El primer día del festival reportó buen clima (llovió cuando estábamos en las salas pensando en otras vidas, imaginando otros mundos) y regaló un inicio prometedor. Se nos invitaba, primero, a un gran nombre. Tardé en recibir mi acreditación (que esté año iba acompañada de una manzana) y tuve que salir corriendo para el cine. Llegué justo cuando el oso insignia del festival alumbraba la pantalla. Como llevaba dos chaquetas y una pequeña camisa térmica (del frío hay que cuidarse) entré a la sala sudando. Me saqué las chaquetas rápido y, en un fondo verde, salió un dragón dorado y brillante anunciando una película de la China. Swimming out till the Sea Turns Blue, relato, a base de entrevistas y dividida por capítulos, de la creación, hace años, de un nuevo universo. Señalamiento amoroso y preciso del germen de esos nuevos nacimientos (el de un pueblo/barrio; de una vida dedicada a la cultura, de una familia, de las posibilidades de la Historia). Confrontación, sencilla y dulce (nada de crítica o elogio, solo el paso del tiempo como consecuencia natural), entre el pasado y el presente. Resumen de la cosmogonía Jia Zhangke y ejercicio de simplicidad. Al final, resulta que no hay nada más auténtico –es lo que se busca constantemente en la película: una esencia particular, verdadera– que ver a la gente trabajar (la tierra o sus materiales –el artista y el artesano–) y hablar. Lo nuevo del cineasta chino más famoso al otro lado del mundo (¿exagero?) es un pequeño manifiesto que responde a la pregunta por la inspiración de su cine. Seguimos sus temas, los elementos narrativos de sus películas (esencialmente, el tiempo que corre: el hijo que deja el hogar o vuelve a él; la definición de la Historia y las historias, la política y sus consecuencias). Un recorrido por personajes que han conocido el éxito y cierto reconocimiento. Sus conciencias de esa pequeña fama de la que gozan y de un papel que tuvieron en la transformación de algo es lo que dibuja la película. Un testimonio coral si se quiere. Casi al final, aparece una escena pequeñita al lado de un río que el sol hace brillante. Le preguntan al niño que está presentándose a la cámara si puede ahora hacer su presentación en el dialecto del lugar de nacimiento (bloodland) de su madre. Él es reticente. Dice que lo ha olvidado. Su madre, detrás de cámara, deja su escondite, se sienta a su lado y repiten juntos la introducción que ya ha dicho (levemente modificada por ciertos instintos maternales: el niño dice que le gusta la física y su madre traduce eso como “Seré un astrofísico (si la memoria no me falla) cuando sea grande” –inmediatamente pensé en esta canción–). Cuando la madre entra al plano, Jia Zhangke desplaza la cámara para verle su cara, es decir, de la cara del niño pasamos a la de la madre. Han sido todos primeros planos. Después de que acaba esa pequeña lección (sobre el idioma y los orígenes y el oficio de la maternidad) la madre le pasa la palabra al hijo para que lo haga de nuevo, desde cero y ahora sin la voz guía. El niño repite, avanza solo entre las palabras. Se me ha ocurrido que ahí hay cierta esencia de ese cine ya ultraemocional del maestro chino. Lo que pudo desaparecer en montaje (es un momento decididamente no planeado, descontrolado por la figura de la madre) es considerado ahora esencial. Bien podríamos haber pasado de la pregunta por la repetición en el dialecto al niño hacia la respuesta, ahora fluida, que él mismo ofrece sin la necesidad de, digamos, la "clase" en el medio. Sin embargo, se renuncia a ese corte –fácil y que nadie notaría o extrañaría–. Se atesora ese momento y Jia Zhangke declara sus intenciones. Al mismo tiempo, pensé en el hermoso final de Mountains May Depart: ya no una madre que baila sola al ritmo del pop sino una acompañada. Un giro de tono importante. La compañía es un tema esencial. Parece extraño pero la película puede leerse como una construcción total (¿y definitiva?). Todo lo que hace andar el cine de Jia Zhangke está, a excepción del pop (pero la música sí que está), ahí y nunca había estado tan al frente, tan transparente. La irrupción de la riqueza como catalizador para cambiar vidas es determinante y central, aunque puede pasar desapercibida porque se hace a partir de diminutos comentarios desperdigados por el metraje. Es inolvidable aquello que dice el escritor que bautiza la película cuando comparte la “anécdota” de su colega –empeñado, como él, en ser escritor– que abandona, en el pico del abono económico de China, su vida en las letras para convertirse en un emprendedor. Una mordaz descripción del aura china que las películas anteriores de Jia han perseguido. La película y su aliento alegre animó el día.
