Hay en estas películas sobre jóvenes, ahora multiplicadas, un choque de fuerzas, una contradicción divertida, un disparate escurridizo. La juventud es el periodo de la desorientación, y el cine, y el arte en general, siempre tiene una orientación. Un camino para perseguir. Cómo entonces puede hacerse de la desorientación un tema sin sacrificar la ruta que, suponemos, persigue toda película. Las películas, en general, serían no tanto como adolescentes en trance sino, más bien, adultos, generalmente de alma ya formada, con la capacidad de discernir sobre su pasado, haciendo del presente un campo de estudio y de observación juiciosa, y confiando en la progresión del futuro. Es decir, una película sobre la adolescencia es casi un milagro, el resultado de una ampolla, de una pugna.
De ahí que, como experimento novel, tiendan al fracaso absoluto. Usualmente estas películas, en nombre de la juventud, cometen los más grandes pecados. ¿Es la juventud un estado ruidoso? ¿O creemos que lo es porque el mar de películas así lo demuestra? Cuando esta difícil paradoja no determina el futuro de fango de una película acontece algo extraordinario: el descubrimiento de una inmensidad (“Todo momento de hallar es perderse a uno mismo”, dice Clarice Lispector). Aparece una emoción y una realización que permiten descubrir todo un estado de ánimo.
En estos años asistimos a dos películas enormes que se propusieron dislocar y desplazar la idea repetida de rebeldía. Sobrepasan la imagen del joven impulsivo y se comprometen con una seriedad hasta ahora nunca vista. En estas películas se respira un ambiente, nunca tranquilo, de profunda agitación (aunque parezcan lo contrario: viento arrastrado y somnoliento), ausencias y fugas. Ha quedado lejos la postal del joven sometido a sus hormonas. En estos relatos hay valentía y tesitura combativa y emocional. Estas películas sí terminan por saber algo sobre nosotros. Allí nos encontramos y nos perdemos. Son enigmas y transparencias de nuestros deseos.
PARTE 1. NIÑOS Y NIÑAS.
Los niños y las niñas, de Sara Fernández y Juan Carlos Sánchez
Los niños y las niñas se despoja de las pretensiones clásicas del cine sobre jóvenes (bulla, farreo intenso, delirio cíclico narcótico). En su lugar, se decide por tres capítulos que pretenden encontrar el punto geográfico y emocional preciso de una manera de derrumbe propia del trance hormonal, anímico y existencial que implica crecer muy rápido. Los niños y niñas del título podrían estar atrapados en estos cuerpos desnudos ya de avanzada (entre el título y la película no hay literalidad). Atravesada por las ideas del sexo, la pasión y el enamoramineto, el círculo familiar en crisis y la idea del futuro, las ideas del oficio y del tiempo de crear (los dos primeros capítulos se ocupan de un malestar indecible, el último de una película que debe hacerse), la película se abre con un vagabundeo urbano gris y de matiz melancólico. Estamos en Bogotá. Entre casas camina una pareja silenciosa. Descubriremos después que tienen las fibras a todo vibrar y que detrás de ese aparente aburrimiento duerme una bomba de deseos mudos. Entre tantas casas, ¿cuál será la suya? Es día de elecciones presidenciales. El fondo del país se desliza por el ruido que emite un televisor: se anuncia el ya seguro ganador o se escucha la narración de un partido de fútbol eterno. El ruido del voto y de un balón sobre el pasto perseguido por veintidós hombres. En la habitación, terreno sellado por una puerta y donde las cortinas son vórtices de tiempo, las palabras sobran. Estos jóvenes son una nueva especie de mudos. No votaron. No hablan. Algo les aprieta la garganta. Aman sin palabras. Se disponen al sexo solo con el ruido de fondo. Nada más. Del mutismo no sacan nada: el sexo fracasa, la tranquilidad de la tarde es apenas una amenaza para esas frágiles fibras que se convierten en un tejido epidérmico.
En la juventud el deseo es incontenible e incontrolable (funciona cuando quiere y como quiere). De la cama al baño. En el baño: un ritual. La película persigue la piel de su primer protagonista. Se propone documentar el deseo y la frustración que lo abraza solamente a partir de furiosas y dispares respiraciones: el pecho y el estómago, cada uno en un ritmo contrario al otro, se expanden o se contraen. Más tarde: la limpieza. Cada ritual propiamente adulto –la llegada a casa con la pareja, la tarde de sexo– sale mal. Hay, sin embargo, un pequeño fragmento contra el vértigo del final del domingo: el joven protagonista se deja pintar la cara por su pareja. La posibilidad de ser otro arregla la inminente extinción de la luz. El baño (determinante en los dos primeros capítulos), que se presenta como una guarida, sirve a su vez como núcleo de permisividad emocional: allí adentro puede explotar la bomba. Después del semen, llamada al padre ido, perdido, lejano. Apenas disponible por la pantalla del celular. El padre como reflejo inalcanzable. Los vínculos rotos pesan más que el plomo en un cuerpo joven. Como dejamos saber, en Los niños y las niñas la juventud es un nuevo tipo de huracán de emociones. Es nuevo porque la película da la impresión de que no habíamos visto nunca antes algo así. Un huracán sin viento. El huracán pasa, se advierte su paso con facilidad en los jóvenes que esperan que las horas pasen. Pero, ¿quién lo siente? La película confía en su lenguaje. Se prefiere, para ver el desastre, un camino cruzado con lentitud, con tanteos, con la respiración contenida. Se pretende eliminar la velocidad y lo diabólico del desastre natural. El tema es desenfrenado, la película no. El peligro de hacer una película que parezca una bala o un empaque de estado de ánimo se supera. Es una manera mucho más interesante de pensar lo que está frente a la cámara. Si la juventud se esgrime como una etapa de la vida altamente poco racional, Los niños y las niñas es precisamente la negación de ese código trasnochado. La pasión acá puede explicarse, contenerse, estudiarse.
