Un poco después del estricto comienzo de la noche, la sala 5 del CinemaxX alojó la función de prensa para ver la nueva película de Camilo Restrepo, proyectándose en la novísima competencia Encounters. Por los vítores del final, también una buena parte de la secta Restrepo hizo presencia (así la película acabara, de la mano de las palabras de Gonzalo Arango, en una fuerte interpelación sobre el destino de Colombia, que es lo mismo que decir el destino de todos los otros países).
El primer largo le ha quedado a Restrepo como una actualización rabiosa y contemporánea de À bout de souffle, con menos guiños al cine: solo a uno, al de Víctor Gaviria: Pinky (Luis Felipe Lozano, un nuevo Belmondo) tras las líneas horizontales de ese desconocido parqueadero mientras ve la ciudad desde arriba recuerda al final de Rodrigo D., también el primer largo de Gaviria; lo mismo cuando, en la misma posición, ve a través de una reja el horizonte de Medellín; y –se estructura sobre eso– más poder político de la ficción libre. La comparación con Godard, aunque temprana, no es una locura. Hasta ahora, el compromiso de Restrepo ha sido con una forma de mirar y pensar las imágenes: rechazar lo esquelético de la intriga narrativa, escoger una forma de filmar que sacuda la propia ontología de la imagen y su discurso de representación, de imaginación, de denuncia, de verdad, todo bajo la forma de un mandato artístico y político. La forma de Los conductos, materia, luz y sombra, es la del fuera de campo y la segmentación más radical. Preocupado por ciertos detalles, y en ocasiones zoom mediante (la cámara nos hace ver los límites de un hueco, de los posibles conductos –el orificio de bala, el ladrillo luminoso, el contenedor de gasolina de una moto–), filma solo la luz de los semáforos en las hojas, un casco rodando de extremo a extremo del plano, una mano que sujeta una cuerda (que sujeta a un perro), una linterna que cae al suelo. Un espíritu de inventiva que procura el uso de lo estrictamente necesario. Obviamente, esto funciona porque el cuidado del sonido es extremo. Digamos que un propósito de la película es materializar el sonido, que así como su protagonista puede ver con los ojos cerrados y montar guardia en aquel depósito abandonado, el espectador pueda ver con el sentido de la escucha. El objetivo se cumple. Y no tiene que ver solamente con el paisaje. La primera vez que vemos a la banda marcial es un ejemplo de la posibilidad de escucha que hay acá (otra vez los tambores como indicio de un malestar –ya eso pasaba en La bouche–). La voz sigue siendo el pilar determinante: los dos/cuatro protagonistas, Pinky y Desquite, Mosca y Bebé, se van intercalando las palabras y las historias para contar.
La película es giratoria, todo el tiempo se mueve, hacia adelante (como se recorre un túnel) o en círculos (cómo se mueve una cámara de seguridad). Deslumbrante cómo la cámara alza vuelo para agarrar ella misma un globo que se ha perdido (después conoceremos la historia de aquel que subió a los cielos, luego de pisar el infierno, para ver el mundo “tal como era”) y cómo vemos las máquinas dar vueltas sobre ellas mismas sin parar. Es una historia de una familia como ninguna otra que hacía del mundo lo que creía propio, justo, o lo único que podía hacer. Un grupo de gente que se quería. El arranque y la narración de Pinky sobre esos días de reunión, de devolución de ira, y también de goce y amistad, me hicieron recordar a Jessica Forever, la película de Caroline Poggi y Jonathan Vinel. Programadores del mundo, ahí tienen una buena doble función que levanta los espíritus de Bresson y Godard al mismo tiempo.