Saliendo de la sala divisé a lo lejos la leyenda andante de Olaf Möller (después me lo volvería a cruzar, ahora casi que de frente, en la sala de prensa donde empecé a escribir estas líneas). Más tarde, recorriendo las hermosas calles aledañas al Potsdamer Platz y el Sony Center, escucharía los gritos de algunos fans repitiendo “Sigourney, Sigourney, Sigourney”. Alentado por la curiosidad, avancé unos pasos y vi, por detrás, la inconfundible cabellera –corta y lisa– de Sigourney Weaver, venía para el estreno de su nueva película, My Salinger Year. Película que no vi.
*
A esta nueva función en la pequeña sala 6 del CinemaxX asiste buena parte de la crítica famosa del continente latinoamericano (no diremos qué banda se formó rápidamente al final de la proyección cuando se saludaban los unos con los otros). La película, después de todo, pide la atención de la generación que celebra tanto a uno de sus padres: Raúl Ruiz, chileno de nacimiento, francés a la fuerza, loco por vocación. El tango del viudo y su espejo deformante, ¿una nueva película? Hay dos formas que pueden adoptar las películas que nos llegan del más allá: se pueden parecer a Jesús resucitado, que llega en son de paz para confirmar que ha salvado al hombre de sus pecados. O bien pueden ser verdaderos monstruos vivientes, insólitos y aterradores. La “nueva” película de Ruiz y su, ejem, viuda Valeria Sarmiento es de las segundas. Ruiz, que siempre fue místico, nos encanta con el hilo (lo que quedó) de sus imágenes.
Aparece la literatura que interpela a sus personajes: los fantasmas son recortes de periódico. Así como el fantasma de la esposa muerta persigue a su amado, la película es perseguida por otro interrogante: el espejo deformante que avisa el título, ¿se añade después? ¿Es Sarmiento que se ve así misma como una "deformadora"? Se trata de la historia de un hombre que no puede morir (cuando cree haberlo hecho con pistola en mano la película le devuelve la vida), donde la la cámara se mueve como las pelucas que ruedan por el piso. Más cercana a Tres tristes tigres que a Mistérios de Lisboa: triángulos de personajes, generalmente encerrados en pisos pequeños, que deambulan sin rumbo (y Ruiz concentrado siempre en sus poses, en sus ojos). Estamos frente una película doblada a la mitad, absolutamente diabólica (el minitexto del catálogo dice que el propio diablo hace su aparición, pero es más la evidencia de que lo borroso nos parece espantoso por su cualidad de ilegible y siempre perturbante). Es diabólica porque es un muerto viviente. Perdida e incompleta por mucho años, Valeria Sarmiento, para sacarla del polvo del olvido, volvió a hacer un casting para darle voz a los personajes del nitrato de plata (era, en estricto, una película muda a la fuerza). Es la combinación de un mago malévolo. Es decir, allí donde aparentemente falta el sentido es que la película más se divierte. Un cadáver (exquisito y miedoso) electrizado. “La mudez de las fotos se parece a la mudez de un muerto”, dice uno de los personajes. Ruiz y Sarmiento (creo que Sarmiento sobre todo) tergiversa sus propias aporías y pone en escena el lenguaje hacia atrás, en reversa, digamos. La narración, en lugar de ampliarse o explotar por el espacio (como ocurre generalmente con Ruiz), se estrecha. Anda, literalmente, como el cangrejo, como la arena que se devuelve al tratar de contabilizar el tiempo. En medio de esa locura y viaje psicodélico (repetitivo) por los negativos perdidos que es la película me preguntaba ¿Por qué estoy viendo esto? ¿Porque estamos acá un montón de personas (y supongo que muchas tomaron un avión para venir, como yo) reunidos frente a un idioma que, si nos