media para repartir entre todos es un tanto cruel esperar que uno pueda con tanto. Pero eso es parte de lo que quiero hablar, y parte de un posible arrepentimiento por Diario de viaje. Al menos debería hacer parte de una consideración de la virtualidad de Diario de viaje en torno a lo que fue esa su experiencia y lo que son sus asuntos. Y una crítica a la asunción de que los textos audiovisuales (y los conversatorios, así como los debates televisados entre candidatos a una presidencia o una alcaldía) pueden “dar cuenta” de los fenómenos o experiencias que tratan. Sabemos que no, pero seguimos creyendo que sí. Pedro no ejerció ninguna crueldad que no estuviera primero amenazándolo desde afuera: la del tiempo. Yo mismo me azaré esperando hablar de todo lo que se dijo en ese momento.
Quise responder, aunque la respuesta solo puede ser un gesto. Y este tema me lo pide todo.
Ese todo, mi todo, queda allí, atrás, muy cerca pero inalcanzable, como el cascabel que me decía alguna vez Víctor Gaviria que son los sueños, él, que estudió psicoanálisis y ya no le hace caso a lo que los sueños nos puedan decir. En cambio, yo más bien debería aquí contar un sueño. Lo que se me pide es:
En este caso, Pablo Roldán me ha notificado de que tengo libertad para extenderme sin límite y así hoy, y en los días que abarquen esta labor, quiero privilegiar el desborde, la desmesura, lo oceánico en la escritura. Esto puede querer decir en verdad que el texto quedará inconcluso o, si no, que desde luego tendrá un carácter metafórico, como un “hueso mondo”, como dice Octavio Paz de la palabra en ¿Águila o sol?, pero volcado en una experiencia que alcanza estas mismas líneas. Por eso no quitaré palabras innecesarias, como si hubiera algo necesario, y no eliminaré el adjetivo que diga lo mismo que un adverbio que lo acompañe, porque ninguna voz dice lo mismo que otra. No pretendo nada con esta narración ensayística, sino recuperar el hilo de sus ecos perdidos. Citaré las referencias cuando me dé la gana, pues si me queda difícil, solo remitiré a los textos por su nombre. Solo cuento a mis amigos algo que llega hasta este mismo instante, y por eso el lenguaje no puede describirlo o reconstruirlo más que de modo, digamos, desdoblado o a veces, más bien, del todo mistificador, como una cosmogonía americana o una épica hindú que le diera la vuelta al sol. Para incumplir con mis objetivos me ordenaré más o menos y me desviaré según el esquema que usé en el pasado Encuentro de Investigadores de Cine del Festival Internacional de Cine de Cali: hablaré mucho de los antecedentes, mal de la naturaleza o carácter y muy poco de las no-repercusiones de lo que fue un manifiesto del video interdependiente.
Espero, sé, temo que emergerá una proto-teoría del habla insatisfecha de un yo terreno.
En días anteriores habíamos estado hablando sobre el contexto de ese giro autobiográfico que en Diario de viaje se hace perceptible no sé si por primera vez en nuestro medio, pero sí de una manera que, para mí que lo viví, fue algo estruendosa, así de fulgurante como calamitosa. Entonces acudíamos a las usuales fórmulas (son conjuros) con que uno imagina, o sea que logra, despachar o, quiero decir: (mal)entender el objeto de estudio, distorsionarlo por principio. Se acudió, como es lo más normal, a Lyotard, ya sin nombrarlo, y eso es bonito, para pronunciar “la caída de los grandes relatos”, la serpiente relativismo asomó, una culebrita, y yo leí, no le dije a nadie, la palabra pessoa en su líquido lomo, persona, máscara, y seguimos hablando cháchara, muy seriotes, profesorazos, mientras Jair Bolsonaro gobernaba la selva y Trump nos apuntaba, ambos desde grandes relatos (récits).
Alejandro Cock, profesor, colega de la Universidad de Antioquia, alguna vez me había preguntado: bueno, Santi, y de esas modalidades del documental, ¿cuál es la que te gusta a vos o con la que te sentís identificado?, y le dije: el expositivo, por supuesto, y soltamos la carcajada. Yo en los diálogos preliminares al conversatorio no dije nada del concepto de pos-verdad que tanto estudiara con Alejo, pero eso era lo que flotaba en el aire bajo la acusación de relativismo. Y si yo le había dicho a Alejo que el documental clásico era lo que me gustaba (el expositivo, el dogmático, en términos gruesos, e institucional) era porque, al tenor de lo que señala Provitina (2014, 99-100), sé que en él, o sea, ya en Flaherty y en la misma Leni Riefenstahl –que según Carlos Bernal hizo propaganda y no documental–, lo subjetivo ya está, lo autoral en el estilo y los métodos y lo sesgado en el discurso es lo que da fuerza y singularidad a los grandes documentales “objetivistas” de Ivens, de Grierson, incluso, sí, a Chircales (Marta Rodríguez y Jorge Silva, 1965-1971). A la vez, sé que en la posmodernidad los mitos no han caído. Sin embargo, el problema enorme de nuestros tiempos es que el relativismo se convierte en más fundamentalismo.