El dolor juvenil es el que está en la plaqueta del microscopio convertido en cámara. Lo que descubre la película es que la preparación de sus personajes para enfrentar lo que les cae encima es nula. Y, como nuevos mudos, no pueden hablarle sin rodeos a los demás. De ahí ese estudio de actitudes dirigidas a hacer olvidar, al menos por un momento, la grieta interna (una llamada, un desplazamiento insólito y nocturno, hacer una película –no importa si es o no es amateur– donde la vida pueda disponerse sin demasiadas incertidumbres).
El segundo capítulo, construido alrededor de una madre ausente, quizás muy exitosa en los dominios del mundo adulto –de la madre solo quedan rastros, pistas de su presencia–, nos va haciendo pensar que estamos frente a una película de rituales (comida, sexo, peluquería, baño). Y, al mismo tiempo, empezamos a creer que la juventud es apenas un estado religioso –se asiste a rituales, se espera con dudas que el futuro traiga otra cosa– y de mucha fe –seguir los rituales impera– (o falta de fe). Reaparece una vez más la creación de un nuevo yo: la despedida del pelo abre la puerta a una nueva fragilidad. Es otra vez un personaje contando granos de arena.
En este nuevo hogar que vemos hay más averías del mismo orden. En este mundo nada funciona a la perfección: siempre el dedo coge la rosa pinchándose con la espina. Todo está sometido a una tristeza ambigua. Hay, otra vez (después de la espina, el pétalo de la rosa), la materialización de un momento –milagroso– que combate el vértigo general que sufren los personajes de la película. Se trata de un descanso en la bañera. Dos hermanas comparten algo de la tarde. Están desnudas en medio del agua. La bañera es sustituto del útero perdido. Los niños y las niñas, aunque muestra pedazos fragmentados e irrecuperables de familias, guarda algo de valor para esa institución demonizada por muchos (sobre todo en el cine colombiano). Estos personajes perdidos buscan el paraíso perdido que significa la familia en la pura infancia. Las hermanas tampoco se hablan mucho. Las palabras sobran. Los fetos en el útero no hablan. Esta mudez no es la misma del domingo en la tarde del capítulo anterior. Es más remedio que falla. Es más esperanza que perdición.
Cuando se camina en este nuevo universo más o menos cerrado (la cámara persigue a los personajes reforzando lo claustrofóbico del número de la edad) se camina con peso en la espalda. Este segundo capítulo es el llamado de un cuerpo por otro cuerpo. Nadie quiere estar solo. La soledad debe combatirse con más determinación dentro de las propias paredes del hogar. Lo que vemos es una mujer joven, en los límites de todas las cosas, dar curvas cerradas pensando en aliviar todo ese mundo que ha sido obligada a cargar sobre sus hombros.
Apenas de movilidad aparente, para este tríptico juvenil el hogar es determinante y el hogar es un motivo de sombras y ausencias. El capítulo 1 y 2 tienen una sensación común. El procedimiento –seguimiento a la espalda de sus jóvenes– se mantiene incorruptible.
En el 3 es todo distinto: aparece lo fijo, la lateralidad (que viene con la idea de la simetría) y la distancia. Aquí ya no hay accesos a la intimidad (no hay baños) –hay habitaciones y cartas de amor– y la familia no es ni sombra ni nada. Una pareja frente al computador y delante de una pared blanca observa lo que han hecho por varios días. Han pensado una película que no es absolutamente ridícula pero que tampoco es agrupación de ideas, apenas un ejercicio por controlar lo incontrolable. Lo que es seguro es que nadie en sano juicio la vería (o eso creemos). Una distorsión sobre un Batman enamorado por las calles y bosques de Bogotá.
Aquí la vida es más apacible. La juventud es otra. Son quizás los días futuros que esperan los personajes de los capítulos anteriores. Ya no tiembla todo al mismo tiempo. Pero el futuro no es perfecto (aquí, recordemos, nada lo es). La pesadilla, incluso, puede ser peor. Más cerca de la adultez hay que empezar a pensar en las cosas por hacer. Todavía como un juego, esta pareja coteja las ganas con las posibilidades. Las ideas con los resultados. Esa realización, ese descubrimiento del precipicio que separa a una cosa de la otra, puede ser más espantoso que la familia fantasmal. Lo que hace la película, quizás como antídoto, es convencernos de lo contrario. La pareja es feliz, por fin la juventud ya no es muda. Es un espacio para crear. Para manifestarse. La tranquilidad de una cámara fija se traga todo lo demás. No hay afán. Los ideas se rumian.
