Engañosamente simple, desprovista de aceleración y siguiendo la –mal descrita– coagulada vida de su protagonista (una mujer que va al trabajo; prepara comida y, sin éxito, algo de tiempo para pasar con su hijo; hace amistades y sale de fiesta), La piel en primavera rescata un método (si realmente a la invención y la delicadeza puede llamárseles método) apabullante por su ausencia en el cine nacional. Se trata del efecto maravilla: todo en la película es digno de hondura, suspiro y sorpresa.
La refutación que la película hace de la simpleza tiene que ver con un trabajo sobre la imagen fija, y, por extensión, sobre el estremecimiento que genera cualquier movimiento. El primer plano de la película lo avisa sin timidez. En ese panorama constante del ciudadano que quizás va siempre de un lado a otro de la ciudad para cumplir con su trabajo, delimitado por las ventanas de un bus e interrumpido por los asientos monocromáticos y las cabezas que sobrepasan el espaldar de aquellas sillas que llenan el espacio, se unen las sorpresas de la película: a) el terreno de lo que no se mueve (la cámara), b) el espacio (un bus) que se mueve y a su vez lo mueve todo (incluida la cámara –el plano falsamente fijo–), c) el deseo de un seguimiento (que ondula después su carácter entre la contemplación y las ganas de construcción de espesura narrativa) y, finalmente, d) la exposición de una preferencia por un rostro y un cuerpo sobre los demás (la película, en adelante, hace de sombra de Sandra, ya señalada como protagonista).
Aunque trabaja en seguridad, Sandra no se refugia de nada. Tampoco camina esperando que algo pase. Vive el mundo como puede. Que le pase lo que le pasa está lejos de ser un renacimiento o una curiosa sorpresa del destino. Es nada más que eso. Un pequeño encuentro, las cosas que pasan... Como la actividad que más veces hace Sandra es caminar, la película niega cualquier otro movimiento que no sea el de ir hacia adelante (y hacia adelante va Sandra o va la cámara). La atención proferida por el misterioso hombre que la invita a sentarse a su lado –modificando su panorama visual de ciudadana– la obliga con gusto (y siempre algo de temor) a reorganizar, de nuevo, su mundo, que es decir su rutina. Espacio y emoción, diferentes formas del origen de la atracción que la película empareja para referirse a la misma cosa: los retos emocionales de su protagonista.
Como invitación a mirar, el estatus que alcanza lo rutinario supera lo central y lo cósmico. Comer salchipapas, comprar perfumes, viajar al lado del conductor de bus y ponerse (o quitarse) la ropa del trabajo son acciones que comparten la misma jerarquía. El seguimiento crónico a cierta homogeneidad en el ánimo de Sandra no se hace para azuzar el deseo de ver más y de ver furiosamente. Es justo lo contrario: la disposición de Yennifer Uribe tiende hacia la necesidad de ver más atentamente.
Son melindrosas y redentoras las decisiones para entrar en los lugares más ordinarios y secretos de la gente, sin importar si descubre allí cosas atrofiadas (que no, o no del todo), malquistadas o siniestras. La propensión hacia lo trivial es solo un desvío y una falsa percepción. Cada escena tiene el peso de lo fundamental, como si cada vez que vemos a Sandra el relato empezara de nuevo y se estuviera escribiendo la posibilidad, o no, de una nueva futura o inmediata tragedia. Cada escena escribe el destino, se trate de una ceremonia (por otra parte, ¿qué en esta película no es ceremonioso?) o apenas de saber cuándo abandonar un lugar.
El tema verdadero de La piel en primavera es la atención y los réditos de sostener la mirada. Un rostro no miente, un gesto tampoco. Que una buena parte de la película pase en un bus tiene que ver con eso. El viaje en bus motiva la concentración y la atención de la mirada (no por lo que pasa afuera del bus sino por lo que puede o no pasar entre los pasajeros y, más importante, el propio conductor). El transporte público es salvavidas para la curiosidad y la mirada atenta. Asimismo, diseñado casi que para el entrelazamiento, es donde con más frenesí crece la incomodidad de las miradas ajenas que persiguen o juzgan bajo la ley del arrebato y el deseo.
