Juan Moreira, de Leonardo Favio
La condición de héroe la alcanza un hombre no solo por sus acciones, sino por cómo los registra la historia, y en ello el arte tiene gran incidencia. Juan Moreira, un gaucho legendario en Argentina, es un claro ejemplo. Leonardo Favio dio unas trascendentales y casi definitivas pinceladas a su figura, cuando el 26 de mayo de 1973 estrenó Juan Moreira. Fue un día antes del regreso del peronismo al poder, resultado de las primeras elecciones completamente libres en dieciocho años. Como peronista, no era casualidad que Favio exhibiera su obra en esa fecha ("yo no soy un director de cine peronista; soy un peronista que hace cine”, dijo alguna vez). El pueblo argentino estaba imantado de una renovada esperanza, muy acorde con el tema de la película, un hombre proscrito en rebelión contra el sistema, y acudió en masa a atestiguarla, como si fuera el acontecimiento que reafirmaba una transformación aún tenue en el horizonte. Tal sincronía del film con la coyuntura de la época se debe también a que Favio haya incluido en la historia al pueblo construyendo el mito del héroe a través de la tradición oral y la música, y al lenguaje literario y poético que caracteriza a las voces de los personajes (un homenaje a la poesía gauchesca, podríamos decir), manifestaciones éstas muy propias de la idiosincracia del pueblo argentino, que sintió entonces en la película también su voz; de ahí que tanto ella como el héroe sean ambos hoy una leyenda.
La historia, a veces disímil, recogida en la biografía de Juan Moreira no es muy diferente a la del clásico bandido pastoril mitificado por el tiempo (como Robin Hood, Rob Roy o William Wallace), cuyos crímenes se romantizan y hasta justifican por traducirse en luchas en nombre de un pueblo oprimido por un tirano. Juan Moreira, en este caso, es simplemente un gaucho de mediados del siglo XIX, de condición humilde, como todos los gauchos: vive con su esposa en un estrecho rancho en medio de la libertad de la vasta pampa argentina, en compañía, por supuesto, de un hijo, un perro y un caballo, y dedica sus jornadas al arreo de ganado. Las injusticias de quienes detentan el poder lo obligan a convertirse en un asesino fugitivo, un matrero. A caballo se toma entonces la pampa y la noche para extender su venganza y su leyenda. Hoy su cráneo y el facón (ese fatal cuchillo originario de la pampa) con el que atravesaba a sus rivales (algunos, hombres pendencieros como él, a quienes solían llamar “guapos”, que no pocas veces lo enfrentaban con la sola motivación de probar su hombría) se conservan hoy como reliquias, como fetiches de ese pasado que el argentino atesora como si fuera un presente, como le sucede con otros iconos de su arte y de su historia: Gardel, Borges, Eva Perón, Cortazar, Cerati y su inagotable hagiografía de futbolistas.
La vida del Juan Moreira de la película de Leonardo Favio no es muy distinta. En últimas, se basó parcialmente en la novela homónima de Eduardo Gutiérrez, de 1879, que ayudó a darles contraste a la figura y carácter de este gaucho en particular y del gauchaje en general, conformado por otros personajes legendarios, como Martín Fierro y Santos Vega. El disfrute de la película está en sus fragmentos, en el sentido rebosante de cada escena, otorgado por su esmero estético, no solo en la búsqueda de la belleza, sino en el cuidado de la imagen, que rima con la época, y del lenguaje poético empleado por sus personajes, sobre todo durante los pensamientos y monólogos de Juan Moreira.
Es innegable la atmósfera de western en los escenarios. La época histórica dentro de la película se presta para ese propósito y no sería exagerado además afirmar que el gaucho es el cowboy de la historia argentina. Ambos desempeñan la loable actividad del arreo de ganado y comparten una indumentaria análoga, derivada precisamente de ese oficio, así como el perfil andariego, la personalidad inconforme y la actitud pendenciera. Algo de esta imaginería, que bien recoge el western (cuyas emanaciones eran aún latentes en el cine en la década de los setenta), se encontraba también recogida en la poesía gauchesca argentina de la segunda mitad del Siglo XIX, con obras como Fausto (1866), de Estanislao del Campo; El gaucho Martín Fierro (1872), de José Hernández, o Los tres gauchos orientales (1872), de Antonio Lussich, e incluso en poetas posteriores, como Evaristo Carriego, que en su poema “El guapo” hace un homenaje precisamente a Juan Moreira. Con ese sombrero que inclinó a los ojos / con esa melena que peinó al descuido, dicen sus versos, una postura reiterada en el Moreira de la película y demás personajes masculinos, junto con otros elementos icónicos del western: el poncho para abrigarse y ocultar las armas, la mirada fiera de los guapos o el tintinear de las espuelas al andar, fusionados en degradé con los propios del gauchaje: el entorno pastoril, presente en los planos reiterados de los paisajes de la pampa, de su atardecer, de los trozos de naturaleza alrededor, o los hábitos de los pamperos en ese espacio, sobre todo los que huyen de la justicia, como el retozar donde la noche los alcance, imagen no pocas veces retratada en la poesía gauchesca; verbigracia estos versos de Antonio Lussich: Y ha de sobrar monte o sierra / que me abrigue en su guarida, / que ande la fiera se anida / también el hombre se encierra, o los siempre oportunos contraluces de los crepúsculos que delinean las siluetas de los personajes partiendo hacia el horizonte en sus caballos, figura acogida con cierta nostalgia por Borges en su ensayo “Historia de jinetes”: “Jinete que se aleja y se pierde con sugestión de derrota, es asimismo en nuestras letras el gaucho”.
