Los cuerpos en reposo de Corey, Joel y Gabriel, silueteados por la tersa luz de un crepúsculo, abanicados por el averiado vaivén del ventilador, conforman la imagen de una siesta de verano con la que abre Soul of a beast (2021), segundo largometraje de Lorenz Merz. Se podría decir que la sensualidad de la imagen evoca al trío de The Dreamers (2003), de Bertolucci, o al romántico letargo del verano de Call Me by Your Name (2017), de Guadagnino. Sin embargo, esta primera imagen es una rareza dentro del metraje de la película. El trío es tan solo una ilusión y la imagen de esa tranquilidad rompe con el montaje trepidante que está a punto de desencadenarse, con el diseño sonoro en el que cada ruido parece mordido por el siguiente, con una cámara que de acá en adelante se moverá embriagada por la juventud de sus protagonistas, por la búsqueda de la fiesta salvaje, por la bruma del que podría ser el último verano de la historia.
Así las cosas, la película sigue a Gabriel, un padre adolescente que ha logrado un frágil equilibrio entre aprovechar su juventud viviendo al límite y criar en soledad a su pequeño de tres años. Una fragilidad que comenzará a desmoronarse la noche en que conoce a Corey, la novia de su amigo Joel. Haciéndole honor a su título, la película nos presenta el fulgor de esa noche en un zoológico al que han llegado como sin darse cuenta. Embriagados por algún tipo de sustancia que bien podría ser el propio sudor de sus cuerpos, es allí donde parecen desatarse las fuerzas que se pondrán en juego durante la película. El trance de ese fulgor, que el director presenta mediante un montaje en el que la imagen parece desdoblarse, en el que las voces se vuelven ecos y en el que la presencia de los animales se suscribe a una gastada convención con la que el audiovisual ha representado la experiencia psicotrópica, funciona como el marco sublime que delimita el naciente amor de Gabriel y Corey. Hasta el final de la película, Gabriel se moverá aturdido tratando de resolver un nuevo equilibrio entre la persecución de ese amor, el consecuente quebranto de su amistad con Joel y la testaruda idea de forzar a Zoé, la madre de su hijo, para que se haga cargo de su crianza. Un intenso ir y venir atizado, como si fuera poco, por el anuncio del fin del mundo y el caos festivo que la negación del futuro materializa en las calles.
En esa medida, Soul of a beast retoma el lema punk de “no hay futuro” que en los años 70’ le cantaba al pesimismo y al oscuro panorama de la vida marginal. En este caso, la conciencia del final produce un efecto contradictorio entre las fuerzas de la película. Mientras que en las calles toma cuerpo un nihilismo que funde revolución con rave, Gabriel debe pasar por una serie de obstáculos y pruebas que lo aferrarán a la defensa de su cachorro provocando la mutación en la película, como si se tratara de un reptil cambiando lentamente de piel. A diferencia de las multitudes callejeras, nuestro joven protagonista se empecina en sobrevivir aferrándose a la vida posible que representa para él su hijo. Él mismo una bestia que se adapta a su entorno, deviene samurái −con catana incluida− para defender a su cría, como si se tratara de una libre versión de Lone Wolf and Cub, manga de Kazuo Koike, adaptado al cine por Kenji Misumi, que diagrama las aventuras de un paria asesino a sueldo que se apoya en su bebé de tres años para engañar y vencer a sus enemigos. Así pues, ese ritmo trepidante termina provocando un salto atomizado entre géneros y referencias, de melodrama adolescente a épica de supervivencia, pasando por la fantasía romántica, por la película de catástrofes o apocalipsis y deviniendo en película de samuráis; bestialidad mutante que parece definirla.
Pese a esto, y a una rebosante estética que raya en lo barroco, Soul of a beast no logra ocultar los clichés con los que se conforma para representar a la juventud. La idealización de Corey: una chica misteriosa, “venida de otro planeta” −como la misma narración en off la presenta−, que sueña con vivir en la granja de su padre en Guatemala. Su radical opuesto, Zoé: una malcriada nacida en cuna de oro, citadina, superficial y arrogante como su madre. El salvaje Joel: chico malo, fiestero, peligroso, que no le teme a la muerte. El influenciable Gabriel: un skater alocado y noble que vive sin conciencia de su destino, pero que, como hemos visto, termina siendo el único al que se le permite evolucionar, mutar, volverse samurái, lobo. Está en cada espectador decidir si esa sublime transformación es suficiente mérito para ver esta película; probablemente lo sea.