Como ritual, el deseo, que hace andar las peripecias del relato, debe cumplir varios puntos. La película filma punto por punto. Desde la euforia hasta el desencanto. La escena cúlmen, estática y filmada en el mismo registro jerárquico que todas las otras cosas, da a la película su proceder para confundir dos cosas que, en teoría, nombran lo diferente, y acá, al menos momentáneamente, se usan para nombrar la misma cosa. Aquella escena de sexo, en un bus y con luces fluorescentes, confunde la finalidad del objeto/espacio con lo que en efecto vemos. El deseo, que responde a la forma de los cuerpos, se filma sobre la presunción de la dicotomía. El bus es transporte público, sin embargo, aloja y recibe con placidez a los amantes. Uno diría incluso que todo estaba preparado para el encuentro y que quizás no es la primera vez que allí acontece ese otro impostergable ritual. De un momento a otro, aquel bus es una habitación, una sala, una cama. Menos misterioso que la habitación de una casa –propia o ajena–, el bus aloja al deseo porque, polivalente, siempre se presenta imposible de resistir. No es pues preciso conocer la finalidad de los objetos, siempre tendrán huellas de un acontecer erótico. Es otro momento donde la película insiste en su certeza: el lenguaje del mundo (o quizás solo el de las ciudades) es el lenguaje de la piel. Ningún cálculo aísla la experiencia de desear y ser deseado. Si en algún momento la película procura el hostigamiento del espectador es justo por esto: el origen de cualquier pasión se ubica primero en una mirada indiscreta, en las sombras, apresurada y esforzada.
En una era donde solo lo efervescente y lo que se dice a grito se escucha o llama la atención del mundo moderno, la nueva película de Yennifer Uribe –máxima de las aventuras corrientes y decididamente personales y secretas– encuentra un doble valor pues, antes que nada, regula un discurso disparatado (el de la atracción y su eficacia, también, si no es el mismo, el de la pérdida de la sofisticación y la intriga en el deseo).
El primer valor tiene que ver con su centro íntimo.
El segundo valor revela una voz inimitable que transita a contracorriente. Cuando todo el mundo habla de deseo, cuerpo y valentía, La piel en primavera se propone no solo rigor sino precisión. En la película, el deseo tiene que ver con lo que, justamente, queda sin decir o hacerse. El deseo tiene algo de pedagogía infantil de museo: “Ver y no tocar se llama respetar”. Sandra, por supuesto, como habitante del mundo adulto tocará, aun cuando su hijo, con ese brusco humor de adolescente infame, amanece con quitarle su ciudadanía. Su rutina laboral, aunque consiste en revisar atentamente vitrinas y brillos en el piso, no tiene nada de exhibición. Participante del mundo, Sandra no olvida el poder de la piel.
Sin embargo, lo mejor en la película no es cuando, juzgándolo seguro y necesario, las pieles se tocan. En la furia (¿salvaje?) del deseo, el contorno del cuerpo amenaza con romperse. En el cine, la imagen para esos momentos es siempre más o menos igual: un cuerpo sobre otro. Realmente lo mejor de la película es cuando, entre tinieblas que igual la ensombrecen por dentro, le pesan como si cargara bultos de cemento y le dan una pestilencia honda a sus presentimientos, Sandra ve a su hijo besar a una mujer. Ve desde lejos, escondida, sin hablar. El deseo tiene ahí su corazón. El cálculo del deseo tiene entonces que ver con la distancia. Es una imagen muy precisa (también inolvidable) y no exenta de belleza. El deseo es cruel, pero no feo. Las posiciones de Sandra dentro del bus (o arriba o abajo de una escalera eléctrica del centro comercial) refieren directamente a grados y nervadura central del deseo.