Es notoria también la sensibilidad lírica de los personajes, incluso en algunos diálogos menores. Pero es en Juan Moreira en quien más resalta dicha sensibilidad. Son constantes sus momentos de reflexión sobre lo que le acaece, sobre quién es, sobre sus promesas, como si le hablara al espectador o a la infinita pampa con un sentido declamatorio, casi versificado. No es ello tan solo un aditamento otorgado al personaje por el director, sino que es parte de la fama que de Moreira se ha grabado en la historia, como bien lo insinúa de nuevo Evaristo Carriego, en “El guapo”, (…) cantando aventuras, de relatos rojos, / parece un poeta que fuese bandido. Como si quisiera mostrarnos esa sensibilidad bucólica del héroe, Favio nos regala el privilegio de sentir la eufonía de la voz de Juan Moreira convirtiendo en poesía su sentir, como acaso lo habrá hecho alguna vez desde su caballo mientras contemplaba la pampa:
Adiós laguna querida,
adiós pájaros,
adiós monte,
me voy pa’ donde va mi norte,
que es norte de perseguidos.
Parece que el Dios bendito
me quiere seguir probando.
Mas aunque cambie de fiesta
no cambiará mi destino.
Yo pa vivir no he nacido,
yo nací pa’ andar durando.
El payador, ese cantor de la música tradicional de Argentina, aún vigente, es retratado en la película también como ese poeta, ese narrador oral, que, además de entretener al público en las pulperías (como nombraban entonces a un híbrido entre taberna y establecimiento de venta de víveres), le brinda información crítica sobre los hechos políticos y sociales de las diferentes poblaciones; los inicios quizá de la música protesta de ese país. Antes que la literatura, fueron ellos los primeros en darle forma a la leyenda de Juan Moreira, y así lo dibuja Favio en uno de los planos más bellos de la película: las siluetas de gauchos y sus caballos definidas por el contraluz de un atardecer naranja, en torno a una fogata que crepita en el medio de la imagen, mientras uno de ellos, un payador (su sombrero y la punta de la guitarra lo delatan), con voz lunfarda canta la historia de Moreira:
La garganta se me añuda
el corazón se entristece
y ya en mi canto se mece
de Juan Moreira la sombra.
El paisanaje lo nombra
y ya es brote que florece.
Acostumbrao a sufrir
ya no hay dolor que lo asombre.
Su vida de sinsabores
y de desgracia está llena,
la dedica tuita entera
pa’ consolar a los pobres
“Sobre de mí mi sombrero”
La motivación de Leonardo Favio, sin embargo, iba más allá de exaltar a Juan Moreira; su fin, más loable, fue plasmar la situación sociopolítica de la segunda mitad del siglo XIX en Argentina. En aquella época se debatían dos partidos, el Autonomista y el Nacionalista. El primero buscaba la autonomía de la provincia de Buenos Aires y el segundo, que era el que gobernaba en el momento, se proponía nacionalizar la ciudad de Buenos Aires y constituirla en capital federal. La película inicia con el siguiente epílogo, donde se demarca dicho propósito: “A fines del siglo pasado (XIX), la política argentina vivió una de sus etapas más violentas. Los políticos nacionalistas de Bartolomé Mitre disputaban el gobierno a los federales dirigidos por Adolfo Alsina. Mientras tanto el gaucho argentino era marginado cuando no perseguido y servía de peón o instrumento a los caudillos de turno. El protagonista de nuestra historia es la dolorosa síntesis de esa época”.
