Hacer cine en Colombia es cada vez menos utópico. Entender su función como espejo, catarsis e identidad de una realidad ha ido despejando ese mito, algunas veces condescendiente, a su alrededor. Es un mozalbete que busca ser industria y arte en proporciones iguales.
Ha cumplido su misión. Siento que es mi deber resaltar que se termina una década llena de grandes películas colombianas, muchas han logrado tener funciones interesantes en mi vida y demarcar territorios dentro de mi mente. Momentos que, hasta la fecha, grabaron sensaciones.
La chispa del humor negro: Memorias del Calavero (2014), de Rubén Mendoza
Este es un road movie tributo al Calavero, actor natural y mamador de gallo per se. Licor, putas, nihilismo, hedonismo, la vida gamberra de un gamberro maravilloso. Pensé cuando la vi: “Este tipo está para un cuento/canción de Nick Cave".
Lágrimas que no mienten: Ciro y yo (2018), de Miguel Salazar
La historia de la violencia en Colombia narrada en la vida de un ser humano de carne y hueso. En el monte no hay mamertos, tibios o fachos, ocultos tras un teclado, hay intereses en el capital humano, las tierras y cómo se les puede explotar. Un hombre paga el precio por nacer donde nace por más bueno que sea.
La izada de bandera: El Abrazo de la Serpiente (2013), de Ciro Guerra
Una belleza parcial. Un verde en gris. Una exaltación de la maldad colombiana que fue promovida desde la institución. Sin duda, la película más importante de la década. Paz en la tumba de Don Antonio Bolívar, la corporeidad de nuestra Colombia indígena ante el mundo.
Uy, cosas feas vivimos los colombianos: La Semilla del silencio (2016), de Felipe Cano
Ejecuciones extrajudiciales, asesinatos, corrupción. Uno de los mejores thrillers hechos en Colombia. Andrés Parra, Felipe Botero y Angie Cepeda en papeles con carga dramática potente. Una historia desesperada, angustiosa y, lo peor, basada muy de cerca a la realidad.
Al que está quieto se le deja quieto: Infierno paraíso (2014), de Germán Piffano
Nuestro Boyhood de alguna manera. Una historia grabada durante una década. Un tipo de buena familia cae en las drogas y de ahí a la calle, se recupera y cuando parece que todo es felicidad, descubre el verdadero infierno. Cine verídico y duro como un diablo, sólo porque es cierto.
Clase de sociales: Pájaros de verano (2018), de Cristina Gallego y Ciro Guerra
El negocio del narcotráfico destruye todo lo que toca, es la antítesis del Rey Midas. Al principio hay abundancia, riqueza, desparpajo, luego muerte y soledad. La historia de la bonanza marimbera, una época que no tuvo nada de romántica y generó una guerra absurda por el poder. Una más de las que hemos vivido en Colombia.
Friendzone o la zona de la ilusión: Ruido Rosa (2014), de Roberto Flores Prieto
Dos soledades se encuentran en apaciguado gótico tropical. Una película sobre el amor y los desencuentros, que finalmente son más comunes que los relatos de Disney o los Hermanos Grimm. Una oscuridad maravillosa y un diálogo entre el barrio de cualquier ciudad del tercer mundo con la intimidad de sus habitantes.
Estremeciéndome: Alias Maria (2015), de José Luis Rugeles
Un viaje estrepitoso por la realidad. Descarnado, cruel, colombiano. Una niñez arrancada de un tajo truncada a temprana edad. Tantos caminos, ninguno conduce a ninguna parte. La reflexión más bárbara para el final de una mujer condenada desde que nace. Ay María, ¿para dónde corriste?
Pastillas para la memoria: Siempreviva (2015), de Klych López
Conocía a este director por su trabajo en la televisión. Esta es su primera película. Una Laura García soberbia, Andrés Parra como la sombra detrás del maquillaje y un Enrique Carriazo en su mejor faceta de humorista negro. El Palacio de Justicia, ese oscuro capítulo que enlutó a Bogotá, una semana antes que el Nevado del Ruíz enlutara al mundo, en un aciago 1985.
Abrazando la locura: Anna (2016), de Jacques Toulemonde
Juana Acosta en una soberbia actuación. La dirección de Toulemonde también soberbia. Una historia para reflexionar sobre las enfermedades mentales, un tema al que todo el mundo le hace el quite, al igual que a sus pacientes. Una película de viaje que requiere toda nuestra comprensión, igual que los pacientes.
Las cosas como son: El Piedra (2019), de Rafa Martínez
Nuestro Antirocky recorre las calles cartageneras como mototaxista. Un hermoso perdedor y su claridad sobre la vida misma. Impecable dirección de actores y música apenas perceptible. El hijo del viejo Ray se queja por la comida y el boxeador le responde: “Eche pelao y qué querías ¿langosta?”
Sonidos de la naturaleza: Pariente (2016), de Iván Gaona
Así suena el campo post rendición paramilitar. Edson Velandia truena por los parlantes de un viejo camión. Un triangulo amoroso, un asesinato y la sombra de la violencia rondando todo el tiempo. Un viaje por la calma chicha en compañía de la banda del carro rojo. “Que es un privilegio morir de amor, si la vida no vale casi nada”.
