Sibyl, película de excesos –un mapa sentimental que dibuja el licor– y evidencia de un posible encuentro entre Hitchcock y Ozon para decir algo completamente singular (el deseo, de tan impronunciable e inabarcable, se vuelve, a la vez, autodestructivo e impulso creador: quien sea capaz de sostener esas tres consecuencias sabrá llevar la vida, de lo contrario le espera la confusión), llega sorpresivamente a los cines de Colombia después de un mudo paso por el festival de Cannes. Es sobre la mentira y la fascinación por cualquier cosa que sea mentirosa. Impulsada por las ganas y la necesidad de descifrar dos personalidades: psicóloga y paciente. Así, hay toda una estructura de espejos y espejismos. Juegos de caras y sonrisas. Hay también un aliento máximo: entender que la vida de aquella que examina otras vidas, la propia Sibyl (sibyl traduce al español sibila, aquella mujer con dones proféticos), es la más nauseabunda, descontrolada y de una bruma dorada y silenciosa. Ese aliento permite que el clímax triple de la película sea, precisamente, el despedazamiento, salvaje y sereno, de los espejos que ya mencionamos. Sybil es la excavación de una vida. Todo se acumula, es un dibujo sentimental sin explicaciones. Todo viene en cantidades exorbitantes para los cuerpos. Hay que ver como nunca resisten: todo es explosión. ¿La herencia hitchockiana? Que el amor es un asunto de suspenso (generalmente triangular) –alguien escucha lo que no debe, la introducción de las sorpresas y los giros; todo el cariño como un juego de información–. ¿La herencia de Ozon? La mentira y el absurdo; la acumulación de asuntos sin explicación, la posibilidad de que el otro sea muchos más.
¿Qué pasa en Sibyl? Una mujer (Virginie Efira en estado de gracia absoluto, con todos los rangos de la expresión humana bajo su manga, y con su rostro entregado a la ciencia para su estudio), la que con su nombre le regala el título a la película, después de años de no hacerlo, decide volver a escribir. Su carrera como autora paró para abrirle espacio a la psicología. Con esta nueva decisión del retorno rompe (también película de nuevos comienzos y de cortes con hábitos, ideas, hechos y gentes del pasado) con muchos de sus viejos pacientes (se queda con alguno cuantos). Su búsqueda de inspiración para una nueva novela (uno de los personajes, al parecer un erudito desconsolado y sin demasiado público para su conocimiento, en la primera línea de diálogo, describe la escritura como una toma de rehenes: el escritor aprisiona a sus lectores, obligándolos a habitar su mente por una cantidad variable de horas. Algo de eso termina pasando en esta película) se fusiona con la intensa llegada de una nueva posible paciente, Margot (Adèle Exarchopoulos, contenida y fabulosa, maga de silencio), tan llena de sorpresas y tan difícil de eludir, que Sibyl –no tiene de otra– se queda con ella. Su ficción –que espera publicar– se empieza a nutrir de esa otra mujer. Los límites, el decoro y las mentiras se difuminan. Sin sospechas de maldad, todo el mundo hace lo que le plazca (el amor es la única guía, sus recuerdos atenazan el futuro). Toda una serie de cosas llevan a Sibyl a viajar al rodaje de una película en una isla que es más un volcán enorme (Estrómboli) y no un paraíso idílico (aunque hay que ver lo hermoso que es todo en esa isla, el mar que se consume las casas y las caras de las actrices), así como esta película: volcán, llena de lava, hirviendo. Con ese hecho, Justine Triet, ya en su tercera película, propone una cómica y para nada descabellada nueva idea para todos sus colegas: la necesidad de incluir a una psicóloga en el set. Lo que pasa gracias a esa llegada es, otra vez, doble: da risa y da miedo. Se sufre en ambos casos. Ese contacto con otro que viene de otro planeta motiva un drástico cambio en las dinámicas de los sujetos que rodean a Margot y a Sibyl.
