“Contempla tu trabajo: la nada y la tortura forman parte de él”.
Graffiti de Mayo del 68 en la Sorbona
El saludo
Cuando trabajaba en un call center solía iniciar mis llamadas diciendo: Gracias por llamar a _____; mi nombre es Camilo. ¿Con quién tengo el gusto de hablar? … Buenas tardes, Sra. ______. ¿Cómo se encuentra? ¿Cómo va su día hasta ahora? … Lamento escuchar eso. Por favor, cuénteme, ¿cómo puedo ayudarla?
En cambio Jina, la protagonista de Aloners, mantiene un tono frío en todas sus llamadas. No es exactamente amable, aunque sí respetuosa y eficiente. Es lo que en mi anterior trabajo se llamaba "transaccional". En otras palabras: trata cada interacción como un inconveniente lamentable del que se debe salir de tan pronto como sea posible para pasar al siguiente. Jina hace eso y es reconocida por su jefe como la mejor agente del equipo, mientras que el resto tienen un promedio de tiempo de llamada inauditamente alto: más de tres minutos. Su saludo en las llamadas es austero: “Gracias por escoger IB Card”. Fuera de su trabajo en el teléfono, nunca la vemos saludar. Cuando sale a fumar y le preguntan si tiene un encendedor, no dice “sí”. Sólo lo toma de su bolsillo y lo entrega; por ende, ya nadie dirá “gracias” al terminar de usarlo, y Jina tampoco tendrá que decir “de nada”. Pero hay un pero. En una escena inicial, el vecino desconocido de la vivienda contigua le dice en el pasillo que encender el cigarrillo usando un fósforo hace que el humo se ondule diferente en el aire. Jina no responde pero se detiene un momento en la puerta de su vivienda a mirarlo. Jina no saluda, pero observa. Al hacerlo, nos recuerda que las miradas escapan a la transacción, le son escurridizas. La mirada que observa pierde tiempo, suspende algo, es una pequeña huelga, si bien involuntaria, contra el curso del tiempo. Por eso entendemos que, cuando un ruido muy fuerte sacude todo su pequeño apartamento, Jina no haga ninguna pregunta innecesaria a su vecino, sino que observe las paredes y contemple la situación por unos segundos antes de seguir viendo televisión.
Side by side
Conectábamos dos diademas entre sí para que un agente de servicio al cliente pueda escuchar a otro tomar llamadas en vivo. La mayoría de las veces fui el asesor experimentado; igual que Jina, “el mejor asesor del equipo”. Así, todo lo que no es transaccional se siente doblemente postizo: el pacto ficcional de interés mutuo entre el asesor y el cliente se ve amenazado por el tercero, el intruso. El teatro de la cordialidad se enfrenta allí con muy hostiles condiciones y las soporta sólo mediante la exageración hiperbólica de los buenos modales: Qué asesor tan agradable. Qué amable colega. “Oye, muchas gracias”. “¿Tienes alguna otra duda? Aprovecha.” “No, si aprendí un montón”. “Dale, con gusto”. “Que estés bien”. “Gracias, un placer”. “Lo mismo digo, cuídate”. “Cuídate, adiós”. “Lo mismo, adiós”. “Dale”. “Adiós”. “Chao”.
Soo-jin es la nerviosa nueva asesora demasiado bien vestida. Sabiéndose intrusa, exagera la amabilidad hacia Jina, quien no la corresponde. Llenará el escritorio de Jina de ítems: un espejito, una taza, sprays para cuidar la garganta. Cometerá los errores más vergonzosos mientras Jina la escucha. Hará las preguntas más tontas que Jina no tendrá interés en responder. En los primeros planos sólo veremos sus dos rostros alternando entre la vergüenza de Soojin y el fastidio de Jina. El cubículo se revela como el espacio más adverso a la sociabilidad: las palabras se limitan a la ficción amable (“Muchas gracias, señora”), la comunicación transaccional (“Le leeré ahora su extracto”) y la palabra hostil (“No me busques en el almuerzo”). Cuando Jina recibe una llamada con la insólita pregunta de si una tarjeta podría servir en caso de que el cliente viajara al pasado, Jina explica que no con una naturalidad que deja a Soo-jin perpleja. Jina deja en su sistema un frío registro de la llamada: “Enfermo mental afirma que tiene una máquina del tiempo”. Posteriormente, Soo-jin es quien recibe la misma llamada del mismo cliente. Tras explicar que la compañía no tiene servicios para viajeros en el tiempo, se desvía con voz temblorosa de la transacción que se ha vuelto la llamada y crea una acontecimiento: la conversación. Le pregunta al cliente por qué quiere viajar al 2002 en particular y si podría llevarla con él; él se llena de una emoción y una alegría conmovedoras. Jina observa boquiabierta: ha descubierto que la mirada tiene un paralelo en la conversación y en la palabra genuina, que la suspensión del tiempo es, además de bella, realizable en el lenguaje. La banalidad de la comunicación transaccional se hará a partir de entonces cada vez más insoportable, al igual que la de la ficción amable. La palabra cuidadosa como lugar de encuentro, en cambio, se hará cada vez más necesaria.
