Las películas de Reichardt confirman, una después de la otra, que pertenecen a otro orden. Al orden de la naturaleza. Pertenecen al aire, al agua, a la tierra. Hay una conexión directa con todo el entorno virgen del individuo (es el entorno de sus personajes pero también es el nuestro, el de los espectadores). Todas esas ideas estructurales de su cine están radicalizadas en la escena inicial de su nueva película, First Cow, donde el tiempo se calcula como suponemos lo calcula para su oficio un geólogo. Una mujer pasea su perro por la orilla de un río. Vemos el río y después un barco que navega en él. Parece la luz del comienzo del día, de amarillo puro, y cierto vaho se levanta de la tierra. La belleza de todo lo que se ve es deslumbrante. El río corre tranquilo y el barco enorme que va encima de él cruza el plano. El perro de la mujer encuentra algo. ¿Un tesoro? Algo así. La joven mujer procede a desenterrar con sus propias manos aquello que sospecha ha sacado de la tierra su perro. El suelo, pues, se vuelve tema en estas imágenes. En en ese lugar común y omnipresente (donde no hay suelo no hay naturaleza) empieza y termina la historia de dos hombres (que se creen comunes pero no lo son: en medio del ambiente más hosco y en un momento de la historia donde la suciedad y la virilidad desmedida eran requisito, este par sueña con leche, miel, harina y un escape. Los distingue un cierto carisma, una libertad de ideas. También solo quieren dinero porque eso significa pasar tiempo juntos, tener un proyecto que implique la vida de los dos). First Cow, de accidentes históricos, es, pues, tanto un cuento de una improbable amistad (que empieza como el relato de una fuga) como la fragua de un sueño y la aventura por ese sueño. La vida nunca es lineal. Estos dos amigos se encuentran. Se separan y emprenden caminos solitarios. Uno se compra unas nuevas botas (que debe ensuciar para evitar chismes desafortunados y posibles robos). El otro logra salir de su persecución. Se encuentran en un bar. Es como si el tiempo no hubiera pasado. Sin saberlo muy bien el mamífero nuevo –una hermosa vaca, la del título– que ha llegado a donde viven los unirá para siempre. El uno visita la casa del otro, ahí se instalan los dos. Se limpia y se cocina. Se añora por otra vida. Se discuten proyectos. Se cuentan sus pasados. A pesar del feroz entorno, ellos logran habitar cierta armonía.
La película, si se quiere, estudia con detenimiento y cariño esa zona de creación de armonía (también de una sorprendente fragilidad), esas claves y conductas que le sirven a los personajes para habitar lo que es tierra de ningún hombre. Incluso cuando todo sale mal, la película no transita el fácil camino de la discusión y el quiebre. Esta amistad es indisoluble. La fluidez del estilo de Reichardt encuentra en sus dos protagonistas, que esgrimen muy bien las intenciones temáticas de First Cow (el trabajo, la amistad, las incipientes pero claramente definidas clases sociales, la aventura del crimen y su perversa venganza), las bases fundacionales para perseverar en la obsesión por la naturaleza y los paralelos entre distintas formas de vivir (no en vano la película está habitada por cazadores, oficiales del ejército, burgueses ingleses, chefs, transportadores, amas de casa, encargados de la seguridad hogareña, personalidades indias). A la destreza de los protagonistas se le suma que, además, debían sostener todo al mismo tiempo: Reichardt es una directora democrática y detesta la jerarquización de sus preocupaciones. Todo está mezclado y es ella y sus actores quienes van dando las puntadas para comprender este mapa filosófico, especializado en el espacio virgen que paulatinamente va perdiendo esa condición. “La historia aquí no ha llegado”, dice uno de los personajes. Pero llegará. Y esa es la gran materia del film, de un empecinamiento lírico deslumbrante (el final es absolutamente hermoso). Ya no hay dudas de que Reichardt es una franciscana y que ha hecho una película sobre la dulce mudez de una vaca –que trae alegrías y desgracias, pero sobre todo alegrías–, así, First Cow se puede leer como una parábola (y también como un haiku) sobre los hombres que visitan el frágil y todavía nuevo Jardín del Edén.
Esta es la imagen de Journey to Italy, la película de Rossellini, que gravita durante toda First Cow.