Vemos por momentos pedazos de ese proyecto imaginado, pensado, luego materializado. Ahí dentro no hay nada fijo. Y si las películas son siempre un reflejo de una serie de estados de ánimos e ideas de quienes las hacen algo podría quedar claro: estos dos se aman y no son capaces de verbalizarlo o volverlo un hecho, y la apariencia de quietud y calma de sus vidas es tan solo eso. El vértigo no para. Están enfrentados a una película, una creación. Se van dando cuenta de sus posibilidades. Ver el trabajo tiene esa ansiedad. Es inteligente que Los niños y las niñas, decidida por el síntoma y el desastre lento, decida filmar esa ansiedad frente a un computador y apenas con los hombros al aire de los protagonistas. Al final se trata de el convencimiento versus la realidad. El momento de descanso es saber que todo quedó mejor de lo que pensaban. Es muy salvaje este último episodio. No parece pero es el más desolador. Si nada sale como los protagonistas quieren, para qué seguir creando. Eso puede ser la gran pregunta que insospechadamente suelta la película. Y es ahí donde Los niños y las niñas es más espejo de directores jóvenes (de jóvenes para jóvenes). Es brutal ese momento de ver la película en el computador. No parece nada trascendental, pero ahí, en una pantalla y con un disfraz de Batman, se juega el nacimiento o la defunción de unos nuevos artistas.
PARTE 2. LA PEOR ÉPOCA DE LA VIDA
El sabor que nos queda, de Mónica Bravo
Hay gente que sabe ser joven. Hay otra que no. Ese, al menos, es un criterio escolar. El sabor que nos queda, la gran película de Mónica Bravo, se concentra en una tarde después del colegio (esta película la podemos pensar como el mejor retrato hecho hasta ahora del ambiente escolar en Colombia ¡Y nunca vemos un colegio, ni salones, nada! Solo uniformes. Es uno de los rasgos de genialidad de esta película). Los personajes deben estar a punto de graduarse. Sus cuerpos revelan que la bomba intestina va creciendo.
Los que saben ser jóvenes pasean por los pasillos de ese otro infierno en la tierra con tranquilidad y sereno. Y así mismo lo hacen por la vida. Los que no saben ser jóvenes viven dos realidades: una donde intentan serlo –se esfuerzan por aprender, al menos por disfrazarse de jóvenes– y cada acción que hacen tiene el propósito de mostrarle a los demás que las cosas no son como ellos creen, que, en efecto, sí saben ser jóvenes. Son, sobra decirlo, esfuerzos vacuos; la segunda realidad es una donde huyen –o tratan de huir– de esa exigencia. Se conoce a los que no saben ser jóvenes, generalmente, porque, en los claustros, son los callados (ojo a esa relación de la juventud con la mudez), los sigilosos, los que van más atrás, los que aprenden “las cosas de la vida” tarde.
Muchas veces, ser un escindido funciona. Un grupo de jóvenes que sí saben serlo, aún conscientes de los defectos del no ser, pueden acoger al sigiloso. Convertirlo, a la fuerza, en uno de ellos. Eso es precisamente lo que vemos en El sabor que nos queda. Esa conversión, sin embargo, no es del todo gratuita: se establece un ecosistema donde se le puede recordar constantemente al extraño que tiene una falta (en la película va desde estar pensando en el supuesto novio, pasando por vivir en otro planeta, hasta correr como un enfermo). Así, la película va dilucidando una serie de varias violencias disfrazadas de energía renovable, de intercambio amistoso. No es tal. El no-joven lo sabe. Mónica Bravo solo necesita un plano para decirnos todo eso. El grupo de amigos va en un bus, planean un estrago, un temblor en el diminuto mundo del salón de clases. Sabremos después que van hacia el río. Quieren una tarde de sol y sabor de licor en la boca.
De título enigmático, la película usa un paseo al río –aparición de una rara línea entre el cariño y la burla, aparición de la desnudez, la naturaleza, la piel del sexo opuesto, las atracciones soterradas y el licor encauto, sello máximo de sobrepaso de las prohibiciones– para la creación de una estructura íntima, tan íntima como permite el cine.
La cámara se empuja por momentos hacia la cabeza del protagonista, Jota, el rezagado del grupo, el intruso. Para hacerlo se usa la voz en off que, errática, revela sus pensamientos puntales. Ese lugar del pensamiento está en estado puro: la escisión no funciona en la cabeza. Ese lenguaje interior no tiene filtros. También pasa que la posición de la cámara es la de los ojos de Jota. Así, todo el procedimiento se lee como un estado de entradas y salidas. Cuando la cámara es Jota entendemos la conciencia sobre la escisión. Cuando la cámara está fuera de su cuerpo vemos las operaciones misteriosas de la incisión tomar lugar. De esa manera, el interior del personaje nunca está en sincronía con el exterior que le rodea. Estar literalmente dentro de alguien es un viaje corporal incómodo, eso van revelando las escenas de la película.
El paseo al río, al estar lleno de variables, tiene la función de una ecuación compleja atiborrada de incógnitas. Y cada vez se van sumando más y más variables. Es la progresión de los estados de ánimos la responsable de ese crecimiento exponencial haciendo la operación insostenible.
El escindido es, aunque no lo parezca, un privilegiado: es un gran observador. Sin embargo, está condenado. Tiene que preguntarse por su forma de caminar y recetar un cuidado importante por su gestualidad. Desde el otro lado, saber ser joven tiene privilegios. El principal es un conocimiento del cuerpo. Quien sabe ser joven se sabe atractivo. El protagonista se pregunta por qué no puede ser como Nacho, su compañero, más libre, más fuerte, más todo. “Para verme a mí hay que esforzarse un poquito”, dice Jota.
Una vez en el río, con el agua en el cuerpo y el licor en la boca, las cosas se complican. Aparece la amenaza a la holgada libertad con la que viven estos muchachos, esa facultad de, como buenos jóvenes, habitar un mundo aparte: unos tipos, extraños, adultos, sospechosos, miran. Su insistencia resulta violenta, peligrosa. Un juego rápidamente convertido en cosa horrible. Miedo. Sin embargo, se sigue actuando con seguridad. Ese mundo idílico no puede explotar. La consciencia del peligro en esta edad se difumina, casi no existe.