ponemos de graciosos, solo hablan los satánicos? La respuesta era necesaria, casi un asunto de ontología. Las imágenes seguían proyectándose y yo insistía en una respuesta. Y allí donde menos lo esperaba Ruiz-Sarmiento la advierten y me gritan: ¡busca en el placer de la imagen! Así que así hice. Dicha completa ver la particular manera que tiene una cobija al ser doblada cuando todo se hace al revés. O cuando se camina por la calle (además, la especial y mística música que se le añade dobla la sensación de suspenso, ergo, dobla el placer de mirarla). Ver a los personajes hacer cosas, físicamente, imposibles. Y entonces quizás esa es la gran clave del cine de Ruiz: la posibilidad de derribar, de una vez por todas, la física. Ahora, y es un dato no menos importante, psicoanalistas del mundo, diviértanse con esta película que es, también, una pelea de esposo y esposa (y al final ninguno queda vivo). ¡Apuestas por los significados “ocultos”!
*
Sin proponérselo, la nueva de Song Fang, The Calming, es también la narración de las estaciones. De la nieve al verano. Film en exceso modesto que se aventura por las consecuencias emocionales de la ruptura amorosa de su protagonista (que no vemos, de la que sabemos muy poco y de la que la protagonista no habla). Ruptura misteriosa que hace el papel de “el elefante en la habitación” (hay una escena muy incómoda: el gran colaborador artístico de la protagonista se va a casar, se lo cuenta a ella con una felicidad contagiosa. Ella hace lo que puede para emocionarse. Se le ve quebrarse. Y físicamente no se mueve ni un poco). A pesar de lo que se puede creer, es un film con una intriga capital constante y la protagonista está comprometida a mantener el elegante secreto: a nadie dice nada. Entre tanta modestia aparece un plano excepcional, sobrio y tranquilo: son unos jóvenes que la protagonista ve mientras discuten sobre el judo. Están en un restaurante. Se podría decir que se trata de un plano subjetivo. Es una imagen que se roba toda nuestra atención. Hay algo ahí del orden sobrenatural que flota a la superficie. Este festival, entonces, va siendo el de los planos que, en el silencio, se imprimen en la memoria. El plano fugaz, el plano-detour, el plano libre (en la de Jia Zhangke se trató de unas cartas reposadas en una mesa, filmadas como las vería un posible lector). La película, de todas maneras, tiene un enorme problema: cuando le da por subrayar sus ideas (que no hacía falta) lo hace de la manera más obvia. Una trampa: el personaje llora, con los ojos cerrados durante todo el tiempo (cuando ha sido todo lo que ha visto y la película nos ha mostrado lo que la ha conmovido profundamente) mientras escucha ópera. Solución demasiado simple para un film que venía sosteniéndose en lo implícito. La película corrió y sin haber llegado a los diez minutos empezaron los incómodos sonidos de los pies que se levantan, los desertores cantaban su abecedario. Mientras la colega, de nacionalidad desconocida, que se sentaba a mi lado revisaba con insistencia su celular, hasta al fin abandonar la sala (no fue la única), yo pensaba en el valor que existe en programar este tipo de películas (que en su ADN tienen una noción de ritmo que no compite por la atención básica del espectador –también básico–, sino que pretende una conexión de otro orden) cuando la mayoría de gente que asiste a festivales está desbocada para encontrar the-next-big-thing y tiene, en la seductora y caótica grilla del programa, mil opciones para hacerlo. Darle luz a ese cine (que la necesita) es gratificante. Valiente.
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BERLINALE (01) - LOS PLANOS
DÍA 1. BERLÍN.