Los conductos, narrada en una primera persona doble, además de explorar con contundencia y poder estético la “ley del asesinato” a la que son sometidas algunas poblaciones de Colombia, seria y metafóricamente se plantea el problema del padre (escribe Gonzalo Arango: “En adelante, este hombre, o mejor, este niño, no tendrá más ley que el asesinato. Su patria, su gobierno, lo despojan, lo vuelven asesino, le dan una sicología de asesino. Seguirá matando hasta el fin porque es lo único que sabe: matar para vivir [no vivir para matar]. Sólo le enseñaron esta lección amarga y mortal, y la hará una filosofía aplicable a todos los actos de su existencia. El terror ha devenido su naturaleza, y todos sabemos que no es fácil luchar contra el Destino. El crimen fue su conocimiento, en adelante sólo podrá pensar en términos de sangre”). Intrincando esos dos hilos de pensamiento la película concluye que son dos cosas iguales: la autoridad es una figura obsoleta (en un momento de la película aparece un material de archivo que incluye imágenes de un allanamiento de la policía, el film enloquece y, de alguna forma, se avería. ¿Para qué sirven esas imágenes? La policía atrofia lo que veníamos viendo). La historia eterna del hijo que, entre aquel grupo de hombres que “forman” el mundo y están comandados por un/su padre, obtiene un momento de lucidez para ver esa relación de otra manera. Esa lucidez es acá misteriosa (al parecer el evento ha sido tan monstruoso que hasta recordarlo duele. A Restrepo no le interesa el nacimiento del horror, prefiere configurar las energías para su destrucción) y sin tregua: lo único que queda por hacer es desplazar a ese padre, acabar de una vez por todas con su imperio del mal. Y si Pinky/Mosca es capaz de apagar una ciudad entera, sentirá que es su deber acabar con el germen del mal. El misterio por la acciones de Pinky no importa: desde el comienzo sabemos que él sí mató “al padre”. Los conductos se concentra en las reflexiones de su protagonista, en fuga y temeroso de ser localizado, y en los encuentros que sostiene, ya no con un padre, sino con un compañero, un amigo que también ha escapado de la lógica del mandato, dueños de sus propios destinos.
La preocupación material es capital (dejemos de lado lo obvio: Restrepo rueda en 16mm, con muy poca gente –ha sido la secuencia de créditos más breve hasta ahora–): la tinta, el cobre, aquello que se hace para vivir, el revólver (“esta es mi vida”), la droga. Puntos esenciales en la vida de sus personajes –de los dos que seguimos–, también lo son de la estructura de pensamiento de toda la película (que literalmente circula). La tinta no es ya la del periódico sino la del fuego. Los conductos del título hacen referencia a los pasadizos subterráneos (del infierno al cielo) que aparecen bajo los huecos sin pavimentar que abundan en las calles, huecos que, a su vez, representan el dinero robado por el Estado y sus representantes. Y así, una cosa significa una cosa que significa otra cosa (“los cosas son el signo de otras cosas”, dice la voz, si la memoria no me falla, en un momento del film).
Todo lo que pasa en la película, incluyendo el mejor momento musical de todo el cine colombiano (cuando los personajes recorren uno de esos conductos como si se tratara de una montaña rusa), me recuerda una frase que anoté y ahora he olvidado de dónde salió: “Lo que parece incoherente al frío análisis a veces puede estar cargado de sentido para el corazón, y este lo entiende”. El cine de Restrepo bien puede ser cerebral, o, mejor dicho, dispuesto a ser “sobrecerebralizado”, sin embargo, su esencia está en otro lugar. La liberación que busca no es solo mental, es de tacto, olor, escucha, gusto. Ahí creo que se esconde la esencia de esta película, un logro mayor y una devolución de cosas. No un desquite sino un regalo (Arango nos vuelve a dar una pista “Por eso le hago esta elegía a “Desquite”, porque con las mismas posibilidades que yo tuve, él se habría podido llamar Gonzalo Arango, y ser un poeta con la dignidad que confiere Rimbaud a la poesía: la mano que maneja la pluma vale tanto como la que conduce el arado. Pero la vida es a veces asesina”).
De manera sorprendente, he visto la película unos días después de terminar la breve novela de Édouard Louis, ¿Quién mató a mi padre?, donde todos los personajes son reflejos de sus fuerzas ocultas, donde el destino no se moldea sino que se acepta (“tu espalda destrozada por la vida que te habían obligado a vivir”, escribe Louis). Eso ha permitido la especie de un diálogo. Restrepo usa la ficción para liberar las biografías, Louis para comprenderlas. Ecos de preguntas e ideas puntiagudas, explosivas (como las balas). Parece que Restrepo está llamado a ser el cineasta, como Godard, como Debord, como el propio Gaviria, que atraviese su propia época. Y desde adelante nos dice: el gran cine de hoy será sobre el movimiento (¿cómo podría hoy estancarse algo en la ficción cuando conocemos su poder? Nada nunca más podrá ser atrapado en la mera observación, el movimiento responde a lo vivo, la quietud a lo muerto) o no será.