Claro, a partir de cierto momento en la historia se advierten unas apropiaciones más personales o conscientes del documental que uno no se explica cómo no aparecieron antes, pero están relacionadas con lo autoral en un sentido romántico, un tanto individualista, o es decir: con esa letra propia que pedía Astruc para una especie de manuscrito fílmico, y no tanto con la peligrosa magnificación que ello supone. A mí se me hace que, como en el juego de la lleva, uno con las ideas, temas y estilos, simplemente “la sigue” y deja sus huellas, evidencia de algún crimen. No es tan estrafalaria la idea de universalismo (sea panteísta o clasicista) que Borges trata en su ensayo La flor de Coleridge (1952) (1980, 202-206), eso de que la autoría de toda la literatura es tal vez de una sola persona. Cuando a mí me preguntaron a quién le escribo cuando escribo, yo dije que le escribo al ser que aparece cuando cerramos los ojos. Pero ese ser es así mismo el que escribe, desde diversos puntos.
Antonio Weinrichter señala con acierto que lo ensayístico puede surgir de muchas maneras, y más aun: que un documental que asuma el yo no es necesariamente ensayístico (2005, 97). Lo ensayístico puede incluso omitir el yo experimental que postuló Montaigne al dar unas pautas para su estilo y fundar el género, un yo tentativo que no habla solo desde un saber sino desde una ignorancia. Y también lo ensayístico puede prescindir de las otras tendencias más objetivas de Bacon, muy influyentes por igual, relacionadas con lo que después se ha llamado discursos de sobriedad. Podemos explorar desde una conciencia impersonal y a la vez ser subjetivos o, más bien, a la vez reconocer la vacuidad sobre la que se funda o flota o desliza un intelecto pretendiente. Esto sería llegar a cada paso a la verdad (íntima o formal, en cualquier caso menor) que Óscar Campo considera como meta siempre postergada del cine de ensayo, llegar y rebasarla, o ser rebasado por ella, por lo que somos.
Como lo dice mucho Andrés Di Tella: en el fracaso hay un hallazgo (un dato, un hecho), y en últimas, para el Romanticismo el yo es más que la voluntad o el deseo, es una presencia.
Así pues, el relativismo, o el nihilismo que yo comparto ahora con Luis Ospina y que terminé por aceptar en mí mismo sin la menor vergüenza frente a los políticos de cualquier esperanza o deber, no quiere decir que todo pueda ser verdad, sino que nada lo es o nada lo es del todo. La posverdad no es solo el Deepfake 2, sino simplemente la necesidad de no creer, de estar aguzados porque nos están velando. En este sentido, hay que volver siempre a nuestro Prometeo órfico, Caicedo, que nos trajo el fuego del infierno, cuando afirmaba, más o menos, que él en su crítica trataba de defenderse de las imágenes (2009, 39-40).
Ahora bien, todo es dado a, todo es susceptible de. Muy desde el principio pudo haber las lectoras sumerias (en ese entonces oyentes) o babilónicas que no “le copiaron” –no le hicieron caso– al cuento de la hieródula sagrada en Gilgamesh, que seduce pagada para traicionar, y no precisamente porque ella fuese devoradora o fuese sabia. Al mismo tiempo, hay quien sigue creyendo que hablar desde el yo es imponerse, siendo que Lilith se comía con Samael, esto es: que gozan sin permiso de nadie y, sin reivindicar nada, por su goce son la revolución. Recuerdo a este respecto las críticas de mis amigos de Kinetoscopio a Diario de viaje, antes de que la película tumbara todos los frutos del manzano. Te ponés por encima de tus amigos, me dijo una de ellos. Otro: no hay personajes. Luis ya había muerto. Y no quiere decir que luego hayan aparecido personajes o me haya puesto debajo de ellos (como le gustaba a mi colega) cuando el documental se hizo tan famoso, tanto, que a fin de año en Bogotá alguien me acercó un Kinetoscopio en la calle para que se lo firmara (en la Novena con Séptima, arribita, de noche, hacia los cerros, frente a una inolvidable droguería). Era una estudiante de la EICTV, costeña: le conté que ese era el último número en que yo escribía, porque había renunciado, ¡no le creo!, ¿y usted ahora qué va a hacer?, exclamó inhalando, como hablando hacia adentro, porque la pregunta lo implicaba todo.
