Tercer texto sobre algunas de las películas del Festival Internacional de Cine de Cartagena. Antes, en el Festival, la programación aseguraba una centralidad alrededor de sus "Tributos", espacios para invitar a un cineasta y sus películas a ser, digamos, celebrados. Hoy, esa sugerencia central, en la marea de cosas del Festival, no es tal y no tiene tanta determinación. Este año, el cineasta iraní Asghar Farhadi recibió el tributo. Fue difícil dar con las ideas que el Festival motivaba sobre su cine. Se proyectaron apenas tres de sus películas y no hubo mucha reflexión o aspaviento al respecto. Entre las calles y los cines de Cartagena, Farhadi pasó como uno de sus personajes: sin pena ni gloria. Este texto analiza Una separación. En su filmografía, la película parteaguas.
Sobre Una separación, de Asghar Farhadi
En un mundo sin triunfos y mostrando impúdicamente su conexión con un cine que trabaja sobre las desventuras de los hombres atrapados en su propio torbellino de azares convulsos, la tradición de Asghar Farhadi (que a su vez anda paso a paso como si resguardara un secreto antiguo que dice cómo escrutar las emociones de un hombre sin tranquilidad) es clara: su cine desdibuja las diferencias entre una cámara que acompaña y una que persigue (se le distingue por la aceleración). Muchas veces temblorosa, o no tan rápida como se mueven sus personajes, la cámara va atrás: ve espaldas y la sensación que nos deja es la de estar viendo una carrera. En Una separación, su película-mito, el alcance de la carrera se transforma y se construye desde cero (pero no de la nada). Es en el rostro de los personajes que Farhadi siente con más prominencia el dilema que enfrentan, cada uno concentrado en calcular los daños de la explosión de sus espacios íntimos (las esquirlas caen hacia afuera y lo íntimo empieza a colisionar con otros asuntos –más feroces, más irremediables–). Para dar con lo que Farhadi considera realmente atractivo basta con ver detenidamente lo que un rostro revela mirado de frente. Si las palabras son escurridizas (o fallan para decir lo que tienen que decir), las miradas alimentan una tensión que está lejos de ser lacónica. El juego de Farhadi es entonces construir un espacio de potencial suspenso y disconformidad entre una mirada que se sostiene largamente y un rostro que se oculta. Él se las arregla bastante bien para que allí crezca la intensidad emocional de su película.
Lanzado fuera, así es como Farhadi inicia la relación con sus personajes. Centro neurálgico de sus películas, siempre se ven sometidos a algún tipo de expulsión. En eso se parecen a Adán y a Eva. La imagen presenta muchas variaciones, sin embargo es recurrente: en Farhadi los personajes hacen –no por placer– las maletas. Expulsados, deben aprender todo de nuevo. Fuera de casa, fuera de la cárcel, fuera de la ciudad, fuera del país. Este proceso, que los obliga al reacomodamiento, inevitablemente les hace comprender que viven en una zona de riesgos. Una separación ya anuncia parte de la experiencia de la expulsión en su título. Al tratarse de una película sobre un matrimonio (o lo que queda de él), resulta fundamental que el primer plano sea de la pareja que nos mira de frente. El espacio íntimo en su máximo grado de expulsión es, según Farhadi, una sesión de divorcio en los monótonos espacios de la ley iraní.
Decir que Farhadi arma distintas figuras geométricas para aumentar la densidad de los problemas emocionales de sus personajes es decirlo todo y también decir nada. Absorbente y voluptuosa, la figura geométrica existe y encierra a los personajes en diferenciados campos de acción que delimitan líneas del relato. Por otro lado, no es eso realmente a lo que Una separación se dedica. Aunque parece un triángulo, en Una separación hay tantas esquinas y todas están tan densamente pobladas que la rigidez del mecanismo siempre amenaza con que algo escape, con que una cosa realmente no planeada sea capaz de modificar el rumbo fijo de la narración. Cada esquina es una preocupación. Supone Farhadi que en la situación más anodina, brevemente contaminada por algo excepcional, es que la idea de un carácter verdadero se transparenta. La cotidianidad se inscribe en el peso de todas las decisiones. Farhadi filma abrir y cerrar puertas como el reto máximo.