Esa síntesis se resume en tres etapas en la vida de Juan Moreira a partir del acto que lo lleva a rebelarse contra la autoridad: el engaño entre el Teniente Alcalde de la población y el almacenero Sardetti para no pagarle el servicio de un arreo que Moreira le había prestado al último. Cobrar esa deuda ante la autoridad, como correspondía, le había significado un castigo de cuarenta y ocho horas de cepo. Un plano de unos pocos segundos expone al gaucho pendiendo de unas cadenas, su rostro lacerado, junto a un guardia fumando indiferente a su lado; las primeras señales de martirio que el film quiere imprimirle al personaje. Sin el dinero y con un sentimiento de humillación e impotencia, decide cobrar venganza: “Hasta ahora mis manos solo sirvieron para arriar ganao ajeno, pa’ trabajar la tierra de otro y pa’ no aguantar el manoseo de ningún hijueputa”, dice antes de hundir su cuchillo en el vientre de Sardetti. La frase, más el dolor y odio en la faz de Moreira, revelan ese intempestivo tránsito de ser un humilde pampero a un criminal que por primera vez mancha sus manos con la sangre de otro hombre, e inicia su primera etapa, la del Moreira Matrero, cuando se ve obligado a dejar su rancho, huir y esconderse entre la noche y la pampa, como muchos otros gauchos perseguidos por similares injusticias. Así lo relata Antonio Lussich en Los tres gauchos orientales (1972): Pero me llaman matrero porque no quiero servir, / nunca pude yo sufrir / que me pusieran los cueros; / libre soy como el pampero, / y siempre libre viví, / libre jui cuando salí / del dominio de mi padre; / sin más perro que me ladre / que el destino que corrí.
Se refugia entonces en las tolderías de los indios mapuche, donde atestigua otra realidad social: la de la miseria y abandono de esta población. En ese momento se acentúa el relieve de la sensibilidad, digamos, social de Juan Moreira; entendemos que su carácter y su actitud pendenciera no resulta solo de un ánimo de venganza, sino también de un creciente compromiso con los desposeídos. Así, breves imágenes de estas tolderías acompañan el pensamiento de Moreira recreado en un monólogo poético:
Amalaya.
Vaya indigencia que el cristiano le ha dejao.
No tienen perdón de Dios los que ansí lo han arrumbao.
Como parias en sus tierras,
con los hijos desnuditos,
como si fueran malditos
viviendo en las soledades,
comiendo víboras o aves,
así quiera el bendito.
Tanta pobreza no he visto
y eso que soy rodador.
Nunca vi tanto dolor
ni en derredor tantos males.
Juepucha, no son mortales los indios, pregunto yo.
Qué penas hay de olvidar en medio de esta miseria.
Más me vale que a mi tierra me vuelva a pelear lo mío.
Me revela ser testigo de tanta hambruna y pobreza.
Después de huir y ocultarse con los mapuches, regresa entonces a su territorio, con el poder del secreto y la sorpresa, y alcanza la etapa del Moreira Pendenciero, recreada con una serie de escenas inconexas con los actos vindicativos del gaucho: enfrentamientos con la policía, venganzas y luchas a cuchillo contra otros guapos que se topaba en los caminos o ebrio en las pulperías, junto con escenas de cómo el pueblo va tejiendo su fama, como la de aquella anciana que en la plaza, con ayuda de un cartel con ilustraciones, a modo de storyboard o de comic, le narra a la población la génesis de su leyenda; una suerte de puesta en abismo que vuelve circular la historia. Así habla la mujer:
Cayó preso y ahí su desgracia empezó.
Lo agarran y le dan cepo.
El cuerpo le descoyuntan,
y al salir, de filo y punta
al gringo lo difundió.
Con mil partidas pelió
y hoy en la pampa se oculta,
Estas líneas nos recuerdan otros versos del poema de Evaristo Carriego: El barrio le admira. Cultor del coraje, / conquistó, a la larga, renombre de osado; / se impuso en cien riñas entre el compadraje / y de las prisiones salió consagrado.
Cuando su leyenda se extiende y su figura se reviste de un coraje que emana miedo y respeto, entra a la etapa final, la del Moreira Partidista, que es cuando se convierte en herramienta útil para los partidos, tema al cual la película destina su último tramo. Así, con esfuerzo, entendemos que de rufián Moreira pasa a brindarles seguridad a los políticos, primero a Adolfo Alsina, líder del partido Autonomista, y más tarde a un representante del partido opositor, el Nacionalista. Aquí es cuando el espíritu de Moreira cobra otro tenor, y se le despoja de su atuendo de héroe para señalarlo incluso de traidor a la causa gauchesca.
