También en Portugal, en Vila do Conde, se reúnen anualmente para descubrir nombres y hacer campo visible a las nuevas generaciones de cineastas. La novedad entra por el cortometraje y allí la gente se dispone a descubrir cómo eso (tan) pequeño puede ser (tan) grande. Después de todo, en el cine importan los planos, no la suma de todos los minutos. Y los planos de esta selección portuguesa dejaban una cosa bien clara: la expedición de las imágenes se hace –apenas con una o dos excepciones, flagrantes de puro capricho– pretendiendo capturar eso efímero y resbaladizo que hemos bautizado belleza. Digamos pues que el ojo portugués es un ojo pictórico. Una evidencia clara es Noite perpétua, la película de Pedro Peralta. Siempre dentro de una casa de paredes verdes, amenazada por el tiempo y la humedad, una mujer recibe a la muerte en la puerta, su puerta. La muerte viene disfrazada de nación, de patria. Apenas en un plano ella asume su destino y se despide de todas las otras mujeres que habitan la casa desvencijada. Las tinieblas y el terror oscuro de Goya están en esos delicados y acelerados travellings que presionan el espacio para auscultar ese terreno incierto entre la sabiduría y enorme tristeza que provee el saberse muerto, condenado. Y como vaticina el título: nunca ahí dejará de ser noche. Tiniebla incluso a la luz del sol. Digamos, pues, que Noite perpétua es pura oscuridad desbordada. Una película con fácil propensión a los nervios que hábilmente se decide por una apertura diminuta hacia un temblor anunciante, el final de todos: la pura muerte.
Vila do Conde, la pequeña ciudad, encantadora y mística (según fotos, yo no he ido), parece ser la suma de todo el imaginario portugúes: puerto, convento e iglesia. El universo de la ciudad, que sabe cuidar de su pasado, se confunde, digamos, con el universo oliveiriano. Y así puede uno empezar a dibujar conexiones entre ese nuevo cine y ese otro cine ya maduro, vivo pero no viejo. El cine en Portugal tiene tres grandes patrones visibles: Oliveira, cineasta del ascenso a los cielos y de todo eso que resulta demasiado místico para apenas describirse con palabras, cine del espíritu y de la espera recompensada; Costa, salido del reino de las sombras, comprometido con la práctica delante y detrás de las cámaras (“Toda película es el resultado estético de su proceso de producción”); y Rodrigues, cineasta del impulso erótico, donde se vive con la desdicha pero donde a nadie nunca le conviene. Esa consolidada trinidad –santa, sí, santa– hace ver, por ejemplo, a Miguel Gomes, Joao Nicolau y Leonor Teles como verdaderas raras avis. No será difícil entonces pensar que cada nuevo cortometraje tendrá alguna afiliación con esos nombres. La creación en ese libre y rebelde formato es también un testimonio de búsqueda por una tradición propia.
A terra do nao retorno, de Patrick Mendes
A terra do nao retorno, de Patrick Mendes, es un rústico y mitológico regreso al génesis. La película sigue la realización de un milagro: un hombre necesita nuevos ojos y nuevos ojos tendrá. Tránsito místico: de las oscuras tinieblas de la ceguera a la luminosidad –el sol parece ser algo así como el vientre de la película– de ese mundo atávico, de comunidad y magia (son las lágrimas de una elegida las que permiten lo sobrenatural). En Mendes, el eje de la tradición es claro: su cine convoca al espíritu. Las lavanderas que dan inicio al film recuerdan de inmediato al personaje (una mujer muda) de Isabel Ruth en El valle de Abraham. El mundo que crea (Ruth en la película de Oliveira y Mendes en su película) no necesita de las palabras. Persigue el material de los rostros y de la naturaleza. Carne y porcelana se convierten en sinónimos. Todo está vivo y hecho de la misma materia. A terra do nao retorno es la búsqueda de una forma de vida hechizada que, hecha imágenes –a su vez vistas como testimonio de una posible (nueva) vida ancestral–, revelan la trascendencia del espíritu, la materialización de la fe. El enigmático título encuentra sentido cuando pensamos la película como una sobre el brillo. Al recuperar la vista, la entrada del sol a los ojos no tiene vuelta atrás (“pensar es estar enfermo de los ojos”, escribió Pessoa).