El poder de la trepidación farhadiana es justo lo contrario: que nada en términos emocionales está muy bien demarcado y que, entre las emociones, a la hora de nombrarlas, se confunden unas con otras. Será entonces imposible decir quién tiene rabia, quién está triste, quién tiene el corazón herido, quién dice la verdad. Las lágrimas del penúltimo plano, por ejemplo, no sabremos qué las causa: la tristeza más fría, el dolor que sostiene cualquier crecimiento físico y emocional, el haber tomado una decisión “tan rápido”, o cualquier otra cosa. El origen puede estar en casi cualquier emoción fuerte. Sutilmente y de manera que nadie lo note demasiado rápido, Farhadi busca la emoción fuerte (que no tiene una relación estrictamente directa con el descubrimiento o la nulidad del grito). Aquella emoción es una mezcla entre la distancia que Farhadi toma con sus personajes y el aprieto narrativo en el que se encuentran. El momento-cumbre de esta operación tiene que ver con el padre y el abuelo de la hija. No es el único. Otro refiere a la madre, que se pasa toda la película en una especie de soledad incómoda (es profesora y ha vuelto a vivir con sus padres). Ante su suegro, para mitigar el arduo desarrollo del porvenir, finge que volverá. Un momento más de estos consiste en ver, con intensa concentración, a aquella otra mujer sacar de su boca las palabras que eliminan el presentimiento del pecado. Su marido, más que las palabras, escucha la dificultad de la mujer para decirlas. Allí, el problema entre saber qué pasó y qué no pasó se intensifica tanto que, incluso retirados, protegidos por las puertas y las ventanas, sus emociones están condenadas a explotar y subvertir el silencio del ritual de la (falsa) reconciliación.
Padre, hijo, dilema y distancia
Para escapar, una mentira. Estar adentro o afuera de las habitaciones: grado e intensidad de la distancia en Farhadi.
La distancia es menos perceptible en el momento, pero Farhadi los ha alejado ya del grupo y del centro del encuentro entre familias. Incredulidad, dilema y terror a lo que pueda pasar.
Así es como la emoción fuerte es también algo que el personaje quisiera hacer pero no puede permitírselo, generalmente por razones más operativas que sentimentales, aunque, hay que subrayarlo, esta película confunde y hace indiscernibles esas dos categorías. Entre esas zonas de, quizás, calculados dilemas, el gran logro de la película aparece por una falsa percepción. El mismo Farhadi nos hace creer que tiene todo bajo control cuando en realidad está tan indeciso como sus personajes. Su sello es saber qué titubeos y qué conmociones mirar de frente y cuáles mirar como una hija mira a sus padres que pelean: desde muy lejos, con lágrimas en los ojos; en últimas, separada de su mundo.
Entre ironía y malicia, a Dios se le invoca pero no aparece por ningún lado. El mundo está modulado por una cosa que nadie sabe muy bien si existe: la voz de Dios. Como no existe o ya nadie la oye, los personajes no tienen a nadie más que a ellos mismos. Esa ley mayor, más grande, más obcecada, más potente y más confiable, se convoca a través de un celular. La voz nunca la oímos pero cualquiera puede preguntarle cosas. Solo los más devotos saben distinguir el sonido que viene de lejos y sale por la parte superior de los teléfonos. Es fácil y también justo decir que Farhadi es un cineasta de corte bíblico. Sus personajes ya viven muy lejos del Paraíso, saben —aunque dilucidarlo siempre es complicado y laborioso– la diferencia entre el bien y el mal y se les obliga a tomar decisiones que tendrán consecuencias. Por nimias que aquellas resulten, el interés de cada plano está puesto ahí: el momento de la decisión y el momento en que se recibe o se enfrenta la consecuencia.
Ahora que ha pasado el tiempo y Farhadi ha hecho cuatro ambiciosas películas después de Una separación, convirtiéndose, primero, en un cineasta internacional (filmó en Francia –con Berenice Bejo y Tahar Rahim– y en España –con Penélope Cruz, Javier Bardém, Ricardo Darín, Bárbara Lenín–) y, segundo, en un cineasta muy rígido, concentrado exclusivamente en la exploración y explotación de la noción y el peso del dilema, resulta curioso, ahora sí, entender que su salto y propulsión internacional –Oso de oro en Berlín, Oscar en Hollywood, etcétera– se haya dado por una película sobre la ley de su patria (la ley de su justicia es a veces tan tenaz como lo son sus propias películas). Y se sabe que la ley no es nunca realmente universal. De Una separación diríamos drama judicial sin el ritualismo que lo identifica. No hay grandes preparaciones o grandes cavilaciones sobre el peso de la ley: basta con darse por enterado de que, en el relato de la justicia, un paso en falso lleva a la cárcel. En su lugar, hay asuntos “menores” que tratar: ¿quién entra o no al cuarto con el juez?; ¿qué habría que vender para pagar una fianza?; ¿dónde dejar las llaves?, ¿qué hacer antes de que los permisos para viajar al extranjero caduquen?