La naturaleza, y la operación inversa que hacía comenzar First Cow, son también de importancia estructural en Todos os mortos, la descollante película oliveiriana, dirigida por Caetano Gotardo y Marco Dutra, que Brasil presenta en la competencia. Dos historias paralelas de padres y madres –el destino entero de dos familias– se escriben durante los episodios que la película narra. Se trata de cuatro momentos alrededor del aniversario de la independencia de Brasil, Navidad, el día de muertos y el carnaval. Ese paralelismo de destinos que elabora la película es también la descripción minuciosa y alegórica de espacios no reconciliados para distintas imaginerías (digamos lo católico y lo pagano, también dos formas de enfrentar el duelo y de pensar el origen y la tradición). Y es así como la naturaleza de la película es la de la propia muerte, y no se trata de que estemos frente a un film muerto, todo lo contrario: así no lo parezca esta película es una experiencia ríspida. Todos os mortos es una película de cámara, con cartas que son motor narrativo y voces en off (siendo la del final la más hermosa de todas), que, a fuerza de revivir los muertos, adquiere una vida propia. Inicia con la muerte de Josefina, la criada –antigua esclava– de la casa Soares. Esa ausencia penetrará en la madre y sus dos hijas (viven solas, su padre está ausente, vive lejos, en una hacienda que solía ser suya –la naturaleza es también fuente de riquezas para el relato de algunas familias–) de formas distintas. Es así como el destino de los Soares se vuelve el de la decadencia o el de la inútil insistencia por recuperar un lugar (ahora invisible) de nobleza y ampulosidad. La madre representará el rumbo a la caída y Ana, la hija pianista que no sale de la casa pero que eufóricamente recibe el mundo (los hombres) en su casa, la permanencia –imposible– en la cima: el corazón de Ana tiene un dilema extrasentimental, el de las apariencias. No en vano ella es la única que ve los esclavos muertos volver a su casa (Ana prefiere ver esclavos muertos que no ver esclavos en absoluto). Y es ella, en un gesto de extraña contundencia, quien entierra en su jardín todo aquello que no le sirve. Esa histeria que la familia ve en Ana implica pasar a complacerla: ella quiere tener un ritual para los muertos, así Josefina y su madre pueden estar tranquilas. María, la hermana de Ana, que es monja, recurre a una vieja criada que le servía a la familia para realizar el ritual que Ana tanto pide (lo pide con euforia porque es también una imagen de su infancia: en la mitad de una noche fue a visitar los esclavos y los encontró en una celebración que nunca olvidó; esas imágenes la persiguen). La llegada de Iná y su hijo a la casa Soares reacomoda una especie de rutina y mientras se prepara aquel ritual todas las mujeres intentan reanudar sus vidas como pueden: la madre quiere “abrirle el mundo” al hijo de Iná; Ana, transida, recibe a un pretendiente, aminalado y temeroso de su condición, para un probable matrimonio que le lleva poesía de João da Cruz e Sousa y ella solo parece sacar a relucir su rampante racismo; María se pregunta por el lugar de Dios y la posibilidad de otras clases de almas mientras enseña a pequeñas niñas; Iná busca a su esposo y cuenta los días para dejar de ver a los Soares de una vez por todas. Generalmente, todo pasa en esa casa que amenaza con tragarse a todos sus habitantes, pero cuando la película sale de esas paredes demoníacas se ciñe a una idea: la mezcla de todos los tiempos (aparecen los carros y los edificios que quieren tocar el cielo) se traduce en que los muertos de ayer serán también los muertos de mañana. Así mismo, inhumar, que es lo que hace Ana con tanto desenfreno, no servirá para nada: la Historia, a fuerza de ser escrita por los exiliados, los acorralados a las esquinas de la vida, revivirá a los muertos cada vez que sea necesario.
Estas dos películas comparten los mejores planos finales de lo que va del festival. Queda pendiente explicar por qué estas dos películas, con una carga densa de narración (más la brasileña que la de Reichardt) y una estructura de tono total, donde nada está por fuera y todo parece dicho y alcanzable, sobre la naturaleza toda, tienen la sensación de obras maestras. Películas donde el cine alcanza una rara plenitud.
