La apertura de la película (que es también su prólogo) es como un vórtice. El negro infinito de la pantalla funge como expresión de un par de ojos sin abrir. Por oposición, ese espacio sin luz hace afinar los demás sentidos. La escucha se agudiza. Lo que va apareciendo es el sonido de alguien que respira. La señal ineludible de que ese alguien –quizás detrás del negro rígido– vive. La oscuridad de la pantalla se va. En su lugar aparece un cuerpo. La cámara, móvil, lo registra con ánimo geológico. Es una espalda. Es la espalda de un hombre. El hombre se mira al espejo. Respira. Es decir, vive. Sabremos después que ese hombre ha muerto. Entonces, So Much Tenderness sabe mucho de fantasmas. Una instrucción paradójica funda la película de Rodríguez: el respiro, el aire que entra por la nariz y sale por la boca, señal del cuerpo vivo, no es tan así. No es así. La operación se repetirá un par de veces más: los muertos abren puertas, interrumpen conversaciones, desaparecen, imitan la carne y el hueso que ya no son. Son herida, recuerdo, miedo y alegría.
So Much Tenderness es casi que un título intraducible. En español, “Muchísima ternura” es un posible título hermoso, pero cojo de todas maneras. El inglés se apodera de la película, del relato, del estilo –que, lo diremos más adelante, es doble, casi bicéfalo, como traducido siempre en simultáneo a dos idiomas–. Bogotá, central en el cine anterior de Rodríguez, es apenas un lejano rumor, tierra abandonada; presente solo a través del whatsapp, es una anti-Ítaca.
El inicio de la película, poderosamente críptico, cuenta con el rostro de dos de las figuras del cine independiente de Canadá más cruciales y famosas. Kazik Radwanski, director, y Deragh Campbell, futura diva central en las familias de actrices del mundo entero. Es decir, lo que suponemos son los amigos canadienses de la directora pueblan la película (su productor y montajista también tendrá una participación fundamental). Es, además, la primera vez en el cine de Rodríguez que se nos enfrenta a un asesinato, sin embargo, la muerte y la inmediata ausencia no es novedad en este cine.
La tentación de decir que Lina Rodríguez, escindida, cada vez con más ahínco y cada vez “más lejos de Colombia”, parece entrar en un nuevo espacio de sentido es grande y baja hasta los dedos que oprimen las teclas. Una mirada atenta, por el contrario, nos revela que las cosas no son así. El desplazamiento geográfico y el cambio de arquitecturas que va de Bogotá a Toronto en sus dos últimas películas (Mis dos voces y So Much Tenderness) será solo un despiste. Las columnas de su trabajo se mantienen. La película es toda sobre la rutina familiar; la muerte; la ausencia; el conocimiento, el nervio o la entrega al sexo; sobre el sexo, el amor y sus agrios cruces; sobre las inevitables disputas del ambiente familiar; sobre la incertidumbre del futuro. Es sobre una madre y una hija (tema de temas en Rodríguez).
La variación (que, como se intuye, no es renovación integral o una tabula rasa) aparece cuando nos damos cuenta de que Lina Rodríguez ha hecho una película también en tránsito, también incierta, también doble, reclamando para sí un verdadero lugar en el in-between. Ni lo uno, ni lo otro. La mejor manera de dar con ese lugar en desajuste es entendiendo la película como una donde no se sabe quién observa a quién. Si los vivos a los muertos o los muertos a los vivos. Si las madres a las hijas o las hijas a las madres.
La relación de la madre y la hija acá, aunque parece muy luminosa, está en un lugar de no-retorno. Secretos, mudez y picazón la caracterizan. En Mañana a esta hora, la relación madre-hija funcionaba narrativamente a través de la falta; en Señoritas a través de un regreso, de una consciencia de ese amor materno. Se usaban acciones diminutas (la entrega de un jugo, por ejemplo) para garabatear un cariño jamás extinto. En So Much Tenderness, la relación funciona como una red de extremos: incluso juntas, madre e hija están lejos. Es evidente que algo se ha perdido para siempre. Hay una escena donde ambas hacen algo de jardinería de interiores, están sembrando algo. Un mensaje cibernético rompe la rutina de aparente calma. En ese fantasma geográfico que es ya para ellas Bogotá, alguien cercano ha muerto. La hija reacciona llorando. La madre no llora: tiene una reacción más o menos neutra. Intenta consolar a su hija, la abraza. Incluso en la misma situación, con la misma “carne en el asador”, sus reacciones son opuestas. Con todo (brechas, muertes, peleas, separaciones, episodios judiciales, lo irremediable), la película es un deseo por un mundo menos cruel.