Los paseos, las miradas
Solía tener un PDF de los Lunch Poems de Frank O’Hara en el escritorio de mi computador. Los leía entre llamadas. Abusaba del After Call Work (ACW) para que no recibir llamadas mientras leía un poema, medio poema. Luego, durante mi hora de almuerzo, en ocasiones emulaba los poemas: caminaba por la calle con una refrescante satisfacción antes de regresar a mi puesto de trabajo. Solíamos disputarnos las ventanas del onceavo piso para mirar la ciudad mientras trabajábamos. Casi siempre, había un circo instalado en un amplio parqueadero y era bello verlo alumbrar en la noche. Una vez, se podía ver un motociclista estrellado en una avenida cercana. No todo era trabajo, ocurrían algunas cosas.
Jina no lee poesía, pero ve videos compulsivamente en su celular. La ciudad que se nos pinta en la película es… no hay ciudad, ni tampoco sucesos en ella. Hasta poco antes del final, es casi como si el espacio público no existiera. Los planos son cerrados, la pantalla entera está ocupada por ella mientras usa audífonos y camina sosteniendo su celular frente a su rostro hasta llegar al restaurante en que come mientras continúa viendo videos. Pero hay una excepción temprana: en una ocasión, se detiene a observar una esquina en la que se han dejado muebles, fotografías y objetos domésticos abandonados a la intemperie; se suspende su desinterés, como asaltada por la imagen del abandono. Es justamente en torno a la ausencia que tanto la ciudad como la mirada de Jina empezarán a tomar formas cada vez más definidas. Posteriormente, tras la renuncia de Soo-jin, veremos a Jina contemplar su plato hasta que este se torna incomible. Será cuestión de tiempo para que Jina termine divagando por las calles experimentando, con los recorridos y las miradas, la apertura de la crisis interior y escapando finalmente del encierro paralizante de su enajenación. Cuando su apatía se suspende, lo que emerge irá tomando gradualmente una forma más clara hasta llegar a su forma definitiva: el colapso.
También es en la pantalla donde espía el apartamento de su padre, con una cámara de vigilancia que originalmente usaba para vigilar a su madre. Pero esta visión no la entretiene, sino que la enferma por el resentimiento hacia él, quien se fue con una amante para regresar justo antes de la muerte de la madre, quedándose con la herencia. Distintos a la televisión y los videos de internet, los registros de su padre la obligan a ejercer la difícil tarea de la observación que es siempre la observación de algo ausente, una sed de la mirada que no se sacia: el fantasma de la madre, como en el restaurante ya lo fue el fantasma de Soo-jin.
Colapsar en el cubículo
Una compañera sufría de epilepsia. Un sábado empezó a convulsionar de repente y se fue sobre una camilla a enfermería. En otra ocasión, otra colega tuvo un ataque de ansiedad, se sentó en el suelo a llorar y tuvieron que separarla del equipo hasta que lograra tranquilizarse. A menudo, algún asesor no lograba entender lo que se decía al otro lado al punto de que le era imposible hablar y lo único posible era llorar mientras un cliente desesperado colpasaba también por el motivo opuesto: no ser entendido. La crisis de la comunicación es también la apertura de la mirada: los demás, al presenciar todo esto, no podíamos evitar contemplar nuestro trabajo. Es verdad que la tortura y la nada forman parte de él.