La película, luego, se convierte en el cerebro de Jota: “¿Cómo no hacer para ser un escuálido?” Estallido de preguntas, el flujo del agua del río está en la cabeza de Jota. No hay nadie que aguante. Aparece un glitch. El cerebro en problemas. Un cortocircuito. Tenso malentendido. “¿Por qué no puedo ser como Nacho?” La avería en la película es un pensamiento imposible. Un reclamo: ¿Y yo qué?
Después del río, un bosque. No hay ya coordenadas geográficas claras. Puros árboles. Ellos van abriendo camino. El bosque esconde la parte ingobernable de todo cuerpo. La ecuación se va torciendo sobre sus propias variables. El sabor de aquel licor sin etiquetas y el glitch se convierten en otra energía. Jota, el joven falso, joven fantasma, empieza a reclamar algo. Su aparente timidez se va cayendo a pedazos. Quiere enfrentar a los que saben. Superar la brecha de ser el escindido, el rezagado, el último de la fila. Jota todavía no lo sabe pero está entrando a un vórtice: ellos tienen el poder de desnudar su extrañeza. Un paso en falso y ya está. El que pide mucho arriesga mucho. El grupo camina, por primera vez, como una unidad (solo después de compartir el licor y la marihuana se puede ser un grupo de verdad). No hay ruta, solo árboles. Son puntos de colores en medio de un verde que va llenando todos los planos.
La discusión disfrazada de lúdica incrementa su tenacidad y deja ver su pronto descarrile. Jota está en la cuerda floja. Linda con la destrucción. Pero ya hay algo dentro suyo que lo transforma en un valiente. Después, lo imperdonable: la respuesta inesperada del intruso. El rechazo a su papel. Una respuesta rápida, cómica e ingeniosa hace que el grupo se vuelva a diluir. Nacho persigue a Jota. Tiene que cobrar el levantamiento, la insurgencia. La salida de las reglas del juego se castiga: habrá un puño, una paliza, sangre. Jota corre entre los árboles. Quien ha sido escindido reconoce con alta facilidad toda esta tensión. Nada bueno va a pasar. Aparecen las punzadas en el estómago mientras vemos esta secuencia. Empezamos a querer cerrar los ojos. Sabemos que es peligroso que alguien se salga de su papel. La cámara sabe que la explosión puede ser mortífera y por eso se aleja (cuando Jota suelta su intervención filosa la cámara está a una distancia inusual para lo que veníamos viendo).
La persecución es inútil. El grupo se reconfigura como debería haber sido desde el comienzo. Nacho camina con sus dos amigas. La película, antisentimental y cruda, cumple la combinación prometida: ya es clara la sensación de estar dentro de un cuerpo y la de ver ese cuerpo a merced de la selva. Al final, la pérdida es absoluta. El disfraz no sirve. El perdido estará perdido para siempre.
*
Es necesario pensar que estas dos películas, comprometidas con la edad de sus personajes y el agotamiento oculto que los envuelve, dan luz sobre la imposibilidad de definir la juventud, terreno poroso e impreciso como ningún otro. Ya que no hay manera de definir ese trance en asuntos concretos, estas películas inventan sus propias características: mezclan las conductas de todas las otras edades en cada uno de sus personajes. El joven sería, pues, aquel que es niño y viejo al mismo tiempo en un movimiento milimétrico de alternancias impredecibles.
Como la juventud es nada, puede serlo todo. Se reconoce al joven, entonces, cuando se adelanta. Cuando, pensamos, hace las cosas antes de tiempo. Ya dijimos que los niños y las niñas no aparecen nunca en la película de Sara Fernández y Juan Carlos Sánchez, vemos en cambio imitadores: así como se sueltan al sexo puede nacer en ellos un impulso incontrolable por oír la voz de sus padres. Son niños. Son adultos. En El sabor que nos queda la cosa es más directa. Todo en la película se trata de una prohibición eludida. Hacer en la tarde, dispuesta en el sistema estudiantil para que el alumno continúe con los deberes del conocimiento, algo imposible: ganarle al día unas horas de diversión sin remordimientos. Lo mismo aplica para el licor, de donde pensamos va naciendo el significado del título. Se prueba antes de estar listos, antes de que se permita. Son saltos entre los números que catalogan las edades. La porción de conductas que despliega la película de Mónica Bravo son todas un salto. Y, de todas formas, sigue existiendo algo de pudor infantil: el sexo y el desenfreno por la vida está presente en todos los diálogos pero nunca nada se concreta. Son flujos de pensamientos. Son palabras. Son intenciones que el río se lleva. Así, podríamos pensar que, en efecto, en El sabor que nos queda nunca pasa nada. Y no pasa nada porque nadie es capaz de hacer algo. El esqueleto de la película fácilmente puede pasar desapercibido. Con eso en mente se puede apreciar mejor el genial entramado de tensiones silenciosas, de leyes milenarias nunca dichas y nunca escritas que logra Mónica Bravo.
Pensemos que toda película sobre la edad sin límites es una película de hipótesis. Cada una, a su manera, tiene el desafío de plantear una definición propia, ojalá autónoma. Estas dos películas lo logran. Sus enseñanzas son importantes. La juventud no es baile ni fiesta. Es otra cosa. Más extraña, viscosa y gazmoñera.