El primer día del festival reportó buen clima (llovió cuando estábamos en las salas pensando en otras vidas, imaginando otros mundos) y regaló un inicio prometedor. Se nos invitaba, primero, a un gran nombre. Tardé en recibir mi acreditación (que esté año iba acompañada de una manzana) y tuve que salir corriendo para el cine. Llegué justo cuando el oso insignia del festival alumbraba la pantalla. Como llevaba dos chaquetas y una pequeña camisa térmica (del frío hay que cuidarse) entré a la sala sudando. Me saqué las chaquetas rápido y, en un fondo verde, salió un dragón dorado y brillante anunciando una película de la China. Swimming out till the Sea Turns Blue, relato, a base de entrevistas y dividida por capítulos, de la creación, hace años, de un nuevo universo. Señalamiento amoroso y preciso del germen de esos nuevos nacimientos (el de un pueblo/barrio; de una vida dedicada a la cultura, de una familia, de las posibilidades de la Historia). Confrontación, sencilla y dulce (nada de crítica o elogio, solo el paso del tiempo como consecuencia natural), entre el pasado y el presente. Resumen de la cosmogonía Jia Zhangke y ejercicio de simplicidad. Al final, resulta que no hay nada más auténtico –es lo que se busca constantemente en la película: una esencia particular, verdadera– que ver a la gente trabajar (la tierra o sus materiales –el artista y el artesano–) y hablar. Lo nuevo del cineasta chino más famoso al otro lado del mundo (¿exagero?) es un pequeño manifiesto que responde a la pregunta por la inspiración de su cine. Seguimos sus temas, los elementos narrativos de sus películas (esencialmente, el tiempo que corre: el hijo que deja el hogar o vuelve a él; la definición de la Historia y las historias, la política y sus consecuencias). Un recorrido por personajes que han conocido el éxito y cierto reconocimiento. Sus conciencias de esa pequeña fama de la que gozan y de un papel que tuvieron en la transformación de algo es lo que dibuja la película. Un testimonio coral si se quiere. Casi al final, aparece una escena pequeñita al lado de un río que el sol hace brillante. Le preguntan al niño que está presentándose a la cámara si puede ahora hacer su presentación en el dialecto del lugar de nacimiento (bloodland) de su madre. Él es reticente. Dice que lo ha olvidado. Su madre, detrás de cámara, deja su escondite, se sienta a su lado y repiten juntos la introducción que ya ha dicho (levemente modificada por ciertos instintos maternales: el niño dice que le gusta la física y su madre traduce eso como “Seré un astrofísico (si la memoria no me falla) cuando sea grande” –inmediatamente pensé en esta canción–). Cuando la madre entra al plano, Jia Zhangke desplaza la cámara para verle su cara, es decir, de la cara del niño pasamos a la de la madre. Han sido todos primeros planos. Después de que acaba esa pequeña lección (sobre el idioma y los orígenes y el oficio de la maternidad) la madre le pasa la palabra al hijo para que lo haga de nuevo, desde cero y ahora sin la voz guía. El niño repite, avanza solo entre las palabras. Se me ha ocurrido que ahí hay cierta esencia de ese cine ya ultraemocional del maestro chino. Lo que pudo desaparecer en montaje (es un momento decididamente no planeado, descontrolado por la figura de la madre) es considerado ahora esencial. Bien podríamos haber pasado de la pregunta por la repetición en el dialecto al niño hacia la respuesta, ahora fluida, que él mismo ofrece sin la necesidad de, digamos, la "clase" en el medio. Sin embargo, se renuncia a ese corte –fácil y que nadie notaría o extrañaría–. Se atesora ese momento y Jia Zhangke declara sus intenciones. Al mismo tiempo, pensé en el hermoso final de Mountains May Depart: ya no una madre que baila sola al ritmo del pop sino una acompañada. Un giro de tono importante. La compañía es un tema esencial. Parece extraño pero la película puede leerse como una construcción total (¿y definitiva?). Todo lo que hace andar el cine de Jia Zhangke está, a excepción del pop (pero la música sí que está), ahí y nunca había estado tan al frente, tan transparente. La irrupción de la riqueza como catalizador para cambiar vidas es determinante y central, aunque puede pasar desapercibida porque se hace a partir de diminutos comentarios desperdigados por el metraje. Es inolvidable aquello que dice el escritor que bautiza la película cuando comparte la “anécdota” de su colega –empeñado, como él, en ser escritor– que abandona, en el pico del abono económico de China, su vida en las letras para convertirse en un emprendedor. Una mordaz descripción del aura china que las películas anteriores de Jia han perseguido. La película y su aliento alegre animó el día.