Pregunta Soo-jin si acaso nadie más oye el beep que hace la diadema al recibir una llamada. No ha dormido bien porque lo escucha en las noches, pero ya se acostumbrará, piensa. Tras renunciar, es Jina quien de repente lo escucha compulsivamente. No puede leer de forma continua el extracto bancario e incumple la advertencia permanente en su pantalla que dice: “Lee todo el extracto. No cometas ningún error”. Tras equivocarse, se sobreponen los ruidos de su torpe lectura, las amenazas de la cliente por su incompetencia y los beeps imaginarios que se repiten sin cesar. En ese gesto, se acentúa que el realismo de Aloners no buscar reconstruir la objetividad de un mundo social sino la experiencia encarnada del trabajador enajenado, que no está exenta de perturbaciones a la percepción. Es por esto que, pese a ser retrato de la sociedad contemporánea, es a la vez una película de fantasmas: Jina verá un día en la mañana a su vecino, quien le arroja un “¿Ninguna despedida?” que ella deja sin respuesta. Esa misma tarde, se entera de que lleva muerto siete días tras ser aplastado por una pila enorme de revistas pornográficas. Volverá a verlo incluso después de enterarse. Perturbada por estas apariciones, junto a los espectros emocionales de su madre y de Soon-ji, colapsa en la llamada oyendo una avalancha de beeps. Se levanta del puesto, abandona la oficina para caminar y en llanto le exige a su padre una disculpa por teléfono. Por primera vez, contemplamos el flujo de la ciudad y a un cuerpo desgarrado arrojándose a él. Las palabras ya no son todas trabajo, se suspenden algunas cosas.
La despedida
"Gracias por llamar a ______. Espero que tenga un buen resto de día".
Al observar la precariedad de su vida, es evidente para Jina que los tres fantasmas requieren cada cual su despedida. Se presenta al pequeño memorial que organiza el nuevo vecino que se ha mudado al apartamento donde murió el anterior y lo observa fumar, viendo las ondulaciones de su cigarrillo encendido con fósforo. Soo-jin recibe una disculpa en la que sería la primera vez que vemos a Jina preocuparse por hacer que sus palabras cuiden a otro, lo atiendan y le sirvan. Confiesa que no está hecha para comer ni fumar sola y explica que tan sólo quiere “despedirse apropiadamente”. Finalmente, tras renunciar a su empleo, le hace saber a su padre, quien siempre la llama desde el teléfono de la difunta madre, que lo vigila con la cámara que originalmente era para ella. Por fin, es capaz de cambiar el nombre en sus contactos de “Madre” a “Padre” y con ese gesto logra, además de contemplar una ausencia, conversar con ella.
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COLAPSAR EN EL CUBÍCULO - FICCI 61 (06)
Sobre Aloners, dir. Hong Seong-eun
“Contempla tu trabajo: la nada y la tortura forman parte de él”.
Graffiti de Mayo del 68 en la Sorbona
El saludo
Cuando trabajaba en un call center solía iniciar mis llamadas diciendo: Gracias por llamar a _____; mi nombre es Camilo. ¿Con quién tengo el gusto de hablar? … Buenas tardes, Sra. ______. ¿Cómo se encuentra? ¿Cómo va su día hasta ahora? … Lamento escuchar eso. Por favor, cuénteme, ¿cómo puedo ayudarla?
En cambio Jina, la protagonista de Aloners, mantiene un tono frío en todas sus llamadas. No es exactamente amable, aunque sí respetuosa y eficiente. Es lo que en mi anterior trabajo se llamaba "transaccional". En otras palabras: trata cada interacción como un inconveniente lamentable del que se debe salir de tan pronto como sea posible para pasar al siguiente. Jina hace eso y es reconocida por su jefe como la mejor agente del equipo, mientras que el resto tienen un promedio de tiempo de llamada inauditamente alto: más de tres minutos. Su saludo en las llamadas es austero: “Gracias por escoger IB Card”. Fuera de su trabajo en el teléfono, nunca la vemos saludar. Cuando sale a fumar y le preguntan si tiene un encendedor, no dice “sí”. Sólo lo toma de su bolsillo y lo entrega; por ende, ya nadie dirá “gracias” al terminar de usarlo, y Jina tampoco tendrá que decir “de nada”. Pero hay un pero. En una escena inicial, el vecino desconocido de la vivienda contigua le dice en el pasillo que encender el cigarrillo usando un fósforo hace que el humo se ondule diferente en el aire. Jina no responde pero se detiene un momento en la puerta de su vivienda a mirarlo. Jina no saluda, pero observa. Al hacerlo, nos recuerda que las miradas escapan a la transacción, le son escurridizas. La mirada que observa pierde tiempo, suspende algo, es una pequeña huelga, si bien involuntaria, contra el curso del tiempo. Por eso entendemos que, cuando un ruido muy fuerte sacude todo su pequeño apartamento, Jina no haga ninguna pregunta innecesaria a su vecino, sino que observe las paredes y contemple la situación por unos segundos antes de seguir viendo televisión.
