También yo inicio un ritual precario. Durante el encierro, cierro la puerta de mi habitación (la más pequeña de todo el apartamento). Quizás sea un “mi” precario, también, ya que soy inquilino. Apago la luz y me recuesto contra la pared para ver Interior (2017), de Camila Rodríguez Triana, en un monitor. Detrás de la pantalla, al otro lado de la pared, supongo que ya está dormida la mujer a quien subarrendamos la habitación mediana. Pienso en ella mientras calculo el volumen, a sabiendas de que inevitablemente el sonido traspasa paredes.
Interior está compuesta por una serie de retratos que comparten la misma locación: la habitación pequeña y oscura de un hostal. A veces sentimos que estamos participando en la producción de un daguerrotipo clandestino: planos fijos que registran lentos y minúsculos gestos en los rostros y los cuerpos de huéspedes melancólicos. La paciencia de Interior no se fundamenta tanto en la llegada mesiánica de un instante fotográfico que revelaría la humanidad de los personajes, sino en la posibilidad de capturar los pequeños recorridos de las manos que refriegan prendas sucias en el lavamanos o de pechos que se expanden y contraen a medida que respiran bajo camisas sudadas. Estos daguerrotipos voyeristas buscan plasmar la experiencia de la desposesión y el desarraigo como escenario y preludio de esperanzas minoritarias: un niño que dibuja en una pared, una mujer que clava una puntilla para colgar una fotografía.
Sobre una cama, que veremos ser tendida una y otra vez por una mujer que reproduce este pedazo de mundo con la fuerza irremediable de su resignación, un hombre dispone sus plantas para cuidar metódicamente de ellas. Tras él llega otro que cose la suela despegada de su zapato, se ducha y se marcha. Una mujer cuida de un hombre mayor, aseándolo y dándole agua. Presenciamos entonces actos de cuidado en un refugio que brinda apenas el tiempo necesario para que cuerpos frágiles (plantas, zapatos, señores) puedan subsistir al día siguiente de trajines y derivas que nos están velados a los husmeadores. Estas ocupaciones fragmentarias se nos presentan de forma tal que su potencia venga de sí mismas y no de su enmarcación dentro de una “historia”. La historia no es aquí un marco ni un contexto: Rodríguez dirige como una devota de la incorporación y una cazadora de la trascendencia. Su confianza en la elocuencia de los rostros, los gestos y los objetos nos lleva a contemplar una postal tras otra en un ejercicio cuya duración podría ser infinita o, por lo mismo, infinitamente corta (hasta remitirnos, nuevamente, a la quietud del daguerrotipo).
En cierto sentido, Interior recuerda a la Jeanne Dielman de Chantal Akerman. En ambos casos, nos topamos con una insistencia doble en torno a la cotidianidad: su carácter privilegiado para comunicar la parsimonia de la frustración y la contemplación estética de su ritualidad. Pero si a Jeanne Dielman la agobia el peso de la rutina asegurada, a los huéspedes anónimos de Interior los agobia justamente lo opuesto: que su rutina sea el tránsito y el desarraigo. En ambos casos, gobierna la resignación del día a día, aunque difieran las técnicas del retrato. Interior opta por insistir en escenas que no sólo son la antítesis de lo que serían cuadros costumbristas, sino que resaltan su imposibilidad. Sentimos que la precariedad del hostal arrasa con todo esfuerzo por reproducir el pasado. La cotidianidad que presenciamos no es ya el costumbrismo folclórico sino la costumbre del desplazamiento: cuerpos atravesados por la imposibilidad del retorno a un pasado rural.
Pero el espacio cotidiano sí está, no obstante, cargado de temporalidad y de pasado. No el pasado recreable de la tradición del costumbrismo, sino un pasado fantasmagórico: el muñeco Hulk que un niño dejó abandonado en las manos de un hombre mayor, la flor con la que don Libardo buscaba honrar a doña Alba siendo destrozada contra la pared por un joven desesperado, la mujer que recién llegada decide borrar los dibujos en la pared hechos por un niño. Y a esas intrusiones del pasado habría que añadir una intrusión del exterior: la constante voz masculina que regaña a una mujer y niño por fuera de las paredes que nos conciernen… No hay en Interior otra narrativa que el espesarse del espacio y el enrarecimiento del ambiente: una densidad material que se construye capa sobre capa, y resto sobre resto, frente a la arqueología de nuestra mirada que quisiera leer manchas en las paredes como arrugas en un rostro. Esta apuesta formal de Rodríguez la aleja de Akerman para acercarla, en cambio, a los fantasmas de Pedro Costa, a quien se acercará incluso más en su posterior película En Cenizas (2018), donde una luz circular a lo Cavalo Dinheiro (2014)nos introduce en una problemática mucho más cargada de pasado y de política que las de Interior y Atentamente (2018).