La ecuación o teoría del “saber-cineasta” que dice que una actriz (o un actor) es muy bueno, muy vivo, en estado de exacta armonía con todo lo que le rodea del mundo diegético, cuando está sometido a un esfuerzo físico (levantar pesos, bailar, subir escalas, saltar) encuentra su contra-teoría en So Much Tenderness y en el cine de Lina Rodríguez. En estas películas, de las actrices se pide capacidad de conversación. Ellas se sientan a hablar. Sus grandes retos tienen que ver con la forma cómo se sostiene una conversación y no con cómo hablar y saltar al mismo tiempo. Antes que nada, Rodríguez busca grandes conversadoras. Y eso implica saber hablar pero también saber hacer silencio. Quizás lo que So Much Tenderness comparte con la máxima que inició el párrafo es que el esfuerzo físico en Rodríguez está ligado a la duración del plano. En la película, las conversaciones, muy distintas a un careo, están filmadas desde un punto de vista inmóvil y lejano. En estos planos nadie pelea por el espacio: todos hablan y se oyen en armonía compositiva. Sin cortes, la actriz tiene sobre sus hombros el inescapable discurrir de la escena.
La actriz en Lina Rodríguez requiere de proezas. De cada personaje se exige mesura. Y todo se complica porque estos personajes nunca hacen nada al mismo tiempo. El esfuerzo físico, ya lo dijimos, va muy separado de todo. Es, en sí mismo, un estado, primero, ajeno a la rutina, y, segundo, autónomo: no necesita cosas distintas a ese esfuerzo. Nótese que cuando madre e hija llevan una pesada cómoda por las calles no se dicen ni una palabra. La conversación, así como el esfuerzo físico, no concatena con nada más. Otros ejemplos resultan reveladores: cuando la videollamada de la madre debe pausarse para poder hacer un jugo de piña, o cuando unas arepas amenazan con quemarse porque quienes deben cuidarlas están hablando. Nada distinto a una réplica (y nunca el esfuerzo físico) puede romper o fracturar el ritmo de una conversación.
Esta única e íntima teoría sobre la actuación que practica Rodríguez tiene una ventaja provechosa. Sus actrices se nos presentan como si las viéramos por primera vez. No importa cuál es el nivel de fama o prestigio que las precede. En Rodríguez es como si empezaran de cero. La evidencia más contundente al respecto tiene que ver con el trabajo en So Much Tenderness de Noëlle Schonwald. Parece un borrón y cuenta nueva.
So Much Tenderness es el cuarto largometraje de Lina Rodriguez y es también una de esas películas que podríamos llamar indisciplinada: no hace caso a nada que no sea su propio sistema de estilo. La estructura del paso del tiempo (confundida muchas veces con ideas de ritmo) es, a su vez, menos dócil y muchísimo más dilatada. Las mismas escenas ocultan la respuesta que afirmaría por qué están ahí. Todo el andamiaje va a contrapelo de las expectativas tradicionales. En la película, la tensión, el “progreso” dramático y el avance del relato son una experiencia de la espera. Emergen y se consolidan en la propia espera, en la paciencia.
Es demasiado fácil (y un error) decir que, en la película, la “vida” pasa, o que lo único que pasa es la “vida”. La estructura del film es compleja y opera siempre en contrapunto, en ánimo de contraste. Esta técnica de contrarios da a la película una de las cosas más hermosas y devastadoras. Madre e hija avanzan en el relato por oposiciones. Madre e hija divagan en la oralidad sobre los mismos temas pero nunca juntas. Sea como sea, entre madre e hija siempre media un abismo (abismo que explota cerca al final en un corrosivo cara a cara). Esa sucesión de escenas con protagonista basculante –en una es la madre, en la que sigue es la hija, y quizás unas dos o tres más adelante son ellas juntas: en un silencio que tiene tanto de dulce y cariño como de purgatorio y condena– es una admirable manera de dar imágenes al dolor, a la ausencia. Es lo que llamamos una idea cinematográfica. Y gracias a Lina Rodríguez sabemos que las ideas cinematográficas son el tiempo del plano más la medición de la emoción en el choque con el plano que viene inmediatamente después.
