Se acabó el Festival Internacional de Cine de Cartagena de Indias. Como todo festival, el FICCI es un vórtice de tiempo y aquellas cosas que no sean películas desaparecen y se vuelven endebles... Otra vez en la rutina, ya lejos de Cartagena y el frío mortal y postizo de sus salas de cine, empezamos a escribir sobre algunas de las cosas que vimos. El primer texto está dedicado a la película City of Wind, de Lkhagvadulam Purev-Ochir, directora nacida en Mongolia.
Sobre City of Wind, de Lkhagvadulam Purev-Ochir
En medio de la estepa, la Yurta, vivienda tradicional de los nómadas de Mongolia. En su interior, la atmósfera se desliga de lo transitorio del afuera. La cámara revela detalles de miradas absortas de niños, mujeres y ancianos que se entrevén en medio de la bruma. Prestan atención ceremonial al chamán del pueblo que, entre plumas, togas y un tocado de flecos que oculta su rostro, se bambolea mientras toca con fuerza y reiteración el tambor chamánico. El chamán detiene su danza, como sumergiéndose en una gruta, comienza a entrar en trance. Albergado por los espíritus ancestros, el chamán toma asiento. Una mujer le ofrece una especie de puro, la voz gutural del médium se manifiesta en la yurta. La voz brinda apoyo al tránsito de los muertos, advierte devenires difíciles a los vivos ofreciendo consuelo sin dejar de establecer diálogos con la naturaleza y sus ciclos. El estado de trance mengua, la postura reclinada de escucha del chamán cambia a una postura erguida de gradual despertar, se retira su máscara ceremonial. La cámara se aproxima con cautela revelando el rostro de un joven de 17 años, Zé (Tergel Bold-Erdene), que nos observa como un emisario del mundo de los muertos. Así entra en materia la cineasta mongola Lkhagvadulam Purev-Ochir en su ópera prima City of Wind, película que conforma la sección de largometrajes internacionales del Festival Internacional de Cine de Cartagena de Indias.
Purev-Ochir establece un panorama de contraste. La vida de Zé es un péndulo que oscila entre su trabajo como chamán en una región periférica de Ulán Bator y de estudiante-promesa de la gran urbe. El coming-of-age modélico comienza a agrietarse precisamente en el dibujo de este tránsito. Las sesiones de trance, un par de visiones y todos los rituales se hilan, con esmero espontáneo, a la vida pétrea, casi dictatorial, de una institución educativa que ve a sus estudiantes como futuros moldes dispuestos a ser arrojados a la pirámide sacrificial corporativa de la capital mongol. En la vida de Zé, la aparición de Maralaa (Nomin-Erdene Ariunbyamba), una joven con una afección cardiaca, provoca un sismo en su papel de chamán y en su despertar sexual. Las comunicaciones con sus ancestros se dificultan y proliferan las visiones de Maralaa desnuda. La figura rígida del estudiante ejemplar es confrontada y Zé, en su cotidianidad férrea y calculada, comienza a realizar actos transgresores, como escapar de clase o teñirse el cabello, que él mismo percibe como pequeños triunfos ante un estado de las cosas que lo asfixia.
Un aspecto que hace que lo anteriormente descrito resalte de otros ejercicios de simular ejecución es algo que también aparece en películas como Ida (Pawel Pawlikowski, 2013) o Lazzaro felice (Alice Rohrwacher, 2018). Se trata de dar con la representación de un modo de experimentar lo sagrado en la construcción ritual que establecemos con nuestro entorno, muy en sincronía con el pensamiento de Mircea Eliade. En City of Wind, aquello está en las conversaciones que sostiene Zé con Maralaa sobre la concepción espiritista de la naturaleza frente a la visión utensilista de sus recursos. En una de las mejores secuencias, fotografiada con maestría por el director de fotografía portugués Vasco Viana, colaborador de grandes cineastas como Carlos Conceição o Pedro Pinho, Zé está en una discoteca con Maralaa, la música electrónica y las luces lo aturden, alejándose de la pista de baila se mira así mismo frente al espejo. Como una premonición, interioriza la lejanía de su espíritu ancestro. En un gradual abandono de su modo de ser sagrado, el tambor ceremonial es revestido de su función de umbral y su traje convertido en un penacho cualquiera. La inconformidad en la discoteca adquiere forma palpable en la siguiente secuencia, donde, en medio de una ceremonia, Zé ya no escucha la voz de sus ancestros: en otra plasticidad incorpórea de un “silencio de Dios”, ha sido abandonado por ellos.
Los espíritus de Zé no moralizan conductualmente su proceder, simplemente van y vienen, otorgan potencia de quietud y consagración sagrada cuando es requerida. Zé lo entenderá cuando los dos modos, profano y sagrado, trasciendan las paredes de la yurta y, a golpe de tambor, terminen tocándolo a él directamente, más allá de las disposiciones ceremoniales del rito.