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ENTONCES SER JOVEN ERA OTRA COSA
Hay en estas películas sobre jóvenes, ahora multiplicadas, un choque de fuerzas, una contradicción divertida, un disparate escurridizo. La juventud es el periodo de la desorientación, y el cine, y el arte en general, siempre tiene una orientación. Un camino para perseguir. Cómo entonces puede hacerse de la desorientación un tema sin sacrificar la ruta que, suponemos, persigue toda película. Las películas, en general, serían no tanto como adolescentes en trance sino, más bien, adultos, generalmente de alma ya formada, con la capacidad de discernir sobre su pasado, haciendo del presente un campo de estudio y de observación juiciosa, y confiando en la progresión del futuro. Es decir, una película sobre la adolescencia es casi un milagro, el resultado de una ampolla, de una pugna.
De ahí que, como experimento novel, tiendan al fracaso absoluto. Usualmente estas películas, en nombre de la juventud, cometen los más grandes pecados. ¿Es la juventud un estado ruidoso? ¿O creemos que lo es porque el mar de películas así lo demuestra? Cuando esta difícil paradoja no determina el futuro de fango de una película acontece algo extraordinario: el descubrimiento de una inmensidad (“Todo momento de hallar es perderse a uno mismo”, dice Clarice Lispector). Aparece una emoción y una realización que permiten descubrir todo un estado de ánimo.
En estos años asistimos a dos películas enormes que se propusieron dislocar y desplazar la idea repetida de rebeldía. Sobrepasan la imagen del joven impulsivo y se comprometen con una seriedad hasta ahora nunca vista. En estas películas se respira un ambiente, nunca tranquilo, de profunda agitación (aunque parezcan lo contrario: viento arrastrado y somnoliento), ausencias y fugas. Ha quedado lejos la postal del joven sometido a sus hormonas. En estos relatos hay valentía y tesitura combativa y emocional. Estas películas sí terminan por saber algo sobre nosotros. Allí nos encontramos y nos perdemos. Son enigmas y transparencias de nuestros deseos.
PARTE 1. NIÑOS Y NIÑAS.
Los niños y las niñas, de Sara Fernández y Juan Carlos Sánchez
Los niños y las niñas se despoja de las pretensiones clásicas del cine sobre jóvenes (bulla, farreo intenso, delirio cíclico narcótico). En su lugar, se decide por tres capítulos que pretenden encontrar el punto geográfico y emocional preciso de una manera de derrumbe propia del trance hormonal, anímico y existencial que implica crecer muy rápido. Los niños y niñas del título podrían estar atrapados en estos cuerpos desnudos ya de avanzada (entre el título y la película no hay literalidad). Atravesada por las ideas del sexo, la pasión y el enamoramineto, el círculo familiar en crisis y la idea del futuro, las ideas del oficio y del tiempo de crear (los dos primeros capítulos se ocupan de un malestar indecible, el último de una película que debe hacerse), la película se abre con un vagabundeo urbano gris y de matiz melancólico. Estamos en Bogotá. Entre casas camina una pareja silenciosa. Descubriremos después que tienen las fibras a todo vibrar y que detrás de ese aparente aburrimiento duerme una bomba de deseos mudos. Entre tantas casas, ¿cuál será la suya? Es día de elecciones presidenciales. El fondo del país se desliza por el ruido que emite un televisor: se anuncia el ya seguro ganador o se escucha la narración de un partido de fútbol eterno. El ruido del voto y de un balón sobre el pasto perseguido por veintidós hombres. En la habitación, terreno sellado por una puerta y donde las cortinas son vórtices de tiempo, las palabras sobran. Estos jóvenes son una nueva especie de mudos. No votaron. No hablan. Algo les aprieta la garganta. Aman sin palabras. Se disponen al sexo solo con el ruido de fondo. Nada más. Del mutismo no sacan nada: el sexo fracasa, la tranquilidad de la tarde es apenas una amenaza para esas frágiles fibras que se convierten en un tejido epidérmico.
En la juventud el deseo es incontenible e incontrolable (funciona cuando quiere y como quiere). De la cama al baño. En el baño: un ritual. La película persigue la piel de su primer protagonista. Se propone documentar el deseo y la frustración que lo abraza solamente a partir de furiosas y dispares respiraciones: el pecho y el estómago, cada uno en un ritmo contrario al otro, se expanden o se contraen. Más tarde: la limpieza. Cada ritual propiamente adulto –la llegada a casa con la pareja, la tarde de sexo– sale mal. Hay, sin embargo, un pequeño fragmento contra el vértigo del final del domingo: el joven protagonista se deja pintar la cara por su pareja. La posibilidad de ser otro arregla la inminente extinción de la luz. El baño (determinante en los dos primeros capítulos), que se presenta como una guarida, sirve a su vez como núcleo de permisividad emocional: allí adentro puede explotar la bomba. Después del semen, llamada al padre ido, perdido, lejano. Apenas disponible por la pantalla del celular. El padre como reflejo inalcanzable. Los vínculos rotos pesan más que el plomo en un cuerpo joven. Como dejamos saber, en Los niños y las niñas la juventud es un nuevo tipo de huracán de emociones. Es nuevo porque la película da la impresión de que no habíamos visto nunca antes algo así. Un huracán sin viento. El huracán pasa, se advierte su paso con facilidad en los jóvenes que esperan que las horas pasen. Pero, ¿quién lo siente? La película confía en su lenguaje. Se prefiere, para ver el desastre, un camino cruzado con lentitud, con tanteos, con la respiración contenida. Se pretende eliminar la velocidad y lo diabólico del desastre natural. El tema es desenfrenado, la película no. El peligro de hacer una película que parezca una bala o un empaque de estado de ánimo se supera. Es una manera mucho más interesante de pensar lo que está frente a la cámara. Si la juventud se esgrime como una etapa de la vida altamente poco racional, Los niños y las niñas es precisamente la negación de ese código trasnochado. La pasión acá puede explicarse, contenerse, estudiarse.