Es difícil poner en duda que La piel en primavera es una gran película. Después de todo, al verla comprobamos que cosas invisibles hasta el momento han quedado registradas y han aparecido (no por magia sino por trabajo y precisión, logros capitales de la película). De estas “nuevas” cosas, las más importantes tienen que ver con la exaltación de cierta artificialidad y mal gusto: ¿en qué otra película nos maravillamos ante las anodinas estructuras –blancas y obscenamente alargadas– de un centro comercial? ¿Qué otra película hace ver sin violencia que, fuera de la casa, el idioma que se habla es el idioma de los cuerpos, que toda mirada es también una mirada de deseo?
Haciendo un gran esfuerzo por considerar el riesgo pasional como parte inextricable de todas las necesidades de todos los cuerpos, en el fondo, Yennifer Uribe quiere crear un nuevo panteón plástico: absolutamente urbano, quebrado en la apariencia de anécdotas sobre lo que no se le contaría a nadie, con la impronta de que para suplir ciertas necesidades hay que salir a la calle (comprar comida, comprar perfumes, comprar ropa, trabajar), con la certeza de que las cosas necesitan tiempos holgados y precisos de miradas, con la rigidez que en un mapa existe el trazo de una calle y la decisión sobre la dirección del flujo vehicular, y, sobre todo, con un ambiente sonoro preciso (menos interesado en los ruidos naturales que en aquellos artificiales o tecnológicos). Este panteón tiene un objetivo: filmar la tesis de la atracción y sus más serias hostilidades como rigurosa parte de la rutina de todas las mujeres y todos los hombres de las ciudades. En últimas, sugerir que es tan fácil experimentar la pasión como es tan fácil subirse a un bus. Conseguir este objetivo hace que en cualquier plano de la película sea difícil discernir qué convoca a la vida física y qué convoca a la vida emocional.
Pocas películas que convierten el hogar y sus dinámicas particulares en su centro se hacen cargo de la innegable carga y sensación voyerista (transgresora y asfixiante al mismo tiempo) con que son construidas. La piel en primavera parece ser consciente de su delirante edificio fundado en el acceso a lo secreto. Su consciencia se manifiesta en el restringido entusiasmo por el enigma que es cualquier rutina e interior sellado y secreto ajeno. La restricción, en este caso, es una forma, sutil o masiva, de interrupción. Sandra se cambia de ropa en su casillero del trabajo. Al fondo de la imagen (¡que es decir delante de sus ojos!) uno de sus compañeros hace lo mismo. La espalda desnuda de aquel hombre misterioso, aunque apenas en una esquina, domina la emoción del plano. El avance de la escena promete unas posibilidades concretas que el cine ha gastado ya demasiado rápido. En la película, ninguna promesa se cumple: el ritual de lo secreto (ver al otro sin que nadie lo advierta –paso uno del deseo–) es interrumpido. Eso es el funcionamiento del entusiasmo y la restricción, sello del seguimiento que hace Yennifer Uribe a su protagonista.
Otra manifestación de esta empotrada consciencia está en aquello que tiene cada plano (es una cosa, ahora sí, invisible, un espíritu de polizón y una actitud aguda), como una fuerza sorda, que nos permite pensar que no es un espectáculo lo que vemos. Se consigue con cierta delicadeza, con la eliminación de la hostilidad y también con la necesidad de seguir mirando (no cortar, no interrumpir).
La piel en primavera, de énfasis austero y mesurada excitación, sugiere que, incluso en una ciudad ruidosa, donde todo el mundo parece escuchar la misma música, puede nacer algo al menos parecido al amor. La última parte de la película se calibra para ver en un careo extremo la amplitud y la intensidad de ese “al menos”. Es descorazonador, sí, pero también, señal de los tiempos, acto cúlmen de cierta libertad y tranquilidad emocional. Es suficiente con el “al menos”. Después de todo, la película, consciente de que la naturaleza de la atracción es complicada, insiste en el dulce placer de la tranquilidad. De ver el mundo desde la casa. Entre otras cosas, es por eso que la película tiene el ritmo y la sensación de lo que pasa mientras uno se mira al espejo.