Side by side
Conectábamos dos diademas entre sí para que un agente de servicio al cliente pueda escuchar a otro tomar llamadas en vivo. La mayoría de las veces fui el asesor experimentado; igual que Jina, “el mejor asesor del equipo”. Así, todo lo que no es transaccional se siente doblemente postizo: el pacto ficcional de interés mutuo entre el asesor y el cliente se ve amenazado por el tercero, el intruso. El teatro de la cordialidad se enfrenta allí con muy hostiles condiciones y las soporta sólo mediante la exageración hiperbólica de los buenos modales: Qué asesor tan agradable. Qué amable colega. “Oye, muchas gracias”. “¿Tienes alguna otra duda? Aprovecha.” “No, si aprendí un montón”. “Dale, con gusto”. “Que estés bien”. “Gracias, un placer”. “Lo mismo digo, cuídate”. “Cuídate, adiós”. “Lo mismo, adiós”. “Dale”. “Adiós”. “Chao”.
Soo-jin es la nerviosa nueva asesora demasiado bien vestida. Sabiéndose intrusa, exagera la amabilidad hacia Jina, quien no la corresponde. Llenará el escritorio de Jina de ítems: un espejito, una taza, sprays para cuidar la garganta. Cometerá los errores más vergonzosos mientras Jina la escucha. Hará las preguntas más tontas que Jina no tendrá interés en responder. En los primeros planos sólo veremos sus dos rostros alternando entre la vergüenza de Soojin y el fastidio de Jina. El cubículo se revela como el espacio más adverso a la sociabilidad: las palabras se limitan a la ficción amable (“Muchas gracias, señora”), la comunicación transaccional (“Le leeré ahora su extracto”) y la palabra hostil (“No me busques en el almuerzo”). Cuando Jina recibe una llamada con la insólita pregunta de si una tarjeta podría servir en caso de que el cliente viajara al pasado, Jina explica que no con una naturalidad que deja a Soo-jin perpleja. Jina deja en su sistema un frío registro de la llamada: “Enfermo mental afirma que tiene una máquina del tiempo”. Posteriormente, Soo-jin es quien recibe la misma llamada del mismo cliente. Tras explicar que la compañía no tiene servicios para viajeros en el tiempo, se desvía con voz temblorosa de la transacción que se ha vuelto la llamada y crea una acontecimiento: la conversación. Le pregunta al cliente por qué quiere viajar al 2002 en particular y si podría llevarla con él; él se llena de una emoción y una alegría conmovedoras. Jina observa boquiabierta: ha descubierto que la mirada tiene un paralelo en la conversación y en la palabra genuina, que la suspensión del tiempo es, además de bella, realizable en el lenguaje. La banalidad de la comunicación transaccional se hará a partir de entonces cada vez más insoportable, al igual que la de la ficción amable. La palabra cuidadosa como lugar de encuentro, en cambio, se hará cada vez más necesaria.
Los paseos, las miradas
Solía tener un PDF de los Lunch Poems de Frank O’Hara en el escritorio de mi computador. Los leía entre llamadas. Abusaba del After Call Work (ACW) para que no recibir llamadas mientras leía un poema, medio poema. Luego, durante mi hora de almuerzo, en ocasiones emulaba los poemas: caminaba por la calle con una refrescante satisfacción antes de regresar a mi puesto de trabajo. Solíamos disputarnos las ventanas del onceavo piso para mirar la ciudad mientras trabajábamos. Casi siempre, había un circo instalado en un amplio parqueadero y era bello verlo alumbrar en la noche. Una vez, se podía ver un motociclista estrellado en una avenida cercana. No todo era trabajo, ocurrían algunas cosas.
Jina no lee poesía, pero ve videos compulsivamente en su celular. La ciudad que se nos pinta en la película es… no hay ciudad, ni tampoco sucesos en ella. Hasta poco antes del final, es casi como si el espacio público no existiera. Los planos son cerrados, la pantalla entera está ocupada por ella mientras usa audífonos y camina sosteniendo su celular frente a su rostro hasta llegar al restaurante en que come mientras continúa viendo videos. Pero hay una excepción temprana: en una ocasión, se detiene a observar una esquina en la que se han dejado muebles, fotografías y objetos domésticos abandonados a la intemperie; se suspende su desinterés, como asaltada por la imagen del abandono. Es justamente en torno a la ausencia que tanto la ciudad como la mirada de Jina empezarán a tomar formas cada vez más definidas. Posteriormente, tras la renuncia de Soo-jin, veremos a Jina contemplar su plato hasta que este se torna incomible. Será cuestión de tiempo para que Jina termine divagando por las calles experimentando, con los recorridos y las miradas, la apertura de la crisis interior y escapando finalmente del encierro paralizante de su enajenación. Cuando su apatía se suspende, lo que emerge irá tomando gradualmente una forma más clara hasta llegar a su forma definitiva: el colapso.