El espacio para la ley es claustrofóbico y pesaroso. Aquel cuarto y aquellos pasillos, atestados de gente (nadie se libra de pasar por allí, diríamos) son anodinos y monótonos: la ley y su persecución por la idea de justicia y verdad no es una aventura prosaica y legendaria. Es un montón de papeles, es un desfilar de testigos, es el cansancio de la voz: justo en esos cuartos, donde la voz será responsable de salvar a alguien, es que ella más falla. Expresarse bien es difícil y saber qué palabras usar para dar registro exacto de lo que pasó (que es, en últimas, lo que pondera esta ley) es esquivo y horriblemente difícil. La ley, es lo que vemos, busca solucionar las cosas. En la película, lo entendemos rápidamente, nada se soluciona. Así, lo que es universal de la ley es la espera en corredores de burocracia. La incertidumbre del pasillo.
Como película sobre cierta zona de la ley, Una separación se enfrenta a las emociones más duras. Se sabe, por otro lado, que la ley también existe para tratar de dominar esas mismas emociones. En la película, muchas veces, las miradas, los gestos, los gritos y algunas confrontaciones quedan a medias, aniquiladas por algún uso de la razón y del motivo legal. El esposo de Razieh, la mujer que se encarga de cuidar al viejo padre de Nader, por ejemplo, que no es demasiado hábil con las palabras, la mitad del tiempo se está dando golpes en su propia cabeza. Imaginamos que evita explotar. Restricción y serenidad se saben importantes. Sin embargo, sea como sea, la ley es falible y su objetivo no siempre es exitoso. A Farhadi le interesa, en términos emocionales, lo que la ley y su capacidad de solución no hacen. Su lugar es aquel donde la ley no llega para saber qué realmente pasó. Así, el “yo decidiré quién dice la verdad” del juez que lleva el caso entre las dos parejas (y no la separación del título, que refiere solo a una) es inútil.
Dividida siempre en dos (padre y madre; divorcio y descubrir qué pasó y cómo ha muerto un bebé en la barriga de su madre), el amor desaparece y aparece sin mucho aspaviento. El amor, incluso, puede confundirse con otra cosa. El discurso amoroso de la película, su actitud melodramática, es más críptico que la función de la ley iraní. Los hombres lloran por la muerte pero no pueden llorar por amor. Una separación está dividida entre copiosas lágrimas (acompañadas de gritos de dolor e incomprensión) y silencios gigantes que inmovilizan todo. Mitad lo cotidiano mitad lo inesperado. Y, por otro lado: la claridad de que la otra mitad de un matrimonio son los suegros (sobre esto se desarrolla toda la parte de la fianza, donde el amor se mezcla peligrosamente con el dinero). En su despliegue de mitades, en este mundo una cosa llama a la otra: o una mitad llama a su otra mitad. Un matrimonio que dispone del futuro de su hija primogénita llama a una madre que lleva, todavía en su interior, a su primer hijo varón…
Dije antes que algo en la manera como Farhadi combina la ley de su país con la ley de sus películas motiva a leer cada plano de la película como un asunto que concierne a la rigidez. En Una separación eso no es tan cierto. Esta obsesión maniática por el control vendrá, con muchísima intensidad, después. Más cerca de la rapidez que de la rigidez, Farhadi, en medio de este hogar lleno de obstáculos para la vista y para el caminar, habitado en el presente por menos personas –hogar sin madre–, es realmente un indeciso. Su intuición le dice apenas que siga los rostros, incluso si una puerta se entromete.
La primera variación que lo libera de esa parálisis del control es que todos sus obstáculos son falibles: vistos muy de cerca pueden parecer de mentira, artificiales. En aquel apartamento, centro de la película, laberinto donde suponemos que duermen y desayunan los personajes, el descuido es posible y liberador. Incluso un enfermo podrá superar todas las restricciones en forma de puertas (el viejo padre, siempre testigo, cuyos ojos, aunque despiertos, fuera de lugar, aumentan la pesadez trágica de la película). Es decir, alguien –¿seremos nosotros los espectadores?–, sin importar las paredes, las puertas –con llave o sin llave– y los vidrios que no dejan ver, podrá, primero, franquear todos los espacios y salir del lugar y, en una consideración similar, podrá verlo todo, oírlo todo (pienso en lo se dice y no se dice haber oído o haber visto respecto a otro personaje).