Pero una vez nos adentramos como espectadores en las virtudes de Interior, lo cual ocurre muy pronto, nos encontramos frente a insistencias que, más que desarrollarse, se acumulan. La variedad de los personajes es opacada por la rigidez formal de la película; la solemnidad ceremonial que se impone en todo momento a menudo restringe la potencia afectiva de los gestos y los rostros. La belleza de la composición en cada retrato a menudo se ve banalizada por la repetición y la homogeneidad de la fórmula. Las imágenes que logramos retener —dos inolvidables: un hombre a oscuras que se entretiene iluminando montoncitos de monedas con una linterna; una mujer sumergiendo las trenzas de otra en una olla con agua— se nos vienen a la mente como cuadros yuxtapuestos, pero no evocan ya una concepción rítmica en el montaje.
Curiosamente, tanto al inicio como al final, Interior recurre a dos procedimientos que contrastan con la fórmula que rige la mayoría del largometraje. En un momento inicial, se nos presentan Libardo y Alba, que serían los únicos personajes con un trasfondo narrativo tradicional. Los conocemos del anterior proyecto de Rodríguez, Atentamente, en la que esperan conseguir recursos para permitirse un espacio de intimidad, que sería el hotel de esta película, por fuera del ancianato donde viven. Esta citación enriquece a Interior y le otorga un momento festivo de vitalidad cuando ambos bailan en la habitación. Pero dicha celebración se verá ensombrecida y no regresará sino hasta la escena final, donde un señor decide reacomodar todo el cuarto arrinconando la cama para hacer espacio y bailar. Son, a la vez que los más festivos, los instantes más conmovedores de la película; y lo son al precio de jugar contra sus propias reglas, recurriendo a un trasfondo narrativo y sugiriendo la plasticidad de la organización del espacio. Vemos entonces que Interior se abre al pasado, igual que al futuro, al dejarse seducir por la danza.
En cualquier caso, los daguerrotipos de la desposesión que nos brinda Rodríguez son una oportunidad para pensar en los tipos de miradas de las que somos capaces de brindar como espectadores y el tipo de imágenes que es capaz de brindarnos el cine. ¿Son las salas de cine que extraño espacios para el encuentro o las ocupamos como huéspedes? ¿Acaso nos brindan refugio, reparamos cosas en su interior? Me pregunto si el desarraigo es algo que está también entre mi mirada y la película, y no sólo entre sus personajes y la habitación. ¿Es la insatisfacción de los huéspedes ante el hostal análoga a la insatisfacción de mi mirada husmeadora ante la película en mi cuarto? Es posible que toda película en soledad sea, en cierto modo, una experiencia del desarraigo. Y que, sin embargo, nos permita reorganizar el espacio para bailar en ella.
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CUADROS DEL DESARRAIGO
Interior, de Camila Rodríguez Triana.
También yo inicio un ritual precario. Durante el encierro, cierro la puerta de mi habitación (la más pequeña de todo el apartamento). Quizás sea un “mi” precario, también, ya que soy inquilino. Apago la luz y me recuesto contra la pared para ver Interior (2017), de Camila Rodríguez Triana, en un monitor. Detrás de la pantalla, al otro lado de la pared, supongo que ya está dormida la mujer a quien subarrendamos la habitación mediana. Pienso en ella mientras calculo el volumen, a sabiendas de que inevitablemente el sonido traspasa paredes.
Interior está compuesta por una serie de retratos que comparten la misma locación: la habitación pequeña y oscura de un hostal. A veces sentimos que estamos participando en la producción de un daguerrotipo clandestino: planos fijos que registran lentos y minúsculos gestos en los rostros y los cuerpos de huéspedes melancólicos. La paciencia de Interior no se fundamenta tanto en la llegada mesiánica de un instante fotográfico que revelaría la humanidad de los personajes, sino en la posibilidad de capturar los pequeños recorridos de las manos que refriegan prendas sucias en el lavamanos o de pechos que se expanden y contraen a medida que respiran bajo camisas sudadas. Estos daguerrotipos voyeristas buscan plasmar la experiencia de la desposesión y el desarraigo como escenario y preludio de esperanzas minoritarias: un niño que dibuja en una pared, una mujer que clava una puntilla para colgar una fotografía.
Sobre una cama, que veremos ser tendida una y otra vez por una mujer que reproduce este pedazo de mundo con la fuerza irremediable de su resignación, un hombre dispone sus plantas para cuidar metódicamente de ellas. Tras él llega otro que cose la suela despegada de su zapato, se ducha y se marcha. Una mujer cuida de un hombre mayor, aseándolo y dándole agua. Presenciamos entonces actos de cuidado en un refugio que brinda apenas el tiempo necesario para que cuerpos frágiles (plantas, zapatos, señores) puedan subsistir al día siguiente de trajines y derivas que nos están velados a los husmeadores. Estas ocupaciones fragmentarias se nos presentan de forma tal que su potencia venga de sí mismas y no de su enmarcación dentro de una “historia”. La historia no es aquí un marco ni un contexto: Rodríguez dirige como una devota de la incorporación y una cazadora de la trascendencia. Su confianza en la elocuencia de los rostros, los gestos y los objetos nos lleva a contemplar una postal tras otra en un ejercicio cuya duración podría ser infinita o, por lo mismo, infinitamente corta (hasta remitirnos, nuevamente, a la quietud del daguerrotipo).