Ahí se cuece una de las escenas más sobresalientes de la película. Juan Moreira está en una pulpería departiendo con mujeres y compadres. Está investido de una cierta inmunidad, gracias a la protección que le otorga el jefe del partido que respalda. A la algarabía de la reunión se mezcla de pronto el sonido de una guitarra; Moreira les pide a los demás callarse para escuchar al payador: No me compro ni me vendo / ni canto por patacones. / Nací libre como el viento / y libre quiero morir. / Señores, es mi sentir / y yo digo lo que siento. / Yo no cambio de color / por promesas o regalos. Será porque soy humano / no sirvo pa’ camaleón. / No me gusta la traición / ni justifico el engaño. Moreira se siente aludido y deforma su faz; la cámara, que se había concentrado en él, empieza lentamente a alejarse. Se puede jugar lo de uno / casi hasta la desnudez, / pero jugar con la fe / que en uno ha depositao / ese es el más pior pecao / que uno puede cometer. / Tal vez alguno de ustedes / se pregunte la razón / del tono de mi canción / o del rumbo que va tomando. / Mas no teman, / mi canto va pa’ donde quiero yo. La cámara aterriza en el diapasón de la guitarra; los dedos del payador se mueven. En el fondo de la imagen, se ve a Juan Moreira contemplarlo desde su mesa; los demás permanecen atentos, en un silencio que sabe a miedo. Las luces de los doctores / no me asombran ni me asustan. Un hombre grita y lo interrumpe. Moreira se pone de pie. El payador calla. La cámara toma una posición cenital sobre el gaucho y sigue su caminar lento hacia el músico. Solo se oye el tintinear de las espuelas. Cuando lo tiene de frente le pide, amenazante, que siga. “¿Qué, me va a matar”, dice el cantante. “No, seguí”, responde. El coplero, ya sin música, continúa: / No sé bien a ciencia cierta / por qué este canto brotó. / Será que algún camaleón / se adhirió a la concurrencia. La cámara mantiene su posición cenital. Las palabras del payador, el único que se plantó frente a él a desafiarlo sin un cuchillo, hirieron quizá la conciencia del gaucho. Vemos al músico partir, corriendo; Moreira le ha perdonado la vida, pero se dirige a los presentes para defenderse del canto atrevido del coplero, y dice con arrogancia: “No le regalé esta muerte, porque no me afecta. Yo no conozco color ni patrón. Solo respondo a mi libertad, señores. Sobre de mí, mi sombrero”. La cámara, desde las alturas, lo sigue de regreso a su puesto. Toma su copa y dice: “A conciencia limpia, brindo por el glorioso partido Nacionalista, en el que pongo mi esperanza”.
Aquella escena, y su ejecución, nos revelan a un Moreira atrapado, un animal enjaulado que aún no comprende su encierro; hay una ingenuidad oculta en él. No sabe aún que el poder partidista contra el cual luchaba en un principio está utilizando su fama y temeridad, así como la de otros gauchos, para su propio beneficio, a cambio de la promesa incumplida de borrar su pasado delictivo si el líder que protege alcanza el poder. Aunque le ocasiona muchos malos ratos, / en las elecciones es un caudillejo / que por el buen nombre de los candidatos / en los peores trances expone el pellejo, dice Evaristo Carriego en “El guapo”. La traición de los partidos no tardaría en materializarse.
“Con este sol”
Son diversas las versiones en torno a la muerte de Juan Moreira, pero en todas se recrea más o menos el mismo escenario y los mismos sucesos, incluida la película de Leonardo Favio; en ella vemos que previamente uno de sus compadres más fieles es atrapado por la policía en connivencia con los nacionalistas, y se ve obligado a delatar el paradero de su amigo: la población Lobos, en la pulpería La Estrella. Allí, en la mañana del 30 de abril de 1874, el gaucho está con una mujer cuando es sorprendido por la policía, que lo aguarda tras la puerta. Desde la habitación les pide dejar salir a su amante. Se lo conceden. Ella sale. Moreira permanece encerrado, lanzando vituperios, armado de un trabuco y de su famoso facón, el mismo que le había obsequiado Adolfo Alsina, líder del partido Autonomista. Está acorralado. El tufo de la muerte empieza a agitar su ánimo. Se acerca a una claraboya en la pared. La luz de la mañana le acaricia el rostro y dice con resignación: “Con este sol”.