La segunda variación tiene que ver con la disposición de la mirada. Es muy fácil creer que Farhadi espera que nosotros juzguemos a los personajes, o que adoptemos la mirada del que lo ve y sabe todo (que en todo caso nunca es así, siempre sabemos menos que los personajes y al final, incluso, podríamos decir que no sabemos nada, o que lo “más importante” no lo sabremos nunca). El inicio de la película, un largo plano donde los protagonistas, amantes en combate, intentan dar las razones para hacer legalmente efectivo un divorcio, nos hace experimentar el papel del juez. Sin el contraplano, el juez aún no tiene rostro (nunca lo tendrá). Se diría entonces que la película nos obliga a juzgar. No es tan cierto. Este mecanismo solo se repetirá en el final. En el medio, entre una escena y otra, la mirada de Farhadi es más la del asombro que la de la condena o el examen. Miramos a escondidas, pensando que, si nos citaran como testigos, lo que podríamos decir no sería nada definitivo.
Los mentirosos de sus películas actúan despreocupadamente y el cálculo los engaña: van revelando, sin querer, que lo que dicen no es tan cierto como hacen creernos. Las mentiras y la rutina tienen un vínculo estrecho. Eso lo aprovecha al máximo Farhadi. “Ayer me mareé” es una mentira. Y el “Volveré” también.
En apariencia, Farhadi hace una película sobre las cosas que superan al hombre, lo que está bien, lo que está mal, lo que sus conductas tienen de punto grueso o de punto decididamente flaco. Sin embargo, su real obsesión está en otro lado y se desliza siempre a todas las cosas más tangibles (la impresión de un pasaporte, por ejemplo). Los elementos más humildes de la cotidianidad: así se resume el verdadero interés de Una separación. La pregunta del final es “¿dónde vivir?”. No es “¿quién es culpable?”, ni nada que remita a ese medio de la película que acelera la mudanza definitiva.
El estilo de Farhadi cautiva porque calibra y reposiciona su interés constantemente. Degolla el cálculo y, ganancioso, responde a un mérito más abierto, más ambiguo. En su laberinto, lo imprevisible de un rostro gana en importancia. Su relación con la categoría del realismo (las leyes del equilibrio, la gravedad y el movimiento), con las cosas que no admiten ocultamiento, no es de yugo sino de sugerencia. En la película, no es su intrincado camino de variaciones sobre la información dramática lo que nos resulta más interesante. Es la tenacidad con la que ella se para frente a un rostro y olvida por completo que, como la ley, tendría que juzgarlo. En su lugar, la existencia de un espacio dilatado para que la ya acelerada normalidad de la película se rompa. Aparece la noción de que, respecto a la intimidad, todavía queda algo por hacer y de que, justo en ese momento, sitiado por lágrimas o sacudido por alguna palabra dicha, el personaje da con lo más denso: las razones del otro.
En un momento, la pareja que inicia la película, sometida a actuar todavía como pareja, baja en un ascensor hacia la sala de espera de un hospital. El plano, primero, nos tiene adentro del ascensor. Al frente, la pareja. El hombre, rígido, nos da la espalda. La mujer, medio de lado, mirá más a la otra pared del lugar que al hombre. Sin embargo, hablan. Hablan es decir mucho. La mujer, que por un mínimo momento escruta la cara de su antiguo amante, le pregunta la más insidiosa de las preguntas. Ellos dos, quietos en su presente, se mueven porque el ascensor se mueve. Las paredes desnudas de los pisos que bajan aparecen justo detrás del rostro de la mujer. Son varios pisos los que atraviesan. Las paredes se extienden como si fueran rollos de papel. La desnudez que ostentan los muros confronta con la máxima de las crispaciones de la pareja: no saben qué pasa ahora mismo pero fingen saberlo. La rigidez y la tristeza, por su cuenta, los desmiente. El viaje termina. La cámara sale con ellos. Los vemos por detrás. El bolso de la mujer sobre su hombro lidera el plano. Por aquella sala de espera, este hombre y esta mujer caminan un poco. Van hacia el padre que (todavía no lo sabe) ha perdido a su hijo. El rostro de aquel hombre aparece entre los cuerpos de la pareja. Es una emoción intensa, diferente a la que trae el dilema de los personajes. Es sobrecogedora la sensación de que todo, una vez más, está a punto de cambiar drásticamente.
Después de los estallidos y las confrontaciones –cosas que nunca se presentan realmente definitivas o imperdonables–, la vida tiene que continuar. La vida y sus minucias cansinas. Es el momento exacto de los actos necesarios: la reanudación de todas las cosas y todos los sentimientos. Ahí se instaura lo esencial de Farhadi. Nada más y nada menos que en los actos necesarios. No se trata, como muchos cineastas de lo íntimo comprueban, que la familia es un veneno que contamina, justamente, la sangre. En grado máximo de reverso, se trata de pensar que el veneno no existe.