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BERLINALE (02) - LOS CONDUCTOS, DE CAMILO RESTREPO
Un poco después del estricto comienzo de la noche, la sala 5 del CinemaxX alojó la función de prensa para ver la nueva película de Camilo Restrepo, proyectándose en la novísima competencia Encounters. Por los vítores del final, también una buena parte de la secta Restrepo hizo presencia (así la película acabara, de la mano de las palabras de Gonzalo Arango, en una fuerte interpelación sobre el destino de Colombia, que es lo mismo que decir el destino de todos los otros países).
El primer largo le ha quedado a Restrepo como una actualización rabiosa y contemporánea de À bout de souffle, con menos guiños al cine: solo a uno, al de Víctor Gaviria: Pinky (Luis Felipe Lozano, un nuevo Belmondo) tras las líneas horizontales de ese desconocido parqueadero mientras ve la ciudad desde arriba recuerda al final de Rodrigo D., también el primer largo de Gaviria; lo mismo cuando, en la misma posición, ve a través de una reja el horizonte de Medellín; y –se estructura sobre eso– más poder político de la ficción libre. La comparación con Godard, aunque temprana, no es una locura. Hasta ahora, el compromiso de Restrepo ha sido con una forma de mirar y pensar las imágenes: rechazar lo esquelético de la intriga narrativa, escoger una forma de filmar que sacuda la propia ontología de la imagen y su discurso de representación, de imaginación, de denuncia, de verdad, todo bajo la forma de un mandato artístico y político. La forma de Los conductos, materia, luz y sombra, es la del fuera de campo y la segmentación más radical. Preocupado por ciertos detalles, y en ocasiones zoom mediante (la cámara nos hace ver los límites de un hueco, de los posibles conductos –el orificio de bala, el ladrillo luminoso, el contenedor de gasolina de una moto–), filma solo la luz de los semáforos en las hojas, un casco rodando de extremo a extremo del plano, una mano que sujeta una cuerda (que sujeta a un perro), una linterna que cae al suelo. Un espíritu de inventiva que procura el uso de lo estrictamente necesario. Obviamente, esto funciona porque el cuidado del sonido es extremo. Digamos que un propósito de la película es materializar el sonido, que así como su protagonista puede ver con los ojos cerrados y montar guardia en aquel depósito abandonado, el espectador pueda ver con el sentido de la escucha. El objetivo se cumple. Y no tiene que ver solamente con el paisaje. La primera vez que vemos a la banda marcial es un ejemplo de la posibilidad de escucha que hay acá (otra vez los tambores como indicio de un malestar –ya eso pasaba en La bouche–). La voz sigue siendo el pilar determinante: los dos/cuatro protagonistas, Pinky y Desquite, Mosca y Bebé, se van intercalando las palabras y las historias para contar.
La película es giratoria, todo el tiempo se mueve, hacia adelante (como se recorre un túnel) o en círculos (cómo se mueve una cámara de seguridad). Deslumbrante cómo la cámara alza vuelo para agarrar ella misma un globo que se ha perdido (después conoceremos la historia de aquel que subió a los cielos, luego de pisar el infierno, para ver el mundo “tal como era”) y cómo vemos las máquinas dar vueltas sobre ellas mismas sin parar. Es una historia de una familia como ninguna otra que hacía del mundo lo que creía propio, justo, o lo único que podía hacer. Un grupo de gente que se quería. El arranque y la narración de Pinky sobre esos días de reunión, de devolución de ira, y también de goce y amistad, me hicieron recordar a Jessica Forever, la película de Caroline Poggi y Jonathan Vinel. Programadores del mundo, ahí tienen una buena doble función que levanta los espíritus de Bresson y Godard al mismo tiempo.