Se enfrenta entonces al barullo de policías. Es una lucha desigual, pero él es Juan Moreira, el impenetrable. Logra abrirse entonces paso hacia una tapia; antes de rebasarla y huir de nuevo a la pampa, es alcanzado por un policía que le atraviesa una bayoneta en el costado, pero Moreira alcanza a dispararle en el rostro. El gaucho queda herido. Va a morir. Dicen que agonizó por dos minutos, pero Favio no nos quiso mostrar su cadáver, sino dejar en suspenso su derrota, su fin, su lucha convulsa. Su cuerpo roza el suelo, pero se levanta; tiene aún su facón en una mano y en la otra, el poncho. Lo agita a modo de ataque; pero en ese instante su imagen se congela, y se petrifica el impulso; el fondo se oscurece, pero permanece la figura, que se estira, asume sus dos únicas dimensiones, y queda allí, como si estuviera hecha de trazos de un pintor, como si el director quisiera dejarlo eternizado sobre un lienzo de celuloide.
La muerte de Moreira no está, sin embargo, en el momento violento cuando la bayoneta se aferra a su pulmón; es ese apenas el cierre de lo inevitable. Su vida se va, instantes antes, por la claraboya, cuando exclama: “Con este sol”. No le preocupa la muerte al gaucho, sino en no hallar armonía entre ella y el resplandor de la mañana. En ese desenlace ya está bien inserto en el espectador el carácter sensible del héroe, su estrecha relación con la pampa y la naturaleza. Sus actos como arriero y como bandido tuvieron siempre como trasfondo un ambiente pastoril y eran constantes sus expresiones bucólicas cuando deambulaba los senderos sobre su caballo. El hábitat del gaucho es la pampa, sus actos se rigen por las condiciones de ese entorno, como el animal de presa que avista el cielo y tras un inconsciente diagnóstico decide si quedarse bajo la sombra de un árbol o ir a cazar. Así, las palabras “con este sol” son el resultado de una contemplación instintiva de Moreira a la naturaleza, como si buscara en ella una respuesta a su devenir inmediato. Su muerte es inevitable, lo sabe, pero el sol no coincide; una mañana oscura, lluviosa, sería quizá más apropiada para rendirse a su destino. Hay allí también una añoranza; aquel rayo de luz le habrá traído acaso todo el peso de la pampa, de su pampa, y en ella, todo lo que vivió y sufrió. Para sí mismo él es insignificante, apenas un hombre, un rufián; él es quien es solo en la pampa, que representa la libertad. Evaristo Carriego nos lo complementa en “El guapo”: ¡para él la vida no vale siquiera / la sola pitada de un triste cigarro! El sol lo invita entonces a luchar otro tanto.
“Esta es la vida, pasión y muerte de Juan Moreira”, afirma la película en su inicio. Y sí, el film cumple dicha promesa al otorgarle a este gaucho un carácter mesiánico (prefiero, sin embargo, el revestimiento de poeta que, como vimos, también le concedió el film; a través de Moreira resuena la voz de la poesía gauchesca, y con esta, la realidad de una época). La ficción suele otorgarle atributos ajenos a los personajes históricos; no pocas veces se insertan éstos en la realidad que irradian desde su tiempo en la línea de la historia. La apoteosis que Favio hace sobre Moreira incluye cómo con los años las letras, la música y la tradición oral hicieron de él el arquetipo de los gauchos y la dirige al pueblo de la Argentina de 1973, que encontró afines todas esas expresiones, y de ahí la armonía que halló entre las imágenes y su sentir. Si se excedió o no el director en dicha apoteosis es cuestión de perspectiva; la recreación de su muerte, por ejemplo, es la de un perseguido atrapado por el opresor, el villano, y con ello, más su martirio, se borra toda la maldad del héroe, que, acaso, desde otro ángulo y para otro tiempo, tendría también algo de épico y poético.
Me quedo, por eso, con el final menos purificador de Borges en su cuento “La noche de los dones”. En él, el narrador es un niño de casi trece años, que, por los caprichos del destino, se encuentra en la pulpería La Estrella el mismo día e instante cuando Moreira entra con sus compadres, con la misma violencia de un malón; entre su andar prepotente y tintinear de espuelas, el gaucho de una patada mata a un perro que se le había acercado a hacerle fiestas. “Cayó de lomo y se murió moviendo las patas”, dice el narrador. Momentos después, el mismo niño ve al gaucho intentando huir por la tapia (como en la película), cuando es alcanzado por la bayoneta del policía. El muchacho contempla su agonía en el suelo, “donde quedó tendido de espaldas, gimiendo y desangrándose”, y se acuerda del perro.
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Aquí mismo puede ver la película:
hola buenos dias, me comunico para consultarle un duda que aún hoy no pude averiguar sobre ¿quien es el autor/es de los versos que se recitan en toda la pelicula de Leonardo Favio? Perdón por la molestia, si no responde lo entenderé, de todas formas un cordial saludo. Marcelo Eduardo Benetti.