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UNA DÉCADA DE MOMENTOS
Hacer cine en Colombia es cada vez menos utópico. Entender su función como espejo, catarsis e identidad de una realidad ha ido despejando ese mito, algunas veces condescendiente, a su alrededor. Es un mozalbete que busca ser industria y arte en proporciones iguales.
Ha cumplido su misión. Siento que es mi deber resaltar que se termina una década llena de grandes películas colombianas, muchas han logrado tener funciones interesantes en mi vida y demarcar territorios dentro de mi mente. Momentos que, hasta la fecha, grabaron sensaciones.
La chispa del humor negro: Memorias del Calavero (2014), de Rubén Mendoza
Este es un road movie tributo al Calavero, actor natural y mamador de gallo per se. Licor, putas, nihilismo, hedonismo, la vida gamberra de un gamberro maravilloso. Pensé cuando la vi: “Este tipo está para un cuento/canción de Nick Cave".
Lágrimas que no mienten: Ciro y yo (2018), de Miguel Salazar
La historia de la violencia en Colombia narrada en la vida de un ser humano de carne y hueso. En el monte no hay mamertos, tibios o fachos, ocultos tras un teclado, hay intereses en el capital humano, las tierras y cómo se les puede explotar. Un hombre paga el precio por nacer donde nace por más bueno que sea.
La izada de bandera: El Abrazo de la Serpiente (2013), de Ciro Guerra
Una belleza parcial. Un verde en gris. Una exaltación de la maldad colombiana que fue promovida desde la institución. Sin duda, la película más importante de la década. Paz en la tumba de Don Antonio Bolívar, la corporeidad de nuestra Colombia indígena ante el mundo.
Uy, cosas feas vivimos los colombianos: La Semilla del silencio (2016), de Felipe Cano
Ejecuciones extrajudiciales, asesinatos, corrupción. Uno de los mejores thrillers hechos en Colombia. Andrés Parra, Felipe Botero y Angie Cepeda en papeles con carga dramática potente. Una historia desesperada, angustiosa y, lo peor, basada muy de cerca a la realidad.
Al que está quieto se le deja quieto: Infierno paraíso (2014), de Germán Piffano
Nuestro Boyhood de alguna manera. Una historia grabada durante una década. Un tipo de buena familia cae en las drogas y de ahí a la calle, se recupera y cuando parece que todo es felicidad, descubre el verdadero infierno. Cine verídico y duro como un diablo, sólo porque es cierto.
Clase de sociales: Pájaros de verano (2018), de Cristina Gallego y Ciro Guerra
El negocio del narcotráfico destruye todo lo que toca, es la antítesis del Rey Midas. Al principio hay abundancia, riqueza, desparpajo, luego muerte y soledad. La historia de la bonanza marimbera, una época que no tuvo nada de romántica y generó una guerra absurda por el poder. Una más de las que hemos vivido en Colombia.
Friendzone o la zona de la ilusión: Ruido Rosa (2014), de Roberto Flores Prieto
Dos soledades se encuentran en apaciguado gótico tropical. Una película sobre el amor y los desencuentros, que finalmente son más comunes que los relatos de Disney o los Hermanos Grimm. Una oscuridad maravillosa y un diálogo entre el barrio de cualquier ciudad del tercer mundo con la intimidad de sus habitantes.
Estremeciéndome: Alias Maria (2015), de José Luis Rugeles
Un viaje estrepitoso por la realidad. Descarnado, cruel, colombiano. Una niñez arrancada de un tajo truncada a temprana edad. Tantos caminos, ninguno conduce a ninguna parte. La reflexión más bárbara para el final de una mujer condenada desde que nace. Ay María, ¿para dónde corriste?
Pastillas para la memoria: Siempreviva (2015), de Klych López
Conocía a este director por su trabajo en la televisión. Esta es su primera película. Una Laura García soberbia, Andrés Parra como la sombra detrás del maquillaje y un Enrique Carriazo en su mejor faceta de humorista negro. El Palacio de Justicia, ese oscuro capítulo que enlutó a Bogotá, una semana antes que el Nevado del Ruíz enlutara al mundo, en un aciago 1985.
Abrazando la locura: Anna (2016), de Jacques Toulemonde
Juana Acosta en una soberbia actuación. La dirección de Toulemonde también soberbia. Una historia para reflexionar sobre las enfermedades mentales, un tema al que todo el mundo le hace el quite, al igual que a sus pacientes. Una película de viaje que requiere toda nuestra comprensión, igual que los pacientes.
Las cosas como son: El Piedra (2019), de Rafa Martínez
Nuestro Antirocky recorre las calles cartageneras como mototaxista. Un hermoso perdedor y su claridad sobre la vida misma. Impecable dirección de actores y música apenas perceptible. El hijo del viejo Ray se queja por la comida y el boxeador le responde: “Eche pelao y qué querías ¿langosta?”
Sonidos de la naturaleza: Pariente (2016), de Iván Gaona
Así suena el campo post rendición paramilitar. Edson Velandia truena por los parlantes de un viejo camión. Un triangulo amoroso, un asesinato y la sombra de la violencia rondando todo el tiempo. Un viaje por la calma chicha en compañía de la banda del carro rojo. “Que es un privilegio morir de amor, si la vida no vale casi nada”.
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