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BERLINALE (03) - REICHARDT Y LOS MUERTOS
Las películas de Reichardt confirman, una después de la otra, que pertenecen a otro orden. Al orden de la naturaleza. Pertenecen al aire, al agua, a la tierra. Hay una conexión directa con todo el entorno virgen del individuo (es el entorno de sus personajes pero también es el nuestro, el de los espectadores). Todas esas ideas estructurales de su cine están radicalizadas en la escena inicial de su nueva película, First Cow, donde el tiempo se calcula como suponemos lo calcula para su oficio un geólogo. Una mujer pasea su perro por la orilla de un río. Vemos el río y después un barco que navega en él. Parece la luz del comienzo del día, de amarillo puro, y cierto vaho se levanta de la tierra. La belleza de todo lo que se ve es deslumbrante. El río corre tranquilo y el barco enorme que va encima de él cruza el plano. El perro de la mujer encuentra algo. ¿Un tesoro? Algo así. La joven mujer procede a desenterrar con sus propias manos aquello que sospecha ha sacado de la tierra su perro. El suelo, pues, se vuelve tema en estas imágenes. En en ese lugar común y omnipresente (donde no hay suelo no hay naturaleza) empieza y termina la historia de dos hombres (que se creen comunes pero no lo son: en medio del ambiente más hosco y en un momento de la historia donde la suciedad y la virilidad desmedida eran requisito, este par sueña con leche, miel, harina y un escape. Los distingue un cierto carisma, una libertad de ideas. También solo quieren dinero porque eso significa pasar tiempo juntos, tener un proyecto que implique la vida de los dos). First Cow, de accidentes históricos, es, pues, tanto un cuento de una improbable amistad (que empieza como el relato de una fuga) como la fragua de un sueño y la aventura por ese sueño. La vida nunca es lineal. Estos dos amigos se encuentran. Se separan y emprenden caminos solitarios. Uno se compra unas nuevas botas (que debe ensuciar para evitar chismes desafortunados y posibles robos). El otro logra salir de su persecución. Se encuentran en un bar. Es como si el tiempo no hubiera pasado. Sin saberlo muy bien el mamífero nuevo –una hermosa vaca, la del título– que ha llegado a donde viven los unirá para siempre. El uno visita la casa del otro, ahí se instalan los dos. Se limpia y se cocina. Se añora por otra vida. Se discuten proyectos. Se cuentan sus pasados. A pesar del feroz entorno, ellos logran habitar cierta armonía.
La película, si se quiere, estudia con detenimiento y cariño esa zona de creación de armonía (también de una sorprendente fragilidad), esas claves y conductas que le sirven a los personajes para habitar lo que es tierra de ningún hombre. Incluso cuando todo sale mal, la película no transita el fácil camino de la discusión y el quiebre. Esta amistad es indisoluble. La fluidez del estilo de Reichardt encuentra en sus dos protagonistas, que esgrimen muy bien las intenciones temáticas de First Cow (el trabajo, la amistad, las incipientes pero claramente definidas clases sociales, la aventura del crimen y su perversa venganza), las bases fundacionales para perseverar en la obsesión por la naturaleza y los paralelos entre distintas formas de vivir (no en vano la película está habitada por cazadores, oficiales del ejército, burgueses ingleses, chefs, transportadores, amas de casa, encargados de la seguridad hogareña, personalidades indias). A la destreza de los protagonistas se le suma que, además, debían sostener todo al mismo tiempo: Reichardt es una directora democrática y detesta la jerarquización de sus preocupaciones. Todo está mezclado y es ella y sus actores quienes van dando las puntadas para comprender este mapa filosófico, especializado en el espacio virgen que paulatinamente va perdiendo esa condición. “La historia aquí no ha llegado”, dice uno de los personajes. Pero llegará. Y esa es la gran materia del film, de un empecinamiento lírico deslumbrante (el final es absolutamente hermoso). Ya no hay dudas de que Reichardt es una franciscana y que ha hecho una película sobre la dulce mudez de una vaca –que trae alegrías y desgracias, pero sobre todo alegrías–, así, First Cow se puede leer como una parábola (y también como un haiku) sobre los hombres que visitan el frágil y todavía nuevo Jardín del Edén.
Esta es la imagen de Journey to Italy, la película de Rossellini, que gravita durante toda First Cow.