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Sobre La piel en primavera, de Yennifer Uribe
Engañosamente simple, desprovista de aceleración y siguiendo la –mal descrita– coagulada vida de su protagonista (una mujer que va al trabajo; prepara comida y, sin éxito, algo de tiempo para pasar con su hijo; hace amistades y sale de fiesta), La piel en primavera rescata un método (si realmente a la invención y la delicadeza puede llamárseles método) apabullante por su ausencia en el cine nacional. Se trata del efecto maravilla: todo en la película es digno de hondura, suspiro y sorpresa.
La refutación que la película hace de la simpleza tiene que ver con un trabajo sobre la imagen fija, y, por extensión, sobre el estremecimiento que genera cualquier movimiento. El primer plano de la película lo avisa sin timidez. En ese panorama constante del ciudadano que quizás va siempre de un lado a otro de la ciudad para cumplir con su trabajo, delimitado por las ventanas de un bus e interrumpido por los asientos monocromáticos y las cabezas que sobrepasan el espaldar de aquellas sillas que llenan el espacio, se unen las sorpresas de la película: a) el terreno de lo que no se mueve (la cámara), b) el espacio (un bus) que se mueve y a su vez lo mueve todo (incluida la cámara –el plano falsamente fijo–), c) el deseo de un seguimiento (que ondula después su carácter entre la contemplación y las ganas de construcción de espesura narrativa) y, finalmente, d) la exposición de una preferencia por un rostro y un cuerpo sobre los demás (la película, en adelante, hace de sombra de Sandra, ya señalada como protagonista).
Aunque trabaja en seguridad, Sandra no se refugia de nada. Tampoco camina esperando que algo pase. Vive el mundo como puede. Que le pase lo que le pasa está lejos de ser un renacimiento o una curiosa sorpresa del destino. Es nada más que eso. Un pequeño encuentro, las cosas que pasan... Como la actividad que más veces hace Sandra es caminar, la película niega cualquier otro movimiento que no sea el de ir hacia adelante (y hacia adelante va Sandra o va la cámara). La atención proferida por el misterioso hombre que la invita a sentarse a su lado –modificando su panorama visual de ciudadana– la obliga con gusto (y siempre algo de temor) a reorganizar, de nuevo, su mundo, que es decir su rutina. Espacio y emoción, diferentes formas del origen de la atracción que la película empareja para referirse a la misma cosa: los retos emocionales de su protagonista.
Como invitación a mirar, el estatus que alcanza lo rutinario supera lo central y lo cósmico. Comer salchipapas, comprar perfumes, viajar al lado del conductor de bus y ponerse (o quitarse) la ropa del trabajo son acciones que comparten la misma jerarquía. El seguimiento crónico a cierta homogeneidad en el ánimo de Sandra no se hace para azuzar el deseo de ver más y de ver furiosamente. Es justo lo contrario: la disposición de Yennifer Uribe tiende hacia la necesidad de ver más atentamente.
Son melindrosas y redentoras las decisiones para entrar en los lugares más ordinarios y secretos de la gente, sin importar si descubre allí cosas atrofiadas (que no, o no del todo), malquistadas o siniestras. La propensión hacia lo trivial es solo un desvío y una falsa percepción. Cada escena tiene el peso de lo fundamental, como si cada vez que vemos a Sandra el relato empezara de nuevo y se estuviera escribiendo la posibilidad, o no, de una nueva futura o inmediata tragedia. Cada escena escribe el destino, se trate de una ceremonia (por otra parte, ¿qué en esta película no es ceremonioso?) o apenas de saber cuándo abandonar un lugar.
El tema verdadero de La piel en primavera es la atención y los réditos de sostener la mirada. Un rostro no miente, un gesto tampoco. Que una buena parte de la película pase en un bus tiene que ver con eso. El viaje en bus motiva la concentración y la atención de la mirada (no por lo que pasa afuera del bus sino por lo que puede o no pasar entre los pasajeros y, más importante, el propio conductor). El transporte público es salvavidas para la curiosidad y la mirada atenta. Asimismo, diseñado casi que para el entrelazamiento, es donde con más frenesí crece la incomodidad de las miradas ajenas que persiguen o juzgan bajo la ley del arrebato y el deseo.