Saliendo de la sala divisé a lo lejos la leyenda andante de Olaf Möller (después me lo volvería a cruzar, ahora casi que de frente, en la sala de prensa donde empecé a escribir estas líneas). Más tarde, recorriendo las hermosas calles aledañas al Potsdamer Platz y el Sony Center, escucharía los gritos de algunos fans repitiendo “Sigourney, Sigourney, Sigourney”. Alentado por la curiosidad, avancé unos pasos y vi, por detrás, la inconfundible cabellera –corta y lisa– de Sigourney Weaver, venía para el estreno de su nueva película, My Salinger Year. Película que no vi.
*
A esta nueva función en la pequeña sala 6 del CinemaxX asiste buena parte de la crítica famosa del continente latinoamericano (no diremos qué banda se formó rápidamente al final de la proyección cuando se saludaban los unos con los otros). La película, después de todo, pide la atención de la generación que celebra tanto a uno de sus padres: Raúl Ruiz, chileno de nacimiento, francés a la fuerza, loco por vocación. El tango del viudo y su espejo deformante, ¿una nueva película? Hay dos formas que pueden adoptar las películas que nos llegan del más allá: se pueden parecer a Jesús resucitado, que llega en son de paz para confirmar que ha salvado al hombre de sus pecados. O bien pueden ser verdaderos monstruos vivientes, insólitos y aterradores. La “nueva” película de Ruiz y su, ejem, viuda Valeria Sarmiento es de las segundas. Ruiz, que siempre fue místico, nos encanta con el hilo (lo que quedó) de sus imágenes.
Aparece la literatura que interpela a sus personajes: los fantasmas son recortes de periódico. Así como el fantasma de la esposa muerta persigue a su amado, la película es perseguida por otro interrogante: el espejo deformante que avisa el título, ¿se añade después? ¿Es Sarmiento que se ve así misma como una "deformadora"? Se trata de la historia de un hombre que no puede morir (cuando cree haberlo hecho con pistola en mano la película le devuelve la vida), donde la la cámara se mueve como las pelucas que ruedan por el piso. Más cercana a Tres tristes tigres que a Mistérios de Lisboa: triángulos de personajes, generalmente encerrados en pisos pequeños, que deambulan sin rumbo (y Ruiz concentrado siempre en sus poses, en sus ojos). Estamos frente una película doblada a la mitad, absolutamente diabólica (el minitexto del catálogo dice que el propio diablo hace su aparición, pero es más la evidencia de que lo borroso nos parece espantoso por su cualidad de ilegible y siempre perturbante). Es diabólica porque es un muerto viviente. Perdida e incompleta por mucho años, Valeria Sarmiento, para sacarla del polvo del olvido, volvió a hacer un casting para darle voz a los personajes del nitrato de plata (era, en estricto, una película muda a la fuerza). Es la combinación de un mago malévolo. Es decir, allí donde aparentemente falta el sentido es que la película más se divierte. Un cadáver (exquisito y miedoso) electrizado. “La mudez de las fotos se parece a la mudez de un muerto”, dice uno de los personajes. Ruiz y Sarmiento (creo que Sarmiento sobre todo) tergiversa sus propias aporías y pone en escena el lenguaje hacia atrás, en reversa, digamos. La narración, en lugar de ampliarse o explotar por el espacio (como ocurre generalmente con Ruiz), se estrecha. Anda, literalmente, como el cangrejo, como la arena que se devuelve al tratar de contabilizar el tiempo. En medio de esa locura y viaje psicodélico (repetitivo) por los negativos perdidos que es la película me preguntaba ¿Por qué estoy viendo esto? ¿Porque estamos acá un montón de personas (y supongo que muchas tomaron un avión para venir, como yo) reunidos frente a un idioma que, si nos ponemos de graciosos, solo hablan los