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AL BORDE DE LA EXPULSIÓN DEFINITIVA - FICCI 63
Tercer texto sobre algunas de las películas del Festival Internacional de Cine de Cartagena. Antes, en el Festival, la programación aseguraba una centralidad alrededor de sus "Tributos", espacios para invitar a un cineasta y sus películas a ser, digamos, celebrados. Hoy, esa sugerencia central, en la marea de cosas del Festival, no es tal y no tiene tanta determinación. Este año, el cineasta iraní Asghar Farhadi recibió el tributo. Fue difícil dar con las ideas que el Festival motivaba sobre su cine. Se proyectaron apenas tres de sus películas y no hubo mucha reflexión o aspaviento al respecto. Entre las calles y los cines de Cartagena, Farhadi pasó como uno de sus personajes: sin pena ni gloria. Este texto analiza Una separación. En su filmografía, la película parteaguas.
Sobre Una separación, de Asghar Farhadi
En un mundo sin triunfos y mostrando impúdicamente su conexión con un cine que trabaja sobre las desventuras de los hombres atrapados en su propio torbellino de azares convulsos, la tradición de Asghar Farhadi (que a su vez anda paso a paso como si resguardara un secreto antiguo que dice cómo escrutar las emociones de un hombre sin tranquilidad) es clara: su cine desdibuja las diferencias entre una cámara que acompaña y una que persigue (se le distingue por la aceleración). Muchas veces temblorosa, o no tan rápida como se mueven sus personajes, la cámara va atrás: ve espaldas y la sensación que nos deja es la de estar viendo una carrera. En Una separación, su película-mito, el alcance de la carrera se transforma y se construye desde cero (pero no de la nada). Es en el rostro de los personajes que Farhadi siente con más prominencia el dilema que enfrentan, cada uno concentrado en calcular los daños de la explosión de sus espacios íntimos (las esquirlas caen hacia afuera y lo íntimo empieza a colisionar con otros asuntos –más feroces, más irremediables–). Para dar con lo que Farhadi considera realmente atractivo basta con ver detenidamente lo que un rostro revela mirado de frente. Si las palabras son escurridizas (o fallan para decir lo que tienen que decir), las miradas alimentan una tensión que está lejos de ser lacónica. El juego de Farhadi es entonces construir un espacio de potencial suspenso y disconformidad entre una mirada que se sostiene largamente y un rostro que se oculta. Él se las arregla bastante bien para que allí crezca la intensidad emocional de su película.
Lanzado fuera, así es como Farhadi inicia la relación con sus personajes. Centro neurálgico de sus películas, siempre se ven sometidos a algún tipo de expulsión. En eso se parecen a Adán y a Eva. La imagen presenta muchas variaciones, sin embargo es recurrente: en Farhadi los personajes hacen –no por placer– las maletas. Expulsados, deben aprender todo de nuevo. Fuera de casa, fuera de la cárcel, fuera de la ciudad, fuera del país. Este proceso, que los obliga al reacomodamiento, inevitablemente les hace comprender que viven en una zona de riesgos. Una separación ya anuncia parte de la experiencia de la expulsión en su título. Al tratarse de una película sobre un matrimonio (o lo que queda de él), resulta fundamental que el primer plano sea de la pareja que nos mira de frente. El espacio íntimo en su máximo grado de expulsión es, según Farhadi, una sesión de divorcio en los monótonos espacios de la ley iraní.
Decir que Farhadi arma distintas figuras geométricas para aumentar la densidad de los problemas emocionales de sus personajes es decirlo todo y también decir nada. Absorbente y voluptuosa, la figura geométrica existe y encierra a los personajes en diferenciados campos de acción que delimitan líneas del relato. Por otro lado, no es eso realmente a lo que Una separación se dedica. Aunque parece un triángulo, en Una separación hay tantas esquinas y todas están tan densamente pobladas que la rigidez del mecanismo siempre amenaza con que algo escape, con que una cosa realmente no planeada sea capaz de modificar el rumbo fijo de la narración. Cada esquina es una preocupación. Supone Farhadi que en la situación más anodina, brevemente contaminada por algo excepcional, es que la idea de un carácter verdadero se transparenta. La cotidianidad se inscribe en el peso de todas las decisiones. Farhadi filma abrir y cerrar puertas como el reto máximo.