Como ritual, el deseo, que hace andar las peripecias del relato, debe cumplir varios puntos. La película filma punto por punto. Desde la euforia hasta el desencanto. La escena cúlmen, estática y filmada en el mismo registro jerárquico que todas las otras cosas, da a la película su proceder para confundir dos cosas que, en teoría, nombran lo diferente, y acá, al menos momentáneamente, se usan para nombrar la misma cosa. Aquella escena de sexo, en un bus y con luces fluorescentes, confunde la finalidad del objeto/espacio con lo que en efecto vemos. El deseo, que responde a la forma de los cuerpos, se filma sobre la presunción de la dicotomía. El bus es transporte público, sin embargo, aloja y recibe con placidez a los amantes. Uno diría incluso que todo estaba preparado para el encuentro y que quizás no es la primera vez que allí acontece ese otro impostergable ritual. De un momento a otro, aquel bus es una habitación, una sala, una cama. Menos misterioso que la habitación de una casa –propia o ajena–, el bus aloja al deseo porque, polivalente, siempre se presenta imposible de resistir. No es pues preciso conocer la finalidad de los objetos, siempre tendrán huellas de un acontecer erótico. Es otro momento donde la película insiste en su certeza: el lenguaje del mundo (o quizás solo el de las ciudades) es el lenguaje de la piel. Ningún cálculo aísla la experiencia de desear y ser deseado. Si en algún momento la película procura el hostigamiento del espectador es justo por esto: el origen de cualquier pasión se ubica primero en una mirada indiscreta, en las sombras, apresurada y esforzada.
En una era donde solo lo efervescente y lo que se dice a grito se escucha o llama la atención del mundo moderno, la nueva película de Yennifer Uribe –máxima de las aventuras corrientes y decididamente personales y secretas– encuentra un doble valor pues, antes que nada, regula un discurso disparatado (el de la atracción y su eficacia, también, si no es el mismo, el de la pérdida de la sofisticación y la intriga en el deseo).
El primer valor tiene que ver con su centro íntimo.
El segundo valor revela una voz inimitable que transita a contracorriente. Cuando todo el mundo habla de deseo, cuerpo y valentía, La piel en primavera se propone no solo rigor sino precisión. En la película, el deseo tiene que ver con lo que, justamente, queda sin decir o hacerse. El deseo tiene algo de pedagogía infantil de museo: “Ver y no tocar se llama respetar”. Sandra, por supuesto, como habitante del mundo adulto tocará, aun cuando su hijo, con ese brusco humor de adolescente infame, amanece con quitarle su ciudadanía. Su rutina laboral, aunque consiste en revisar atentamente vitrinas y brillos en el piso, no tiene nada de exhibición. Participante del mundo, Sandra no olvida el poder de la piel.
Sin embargo, lo mejor en la película no es cuando, juzgándolo seguro y necesario, las pieles se tocan. En la furia (¿salvaje?) del deseo, el contorno del cuerpo amenaza con romperse. En el cine, la imagen para esos momentos es siempre más o menos igual: un cuerpo sobre otro. Realmente lo mejor de la película es cuando, entre tinieblas que igual la ensombrecen por dentro, le pesan como si cargara bultos de cemento y le dan una pestilencia honda a sus presentimientos, Sandra ve a su hijo besar a una mujer. Ve desde lejos, escondida, sin hablar. El deseo tiene ahí su corazón. El cálculo del deseo tiene entonces que ver con la distancia. Es una imagen muy precisa (también inolvidable) y no exenta de belleza. El deseo es cruel, pero no feo. Las posiciones de Sandra dentro del bus (o arriba o abajo de una escalera eléctrica del centro comercial) refieren directamente a grados y nervadura central del deseo.