El contrapunto también es otra manera de decir que la película, de tanto en tanto, se quiebra. Y cada quiebre da al relato una nueva (insospechada) dirección. Los quiebres o pliegues del relato son momentos de cara a cara y son detectables a simple vista. No solo por su literalidad, sino porque la cámara misma inquieta y la fluidez del plano sostenido que venía cargando la película cambia. Ahora es el plano y el contraplano de los rostros involucrados en el cara a cara los que toman posesión del método del habla en la película. El primero ocurre en un carro. No es un cara a cara a toda norma entre la protagonista (que se llama Aurora y atención a la polisemia lumínica del nombre y a la relación de la luz con la ternura del título) y una mujer que no habla español, sino que, cuando esta mujer misteriosa se baja del carro, hay un corte aniquilador entre el exterior y el interior del auto que hace aparecer la sensación de que estamos en un campo de batalla. Después, veremos muchos más careos: Aurora contra el estado canadiense, Aurora contra su primo perdido responsable directo del inicio de su tragedia (este se repite: en el metro y en un café), Aurora contra su hija, y, al final, Aurora contra Aurora.
No es el despliegue de la rutina lo que busca Rodríguez, ella parece estar detrás de otra cosa, más elusiva, que tiene mucho que ver con sus elipsis y con lo que queda sin nombrar entre las protagonistas. No olvidemos que el cine cuando es muy bueno es la realidad y su sombra (su reverso, si se quiere). O, más bien, emulando un laberinto borgiano, un mundo que señala a otro. Y a So Much Tenderness le interesa mucho más la sombra, el reflejo, el espejismo, la bruma de ese otro mundo, la confusión entre mundos. De ahí que, como se dijo, nos haga pensar en fantasmas. A su vez, es bicéfala porque mucho de lo que es, de cómo está construida, son escenas de a dos, dos que hablan, dos que se preguntan cosas, dos que dudan. Aquí, Rodríguez pone en relación de equivalencia el relato de un tránsito con un relato en tránsito.
El cuerpo de la película lo conforman silencios, gestos lentos, todo lo que es inarticulado. Un momento que engaña con su carácter “aleatorio” sucede a otro aún más aparentemente “aleatorio”. Las conversaciones son el cemento de la película. Y son también los sonidos de las palabras, las palabras que se van golpeando unas con otras. Son sus diálogos entre la máxima naturalidad y la máxima construcción y precisión. Lina Rodríguez es una cineasta de la atención auditiva. Muy depurado, su cine requiere de un escrutinio específico.
La película tantea al menos dos límites de no retorno: darse cuenta de que las palabras más hirientes y aniquiladoras para una madre solo sabe decirlas su propia hija, y que la imagen exacta y más severa de un cara a cara es una mirada al espejo. Ser testigos de ese análisis lúcido del camino hacia los límites en una película que no pierde su reclamo por un arte de la ternura (paradoja apasionante) merece muchísimos elogios.
No deja de ser asombroso que, muchas veces, al describir la precisión formal de las películas de Lina Rodríguez el camino parece conducir sin remedio hacia lo mecánico, lo rígido, lo sistemático. En realidad, es todo lo contrario. Su cine, libre, tiene también el carácter del misterioso nacimiento de las lágrimas: es usual no saber por qué se originan, ni de dónde vienen y, sobre todo, por qué llegan en los momentos de emociones tan disímiles entre sí como la alegría y la tristeza, la tragedia y la euforia, el amor y la ausencia, la ira y el ahogo. Ahí habita el secreto vibrante de su cine.