El dolor juvenil es el que está en la plaqueta del microscopio convertido en cámara. Lo que descubre la película es que la preparación de sus personajes para enfrentar lo que les cae encima es nula. Y, como nuevos mudos, no pueden hablarle sin rodeos a los demás. De ahí ese estudio de actitudes dirigidas a hacer olvidar, al menos por un momento, la grieta interna (una llamada, un desplazamiento insólito y nocturno, hacer una película –no importa si es o no es amateur– donde la vida pueda disponerse sin demasiadas incertidumbres).
El segundo capítulo, construido alrededor de una madre ausente, quizás muy exitosa en los dominios del mundo adulto –de la madre solo quedan rastros, pistas de su presencia–, nos va haciendo pensar que estamos frente a una película de rituales (comida, sexo, peluquería, baño). Y, al mismo tiempo, empezamos a creer que la juventud es apenas un estado religioso –se asiste a rituales, se espera con dudas que el futuro traiga otra cosa– y de mucha fe –seguir los rituales impera– (o falta de fe). Reaparece una vez más la creación de un nuevo yo: la despedida del pelo abre la puerta a una nueva fragilidad. Es otra vez un personaje contando granos de arena.
En este nuevo hogar que vemos hay más averías del mismo orden. En este mundo nada funciona a la perfección: siempre el dedo coge la rosa pinchándose con la espina. Todo está sometido a una tristeza ambigua. Hay, otra vez (después de la espina, el pétalo de la rosa), la materialización de un momento –milagroso– que combate el vértigo general que sufren los personajes de la película. Se trata de un descanso en la bañera. Dos hermanas comparten algo de la tarde. Están desnudas en medio del agua. La bañera es sustituto del útero perdido. Los niños y las niñas, aunque muestra pedazos fragmentados e irrecuperables de familias, guarda algo de valor para esa institución demonizada por muchos (sobre todo en el cine colombiano). Estos personajes perdidos buscan el paraíso perdido que significa la familia en la pura infancia. Las hermanas tampoco se hablan mucho. Las palabras sobran. Los fetos en el útero no hablan. Esta mudez no es la misma del domingo en la tarde del capítulo anterior. Es más remedio que falla. Es más esperanza que perdición.
Cuando se camina en este nuevo universo más o menos cerrado (la cámara persigue a los personajes reforzando lo claustrofóbico del número de la edad) se camina con peso en la espalda. Este segundo capítulo es el llamado de un cuerpo por otro cuerpo. Nadie quiere estar solo. La soledad debe combatirse con más determinación dentro de las propias paredes del hogar. Lo que vemos es una mujer joven, en los límites de todas las cosas, dar curvas cerradas pensando en aliviar todo ese mundo que ha sido obligada a cargar sobre sus hombros.
Apenas de movilidad aparente, para este tríptico juvenil el hogar es determinante y el hogar es un motivo de sombras y ausencias. El capítulo 1 y 2 tienen una sensación común. El procedimiento –seguimiento a la espalda de sus jóvenes– se mantiene incorruptible.
En el 3 es todo distinto: aparece lo fijo, la lateralidad (que viene con la idea de la simetría) y la distancia. Aquí ya no hay accesos a la intimidad (no hay baños) –hay habitaciones y cartas de amor– y la familia no es ni sombra ni nada. Una pareja frente al computador y delante de una pared blanca observa lo que han hecho por varios días. Han pensado una película que no es absolutamente ridícula pero que tampoco es agrupación de ideas, apenas un ejercicio por controlar lo incontrolable. Lo que es seguro es que nadie en sano juicio la vería (o eso creemos). Una distorsión sobre un Batman enamorado por las calles y bosques de Bogotá.
Aquí la vida es más apacible. La juventud es otra. Son quizás los días futuros que esperan los personajes de los capítulos anteriores. Ya no tiembla todo al mismo tiempo. Pero el futuro no es perfecto (aquí, recordemos, nada lo es). La pesadilla, incluso, puede ser peor. Más cerca de la adultez hay que empezar a pensar en las cosas por hacer. Todavía como un juego, esta pareja coteja las ganas con las posibilidades. Las ideas con los resultados. Esa realización, ese descubrimiento del precipicio que separa a una cosa de la otra, puede ser más espantoso que la familia fantasmal. Lo que hace la película, quizás como antídoto, es convencernos de lo contrario. La pareja es feliz, por fin la juventud ya no es muda. Es un espacio para crear. Para manifestarse. La tranquilidad de una cámara fija se traga todo lo demás. No hay afán. Los ideas se rumian.