Es difícil poner en duda que La piel en primavera es una gran película. Después de todo, al verla comprobamos que cosas invisibles hasta el momento han quedado registradas y han aparecido (no por magia sino por trabajo y precisión, logros capitales de la película). De estas “nuevas” cosas, las más importantes tienen que ver con la exaltación de cierta artificialidad y mal gusto: ¿en qué otra película nos maravillamos ante las anodinas estructuras –blancas y obscenamente alargadas– de un centro comercial? ¿Qué otra película hace ver sin violencia que, fuera de la casa, el idioma que se habla es el idioma de los cuerpos, que toda mirada es también una mirada de deseo?
Haciendo un gran esfuerzo por considerar el riesgo pasional como parte inextricable de todas las necesidades de todos los cuerpos, en el fondo, Yennifer Uribe quiere crear un nuevo panteón plástico: absolutamente urbano, quebrado en la apariencia de anécdotas sobre lo que no se le contaría a nadie, con la impronta de que para suplir ciertas necesidades hay que salir a la calle (comprar comida, comprar perfumes, comprar ropa, trabajar), con la certeza de que las cosas necesitan tiempos holgados y precisos de miradas, con la rigidez que en un mapa existe el trazo de una calle y la decisión sobre la dirección del flujo vehicular, y, sobre todo, con un ambiente sonoro preciso (menos interesado en los ruidos naturales que en aquellos artificiales o tecnológicos). Este panteón tiene un objetivo: filmar la tesis de la atracción y sus más serias hostilidades como rigurosa parte de la rutina de todas las mujeres y todos los hombres de las ciudades. En últimas, sugerir que es tan fácil experimentar la pasión como es tan fácil subirse a un bus. Conseguir este objetivo hace que en cualquier plano de la película sea difícil discernir qué convoca a la vida física y qué convoca a la vida emocional.
Pocas películas que convierten el hogar y sus dinámicas particulares en su centro se hacen cargo de la innegable carga y sensación voyerista (transgresora y asfixiante al mismo tiempo) con que son construidas. La piel en primavera parece ser consciente de su delirante edificio fundado en el acceso a lo secreto. Su consciencia se manifiesta en el restringido entusiasmo por el enigma que es cualquier rutina e interior sellado y secreto ajeno. La restricción, en este caso, es una forma, sutil o masiva, de interrupción. Sandra se cambia de ropa en su casillero del trabajo. Al fondo de la imagen (¡que es decir delante de sus ojos!) uno de sus compañeros hace lo mismo. La espalda desnuda de aquel hombre misterioso, aunque apenas en una esquina, domina la emoción del plano. El avance de la escena promete unas posibilidades concretas que el cine ha gastado ya demasiado rápido. En la película, ninguna promesa se cumple: el ritual de lo secreto (ver al otro sin que nadie lo advierta –paso uno del deseo–) es interrumpido. Eso es el funcionamiento del entusiasmo y la restricción, sello del seguimiento que hace Yennifer Uribe a su protagonista.
Otra manifestación de esta empotrada consciencia está en aquello que tiene cada plano (es una cosa, ahora sí, invisible, un espíritu de polizón y una actitud aguda), como una fuerza sorda, que nos permite pensar que no es un espectáculo lo que vemos. Se consigue con cierta delicadeza, con la eliminación de la hostilidad y también con la necesidad de seguir mirando (no cortar, no interrumpir).
La piel en primavera, de énfasis austero y mesurada excitación, sugiere que, incluso en una ciudad ruidosa, donde todo el mundo parece escuchar la misma música, puede nacer algo al menos parecido al amor. La última parte de la película se calibra para ver en un careo extremo la amplitud y la intensidad de ese “al menos”. Es descorazonador, sí, pero también, señal de los tiempos, acto cúlmen de cierta libertad y tranquilidad emocional. Es suficiente con el “al menos”. Después de todo, la película, consciente de que la naturaleza de la atracción es complicada, insiste en el dulce placer de la tranquilidad. De ver el mundo desde la casa. Entre otras cosas, es por eso que la película tiene el ritmo y la sensación de lo que pasa mientras uno se mira al espejo.
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