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EXPERIENCIAS DE LA ESPERA
Sobre So Much Tenderness, de Lina Rodríguez
So Much Tenderness, que se ha traducido al español como Herida abierta, se proyecta por estos días en el Festival Internacional de Cine de Cartagena de Indias. Pronto, se estrenará en salas de cine de Colombia.
La apertura de la película (que es también su prólogo) es como un vórtice. El negro infinito de la pantalla funge como expresión de un par de ojos sin abrir. Por oposición, ese espacio sin luz hace afinar los demás sentidos. La escucha se agudiza. Lo que va apareciendo es el sonido de alguien que respira. La señal ineludible de que ese alguien –quizás detrás del negro rígido– vive. La oscuridad de la pantalla se va. En su lugar aparece un cuerpo. La cámara, móvil, lo registra con ánimo geológico. Es una espalda. Es la espalda de un hombre. El hombre se mira al espejo. Respira. Es decir, vive. Sabremos después que ese hombre ha muerto. Entonces, So Much Tenderness sabe mucho de fantasmas. Una instrucción paradójica funda la película de Rodríguez: el respiro, el aire que entra por la nariz y sale por la boca, señal del cuerpo vivo, no es tan así. No es así. La operación se repetirá un par de veces más: los muertos abren puertas, interrumpen conversaciones, desaparecen, imitan la carne y el hueso que ya no son. Son herida, recuerdo, miedo y alegría.
So Much Tenderness es casi que un título intraducible. En español, “Muchísima ternura” es un posible título hermoso, pero cojo de todas maneras. El inglés se apodera de la película, del relato, del estilo –que, lo diremos más adelante, es doble, casi bicéfalo, como traducido siempre en simultáneo a dos idiomas–. Bogotá, central en el cine anterior de Rodríguez, es apenas un lejano rumor, tierra abandonada; presente solo a través del whatsapp, es una anti-Ítaca.
El inicio de la película, poderosamente críptico, cuenta con el rostro de dos de las figuras del cine independiente de Canadá más cruciales y famosas. Kazik Radwanski, director, y Deragh Campbell, futura diva central en las familias de actrices del mundo entero. Es decir, lo que suponemos son los amigos canadienses de la directora pueblan la película (su productor y montajista también tendrá una participación fundamental). Es, además, la primera vez en el cine de Rodríguez que se nos enfrenta a un asesinato, sin embargo, la muerte y la inmediata ausencia no es novedad en este cine.
La tentación de decir que Lina Rodríguez, escindida, cada vez con más ahínco y cada vez “más lejos de Colombia”, parece entrar en un nuevo espacio de sentido es grande y baja hasta los dedos que oprimen las teclas. Una mirada atenta, por el contrario, nos revela que las cosas no son así. El desplazamiento geográfico y el cambio de arquitecturas que va de Bogotá a Toronto en sus dos últimas películas (Mis dos voces y So Much Tenderness) será solo un despiste. Las columnas de su trabajo se mantienen. La película es toda sobre la rutina familiar; la muerte; la ausencia; el conocimiento, el nervio o la entrega al sexo; sobre el sexo, el amor y sus agrios cruces; sobre las inevitables disputas del ambiente familiar; sobre la incertidumbre del futuro. Es sobre una madre y una hija (tema de temas en Rodríguez).
La variación (que, como se intuye, no es renovación integral o una tabula rasa) aparece cuando nos damos cuenta de que Lina Rodríguez ha hecho una película también en tránsito, también incierta, también doble, reclamando para sí un verdadero lugar en el in-between. Ni lo uno, ni lo otro. La mejor manera de dar con ese lugar en desajuste es entendiendo la película como una donde no se sabe quién observa a quién. Si los vivos a los muertos o los muertos a los vivos. Si las madres a las hijas o las hijas a las madres.