¿Cómo penetrar este túnel de espejos, ecos y resonancias? Las emociones, aunque definidas e identificables, nos parecen misteriosas e inesperadas. ¿Tanto nos hemos desacostumbrado al cine que se permitía el lujo de ver los huesos sentimentales de cada cuerpo? Una epidermis hecha de lágrimas, besos y gritos, evidencias totales de las emociones. Hábilmente, Sibyl suma una más: el silencio. En la película, recargada y echada a andar gracias a las desnudas y frágiles líneas de diálogo, la ausencia de palabras es el ultimátum a muerte. La actriz, Margot, decide dejarle de hablar a su directora (Sandra Hüller) y a su actor-compañero-de-escena-y-antiguo-amante (Gaspard Ulliel) cuando no resiste más el peso de tanta emoción, demasiados disparos para un solo cuerpo. Sybil, cuando la echan del rodaje, le dice a su paciente traicionada “Es mejor que no diga nada”. Así mismo, la última pregunta que escuchamos en la película queda sin respuesta. También en otra de las líneas de sucesos que atraviesan la película, Sibyl y su hermana, después de una constatación dolorosa, no pueden decirse nada más. Esta cadena de silencios (nunca eterna: el dolor pasa, las heridas cierran, los precipicios desaparecen) es apenas un delicado juego, entre tantos, que propone lo que probablemente sea el estreno más descabellado del año: no hay nada que no sea sorpresivo. Un ejemplo de complicidad total entre una protagonista y su directora. Un cine que, en su rechazo a cualquier lógica que no remita al amor literario, al desparpajo y al desorden de la vida de sus personajes, fascina y enloquece. La bola de nieve que es la película termina cayendo sobre uno. Lo que pasa es que no se sale helado de la proyección sino en una especie de estado extático, con la capacidad de volver a creer en el llanto como prueba de la existencia del alma.
*
A propósito de su estreno, Justine Triet nos contestó un par de preguntas en una entrevista flash que intentó, con altos y bajos, superar las barreras del idioma.
¿Cómo se arma la idea para una película que es tan enorme?
Fue un proceso de escritura muy largo. Para comenzar a armar el proyecto se partió de una idea simple de Sibyl. Comenzamos con un personaje que, al incio, ayuda a los otros, la vemos en familia, en cosas rutinarias. Y, a partir de eso, armamos tres etapas principales: 1. Observación y escritura: ella descubre a Margot como una observadora. 2. Pasar a la vida: cuando Sibyl se instala en la vida de Margot se empieza a abrir una caja de Pandora. 3. Sin máscara: después de entrar a esa segunda realidad el propósito era quitarle a Sibyl su máscara, verla por dentro. Sibyl empieza anclada a su rutina, es un buen soldado. A medida que pasa la película, la vamos a encontrar en medio de crisis. Así, salen a la luz las crisis.
¿Qué piensas al filmar una escena? Con tantas ideas que tiene la película, ¿cómo te acercas a cada escena?
Depende de lo que rodamos. No me gustan las repeticiones; le tengo fobia a la repetición. En ese proceso no encontramos la magia y las cosas se van perdiendo con cada repetición. Soy rigurosa con la creación de mis planos. Para esta película me tomé mucho tiempo, al lado del director de fotografía, Simon Beaufils, para pensar cada escena, cada plano. Antes de rodaje no me gusta estar con los actores. A veces me lo proponen o me hacen muchas preguntas y no me parece algo necesariamente útil. Como ruedo rápido y mucho, la planeación debe ser excesiva, llego al set con las ideas muy claras. Lo que me gusta hacer es jugar con las emociones: les digo a los actores que cambien su estado de ánimo en general para cada toma. De esa manera, nunca tenemos dos escenas iguales. La energía del actor es lo que me preocupa. El guion siempre lo seguimos y la planeación de nuestros planos también.
La escritura y las historias, los entramados dramáticos, parecen ser un punto importante de esta y de tu película anterior. También son protagonizadas por la misma actriz. ¿Qué crees que se necesita para escribir, dentro de la ficción y para crear la ficción? ¿La ficción para qué?
Se necesita del deseo. Y es, efectivamente, a través del encuentro con otra persona que se desencadena. La escritura es siempre la atracción por otra cosa. Eso es precisamente lo que pasa en Another Woman, de Woody Allen, que fue una película en la que pensé antes de iniciar la escritura de Sibyl. Sibyl encuentra a Margot pero ella también tiene la necesidad de inventarla. Podríamos hablar no de espejo, sino de espejos-invertidos: hay una devolución de la imagen distinta. Por ejemplo: Sibyl, que sí tuvo su hijo, ve algo indescifrable en Margot, que decidió no tener a su hijo. Son correspondencias diagonales, complementarias. Pensé en el choque y en los ecos.
La palabra es un motor de la película. Sin embargo, cuando están en el set de rodaje, nadie puede hablar con nadie. Necesitan de Sibyl para lograr la comunicación. ¿Cómo definirías la relación de tus personajes con la palabra?
La palabra fue, en realidad, lo más fácil de todo. Los diálogos iban saliendo de las situaciones. Estaba primero lo que pasa y luego lo que se dicen. Sobre todo en Stromboli, donde todo depende tanto de lo que hacían los actores.