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DEVENIR SAMURÁI - CINE AL ESTE (01)
Sobre Soul of a Beast, de Lorenz Merz
V Festival de cine de Europa Central y Oriental
https://www.alestfestival.com/co
Los cuerpos en reposo de Corey, Joel y Gabriel, silueteados por la tersa luz de un crepúsculo, abanicados por el averiado vaivén del ventilador, conforman la imagen de una siesta de verano con la que abre Soul of a beast (2021), segundo largometraje de Lorenz Merz. Se podría decir que la sensualidad de la imagen evoca al trío de The Dreamers (2003), de Bertolucci, o al romántico letargo del verano de Call Me by Your Name (2017), de Guadagnino. Sin embargo, esta primera imagen es una rareza dentro del metraje de la película. El trío es tan solo una ilusión y la imagen de esa tranquilidad rompe con el montaje trepidante que está a punto de desencadenarse, con el diseño sonoro en el que cada ruido parece mordido por el siguiente, con una cámara que de acá en adelante se moverá embriagada por la juventud de sus protagonistas, por la búsqueda de la fiesta salvaje, por la bruma del que podría ser el último verano de la historia.
Así las cosas, la película sigue a Gabriel, un padre adolescente que ha logrado un frágil equilibrio entre aprovechar su juventud viviendo al límite y criar en soledad a su pequeño de tres años. Una fragilidad que comenzará a desmoronarse la noche en que conoce a Corey, la novia de su amigo Joel. Haciéndole honor a su título, la película nos presenta el fulgor de esa noche en un zoológico al que han llegado como sin darse cuenta. Embriagados por algún tipo de sustancia que bien podría ser el propio sudor de sus cuerpos, es allí donde parecen desatarse las fuerzas que se pondrán en juego durante la película. El trance de ese fulgor, que el director presenta mediante un montaje en el que la imagen parece desdoblarse, en el que las voces se vuelven ecos y en el que la presencia de los animales se suscribe a una gastada convención con la que el audiovisual ha representado la experiencia psicotrópica, funciona como el marco sublime que delimita el naciente amor de Gabriel y Corey. Hasta el final de la película, Gabriel se moverá aturdido tratando de resolver un nuevo equilibrio entre la persecución de ese amor, el consecuente quebranto de su amistad con Joel y la testaruda idea de forzar a Zoé, la madre de su hijo, para que se haga cargo de su crianza. Un intenso ir y venir atizado, como si fuera poco, por el anuncio del fin del mundo y el caos festivo que la negación del futuro materializa en las calles.
En esa medida, Soul of a beast retoma el lema punk de “no hay futuro” que en los años 70’ le cantaba al pesimismo y al oscuro panorama de la vida marginal. En este caso, la conciencia del final produce un efecto contradictorio entre las fuerzas de la película. Mientras que en las calles toma cuerpo un nihilismo que funde revolución con rave, Gabriel debe pasar por una serie de obstáculos y pruebas que lo aferrarán a la defensa de su cachorro provocando la mutación en la película, como si se tratara de un reptil cambiando lentamente de piel. A diferencia de las multitudes callejeras, nuestro joven protagonista se empecina en sobrevivir aferrándose a la vida posible que representa para él su hijo. Él mismo una bestia que se adapta a su entorno, deviene samurái −con catana incluida− para defender a su cría, como si se tratara de una libre versión de Lone Wolf and Cub, manga de Kazuo Koike, adaptado al cine por Kenji Misumi, que diagrama las aventuras de un paria asesino a sueldo que se apoya en su bebé de tres años para engañar y vencer a sus enemigos. Así pues, ese ritmo trepidante termina provocando un salto atomizado entre géneros y referencias, de melodrama adolescente a épica de supervivencia, pasando por la fantasía romántica, por la película de catástrofes o apocalipsis y deviniendo en película de samuráis; bestialidad mutante que parece definirla.
Pese a esto, y a una rebosante estética que raya en lo barroco, Soul of a beast no logra ocultar los clichés con los que se conforma para representar a la juventud. La idealización de Corey: una chica misteriosa, “venida de otro planeta” −como la misma narración en off la presenta−, que sueña con vivir en la granja de su padre en Guatemala. Su radical opuesto, Zoé: una malcriada nacida en cuna de oro, citadina, superficial y arrogante como su madre. El salvaje Joel: chico malo, fiestero, peligroso, que no le teme a la muerte. El influenciable Gabriel: un skater alocado y noble que vive sin conciencia de su destino, pero que, como hemos visto, termina siendo el único al que se le permite evolucionar, mutar, volverse samurái, lobo. Está en cada espectador decidir si esa sublime transformación es suficiente mérito para ver esta película; probablemente lo sea.
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