El poder de la trepidación farhadiana es justo lo contrario: que nada en términos emocionales está muy bien demarcado y que, entre las emociones, a la hora de nombrarlas, se confunden unas con otras. Será entonces imposible decir quién tiene rabia, quién está triste, quién tiene el corazón herido, quién dice la verdad. Las lágrimas del penúltimo plano, por ejemplo, no sabremos qué las causa: la tristeza más fría, el dolor que sostiene cualquier crecimiento físico y emocional, el haber tomado una decisión “tan rápido”, o cualquier otra cosa. El origen puede estar en casi cualquier emoción fuerte. Sutilmente y de manera que nadie lo note demasiado rápido, Farhadi busca la emoción fuerte (que no tiene una relación estrictamente directa con el descubrimiento o la nulidad del grito). Aquella emoción es una mezcla entre la distancia que Farhadi toma con sus personajes y el aprieto narrativo en el que se encuentran. El momento-cumbre de esta operación tiene que ver con el padre y el abuelo de la hija. No es el único. Otro refiere a la madre, que se pasa toda la película en una especie de soledad incómoda (es profesora y ha vuelto a vivir con sus padres). Ante su suegro, para mitigar el arduo desarrollo del porvenir, finge que volverá. Un momento más de estos consiste en ver, con intensa concentración, a aquella otra mujer sacar de su boca las palabras que eliminan el presentimiento del pecado. Su marido, más que las palabras, escucha la dificultad de la mujer para decirlas. Allí, el problema entre saber qué pasó y qué no pasó se intensifica tanto que, incluso retirados, protegidos por las puertas y las ventanas, sus emociones están condenadas a explotar y subvertir el silencio del ritual de la (falsa) reconciliación.
Padre, hijo, dilema y distancia
Para escapar, una mentira. Estar adentro o afuera de las habitaciones: grado e intensidad de la distancia en Farhadi.
La distancia es menos perceptible en el momento, pero Farhadi los ha alejado ya del grupo y del centro del encuentro entre familias. Incredulidad, dilema y terror a lo que pueda pasar.
Así es como la emoción fuerte es también algo que el personaje quisiera hacer pero no puede permitírselo, generalmente por razones más operativas que sentimentales, aunque, hay que subrayarlo, esta película confunde y hace indiscernibles esas dos categorías. Entre esas zonas de, quizás, calculados dilemas, el gran logro de la película aparece por una falsa percepción. El mismo Farhadi nos hace creer que tiene todo bajo control cuando en realidad está tan indeciso como sus personajes. Su sello es saber qué titubeos y qué conmociones mirar de frente y cuáles mirar como una hija mira a sus padres que pelean: desde muy lejos, con lágrimas en los ojos; en últimas, separada de su mundo.
Entre ironía y malicia, a Dios se le invoca pero no aparece por ningún lado. El mundo está modulado por una cosa que nadie sabe muy bien si existe: la voz de Dios. Como no existe o ya nadie la oye, los personajes no tienen a nadie más que a ellos mismos. Esa ley mayor, más grande, más obcecada, más potente y más confiable, se convoca a través de un celular. La voz nunca la oímos pero cualquiera puede preguntarle cosas. Solo los más devotos saben distinguir el sonido que viene de lejos y sale por la parte superior de los teléfonos. Es fácil y también justo decir que Farhadi es un cineasta de corte bíblico. Sus personajes ya viven muy lejos del Paraíso, saben —aunque dilucidarlo siempre es complicado y laborioso– la diferencia entre el bien y el mal y se les obliga a tomar decisiones que tendrán consecuencias. Por nimias que aquellas resulten, el interés de cada plano está puesto ahí: el momento de la decisión y el momento en que se recibe o se enfrenta la consecuencia.
Ahora que ha pasado el tiempo y Farhadi ha hecho cuatro ambiciosas películas después de Una separación, convirtiéndose, primero, en un cineasta internacional (filmó en Francia –con Berenice Bejo y Tahar Rahim– y en España –con Penélope Cruz, Javier Bardém, Ricardo Darín, Bárbara Lenín–) y, segundo, en un cineasta muy rígido, concentrado exclusivamente en la exploración y explotación de la noción y el peso del dilema, resulta curioso, ahora sí, entender que su salto y propulsión internacional –Oso de oro en Berlín, Oscar en Hollywood, etcétera– se haya dado por una película sobre la ley de su patria (la ley de su justicia es a veces tan tenaz como lo son sus propias películas). Y se sabe que la ley no es nunca realmente universal. De Una separación diríamos drama judicial sin el ritualismo que lo identifica. No hay grandes preparaciones o grandes cavilaciones sobre el peso de la ley: basta con darse por enterado de que, en el relato de la justicia, un paso en falso lleva a la cárcel. En su lugar, hay asuntos “menores” que tratar: ¿quién entra o no al cuarto con el juez?; ¿qué habría que vender para pagar una fianza?; ¿dónde dejar las llaves?, ¿qué hacer antes de que los permisos para viajar al extranjero caduquen?