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DIARIO DE UN CHAMÁN RURAL - FICCI 63
Se acabó el Festival Internacional de Cine de Cartagena de Indias. Como todo festival, el FICCI es un vórtice de tiempo y aquellas cosas que no sean películas desaparecen y se vuelven endebles... Otra vez en la rutina, ya lejos de Cartagena y el frío mortal y postizo de sus salas de cine, empezamos a escribir sobre algunas de las cosas que vimos. El primer texto está dedicado a la película City of Wind, de Lkhagvadulam Purev-Ochir, directora nacida en Mongolia.
Sobre City of Wind, de Lkhagvadulam Purev-Ochir
En medio de la estepa, la Yurta, vivienda tradicional de los nómadas de Mongolia. En su interior, la atmósfera se desliga de lo transitorio del afuera. La cámara revela detalles de miradas absortas de niños, mujeres y ancianos que se entrevén en medio de la bruma. Prestan atención ceremonial al chamán del pueblo que, entre plumas, togas y un tocado de flecos que oculta su rostro, se bambolea mientras toca con fuerza y reiteración el tambor chamánico. El chamán detiene su danza, como sumergiéndose en una gruta, comienza a entrar en trance. Albergado por los espíritus ancestros, el chamán toma asiento. Una mujer le ofrece una especie de puro, la voz gutural del médium se manifiesta en la yurta. La voz brinda apoyo al tránsito de los muertos, advierte devenires difíciles a los vivos ofreciendo consuelo sin dejar de establecer diálogos con la naturaleza y sus ciclos. El estado de trance mengua, la postura reclinada de escucha del chamán cambia a una postura erguida de gradual despertar, se retira su máscara ceremonial. La cámara se aproxima con cautela revelando el rostro de un joven de 17 años, Zé (Tergel Bold-Erdene), que nos observa como un emisario del mundo de los muertos. Así entra en materia la cineasta mongola Lkhagvadulam Purev-Ochir en su ópera prima City of Wind, película que conforma la sección de largometrajes internacionales del Festival Internacional de Cine de Cartagena de Indias.
Purev-Ochir establece un panorama de contraste. La vida de Zé es un péndulo que oscila entre su trabajo como chamán en una región periférica de Ulán Bator y de estudiante-promesa de la gran urbe. El coming-of-age modélico comienza a agrietarse precisamente en el dibujo de este tránsito. Las sesiones de trance, un par de visiones y todos los rituales se hilan, con esmero espontáneo, a la vida pétrea, casi dictatorial, de una institución educativa que ve a sus estudiantes como futuros moldes dispuestos a ser arrojados a la pirámide sacrificial corporativa de la capital mongol. En la vida de Zé, la aparición de Maralaa (Nomin-Erdene Ariunbyamba), una joven con una afección cardiaca, provoca un sismo en su papel de chamán y en su despertar sexual. Las comunicaciones con sus ancestros se dificultan y proliferan las visiones de Maralaa desnuda. La figura rígida del estudiante ejemplar es confrontada y Zé, en su cotidianidad férrea y calculada, comienza a realizar actos transgresores, como escapar de clase o teñirse el cabello, que él mismo percibe como pequeños triunfos ante un estado de las cosas que lo asfixia.
Un aspecto que hace que lo anteriormente descrito resalte de otros ejercicios de simular ejecución es algo que también aparece en películas como Ida (Pawel Pawlikowski, 2013) o Lazzaro felice (Alice Rohrwacher, 2018). Se trata de dar con la representación de un modo de experimentar lo sagrado en la construcción ritual que establecemos con nuestro entorno, muy en sincronía con el pensamiento de Mircea Eliade. En City of Wind, aquello está en las conversaciones que sostiene Zé con Maralaa sobre la concepción espiritista de la naturaleza frente a la visión utensilista de sus recursos. En una de las mejores secuencias, fotografiada con maestría por el director de fotografía portugués Vasco Viana, colaborador de grandes cineastas como Carlos Conceição o Pedro Pinho, Zé está en una discoteca con Maralaa, la música electrónica y las luces lo aturden, alejándose de la pista de baila se mira así mismo frente al espejo. Como una premonición, interioriza la lejanía de su espíritu ancestro. En un gradual abandono de su modo de ser sagrado, el tambor ceremonial es revestido de su función de umbral y su traje convertido en un penacho cualquiera. La inconformidad en la discoteca adquiere forma palpable en la siguiente secuencia, donde, en medio de una ceremonia, Zé ya no escucha la voz de sus ancestros: en otra plasticidad incorpórea de un “silencio de Dios”, ha sido abandonado por ellos.
Los espíritus de Zé no moralizan conductualmente su proceder, simplemente van y vienen, otorgan potencia de quietud y consagración sagrada cuando es requerida. Zé lo entenderá cuando los dos modos, profano y sagrado, trasciendan las paredes de la yurta y, a golpe de tambor, terminen tocándolo a él directamente, más allá de las disposiciones ceremoniales del rito.
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