La relación de la madre y la hija acá, aunque parece muy luminosa, está en un lugar de no-retorno. Secretos, mudez y picazón la caracterizan. En Mañana a esta hora, la relación madre-hija funcionaba narrativamente a través de la falta; en Señoritas a través de un regreso, de una consciencia de ese amor materno. Se usaban acciones diminutas (la entrega de un jugo, por ejemplo) para garabatear un cariño jamás extinto. En So Much Tenderness, la relación funciona como una red de extremos: incluso juntas, madre e hija están lejos. Es evidente que algo se ha perdido para siempre. Hay una escena donde ambas hacen algo de jardinería de interiores, están sembrando algo. Un mensaje cibernético rompe la rutina de aparente calma. En ese fantasma geográfico que es ya para ellas Bogotá, alguien cercano ha muerto. La hija reacciona llorando. La madre no llora: tiene una reacción más o menos neutra. Intenta consolar a su hija, la abraza. Incluso en la misma situación, con la misma “carne en el asador”, sus reacciones son opuestas. Con todo (brechas, muertes, peleas, separaciones, episodios judiciales, lo irremediable), la película es un deseo por un mundo menos cruel.
La ecuación o teoría del “saber-cineasta” que dice que una actriz (o un actor) es muy bueno, muy vivo, en estado de exacta armonía con todo lo que le rodea del mundo diegético, cuando está sometido a un esfuerzo físico (levantar pesos, bailar, subir escalas, saltar) encuentra su contra-teoría en So Much Tenderness y en el cine de Lina Rodríguez. En estas películas, de las actrices se pide capacidad de conversación. Ellas se sientan a hablar. Sus grandes retos tienen que ver con la forma cómo se sostiene una conversación y no con cómo hablar y saltar al mismo tiempo. Antes que nada, Rodríguez busca grandes conversadoras. Y eso implica saber hablar pero también saber hacer silencio. Quizás lo que So Much Tenderness comparte con la máxima que inició el párrafo es que el esfuerzo físico en Rodríguez está ligado a la duración del plano. En la película, las conversaciones, muy distintas a un careo, están filmadas desde un punto de vista inmóvil y lejano. En estos planos nadie pelea por el espacio: todos hablan y se oyen en armonía compositiva. Sin cortes, la actriz tiene sobre sus hombros el inescapable discurrir de la escena.
La actriz en Lina Rodríguez requiere de proezas. De cada personaje se exige mesura. Y todo se complica porque estos personajes nunca hacen nada al mismo tiempo. El esfuerzo físico, ya lo dijimos, va muy separado de todo. Es, en sí mismo, un estado, primero, ajeno a la rutina, y, segundo, autónomo: no necesita cosas distintas a ese esfuerzo. Nótese que cuando madre e hija llevan una pesada cómoda por las calles no se dicen ni una palabra. La conversación, así como el esfuerzo físico, no concatena con nada más. Otros ejemplos resultan reveladores: cuando la videollamada de la madre debe pausarse para poder hacer un jugo de piña, o cuando unas arepas amenazan con quemarse porque quienes deben cuidarlas están hablando. Nada distinto a una réplica (y nunca el esfuerzo físico) puede romper o fracturar el ritmo de una conversación.
Esta única e íntima teoría sobre la actuación que practica Rodríguez tiene una ventaja provechosa. Sus actrices se nos presentan como si las viéramos por primera vez. No importa cuál es el nivel de fama o prestigio que las precede. En Rodríguez es como si empezaran de cero. La evidencia más contundente al respecto tiene que ver con el trabajo en So Much Tenderness de Noëlle Schonwald. Parece un borrón y cuenta nueva.
So Much Tenderness es el cuarto largometraje de Lina Rodriguez y es también una de esas películas que podríamos llamar indisciplinada: no hace caso a nada que no sea su propio sistema de estilo. La estructura del paso del tiempo (confundida muchas veces con ideas de ritmo) es, a su vez, menos dócil y muchísimo más dilatada. Las mismas escenas ocultan la respuesta que afirmaría por qué están ahí. Todo el andamiaje va a contrapelo de las expectativas tradicionales. En la película, la tensión, el “progreso” dramático y el avance del relato son una experiencia de la espera. Emergen y se consolidan en la propia espera, en la paciencia.