El espacio para la ley es claustrofóbico y pesaroso. Aquel cuarto y aquellos pasillos, atestados de gente (nadie se libra de pasar por allí, diríamos) son anodinos y monótonos: la ley y su persecución por la idea de justicia y verdad no es una aventura prosaica y legendaria. Es un montón de papeles, es un desfilar de testigos, es el cansancio de la voz: justo en esos cuartos, donde la voz será responsable de salvar a alguien, es que ella más falla. Expresarse bien es difícil y saber qué palabras usar para dar registro exacto de lo que pasó (que es, en últimas, lo que pondera esta ley) es esquivo y horriblemente difícil. La ley, es lo que vemos, busca solucionar las cosas. En la película, lo entendemos rápidamente, nada se soluciona. Así, lo que es universal de la ley es la espera en corredores de burocracia. La incertidumbre del pasillo.
Como película sobre cierta zona de la ley, Una separación se enfrenta a las emociones más duras. Se sabe, por otro lado, que la ley también existe para tratar de dominar esas mismas emociones. En la película, muchas veces, las miradas, los gestos, los gritos y algunas confrontaciones quedan a medias, aniquiladas por algún uso de la razón y del motivo legal. El esposo de Razieh, la mujer que se encarga de cuidar al viejo padre de Nader, por ejemplo, que no es demasiado hábil con las palabras, la mitad del tiempo se está dando golpes en su propia cabeza. Imaginamos que evita explotar. Restricción y serenidad se saben importantes. Sin embargo, sea como sea, la ley es falible y su objetivo no siempre es exitoso. A Farhadi le interesa, en términos emocionales, lo que la ley y su capacidad de solución no hacen. Su lugar es aquel donde la ley no llega para saber qué realmente pasó. Así, el “yo decidiré quién dice la verdad” del juez que lleva el caso entre las dos parejas (y no la separación del título, que refiere solo a una) es inútil.
Dividida siempre en dos (padre y madre; divorcio y descubrir qué pasó y cómo ha muerto un bebé en la barriga de su madre), el amor desaparece y aparece sin mucho aspaviento. El amor, incluso, puede confundirse con otra cosa. El discurso amoroso de la película, su actitud melodramática, es más críptico que la función de la ley iraní. Los hombres lloran por la muerte pero no pueden llorar por amor. Una separación está dividida entre copiosas lágrimas (acompañadas de gritos de dolor e incomprensión) y silencios gigantes que inmovilizan todo. Mitad lo cotidiano mitad lo inesperado. Y, por otro lado: la claridad de que la otra mitad de un matrimonio son los suegros (sobre esto se desarrolla toda la parte de la fianza, donde el amor se mezcla peligrosamente con el dinero). En su despliegue de mitades, en este mundo una cosa llama a la otra: o una mitad llama a su otra mitad. Un matrimonio que dispone del futuro de su hija primogénita llama a una madre que lleva, todavía en su interior, a su primer hijo varón…
Dije antes que algo en la manera como Farhadi combina la ley de su país con la ley de sus películas motiva a leer cada plano de la película como un asunto que concierne a la rigidez. En Una separación eso no es tan cierto. Esta obsesión maniática por el control vendrá, con muchísima intensidad, después. Más cerca de la rapidez que de la rigidez, Farhadi, en medio de este hogar lleno de obstáculos para la vista y para el caminar, habitado en el presente por menos personas –hogar sin madre–, es realmente un indeciso. Su intuición le dice apenas que siga los rostros, incluso si una puerta se entromete.
La primera variación que lo libera de esa parálisis del control es que todos sus obstáculos son falibles: vistos muy de cerca pueden parecer de mentira, artificiales. En aquel apartamento, centro de la película, laberinto donde suponemos que duermen y desayunan los personajes, el descuido es posible y liberador. Incluso un enfermo podrá superar todas las restricciones en forma de puertas (el viejo padre, siempre testigo, cuyos ojos, aunque despiertos, fuera de lugar, aumentan la pesadez trágica de la película). Es decir, alguien –¿seremos nosotros los espectadores?–, sin importar las paredes, las puertas –con llave o sin llave– y los vidrios que no dejan ver, podrá, primero, franquear todos los espacios y salir del lugar y, en una consideración similar, podrá verlo todo, oírlo todo (pienso en lo se dice y no se dice haber oído o haber visto respecto a otro personaje).