Me acababa de ganar el Premio Nacional de Video Documental de Colcultura con un video prácticamente casero que se hizo sensación y sí, me había salido de Kinetoscopio. La chica, justamente, se hablaba con los de Imaginario, el espacio documental de Colcultura, y no sé si fue ella la que motivó la llamada que recibí unos meses después para que me fuera a Bogotá a trabajar con ellos. Con Luis muerto, a Kinetoscopio no iba yo a volver. Muchos indicios me decían que ese no era mi lugar, y el gremio de la crítica siempre me ha parecido un tanto exclusivo, demasiado para mí. Pero por el lado de la televisión tampoco era la cosa. Una importante realizadora paisa, Berta Lucía Gutiérrez, me había invitado un año atrás a trabajar en Comfama Televisión, la programadora más importante de Teleantioquia en ese momento (donde trabajaba mi amor presocrático, elemental en contienda). Yo me batía entre fuerzas, y decir no era ya cerrarme puertas.
Pero es que estaba con quiénes.
*
(1) La analogía es válida, toda vez que el collage final de Diario de viaje obra con una ironía semejante, aunque inversa, a la del “corolario casi inevitable” de Agarrando pueblo. En este caso, la mezcla de imágenes en video con imágenes de cine le da relieve a una perspectiva politizada, pero también desacralizadora de la imagen. Con todo, la analogía puede ser más cercana a Oiga vea (Ospina y Mayolo, 1971), pues igual que hacen el camarógrafo Mayolo y el sonidista Ospina en este documental, guerrilleros del cine frente al llamado Cine Oficial, los cuatro videastas improvisadores de Diario de viaje se ocupan de un evento cultural multitudinario e internacional en un contexto urbano depauperado y excluido con el que los realizadores buscan aliarse. Es decir que Diario de viaje satiriza al Festival de Cine de Cartagena (a las estrellas de la televisión y el cine, como Amparo Grisales, Fanny Mickey, Sergio Cabrera o el mismo Pepe Sánchez) de modo semejante a la sátira que hace Oiga vea a Misael Pastrana Borrero, a los diplomáticos, al Ejército Nacional de Colombia y al palurdo Cine Oficial.
(2) Nos remitimos cómodamente a la definición que nos aporta la cada vez más útil y peligrosa (eficaz y tendenciosa) Wikipedia, y así nos ahorraremos jugar con fuego, aunque al final haremos un brevísimo comentario: “acrónimo del inglés formado por las palabras fake, falsificación, y deep learning, aprendizaje profundo. Es una técnica de inteligencia artificial que permite editar vídeos falsos de personas que aparentemente son reales, utilizando para ello algoritmos de aprendizaje no supervisados, conocidos en español como RGAs, y vídeos o imágenes ya existentes. El resultado final de dicha técnica es un vídeo muy realista, aunque ficticio […] No importa que el actor o personaje nunca haya realizado escenas o vídeos pornográficos, precisamente lo que se persigue es crear el efecto, lo más realista posible, de que algo así ha ocurrido. Debido a la abundancia de contenido pornográfico que existe en Internet, los vídeos deepfake acostumbran a crear falsificaciones pornográficas de celebridades aunque cabe resaltar que también son usados para falsificar noticias y crear bulos malintencionados. Esta tecnología emergente vio su origen en el mundo de la investigación con aplicaciones prácticas en el mundo del cine como una alternativa a los procesos construcciones digitales [sic] que tienden a generar altos costos”. La relación del Deepfake con una historia no común del cine en tanto falsificación del mundo está por ser estudiada más a fondo. En cualquier caso, se relaciona de modo profundo con una noción no realista del cine que puede revelarnos un vínculo nuevo nuestro con el tiempo, tiempo que es la sustancia del cine, más que la luz en el espacio. Es decir, el Deepfake puede revelarnos a la animación promulgada por Winsor McCay al inicio de Gertie, the Dinosaur (1914), pero también a otras cintas animadas anteriores y desde el solo fenaquistiscopio o el zoótropo, como género autónomo, simplemente paralelo al cine fotográfico, y posible esencia (alternativa) del arte cinematográfico. En consecuencia, la ética del cineasta no estaría solo en función de los destinos del cuerpo. A propósito, esto también nos conduce a la convergencia de algunos seres humanos (así de privilegiados como degenerados) y el cyborg, que es universal. Se sabe, por ejemplo, que Mario Vargas Llosa, Paulina Rubio y otros potentados erotómanos y pansexuales cuentan hoy mismo con una prótesis sexual biónica adosable y una red de marcapasos microscópicos en el cerebro que les permite prolongar (y soñar durante) el orgasmo. La fuente de esta información ha debido permanecer oculta. Desde luego, no se sabe nada de los hijos concebidos de esa manera.
Primera entrega
Segunda entrega
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Obras citadas
Borges, J. L. (1980). Nueva antología personal. Bruguera.
Caicedo, A. (2009). Ojo al cine. Norma.
Provitina, G. (2014). El cine-ensayo. La mirada que piensa. La marca editora.
Weinrichter, A. (2005). Desvíos de lo real. El cine de no ficción. T&B Editores.
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