Vemos por momentos pedazos de ese proyecto imaginado, pensado, luego materializado. Ahí dentro no hay nada fijo. Y si las películas son siempre un reflejo de una serie de estados de ánimos e ideas de quienes las hacen algo podría quedar claro: estos dos se aman y no son capaces de verbalizarlo o volverlo un hecho, y la apariencia de quietud y calma de sus vidas es tan solo eso. El vértigo no para. Están enfrentados a una película, una creación. Se van dando cuenta de sus posibilidades. Ver el trabajo tiene esa ansiedad. Es inteligente que Los niños y las niñas, decidida por el síntoma y el desastre lento, decida filmar esa ansiedad frente a un computador y apenas con los hombros al aire de los protagonistas. Al final se trata de el convencimiento versus la realidad. El momento de descanso es saber que todo quedó mejor de lo que pensaban. Es muy salvaje este último episodio. No parece pero es el más desolador. Si nada sale como los protagonistas quieren, para qué seguir creando. Eso puede ser la gran pregunta que insospechadamente suelta la película. Y es ahí donde Los niños y las niñas es más espejo de directores jóvenes (de jóvenes para jóvenes). Es brutal ese momento de ver la película en el computador. No parece nada trascendental, pero ahí, en una pantalla y con un disfraz de Batman, se juega el nacimiento o la defunción de unos nuevos artistas.
PARTE 2. LA PEOR ÉPOCA DE LA VIDA
El sabor que nos queda, de Mónica Bravo
Hay gente que sabe ser joven. Hay otra que no. Ese, al menos, es un criterio escolar. El sabor que nos queda, la gran película de Mónica Bravo, se concentra en una tarde después del colegio (esta película la podemos pensar como el mejor retrato hecho hasta ahora del ambiente escolar en Colombia ¡Y nunca vemos un colegio, ni salones, nada! Solo uniformes. Es uno de los rasgos de genialidad de esta película). Los personajes deben estar a punto de graduarse. Sus cuerpos revelan que la bomba intestina va creciendo.
Los que saben ser jóvenes pasean por los pasillos de ese otro infierno en la tierra con tranquilidad y sereno. Y así mismo lo hacen por la vida. Los que no saben ser jóvenes viven dos realidades: una donde intentan serlo –se esfuerzan por aprender, al menos por disfrazarse de jóvenes– y cada acción que hacen tiene el propósito de mostrarle a los demás que las cosas no son como ellos creen, que, en efecto, sí saben ser jóvenes. Son, sobra decirlo, esfuerzos vacuos; la segunda realidad es una donde huyen –o tratan de huir– de esa exigencia. Se conoce a los que no saben ser jóvenes, generalmente, porque, en los claustros, son los callados (ojo a esa relación de la juventud con la mudez), los sigilosos, los que van más atrás, los que aprenden “las cosas de la vida” tarde.
Muchas veces, ser un escindido funciona. Un grupo de jóvenes que sí saben serlo, aún conscientes de los defectos del no ser, pueden acoger al sigiloso. Convertirlo, a la fuerza, en uno de ellos. Eso es precisamente lo que vemos en El sabor que nos queda. Esa conversión, sin embargo, no es del todo gratuita: se establece un ecosistema donde se le puede recordar constantemente al extraño que tiene una falta (en la película va desde estar pensando en el supuesto novio, pasando por vivir en otro planeta, hasta correr como un enfermo). Así, la película va dilucidando una serie de varias violencias disfrazadas de energía renovable, de intercambio amistoso. No es tal. El no-joven lo sabe. Mónica Bravo solo necesita un plano para decirnos todo eso. El grupo de amigos va en un bus, planean un estrago, un temblor en el diminuto mundo del salón de clases. Sabremos después que van hacia el río. Quieren una tarde de sol y sabor de licor en la boca.
De título enigmático, la película usa un paseo al río –aparición de una rara línea entre el cariño y la burla, aparición de la desnudez, la naturaleza, la piel del sexo opuesto, las atracciones soterradas y el licor encauto, sello máximo de sobrepaso de las prohibiciones– para la creación de una estructura íntima, tan íntima como permite el cine.
La cámara se empuja por momentos hacia la cabeza del protagonista, Jota, el rezagado del grupo, el intruso. Para hacerlo se usa la voz en off que, errática, revela sus pensamientos puntales. Ese lugar del pensamiento está en estado puro: la escisión no funciona en la cabeza. Ese lenguaje interior no tiene filtros. También pasa que la posición de la cámara es la de los ojos de Jota. Así, todo el procedimiento se lee como un estado de entradas y salidas. Cuando la cámara es Jota entendemos la conciencia sobre la escisión. Cuando la cámara está fuera de su cuerpo vemos las operaciones misteriosas de la incisión tomar lugar. De esa manera, el interior del personaje nunca está en sincronía con el exterior que le rodea. Estar literalmente dentro de alguien es un viaje corporal incómodo, eso van revelando las escenas de la película.
El paseo al río, al estar lleno de variables, tiene la función de una ecuación compleja atiborrada de incógnitas. Y cada vez se van sumando más y más variables. Es la progresión de los estados de ánimos la responsable de ese crecimiento exponencial haciendo la operación insostenible.
El escindido es, aunque no lo parezca, un privilegiado: es un gran observador. Sin embargo, está condenado. Tiene que preguntarse por su forma de caminar y recetar un cuidado importante por su gestualidad. Desde el otro lado, saber ser joven tiene privilegios. El principal es un conocimiento del cuerpo. Quien sabe ser joven se sabe atractivo. El protagonista se pregunta por qué no puede ser como Nacho, su compañero, más libre, más fuerte, más todo. “Para verme a mí hay que esforzarse un poquito”, dice Jota.
Una vez en el río, con el agua en el cuerpo y el licor en la boca, las cosas se complican. Aparece la amenaza a la holgada libertad con la que viven estos muchachos, esa facultad de, como buenos jóvenes, habitar un mundo aparte: unos tipos, extraños, adultos, sospechosos, miran. Su insistencia resulta violenta, peligrosa. Un juego rápidamente convertido en cosa horrible. Miedo. Sin embargo, se sigue actuando con seguridad. Ese mundo idílico no puede explotar. La consciencia del peligro en esta edad se difumina, casi no existe.