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CRISIS Y VÉRTIGO
Sibyl, de Justine Triet
Sibyl, película de excesos –un mapa sentimental que dibuja el licor– y evidencia de un posible encuentro entre Hitchcock y Ozon para decir algo completamente singular (el deseo, de tan impronunciable e inabarcable, se vuelve, a la vez, autodestructivo e impulso creador: quien sea capaz de sostener esas tres consecuencias sabrá llevar la vida, de lo contrario le espera la confusión), llega sorpresivamente a los cines de Colombia después de un mudo paso por el festival de Cannes. Es sobre la mentira y la fascinación por cualquier cosa que sea mentirosa. Impulsada por las ganas y la necesidad de descifrar dos personalidades: psicóloga y paciente. Así, hay toda una estructura de espejos y espejismos. Juegos de caras y sonrisas. Hay también un aliento máximo: entender que la vida de aquella que examina otras vidas, la propia Sibyl (sibyl traduce al español sibila, aquella mujer con dones proféticos), es la más nauseabunda, descontrolada y de una bruma dorada y silenciosa. Ese aliento permite que el clímax triple de la película sea, precisamente, el despedazamiento, salvaje y sereno, de los espejos que ya mencionamos. Sybil es la excavación de una vida. Todo se acumula, es un dibujo sentimental sin explicaciones. Todo viene en cantidades exorbitantes para los cuerpos. Hay que ver como nunca resisten: todo es explosión. ¿La herencia hitchockiana? Que el amor es un asunto de suspenso (generalmente triangular) –alguien escucha lo que no debe, la introducción de las sorpresas y los giros; todo el cariño como un juego de información–. ¿La herencia de Ozon? La mentira y el absurdo; la acumulación de asuntos sin explicación, la posibilidad de que el otro sea muchos más.
¿Qué pasa en Sibyl? Una mujer (Virginie Efira en estado de gracia absoluto, con todos los rangos de la expresión humana bajo su manga, y con su rostro entregado a la ciencia para su estudio), la que con su nombre le regala el título a la película, después de años de no hacerlo, decide volver a escribir. Su carrera como autora paró para abrirle espacio a la psicología. Con esta nueva decisión del retorno rompe (también película de nuevos comienzos y de cortes con hábitos, ideas, hechos y gentes del pasado) con muchos de sus viejos pacientes (se queda con alguno cuantos). Su búsqueda de inspiración para una nueva novela (uno de los personajes, al parecer un erudito desconsolado y sin demasiado público para su conocimiento, en la primera línea de diálogo, describe la escritura como una toma de rehenes: el escritor aprisiona a sus lectores, obligándolos a habitar su mente por una cantidad variable de horas. Algo de eso termina pasando en esta película) se fusiona con la intensa llegada de una nueva posible paciente, Margot (Adèle Exarchopoulos, contenida y fabulosa, maga de silencio), tan llena de sorpresas y tan difícil de eludir, que Sibyl –no tiene de otra– se queda con ella. Su ficción –que espera publicar– se empieza a nutrir de esa otra mujer. Los límites, el decoro y las mentiras se difuminan. Sin sospechas de maldad, todo el mundo hace lo que le plazca (el amor es la única guía, sus recuerdos atenazan el futuro). Toda una serie de cosas llevan a Sibyl a viajar al rodaje de una película en una isla que es más un volcán enorme (Estrómboli) y no un paraíso idílico (aunque hay que ver lo hermoso que es todo en esa isla, el mar que se consume las casas y las caras de las actrices), así como esta película: volcán, llena de lava, hirviendo. Con ese hecho, Justine Triet, ya en su tercera película, propone una cómica y para nada descabellada nueva idea para todos sus colegas: la necesidad de incluir a una psicóloga en el set. Lo que pasa gracias a esa llegada es, otra vez, doble: da risa y da miedo. Se sufre en ambos casos. Ese contacto con otro que viene de otro planeta motiva un drástico cambio en las dinámicas de los sujetos que rodean a Margot y a Sibyl.