satánicos? La respuesta era necesaria, casi un asunto de ontología. Las imágenes seguían proyectándose y yo insistía en una respuesta. Y allí donde menos lo esperaba Ruiz-Sarmiento la advierten y me gritan: ¡busca en el placer de la imagen! Así que así hice. Dicha completa ver la particular manera que tiene una cobija al ser doblada cuando todo se hace al revés. O cuando se camina por la calle (además, la especial y mística música que se le añade dobla la sensación de suspenso, ergo, dobla el placer de mirarla). Ver a los personajes hacer cosas, físicamente, imposibles. Y entonces quizás esa es la gran clave del cine de Ruiz: la posibilidad de derribar, de una vez por todas, la física. Ahora, y es un dato no menos importante, psicoanalistas del mundo, diviértanse con esta película que es, también, una pelea de esposo y esposa (y al final ninguno queda vivo). ¡Apuestas por los significados “ocultos”!
*
Sin proponérselo, la nueva de Song Fang, The Calming, es también la narración de las estaciones. De la nieve al verano. Film en exceso modesto que se aventura por las consecuencias emocionales de la ruptura amorosa de su protagonista (que no vemos, de la que sabemos muy poco y de la que la protagonista no habla). Ruptura misteriosa que hace el papel de “el elefante en la habitación” (hay una escena muy incómoda: el gran colaborador artístico de la protagonista se va a casar, se lo cuenta a ella con una felicidad contagiosa. Ella hace lo que puede para emocionarse. Se le ve quebrarse. Y físicamente no se mueve ni un poco). A pesar de lo que se puede creer, es un film con una intriga capital constante y la protagonista está comprometida a mantener el elegante secreto: a nadie dice nada. Entre tanta modestia aparece un plano excepcional, sobrio y tranquilo: son unos jóvenes que la protagonista ve mientras discuten sobre el judo. Están en un restaurante. Se podría decir que se trata de un plano subjetivo. Es una imagen que se roba toda nuestra atención. Hay algo ahí del orden sobrenatural que flota a la superficie. Este festival, entonces, va siendo el de los planos que, en el silencio, se imprimen en la memoria. El plano fugaz, el plano-detour, el plano libre (en la de Jia Zhangke se trató de unas cartas reposadas en una mesa, filmadas como las vería un posible lector). La película, de todas maneras, tiene un enorme problema: cuando le da por subrayar sus ideas (que no hacía falta) lo hace de la manera más obvia. Una trampa: el personaje llora, con los ojos cerrados durante todo el tiempo (cuando ha sido todo lo que ha visto y la película nos ha mostrado lo que la ha conmovido profundamente) mientras escucha ópera. Solución demasiado simple para un film que venía sosteniéndose en lo implícito. La película corrió y sin haber llegado a los diez minutos empezaron los incómodos sonidos de los pies que se levantan, los desertores cantaban su abecedario. Mientras la colega, de nacionalidad desconocida, que se sentaba a mi lado revisaba con insistencia su celular, hasta al fin abandonar la sala (no fue la única), yo pensaba en el valor que existe en programar este tipo de películas (que en su ADN tienen una noción de ritmo que no compite por la atención básica del espectador –también básico–, sino que pretende una conexión de otro orden) cuando la mayoría de gente que asiste a festivales está desbocada para encontrar the-next-big-thing y tiene, en la seductora y caótica grilla del programa, mil opciones para hacerlo. Darle luz a ese cine (que la necesita) es gratificante. Valiente.
Más sobre la Berlinale 2020:
BERLINALE (02) – LOS CONDUCTOS, DE CAMILO RESTREPO
BERLINALE (03) – REICHARDT Y LOS MUERTOS
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