Aunque los portugueses tienen una pronunciada devoción por los materiales físicos del cine, sus creaciones no estaño exentas de los males del presente: crueldad infantil convertida en misterio soso vía animales muertos. Noite turva, de Diogo Salgado, y O nosso reino, de Lúis Costa, trajeron la cuota de niños perdidos, ensañados en rutinas que no entienden. Frente a esos ejercicios desbaratados de supuesta psicología infantil críptica no hay mucho por decir más que considerarlos trabajos de un trocador. Una etapa donde hay alegría y donde el niño explora el mundo con las palabras –el grito, el llanto, la súplica, el susurro– es intercambiada por una de pura niebla y de niños sin palabras, sin lenguaje. Estas películas los enmudecen. Los dejan atravesando bosques espesos, lagunas mugrientas y paisajes desolados. Los niños indefensos quedan sin saber qué hacer dentro de ese ensimismado terror rural. El ejercicio dispuesto a pensar la crueldad se vuelve cruel, nefasto. Es ese el peligro del presente del cine.
El misterio que sí importa es el misterio del dibujo: delirios de luz y sombra; proclamas e instrucciones auditivas. Elo, de Alexandra Ramires, es, para decirlo sin trabas, una obra maestra. Apenas once minutos de delirio de punto de vista. Caleidoscopio y fábula a la vez. Con trazos desequilibrados y con una nueva teoría sobre las proporciones, la película desarrolla una posibilidad de nueva percepción donde nada es lo que parece. Las máscaras y los disfraces son también núcleo duro de Elo. Pura genialidad. Pura energía que electriza.
Armour, lo más reciente de Sandro Aguilar, cineasta enigmático, como la armadura de su título, está desperdigado en partes. Se arma y se desarma. Lo que uno piensa constantemente al ver la película es en la palabra exclusión. El compromiso de Aguilar parece ser con aquello que generalmente queda excluido de una narración. Es un experimento geográfico y un buen desafío a las palabras y las imágenes. Por momentos, la invención de un nuevo GPS y la búsqueda en los límites de las narraciones.
Formulando otro sentido de la ubicación y la presencia del individuo en el mundo está Ursula, de Eduardo Brito. Película geográfica que da cuenta de la gramática de los sueños, ese reino inabarcable donde el negro y el azul se confunden. Sobre el tránsito, la transformación y la posibilidad de transmutar la identidad, la película es un relato hablado, poseído por la oralidad y destinado a tener la apariencia de un sueño con el cielo indeciso: poco importa si es de día o de noche.
En esta región enigmática y penumbrosa convertida en cortometrajes queda el sabor del sinsabor. Allí convive todo: la trampa de la modernidad (Nha Mila, Quantum Creole) y la plenitud del estilo (Catavento, Salsa). En silencio, esta reunión de cine –altibaja, caótica, cimentada en el desvanecimiento– eleva hacia la superficie las ideas de ambición y novedad. ¿Qué es lo que viene en términos de pobreza y riqueza del lenguaje, de las posibilidades de narración? Es extraño. Extraño porque parece este un cine sin dificultades, encargado de borrar con el codo los límites que traza una mano ligera. Los nuevos nombres bucean entre una inaudita libertad. Genial cuando se inclina hacia la gentileza y la afabilidad. Queda como clave de un cine por venir la persecución de lo imposible. La incógnita y el entresijo es el imán que da combustible a estas imágenes.