Los conductos, narrada en una primera persona doble, además de explorar con contundencia y poder estético la “ley del asesinato” a la que son sometidas algunas poblaciones de Colombia, seria y metafóricamente se plantea el problema del padre (escribe Gonzalo Arango: “En adelante, este hombre, o mejor, este niño, no tendrá más ley que el asesinato. Su patria, su gobierno, lo despojan, lo vuelven asesino, le dan una sicología de asesino. Seguirá matando hasta el fin porque es lo único que sabe: matar para vivir [no vivir para matar]. Sólo le enseñaron esta lección amarga y mortal, y la hará una filosofía aplicable a todos los actos de su existencia. El terror ha devenido su naturaleza, y todos sabemos que no es fácil luchar contra el Destino. El crimen fue su conocimiento, en adelante sólo podrá pensar en términos de sangre”). Intrincando esos dos hilos de pensamiento la película concluye que son dos cosas iguales: la autoridad es una figura obsoleta (en un momento de la película aparece un material de archivo que incluye imágenes de un allanamiento de la policía, el film enloquece y, de alguna forma, se avería. ¿Para qué sirven esas imágenes? La policía atrofia lo que veníamos viendo). La historia eterna del hijo que, entre aquel grupo de hombres que “forman” el mundo y están comandados por un/su padre, obtiene un momento de lucidez para ver esa relación de otra manera. Esa lucidez es acá misteriosa (al parecer el evento ha sido tan monstruoso que hasta recordarlo duele. A Restrepo no le interesa el nacimiento del horror, prefiere configurar las energías para su destrucción) y sin tregua: lo único que queda por hacer es desplazar a ese padre, acabar de una vez por todas con su imperio del mal. Y si Pinky/Mosca es capaz de apagar una ciudad entera, sentirá que es su deber acabar con el germen del mal. El misterio por la acciones de Pinky no importa: desde el comienzo sabemos que él sí mató “al padre”. Los conductos se concentra en las reflexiones de su protagonista, en fuga y temeroso de ser localizado, y en los encuentros que sostiene, ya no con un padre, sino con un compañero, un amigo que también ha escapado de la lógica del mandato, dueños de sus propios destinos.
La preocupación material es capital (dejemos de lado lo obvio: Restrepo rueda en 16mm, con muy poca gente –ha sido la secuencia de créditos más breve hasta ahora–): la tinta, el cobre, aquello que se hace para vivir, el revólver (“esta es mi vida”), la droga. Puntos esenciales en la vida de sus personajes –de los dos que seguimos–, también lo son de la estructura de pensamiento de toda la película (que literalmente circula). La tinta no es ya la del periódico sino la del fuego. Los conductos del título hacen referencia a los pasadizos subterráneos (del infierno al cielo) que aparecen bajo los huecos sin pavimentar que abundan en las calles, huecos que, a su vez, representan el dinero robado por el Estado y sus representantes. Y así, una cosa significa una cosa que significa otra cosa (“los cosas son el signo de otras cosas”, dice la voz, si la memoria no me falla, en un momento del film).
Todo lo que pasa en la película, incluyendo el mejor momento musical de todo el cine colombiano (cuando los personajes recorren uno de esos conductos como si se tratara de una montaña rusa), me recuerda una frase que anoté y ahora he olvidado de dónde salió: “Lo que parece incoherente al frío análisis a veces puede estar cargado de sentido para el corazón, y este lo entiende”. El cine de Restrepo bien puede ser cerebral, o, mejor dicho, dispuesto a ser “sobrecerebralizado”, sin embargo, su esencia está en otro lugar. La liberación que busca no es solo mental, es de tacto, olor, escucha, gusto. Ahí creo que se esconde la esencia de esta película, un logro mayor y una devolución de cosas. No un desquite sino un regalo (Arango nos vuelve a dar una pista “Por eso le hago esta elegía a “Desquite”, porque con las mismas posibilidades que yo tuve, él se habría podido llamar Gonzalo Arango, y ser un poeta con la dignidad que confiere Rimbaud a la poesía: la mano que maneja la pluma vale tanto como la que conduce el arado. Pero la vida es a veces asesina”).
De manera sorprendente, he visto la película unos días después de terminar la breve novela de Édouard Louis, ¿Quién mató a mi padre?, donde todos los personajes son reflejos de sus fuerzas ocultas, donde el destino no se moldea sino que se acepta (“tu espalda destrozada por la vida que te habían obligado a vivir”, escribe Louis). Eso ha permitido la especie de un diálogo. Restrepo usa la ficción para liberar las biografías, Louis para comprenderlas. Ecos de preguntas e ideas puntiagudas, explosivas (como las balas). Parece que Restrepo está llamado a ser el cineasta, como Godard, como Debord, como el propio Gaviria, que atraviese su propia época. Y desde adelante nos dice: el gran cine de hoy será sobre el movimiento (¿cómo podría hoy estancarse algo en la ficción cuando conocemos su poder? Nada nunca más podrá ser atrapado en la mera observación, el movimiento responde a lo vivo, la quietud a lo muerto) o no será.
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BERLINALE (01) – LOS PLANOS
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