La película, luego, se convierte en el cerebro de Jota: “¿Cómo no hacer para ser un escuálido?” Estallido de preguntas, el flujo del agua del río está en la cabeza de Jota. No hay nadie que aguante. Aparece un glitch. El cerebro en problemas. Un cortocircuito. Tenso malentendido. “¿Por qué no puedo ser como Nacho?” La avería en la película es un pensamiento imposible. Un reclamo: ¿Y yo qué?
Después del río, un bosque. No hay ya coordenadas geográficas claras. Puros árboles. Ellos van abriendo camino. El bosque esconde la parte ingobernable de todo cuerpo. La ecuación se va torciendo sobre sus propias variables. El sabor de aquel licor sin etiquetas y el glitch se convierten en otra energía. Jota, el joven falso, joven fantasma, empieza a reclamar algo. Su aparente timidez se va cayendo a pedazos. Quiere enfrentar a los que saben. Superar la brecha de ser el escindido, el rezagado, el último de la fila. Jota todavía no lo sabe pero está entrando a un vórtice: ellos tienen el poder de desnudar su extrañeza. Un paso en falso y ya está. El que pide mucho arriesga mucho. El grupo camina, por primera vez, como una unidad (solo después de compartir el licor y la marihuana se puede ser un grupo de verdad). No hay ruta, solo árboles. Son puntos de colores en medio de un verde que va llenando todos los planos.
La discusión disfrazada de lúdica incrementa su tenacidad y deja ver su pronto descarrile. Jota está en la cuerda floja. Linda con la destrucción. Pero ya hay algo dentro suyo que lo transforma en un valiente. Después, lo imperdonable: la respuesta inesperada del intruso. El rechazo a su papel. Una respuesta rápida, cómica e ingeniosa hace que el grupo se vuelva a diluir. Nacho persigue a Jota. Tiene que cobrar el levantamiento, la insurgencia. La salida de las reglas del juego se castiga: habrá un puño, una paliza, sangre. Jota corre entre los árboles. Quien ha sido escindido reconoce con alta facilidad toda esta tensión. Nada bueno va a pasar. Aparecen las punzadas en el estómago mientras vemos esta secuencia. Empezamos a querer cerrar los ojos. Sabemos que es peligroso que alguien se salga de su papel. La cámara sabe que la explosión puede ser mortífera y por eso se aleja (cuando Jota suelta su intervención filosa la cámara está a una distancia inusual para lo que veníamos viendo).
La persecución es inútil. El grupo se reconfigura como debería haber sido desde el comienzo. Nacho camina con sus dos amigas. La película, antisentimental y cruda, cumple la combinación prometida: ya es clara la sensación de estar dentro de un cuerpo y la de ver ese cuerpo a merced de la selva. Al final, la pérdida es absoluta. El disfraz no sirve. El perdido estará perdido para siempre.
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Es necesario pensar que estas dos películas, comprometidas con la edad de sus personajes y el agotamiento oculto que los envuelve, dan luz sobre la imposibilidad de definir la juventud, terreno poroso e impreciso como ningún otro. Ya que no hay manera de definir ese trance en asuntos concretos, estas películas inventan sus propias características: mezclan las conductas de todas las otras edades en cada uno de sus personajes. El joven sería, pues, aquel que es niño y viejo al mismo tiempo en un movimiento milimétrico de alternancias impredecibles.
Como la juventud es nada, puede serlo todo. Se reconoce al joven, entonces, cuando se adelanta. Cuando, pensamos, hace las cosas antes de tiempo. Ya dijimos que los niños y las niñas no aparecen nunca en la película de Sara Fernández y Juan Carlos Sánchez, vemos en cambio imitadores: así como se sueltan al sexo puede nacer en ellos un impulso incontrolable por oír la voz de sus padres. Son niños. Son adultos. En El sabor que nos queda la cosa es más directa. Todo en la película se trata de una prohibición eludida. Hacer en la tarde, dispuesta en el sistema estudiantil para que el alumno continúe con los deberes del conocimiento, algo imposible: ganarle al día unas horas de diversión sin remordimientos. Lo mismo aplica para el licor, de donde pensamos va naciendo el significado del título. Se prueba antes de estar listos, antes de que se permita. Son saltos entre los números que catalogan las edades. La porción de conductas que despliega la película de Mónica Bravo son todas un salto. Y, de todas formas, sigue existiendo algo de pudor infantil: el sexo y el desenfreno por la vida está presente en todos los diálogos pero nunca nada se concreta. Son flujos de pensamientos. Son palabras. Son intenciones que el río se lleva. Así, podríamos pensar que, en efecto, en El sabor que nos queda nunca pasa nada. Y no pasa nada porque nadie es capaz de hacer algo. El esqueleto de la película fácilmente puede pasar desapercibido. Con eso en mente se puede apreciar mejor el genial entramado de tensiones silenciosas, de leyes milenarias nunca dichas y nunca escritas que logra Mónica Bravo.
Pensemos que toda película sobre la edad sin límites es una película de hipótesis. Cada una, a su manera, tiene el desafío de plantear una definición propia, ojalá autónoma. Estas dos películas lo logran. Sus enseñanzas son importantes. La juventud no es baile ni fiesta. Es otra cosa. Más extraña, viscosa y gazmoñera.
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