The Girlfriend Experience ha sido definida como un cruce entre Betulia, de Richard Lester, y La mujer casada, de Jean Luc Godard. También podría recordar títulos como Confesiones de una modelo, de Jerry Schatzberg, o Jeanne Dielman..., de Chantal Akerman, o incluso Contratiempo de Nicholas Roeg. Ignoro, sin embargo, hasta qué punto pueden ser productivas estas comparaciones a la hora de hablar sobre una película tan misteriosa e inusual. En materia cinematográfica, el asunto de las influencias es tan volátil que más vale desplazarlo hacia el territorio de las correspondencias, de manera que habría películas que surgen de una matriz común, de una cierta idea del cine, sea cual fuere su fecha de producción. En este sentido, The Girlfriend Experience pertenece a la tradición mencionada porque comparte con ella una experiencia de la imagen entendida como materia opaca en la que tanto el cineasta como el espectador están obligados a penetrar, casi a golpe de machete. Hay que pelearse con esos planos que se suceden unos a otros siguiendo una lógica inextricable, de manera tan opuesta a la cronología tradicional como la idiosincrasia de la propia película. Hay que discutir con esos encuadres que difuminan el primer plano para privilegiar el enfoque de los fondos. Y hay que esforzarse por reconstruir las elipsis, por identificar las repeticiones, por averiguar qué diablos está sucediendo en la pantalla.
De ahí que una película como The Girlfriend Experience cree una cierta adicción, como bien sugiere su título. En principio parece estar contando las vicisitudes de una profesional del sexo que ofrece un tipo de servicio distinto: no sólo el contacto carnal, sino también la implicación humana. Ese microcosmos, sin embargo, aparece incluido en un círculo mucho mayor, el de la crisis generalizada que atañe tanto a la economía como a las relaciones humanas, hasta el punto de que los esfuerzos de la heroína por optimizar su negocio no hayan respuesta en un entorno poco propicio al crecimiento económico, del mismo modo en que su relación amorosa se desmorona quizá por culpa de esas mismas interferencias. La economía va ligada al sexo, pero también al modelo de relación afectiva, y el resultado es un mosaico, deslavazado pero harto elocuente, sobre el modo de funcionamiento de una situación social construida y luego destruida a partir de todos esos materiales. Si la película, finalmente, recurre a las vísperas de las últimas elecciones presidenciales estadounidenses como marco temporal no es para crear un clima de fin de época, sino para dibujar un paisaje inestable, brumoso, en el que todo permanece en un precario equilibrio.
Y de ahí la estructura, tanto del relato como del plano. El objetivo parece ser desorientar el tipo de percepción habitual del espectador, situarlo en medio de la nada para que nunca sepa dónde se encuentra, ni cuándo sucede eso que está viendo. Las nociones de flashback y flashforward se diluyen, al igual que las fronteras entre ambos procedimientos, y no se puede decir que la película avance o retroceda, pues siempre parece estar girando en círculos sobre unas pocas imágenes: interiores sumidos en extrañas penumbras, exteriores despersonalizados, figuras siempre descentradas en relación al cuadro, continuas renuncias a diferenciar al personaje del objeto… The Girlfriend Experience muestra un universo desarticulado, desencajado, desubicado, que halla su reflejo en la fractura moral de los personajes y del mundo en el que viven. Y su condición de película estrictamente contemporánea no sólo procede de ahí, sino también del modo en que filma espacios y decorados: bares, restaurantes, hoteles, habitaciones, calles, todo parece estar concebido para expresar un malestar que a la vez traza un determinado mapa de la desolación, de movimientos y conversaciones sin sentido, de la inutilidad de cualquier esfuerzo por salir de ese infierno de autómatas en el que se ha convertido la cotidianidad en los grandes centros urbanos.
¿Quién podía esperar todo esto de un cineasta como Steven Soderbergh? Algo de ello había ya en algunas de sus últimas películas: el viaje hacia la nada de Che: guerrilla, la paranoia oculta bajo la parodia en The Informant. Sin embargo, nada que hiciera prever la sustancia gelatinosa y quebradiza de la que está hecha The Girlfriend Experience, su condición de película sustentada en el puro vacío, su negativa a cualquier tipo de complacencia. Porque ahí reside, quizá, su verdadera valía, más allá de sus bondades o errores. Soderbergh ha hecho una película en la que nadie querría vivir, y sin embargo por completo reconocible: todos somos esa puta de lujo, todos habitamos tanto esos lugares como esas conversaciones inanes. Por supuesto, es una película sobre el estado del mundo occidental inmediatamente antes de la era Obama, pero también sobre la dificultad del cambio allá donde el caos se ha instalado tomando la apariencia de un cierto orden social y económico. Y el hecho de que su narrativa dislocada nos descoloque hasta el punto de perdernos en su laberinto puede ser una demostración de que Soderbergh no sabía muy bien qué hacer con su material, pero a la vez eso mismo quizá signifique que la única salida del cineasta moderno es esa demostración de impotencia. Si no hay historias que explicar, ¿para qué hacerlo? Y si lo único que se puede hacer es volver a Godard y a Schatzberg, ¿por qué no hacerlo? Cada vez más, las películas son objetos encontrados en el cruce entre una tradición y una mirada que intenta alcanzarla. Pues bien, en la distancia entre ambas se encuentra ahora el deseo de que el cine pueda seguir siendo capaz de interpelarnos.
Texto originalmente publicado en el Nº36 de los Cahiers du cinema España (hoy Caimán cuadernos de cine).