También es en la pantalla donde espía el apartamento de su padre, con una cámara de vigilancia que originalmente usaba para vigilar a su madre. Pero esta visión no la entretiene, sino que la enferma por el resentimiento hacia él, quien se fue con una amante para regresar justo antes de la muerte de la madre, quedándose con la herencia. Distintos a la televisión y los videos de internet, los registros de su padre la obligan a ejercer la difícil tarea de la observación que es siempre la observación de algo ausente, una sed de la mirada que no se sacia: el fantasma de la madre, como en el restaurante ya lo fue el fantasma de Soo-jin.
Colapsar en el cubículo
Una compañera sufría de epilepsia. Un sábado empezó a convulsionar de repente y se fue sobre una camilla a enfermería. En otra ocasión, otra colega tuvo un ataque de ansiedad, se sentó en el suelo a llorar y tuvieron que separarla del equipo hasta que lograra tranquilizarse. A menudo, algún asesor no lograba entender lo que se decía al otro lado al punto de que le era imposible hablar y lo único posible era llorar mientras un cliente desesperado colpasaba también por el motivo opuesto: no ser entendido. La crisis de la comunicación es también la apertura de la mirada: los demás, al presenciar todo esto, no podíamos evitar contemplar nuestro trabajo. Es verdad que la tortura y la nada forman parte de él.
Pregunta Soo-jin si acaso nadie más oye el beep que hace la diadema al recibir una llamada. No ha dormido bien porque lo escucha en las noches, pero ya se acostumbrará, piensa. Tras renunciar, es Jina quien de repente lo escucha compulsivamente. No puede leer de forma continua el extracto bancario e incumple la advertencia permanente en su pantalla que dice: “Lee todo el extracto. No cometas ningún error”. Tras equivocarse, se sobreponen los ruidos de su torpe lectura, las amenazas de la cliente por su incompetencia y los beeps imaginarios que se repiten sin cesar. En ese gesto, se acentúa que el realismo de Aloners no buscar reconstruir la objetividad de un mundo social sino la experiencia encarnada del trabajador enajenado, que no está exenta de perturbaciones a la percepción. Es por esto que, pese a ser retrato de la sociedad contemporánea, es a la vez una película de fantasmas: Jina verá un día en la mañana a su vecino, quien le arroja un “¿Ninguna despedida?” que ella deja sin respuesta. Esa misma tarde, se entera de que lleva muerto siete días tras ser aplastado por una pila enorme de revistas pornográficas. Volverá a verlo incluso después de enterarse. Perturbada por estas apariciones, junto a los espectros emocionales de su madre y de Soon-ji, colapsa en la llamada oyendo una avalancha de beeps. Se levanta del puesto, abandona la oficina para caminar y en llanto le exige a su padre una disculpa por teléfono. Por primera vez, contemplamos el flujo de la ciudad y a un cuerpo desgarrado arrojándose a él. Las palabras ya no son todas trabajo, se suspenden algunas cosas.
La despedida
"Gracias por llamar a ______. Espero que tenga un buen resto de día".
Al observar la precariedad de su vida, es evidente para Jina que los tres fantasmas requieren cada cual su despedida. Se presenta al pequeño memorial que organiza el nuevo vecino que se ha mudado al apartamento donde murió el anterior y lo observa fumar, viendo las ondulaciones de su cigarrillo encendido con fósforo. Soo-jin recibe una disculpa en la que sería la primera vez que vemos a Jina preocuparse por hacer que sus palabras cuiden a otro, lo atiendan y le sirvan. Confiesa que no está hecha para comer ni fumar sola y explica que tan sólo quiere “despedirse apropiadamente”. Finalmente, tras renunciar a su empleo, le hace saber a su padre, quien siempre la llama desde el teléfono de la difunta madre, que lo vigila con la cámara que originalmente era para ella. Por fin, es capaz de cambiar el nombre en sus contactos de “Madre” a “Padre” y con ese gesto logra, además de contemplar una ausencia, conversar con ella.
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