¿Cómo penetrar este túnel de espejos, ecos y resonancias? Las emociones, aunque definidas e identificables, nos parecen misteriosas e inesperadas. ¿Tanto nos hemos desacostumbrado al cine que se permitía el lujo de ver los huesos sentimentales de cada cuerpo? Una epidermis hecha de lágrimas, besos y gritos, evidencias totales de las emociones. Hábilmente, Sibyl suma una más: el silencio. En la película, recargada y echada a andar gracias a las desnudas y frágiles líneas de diálogo, la ausencia de palabras es el ultimátum a muerte. La actriz, Margot, decide dejarle de hablar a su directora (Sandra Hüller) y a su actor-compañero-de-escena-y-antiguo-amante (Gaspard Ulliel) cuando no resiste más el peso de tanta emoción, demasiados disparos para un solo cuerpo. Sybil, cuando la echan del rodaje, le dice a su paciente traicionada “Es mejor que no diga nada”. Así mismo, la última pregunta que escuchamos en la película queda sin respuesta. También en otra de las líneas de sucesos que atraviesan la película, Sibyl y su hermana, después de una constatación dolorosa, no pueden decirse nada más. Esta cadena de silencios (nunca eterna: el dolor pasa, las heridas cierran, los precipicios desaparecen) es apenas un delicado juego, entre tantos, que propone lo que probablemente sea el estreno más descabellado del año: no hay nada que no sea sorpresivo. Un ejemplo de complicidad total entre una protagonista y su directora. Un cine que, en su rechazo a cualquier lógica que no remita al amor literario, al desparpajo y al desorden de la vida de sus personajes, fascina y enloquece. La bola de nieve que es la película termina cayendo sobre uno. Lo que pasa es que no se sale helado de la proyección sino en una especie de estado extático, con la capacidad de volver a creer en el llanto como prueba de la existencia del alma.
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A propósito de su estreno, Justine Triet nos contestó un par de preguntas en una entrevista flash que intentó, con altos y bajos, superar las barreras del idioma.
¿Cómo se arma la idea para una película que es tan enorme?
Fue un proceso de escritura muy largo. Para comenzar a armar el proyecto se partió de una idea simple de Sibyl. Comenzamos con un personaje que, al incio, ayuda a los otros, la vemos en familia, en cosas rutinarias. Y, a partir de eso, armamos tres etapas principales: 1. Observación y escritura: ella descubre a Margot como una observadora. 2. Pasar a la vida: cuando Sibyl se instala en la vida de Margot se empieza a abrir una caja de Pandora. 3. Sin máscara: después de entrar a esa segunda realidad el propósito era quitarle a Sibyl su máscara, verla por dentro. Sibyl empieza anclada a su rutina, es un buen soldado. A medida que pasa la película, la vamos a encontrar en medio de crisis. Así, salen a la luz las crisis.
¿Qué piensas al filmar una escena? Con tantas ideas que tiene la película, ¿cómo te acercas a cada escena?
Depende de lo que rodamos. No me gustan las repeticiones; le tengo fobia a la repetición. En ese proceso no encontramos la magia y las cosas se van perdiendo con cada repetición. Soy rigurosa con la creación de mis planos. Para esta película me tomé mucho tiempo, al lado del director de fotografía, Simon Beaufils, para pensar cada escena, cada plano. Antes de rodaje no me gusta estar con los actores. A veces me lo proponen o me hacen muchas preguntas y no me parece algo necesariamente útil. Como ruedo rápido y mucho, la planeación debe ser excesiva, llego al set con las ideas muy claras. Lo que me gusta hacer es jugar con las emociones: les digo a los actores que cambien su estado de ánimo en general para cada toma. De esa manera, nunca tenemos dos escenas iguales. La energía del actor es lo que me preocupa. El guion siempre lo seguimos y la planeación de nuestros planos también.
La escritura y las historias, los entramados dramáticos, parecen ser un punto importante de esta y de tu película anterior. También son protagonizadas por la misma actriz. ¿Qué crees que se necesita para escribir, dentro de la ficción y para crear la ficción? ¿La ficción para qué?
Se necesita del deseo. Y es, efectivamente, a través del encuentro con otra persona que se desencadena. La escritura es siempre la atracción por otra cosa. Eso es precisamente lo que pasa en Another Woman, de Woody Allen, que fue una película en la que pensé antes de iniciar la escritura de Sibyl. Sibyl encuentra a Margot pero ella también tiene la necesidad de inventarla. Podríamos hablar no de espejo, sino de espejos-invertidos: hay una devolución de la imagen distinta. Por ejemplo: Sibyl, que sí tuvo su hijo, ve algo indescifrable en Margot, que decidió no tener a su hijo. Son correspondencias diagonales, complementarias. Pensé en el choque y en los ecos.
La palabra es un motor de la película. Sin embargo, cuando están en el set de rodaje, nadie puede hablar con nadie. Necesitan de Sibyl para lograr la comunicación. ¿Cómo definirías la relación de tus personajes con la palabra?
La palabra fue, en realidad, lo más fácil de todo. Los diálogos iban saliendo de las situaciones. Estaba primero lo que pasa y luego lo que se dicen. Sobre todo en Stromboli, donde todo depende tanto de lo que hacían los actores.
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