En cierto sentido, Interior recuerda a la Jeanne Dielman de Chantal Akerman. En ambos casos, nos topamos con una insistencia doble en torno a la cotidianidad: su carácter privilegiado para comunicar la parsimonia de la frustración y la contemplación estética de su ritualidad. Pero si a Jeanne Dielman la agobia el peso de la rutina asegurada, a los huéspedes anónimos de Interior los agobia justamente lo opuesto: que su rutina sea el tránsito y el desarraigo. En ambos casos, gobierna la resignación del día a día, aunque difieran las técnicas del retrato. Interior opta por insistir en escenas que no sólo son la antítesis de lo que serían cuadros costumbristas, sino que resaltan su imposibilidad. Sentimos que la precariedad del hostal arrasa con todo esfuerzo por reproducir el pasado. La cotidianidad que presenciamos no es ya el costumbrismo folclórico sino la costumbre del desplazamiento: cuerpos atravesados por la imposibilidad del retorno a un pasado rural.
Pero el espacio cotidiano sí está, no obstante, cargado de temporalidad y de pasado. No el pasado recreable de la tradición del costumbrismo, sino un pasado fantasmagórico: el muñeco Hulk que un niño dejó abandonado en las manos de un hombre mayor, la flor con la que don Libardo buscaba honrar a doña Alba siendo destrozada contra la pared por un joven desesperado, la mujer que recién llegada decide borrar los dibujos en la pared hechos por un niño. Y a esas intrusiones del pasado habría que añadir una intrusión del exterior: la constante voz masculina que regaña a una mujer y niño por fuera de las paredes que nos conciernen… No hay en Interior otra narrativa que el espesarse del espacio y el enrarecimiento del ambiente: una densidad material que se construye capa sobre capa, y resto sobre resto, frente a la arqueología de nuestra mirada que quisiera leer manchas en las paredes como arrugas en un rostro. Esta apuesta formal de Rodríguez la aleja de Akerman para acercarla, en cambio, a los fantasmas de Pedro Costa, a quien se acercará incluso más en su posterior película En Cenizas (2018), donde una luz circular a lo Cavalo Dinheiro (2014) nos introduce en una problemática mucho más cargada de pasado y de política que las de Interior y Atentamente (2018).
Pero una vez nos adentramos como espectadores en las virtudes de Interior, lo cual ocurre muy pronto, nos encontramos frente a insistencias que, más que desarrollarse, se acumulan. La variedad de los personajes es opacada por la rigidez formal de la película; la solemnidad ceremonial que se impone en todo momento a menudo restringe la potencia afectiva de los gestos y los rostros. La belleza de la composición en cada retrato a menudo se ve banalizada por la repetición y la homogeneidad de la fórmula. Las imágenes que logramos retener —dos inolvidables: un hombre a oscuras que se entretiene iluminando montoncitos de monedas con una linterna; una mujer sumergiendo las trenzas de otra en una olla con agua— se nos vienen a la mente como cuadros yuxtapuestos, pero no evocan ya una concepción rítmica en el montaje.
Curiosamente, tanto al inicio como al final, Interior recurre a dos procedimientos que contrastan con la fórmula que rige la mayoría del largometraje. En un momento inicial, se nos presentan Libardo y Alba, que serían los únicos personajes con un trasfondo narrativo tradicional. Los conocemos del anterior proyecto de Rodríguez, Atentamente, en la que esperan conseguir recursos para permitirse un espacio de intimidad, que sería el hotel de esta película, por fuera del ancianato donde viven. Esta citación enriquece a Interior y le otorga un momento festivo de vitalidad cuando ambos bailan en la habitación. Pero dicha celebración se verá ensombrecida y no regresará sino hasta la escena final, donde un señor decide reacomodar todo el cuarto arrinconando la cama para hacer espacio y bailar. Son, a la vez que los más festivos, los instantes más conmovedores de la película; y lo son al precio de jugar contra sus propias reglas, recurriendo a un trasfondo narrativo y sugiriendo la plasticidad de la organización del espacio. Vemos entonces que Interior se abre al pasado, igual que al futuro, al dejarse seducir por la danza.
En cualquier caso, los daguerrotipos de la desposesión que nos brinda Rodríguez son una oportunidad para pensar en los tipos de miradas de las que somos capaces de brindar como espectadores y el tipo de imágenes que es capaz de brindarnos el cine. ¿Son las salas de cine que extraño espacios para el encuentro o las ocupamos como huéspedes? ¿Acaso nos brindan refugio, reparamos cosas en su interior? Me pregunto si el desarraigo es algo que está también entre mi mirada y la película, y no sólo entre sus personajes y la habitación. ¿Es la insatisfacción de los huéspedes ante el hostal análoga a la insatisfacción de mi mirada husmeadora ante la película en mi cuarto? Es posible que toda película en soledad sea, en cierto modo, una experiencia del desarraigo. Y que, sin embargo, nos permita reorganizar el espacio para bailar en ella.
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