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LA CRISIS
The Girlfriend Experience, Steven Soderbergh
The Girlfriend Experience ha sido definida como un cruce entre Betulia, de Richard Lester, y La mujer casada, de Jean Luc Godard. También podría recordar títulos como Confesiones de una modelo, de Jerry Schatzberg, o Jeanne Dielman..., de Chantal Akerman, o incluso Contratiempo de Nicholas Roeg. Ignoro, sin embargo, hasta qué punto pueden ser productivas estas comparaciones a la hora de hablar sobre una película tan misteriosa e inusual. En materia cinematográfica, el asunto de las influencias es tan volátil que más vale desplazarlo hacia el territorio de las correspondencias, de manera que habría películas que surgen de una matriz común, de una cierta idea del cine, sea cual fuere su fecha de producción. En este sentido, The Girlfriend Experience pertenece a la tradición mencionada porque comparte con ella una experiencia de la imagen entendida como materia opaca en la que tanto el cineasta como el espectador están obligados a penetrar, casi a golpe de machete. Hay que pelearse con esos planos que se suceden unos a otros siguiendo una lógica inextricable, de manera tan opuesta a la cronología tradicional como la idiosincrasia de la propia película. Hay que discutir con esos encuadres que difuminan el primer plano para privilegiar el enfoque de los fondos. Y hay que esforzarse por reconstruir las elipsis, por identificar las repeticiones, por averiguar qué diablos está sucediendo en la pantalla.
De ahí que una película como The Girlfriend Experience cree una cierta adicción, como bien sugiere su título. En principio parece estar contando las vicisitudes de una profesional del sexo que ofrece un tipo de servicio distinto: no sólo el contacto carnal, sino también la implicación humana. Ese microcosmos, sin embargo, aparece incluido en un círculo mucho mayor, el de la crisis generalizada que atañe tanto a la economía como a las relaciones humanas, hasta el punto de que los esfuerzos de la heroína por optimizar su negocio no hayan respuesta en un entorno poco propicio al crecimiento económico, del mismo modo en que su relación amorosa se desmorona quizá por culpa de esas mismas interferencias. La economía va ligada al sexo, pero también al modelo de relación afectiva, y el resultado es un mosaico, deslavazado pero harto elocuente, sobre el modo de funcionamiento de una situación social construida y luego destruida a partir de todos esos materiales. Si la película, finalmente, recurre a las vísperas de las últimas elecciones presidenciales estadounidenses como marco temporal no es para crear un clima de fin de época, sino para dibujar un paisaje inestable, brumoso, en el que todo permanece en un precario equilibrio.
Y de ahí la estructura, tanto del relato como del plano. El objetivo parece ser desorientar el tipo de percepción habitual del espectador, situarlo en medio de la nada para que nunca sepa dónde se encuentra, ni cuándo sucede eso que está viendo. Las nociones de flashback y flashforward se diluyen, al igual que las fronteras entre ambos procedimientos, y no se puede decir que la película avance o retroceda, pues siempre parece estar girando en círculos sobre unas pocas imágenes: interiores sumidos en extrañas penumbras, exteriores despersonalizados, figuras siempre descentradas en relación al cuadro, continuas renuncias a diferenciar al personaje del objeto… The Girlfriend Experience muestra un universo desarticulado, desencajado, desubicado, que halla su reflejo en la fractura moral de los personajes y del mundo en el que viven. Y su condición de película estrictamente contemporánea no sólo procede de ahí, sino también del modo en que filma espacios y decorados: bares, restaurantes, hoteles, habitaciones, calles, todo parece estar concebido para expresar un malestar que a la vez traza un determinado mapa de la desolación, de movimientos y conversaciones sin sentido, de la inutilidad de cualquier esfuerzo por salir de ese infierno de autómatas en el que se ha convertido la cotidianidad en los grandes centros urbanos.
¿Quién podía esperar todo esto de un cineasta como Steven Soderbergh? Algo de ello había ya en algunas de sus últimas películas: el viaje hacia la nada de Che: guerrilla, la paranoia oculta bajo la parodia en The Informant. Sin embargo, nada que hiciera prever la sustancia gelatinosa y quebradiza de la que está hecha The Girlfriend Experience, su condición de película sustentada en el puro vacío, su negativa a cualquier tipo de complacencia. Porque ahí reside, quizá, su verdadera valía, más allá de sus bondades o errores. Soderbergh ha hecho una película en la que nadie querría vivir, y sin embargo por completo reconocible: todos somos esa puta de lujo, todos habitamos tanto esos lugares como esas conversaciones inanes. Por supuesto, es una película sobre el estado del mundo occidental inmediatamente antes de la era Obama, pero también sobre la dificultad del cambio allá donde el caos se ha instalado tomando la apariencia de un cierto orden social y económico. Y el hecho de que su narrativa dislocada nos descoloque hasta el punto de perdernos en su laberinto puede ser una demostración de que Soderbergh no sabía muy bien qué hacer con su material, pero a la vez eso mismo quizá signifique que la única salida del cineasta moderno es esa demostración de impotencia. Si no hay historias que explicar, ¿para qué hacerlo? Y si lo único que se puede hacer es volver a Godard y a Schatzberg, ¿por qué no hacerlo? Cada vez más, las películas son objetos encontrados en el cruce entre una tradición y una mirada que intenta alcanzarla. Pues bien, en la distancia entre ambas se encuentra ahora el deseo de que el cine pueda seguir siendo capaz de interpelarnos.
Texto originalmente publicado en el Nº36 de los Cahiers du cinema España (hoy Caimán cuadernos de cine).
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