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CORTOS EN VILA DO CONDE
Sobre la competencia portuguesa en Curtas Vila Do Conde
También en Portugal, en Vila do Conde, se reúnen anualmente para descubrir nombres y hacer campo visible a las nuevas generaciones de cineastas. La novedad entra por el cortometraje y allí la gente se dispone a descubrir cómo eso (tan) pequeño puede ser (tan) grande. Después de todo, en el cine importan los planos, no la suma de todos los minutos. Y los planos de esta selección portuguesa dejaban una cosa bien clara: la expedición de las imágenes se hace –apenas con una o dos excepciones, flagrantes de puro capricho– pretendiendo capturar eso efímero y resbaladizo que hemos bautizado belleza. Digamos pues que el ojo portugués es un ojo pictórico. Una evidencia clara es Noite perpétua, la película de Pedro Peralta. Siempre dentro de una casa de paredes verdes, amenazada por el tiempo y la humedad, una mujer recibe a la muerte en la puerta, su puerta. La muerte viene disfrazada de nación, de patria. Apenas en un plano ella asume su destino y se despide de todas las otras mujeres que habitan la casa desvencijada. Las tinieblas y el terror oscuro de Goya están en esos delicados y acelerados travellings que presionan el espacio para auscultar ese terreno incierto entre la sabiduría y enorme tristeza que provee el saberse muerto, condenado. Y como vaticina el título: nunca ahí dejará de ser noche. Tiniebla incluso a la luz del sol. Digamos, pues, que Noite perpétua es pura oscuridad desbordada. Una película con fácil propensión a los nervios que hábilmente se decide por una apertura diminuta hacia un temblor anunciante, el final de todos: la pura muerte.
Vila do Conde, la pequeña ciudad, encantadora y mística (según fotos, yo no he ido), parece ser la suma de todo el imaginario portugúes: puerto, convento e iglesia. El universo de la ciudad, que sabe cuidar de su pasado, se confunde, digamos, con el universo oliveiriano. Y así puede uno empezar a dibujar conexiones entre ese nuevo cine y ese otro cine ya maduro, vivo pero no viejo. El cine en Portugal tiene tres grandes patrones visibles: Oliveira, cineasta del ascenso a los cielos y de todo eso que resulta demasiado místico para apenas describirse con palabras, cine del espíritu y de la espera recompensada; Costa, salido del reino de las sombras, comprometido con la práctica delante y detrás de las cámaras (“Toda película es el resultado estético de su proceso de producción”); y Rodrigues, cineasta del impulso erótico, donde se vive con la desdicha pero donde a nadie nunca le conviene. Esa consolidada trinidad –santa, sí, santa– hace ver, por ejemplo, a Miguel Gomes, Joao Nicolau y Leonor Teles como verdaderas raras avis. No será difícil entonces pensar que cada nuevo cortometraje tendrá alguna afiliación con esos nombres. La creación en ese libre y rebelde formato es también un testimonio de búsqueda por una tradición propia.
A terra do nao retorno, de Patrick Mendes
A terra do nao retorno, de Patrick Mendes, es un rústico y mitológico regreso al génesis. La película sigue la realización de un milagro: un hombre necesita nuevos ojos y nuevos ojos tendrá. Tránsito místico: de las oscuras tinieblas de la ceguera a la luminosidad –el sol parece ser algo así como el vientre de la película– de ese mundo atávico, de comunidad y magia (son las lágrimas de una elegida las que permiten lo sobrenatural). En Mendes, el eje de la tradición es claro: su cine convoca al espíritu. Las lavanderas que dan inicio al film recuerdan de inmediato al personaje (una mujer muda) de Isabel Ruth en El valle de Abraham. El mundo que crea (Ruth en la película de Oliveira y Mendes en su película) no necesita de las palabras. Persigue el material de los rostros y de la naturaleza. Carne y porcelana se convierten en sinónimos. Todo está vivo y hecho de la misma materia. A terra do nao retorno es la búsqueda de una forma de vida hechizada que, hecha imágenes –a su vez vistas como testimonio de una posible (nueva) vida ancestral–, revelan la trascendencia del espíritu, la materialización de la fe. El enigmático título encuentra sentido cuando pensamos la película como una sobre el brillo. Al recuperar la vista, la entrada del sol a los ojos no tiene vuelta atrás (“pensar es estar enfermo de los ojos”, escribió Pessoa).