La segunda variación tiene que ver con la disposición de la mirada. Es muy fácil creer que Farhadi espera que nosotros juzguemos a los personajes, o que adoptemos la mirada del que lo ve y sabe todo (que en todo caso nunca es así, siempre sabemos menos que los personajes y al final, incluso, podríamos decir que no sabemos nada, o que lo “más importante” no lo sabremos nunca). El inicio de la película, un largo plano donde los protagonistas, amantes en combate, intentan dar las razones para hacer legalmente efectivo un divorcio, nos hace experimentar el papel del juez. Sin el contraplano, el juez aún no tiene rostro (nunca lo tendrá). Se diría entonces que la película nos obliga a juzgar. No es tan cierto. Este mecanismo solo se repetirá en el final. En el medio, entre una escena y otra, la mirada de Farhadi es más la del asombro que la de la condena o el examen. Miramos a escondidas, pensando que, si nos citaran como testigos, lo que podríamos decir no sería nada definitivo.
Los mentirosos de sus películas actúan despreocupadamente y el cálculo los engaña: van revelando, sin querer, que lo que dicen no es tan cierto como hacen creernos. Las mentiras y la rutina tienen un vínculo estrecho. Eso lo aprovecha al máximo Farhadi. “Ayer me mareé” es una mentira. Y el “Volveré” también.
En apariencia, Farhadi hace una película sobre las cosas que superan al hombre, lo que está bien, lo que está mal, lo que sus conductas tienen de punto grueso o de punto decididamente flaco. Sin embargo, su real obsesión está en otro lado y se desliza siempre a todas las cosas más tangibles (la impresión de un pasaporte, por ejemplo). Los elementos más humildes de la cotidianidad: así se resume el verdadero interés de Una separación. La pregunta del final es “¿dónde vivir?”. No es “¿quién es culpable?”, ni nada que remita a ese medio de la película que acelera la mudanza definitiva.
El estilo de Farhadi cautiva porque calibra y reposiciona su interés constantemente. Degolla el cálculo y, ganancioso, responde a un mérito más abierto, más ambiguo. En su laberinto, lo imprevisible de un rostro gana en importancia. Su relación con la categoría del realismo (las leyes del equilibrio, la gravedad y el movimiento), con las cosas que no admiten ocultamiento, no es de yugo sino de sugerencia. En la película, no es su intrincado camino de variaciones sobre la información dramática lo que nos resulta más interesante. Es la tenacidad con la que ella se para frente a un rostro y olvida por completo que, como la ley, tendría que juzgarlo. En su lugar, la existencia de un espacio dilatado para que la ya acelerada normalidad de la película se rompa. Aparece la noción de que, respecto a la intimidad, todavía queda algo por hacer y de que, justo en ese momento, sitiado por lágrimas o sacudido por alguna palabra dicha, el personaje da con lo más denso: las razones del otro.
En un momento, la pareja que inicia la película, sometida a actuar todavía como pareja, baja en un ascensor hacia la sala de espera de un hospital. El plano, primero, nos tiene adentro del ascensor. Al frente, la pareja. El hombre, rígido, nos da la espalda. La mujer, medio de lado, mirá más a la otra pared del lugar que al hombre. Sin embargo, hablan. Hablan es decir mucho. La mujer, que por un mínimo momento escruta la cara de su antiguo amante, le pregunta la más insidiosa de las preguntas. Ellos dos, quietos en su presente, se mueven porque el ascensor se mueve. Las paredes desnudas de los pisos que bajan aparecen justo detrás del rostro de la mujer. Son varios pisos los que atraviesan. Las paredes se extienden como si fueran rollos de papel. La desnudez que ostentan los muros confronta con la máxima de las crispaciones de la pareja: no saben qué pasa ahora mismo pero fingen saberlo. La rigidez y la tristeza, por su cuenta, los desmiente. El viaje termina. La cámara sale con ellos. Los vemos por detrás. El bolso de la mujer sobre su hombro lidera el plano. Por aquella sala de espera, este hombre y esta mujer caminan un poco. Van hacia el padre que (todavía no lo sabe) ha perdido a su hijo. El rostro de aquel hombre aparece entre los cuerpos de la pareja. Es una emoción intensa, diferente a la que trae el dilema de los personajes. Es sobrecogedora la sensación de que todo, una vez más, está a punto de cambiar drásticamente.
Después de los estallidos y las confrontaciones –cosas que nunca se presentan realmente definitivas o imperdonables–, la vida tiene que continuar. La vida y sus minucias cansinas. Es el momento exacto de los actos necesarios: la reanudación de todas las cosas y todos los sentimientos. Ahí se instaura lo esencial de Farhadi. Nada más y nada menos que en los actos necesarios. No se trata, como muchos cineastas de lo íntimo comprueban, que la familia es un veneno que contamina, justamente, la sangre. En grado máximo de reverso, se trata de pensar que el veneno no existe.
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