Es demasiado fácil (y un error) decir que, en la película, la “vida” pasa, o que lo único que pasa es la “vida”. La estructura del film es compleja y opera siempre en contrapunto, en ánimo de contraste. Esta técnica de contrarios da a la película una de las cosas más hermosas y devastadoras. Madre e hija avanzan en el relato por oposiciones. Madre e hija divagan en la oralidad sobre los mismos temas pero nunca juntas. Sea como sea, entre madre e hija siempre media un abismo (abismo que explota cerca al final en un corrosivo cara a cara). Esa sucesión de escenas con protagonista basculante –en una es la madre, en la que sigue es la hija, y quizás unas dos o tres más adelante son ellas juntas: en un silencio que tiene tanto de dulce y cariño como de purgatorio y condena– es una admirable manera de dar imágenes al dolor, a la ausencia. Es lo que llamamos una idea cinematográfica. Y gracias a Lina Rodríguez sabemos que las ideas cinematográficas son el tiempo del plano más la medición de la emoción en el choque con el plano que viene inmediatamente después.
El contrapunto también es otra manera de decir que la película, de tanto en tanto, se quiebra. Y cada quiebre da al relato una nueva (insospechada) dirección. Los quiebres o pliegues del relato son momentos de cara a cara y son detectables a simple vista. No solo por su literalidad, sino porque la cámara misma inquieta y la fluidez del plano sostenido que venía cargando la película cambia. Ahora es el plano y el contraplano de los rostros involucrados en el cara a cara los que toman posesión del método del habla en la película. El primero ocurre en un carro. No es un cara a cara a toda norma entre la protagonista (que se llama Aurora y atención a la polisemia lumínica del nombre y a la relación de la luz con la ternura del título) y una mujer que no habla español, sino que, cuando esta mujer misteriosa se baja del carro, hay un corte aniquilador entre el exterior y el interior del auto que hace aparecer la sensación de que estamos en un campo de batalla. Después, veremos muchos más careos: Aurora contra el estado canadiense, Aurora contra su primo perdido responsable directo del inicio de su tragedia (este se repite: en el metro y en un café), Aurora contra su hija, y, al final, Aurora contra Aurora.
No es el despliegue de la rutina lo que busca Rodríguez, ella parece estar detrás de otra cosa, más elusiva, que tiene mucho que ver con sus elipsis y con lo que queda sin nombrar entre las protagonistas. No olvidemos que el cine cuando es muy bueno es la realidad y su sombra (su reverso, si se quiere). O, más bien, emulando un laberinto borgiano, un mundo que señala a otro. Y a So Much Tenderness le interesa mucho más la sombra, el reflejo, el espejismo, la bruma de ese otro mundo, la confusión entre mundos. De ahí que, como se dijo, nos haga pensar en fantasmas. A su vez, es bicéfala porque mucho de lo que es, de cómo está construida, son escenas de a dos, dos que hablan, dos que se preguntan cosas, dos que dudan. Aquí, Rodríguez pone en relación de equivalencia el relato de un tránsito con un relato en tránsito.
El cuerpo de la película lo conforman silencios, gestos lentos, todo lo que es inarticulado. Un momento que engaña con su carácter “aleatorio” sucede a otro aún más aparentemente “aleatorio”. Las conversaciones son el cemento de la película. Y son también los sonidos de las palabras, las palabras que se van golpeando unas con otras. Son sus diálogos entre la máxima naturalidad y la máxima construcción y precisión. Lina Rodríguez es una cineasta de la atención auditiva. Muy depurado, su cine requiere de un escrutinio específico.
La película tantea al menos dos límites de no retorno: darse cuenta de que las palabras más hirientes y aniquiladoras para una madre solo sabe decirlas su propia hija, y que la imagen exacta y más severa de un cara a cara es una mirada al espejo. Ser testigos de ese análisis lúcido del camino hacia los límites en una película que no pierde su reclamo por un arte de la ternura (paradoja apasionante) merece muchísimos elogios.
No deja de ser asombroso que, muchas veces, al describir la precisión formal de las películas de Lina Rodríguez el camino parece conducir sin remedio hacia lo mecánico, lo rígido, lo sistemático. En realidad, es todo lo contrario. Su cine, libre, tiene también el carácter del misterioso nacimiento de las lágrimas: es usual no saber por qué se originan, ni de dónde vienen y, sobre todo, por qué llegan en los momentos de emociones tan disímiles entre sí como la alegría y la tristeza, la tragedia y la euforia, el amor y la ausencia, la ira y el ahogo. Ahí habita el secreto vibrante de su cine.
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