La naturaleza, y la operación inversa que hacía comenzar First Cow, son también de importancia estructural en Todos os mortos, la descollante película oliveiriana, dirigida por Caetano Gotardo y Marco Dutra, que Brasil presenta en la competencia. Dos historias paralelas de padres y madres –el destino entero de dos familias– se escriben durante los episodios que la película narra. Se trata de cuatro momentos alrededor del aniversario de la independencia de Brasil, Navidad, el día de muertos y el carnaval. Ese paralelismo de destinos que elabora la película es también la descripción minuciosa y alegórica de espacios no reconciliados para distintas imaginerías (digamos lo católico y lo pagano, también dos formas de enfrentar el duelo y de pensar el origen y la tradición). Y es así como la naturaleza de la película es la de la propia muerte, y no se trata de que estemos frente a un film muerto, todo lo contrario: así no lo parezca esta película es una experiencia ríspida. Todos os mortos es una película de cámara, con cartas que son motor narrativo y voces en off (siendo la del final la más hermosa de todas), que, a fuerza de revivir los muertos, adquiere una vida propia. Inicia con la muerte de Josefina, la criada –antigua esclava– de la casa Soares. Esa ausencia penetrará en la madre y sus dos hijas (viven solas, su padre está ausente, vive lejos, en una hacienda que solía ser suya –la naturaleza es también fuente de riquezas para el relato de algunas familias–) de formas distintas. Es así como el destino de los Soares se vuelve el de la decadencia o el de la inútil insistencia por recuperar un lugar (ahora invisible) de nobleza y ampulosidad. La madre representará el rumbo a la caída y Ana, la hija pianista que no sale de la casa pero que eufóricamente recibe el mundo (los hombres) en su casa, la permanencia –imposible– en la cima: el corazón de Ana tiene un dilema extrasentimental, el de las apariencias. No en vano ella es la única que ve los esclavos muertos volver a su casa (Ana prefiere ver esclavos muertos que no ver esclavos en absoluto). Y es ella, en un gesto de extraña contundencia, quien entierra en su jardín todo aquello que no le sirve. Esa histeria que la familia ve en Ana implica pasar a complacerla: ella quiere tener un ritual para los muertos, así Josefina y su madre pueden estar tranquilas. María, la hermana de Ana, que es monja, recurre a una vieja criada que le servía a la familia para realizar el ritual que Ana tanto pide (lo pide con euforia porque es también una imagen de su infancia: en la mitad de una noche fue a visitar los esclavos y los encontró en una celebración que nunca olvidó; esas imágenes la persiguen). La llegada de Iná y su hijo a la casa Soares reacomoda una especie de rutina y mientras se prepara aquel ritual todas las mujeres intentan reanudar sus vidas como pueden: la madre quiere “abrirle el mundo” al hijo de Iná; Ana, transida, recibe a un pretendiente, aminalado y temeroso de su condición, para un probable matrimonio que le lleva poesía de João da Cruz e Sousa y ella solo parece sacar a relucir su rampante racismo; María se pregunta por el lugar de Dios y la posibilidad de otras clases de almas mientras enseña a pequeñas niñas; Iná busca a su esposo y cuenta los días para dejar de ver a los Soares de una vez por todas. Generalmente, todo pasa en esa casa que amenaza con tragarse a todos sus habitantes, pero cuando la película sale de esas paredes demoníacas se ciñe a una idea: la mezcla de todos los tiempos (aparecen los carros y los edificios que quieren tocar el cielo) se traduce en que los muertos de ayer serán también los muertos de mañana. Así mismo, inhumar, que es lo que hace Ana con tanto desenfreno, no servirá para nada: la Historia, a fuerza de ser escrita por los exiliados, los acorralados a las esquinas de la vida, revivirá a los muertos cada vez que sea necesario.
Estas dos películas comparten los mejores planos finales de lo que va del festival. Queda pendiente explicar por qué estas dos películas, con una carga densa de narración (más la brasileña que la de Reichardt) y una estructura de tono total, donde nada está por fuera y todo parece dicho y alcanzable, sobre la naturaleza toda, tienen la sensación de obras maestras. Películas donde el cine alcanza una rara plenitud.
Más sobre la Berlinale 2020:
BERLINALE (01) – LOS PLANOS
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