Aunque los portugueses tienen una pronunciada devoción por los materiales físicos del cine, sus creaciones no estaño exentas de los males del presente: crueldad infantil convertida en misterio soso vía animales muertos. Noite turva, de Diogo Salgado, y O nosso reino, de Lúis Costa, trajeron la cuota de niños perdidos, ensañados en rutinas que no entienden. Frente a esos ejercicios desbaratados de supuesta psicología infantil críptica no hay mucho por decir más que considerarlos trabajos de un trocador. Una etapa donde hay alegría y donde el niño explora el mundo con las palabras –el grito, el llanto, la súplica, el susurro– es intercambiada por una de pura niebla y de niños sin palabras, sin lenguaje. Estas películas los enmudecen. Los dejan atravesando bosques espesos, lagunas mugrientas y paisajes desolados. Los niños indefensos quedan sin saber qué hacer dentro de ese ensimismado terror rural. El ejercicio dispuesto a pensar la crueldad se vuelve cruel, nefasto. Es ese el peligro del presente del cine.
El misterio que sí importa es el misterio del dibujo: delirios de luz y sombra; proclamas e instrucciones auditivas. Elo, de Alexandra Ramires, es, para decirlo sin trabas, una obra maestra. Apenas once minutos de delirio de punto de vista. Caleidoscopio y fábula a la vez. Con trazos desequilibrados y con una nueva teoría sobre las proporciones, la película desarrolla una posibilidad de nueva percepción donde nada es lo que parece. Las máscaras y los disfraces son también núcleo duro de Elo. Pura genialidad. Pura energía que electriza.
Armour, lo más reciente de Sandro Aguilar, cineasta enigmático, como la armadura de su título, está desperdigado en partes. Se arma y se desarma. Lo que uno piensa constantemente al ver la película es en la palabra exclusión. El compromiso de Aguilar parece ser con aquello que generalmente queda excluido de una narración. Es un experimento geográfico y un buen desafío a las palabras y las imágenes. Por momentos, la invención de un nuevo GPS y la búsqueda en los límites de las narraciones.
Formulando otro sentido de la ubicación y la presencia del individuo en el mundo está Ursula, de Eduardo Brito. Película geográfica que da cuenta de la gramática de los sueños, ese reino inabarcable donde el negro y el azul se confunden. Sobre el tránsito, la transformación y la posibilidad de transmutar la identidad, la película es un relato hablado, poseído por la oralidad y destinado a tener la apariencia de un sueño con el cielo indeciso: poco importa si es de día o de noche.
En esta región enigmática y penumbrosa convertida en cortometrajes queda el sabor del sinsabor. Allí convive todo: la trampa de la modernidad (Nha Mila, Quantum Creole) y la plenitud del estilo (Catavento, Salsa). En silencio, esta reunión de cine –altibaja, caótica, cimentada en el desvanecimiento– eleva hacia la superficie las ideas de ambición y novedad. ¿Qué es lo que viene en términos de pobreza y riqueza del lenguaje, de las posibilidades de narración? Es extraño. Extraño porque parece este un cine sin dificultades, encargado de borrar con el codo los límites que traza una mano ligera. Los nuevos nombres bucean entre una inaudita libertad. Genial cuando se inclina hacia la gentileza y la afabilidad. Queda como clave de un cine por venir la persecución de lo imposible. La incógnita y el entresijo es el imán que da combustible a estas imágenes.
Armour, de Sandro Aguilar
Ursula, de Eduardo Brito
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