Hemos viajado al Festival Internacional de Cine de Cali, una edición que suponemos especial porque el festival ya no será el mismo. Hemos viajado como peregrinos en busca de respuestas sobre su propia fe. Con aliento, también, de pensar qué es lo que nos deja Luis Ospina. Esta y otras entradas serán la materialización de esas búsquedas.
Llegamos con revistas al festival. Vamos a tratar de vender todo lo que podamos.
Ciudad de fantasmas
He aterrizado en un aeropuerto que desconocía, muy cerca de una ciudad mítica y mitificada para el entendimiento de aquella institución heterogénea y compleja que es el cine colombiano. Pensaba que era la oportunidad de caminar por un pasado que se ha convertido, también, inconsciente o conscientemente, en un estilo de propósitos: armar un grupo de (unos pocos buenos) amigos que, devotos por el cine, nos entendamos en el mismo lenguaje: el del plano, el de la imagen, el del sonido y el travelling. De Cali aprendimos a buscar a toda costa que el cine y la vida, la nuestra, se convirtieran en una sola cosa. De ahí que, falsamente, hayamos creído que el cine era o es lo más importante. De ese mito nos hemos colgado todos. ¿Pensaba que iba a descubrirlo, a sentirlo –a verlo, por fin, con mis propios ojos–, de primera mano? Cali es Cali, lo demás es Hollywood, eso dicen muchas de las paredes que acogen los eventos del festival. ¿Venir a Cali era entonces una especie de equivalente a descubrir Los Angeles por primera vez? (Después se escucharía en un repleto teatro Calima lo que sentenció Andrés Caicedo al visitar ese desenfreno de ciudad, atravesada por dos idiomas, la ciudad del mito del artista y de la leyenda del descontrol: “En Los Ángeles hay de todo menos ángeles”) ¿Acaso caminar por las calles de Cali iba a permitirme entrar a un tipo de conocimiento sobre el cine? ¿Atravesar una puerta por la que se respira solo el cine? ¿Qué pensaba, mientras aterrizaba el avión a ese lugar hasta ahora desconocido, que iba a pasar si conocía los lugares donde se formuló lo que era o debía ser (cierta) cinefilia (colombiana)? Algunos años atrás me hubiera impactado mucho, creo (siempre y cuando estemos de acuerdo en que el impacto habría llegado por mirar unas ruinas). Todavía vivía pegado al mito del cinéfilo que no quiere sino estar en salas oscuras frente a una pantalla. Hoy ya no sé qué es una cosa, ¿arcaica?, como la cinefilia, pero intuyo que es un acercamiento descomplicado y sin prejuicios a las películas, un deseo de habitar en ellas. De ir, con lupa en mano, hasta su centro. Es decir, el buen cinéfilo hoy es un protocrítico, algo así… ¿Qué habrá hoy, en medio de Cali, de esa época? El espíritu parece extinto (una reducida escuela existe: Contravía y amigos, pero creo que se reconocen en otra tradición. Otros críticos han dicho que la herencia pasó a Camilo Restrepo) y la necesidad de colectivo, de grupo, está soterrada. Acaso habrán ruinas, el final del mito (aquí vivió tal, acá se filmó tal, esta es la casa de tal, este el el “museo” del cine, esto era Caliwood, aquí quedaba, aquí fue). Un final más o menos palpable: se ha muerto algo más grande que, sí, esa cinefilia de muebles de John Wayne; ha muerto una cosmovisión de cine. ¿Quién queda para defenderla? ¿A alguien le interesa todavía? Luis Ospina ha muerto y con él algo de ese mito cinéfilo-cineasta-genio-embajador-de-cultura. Aparecen en mi cabeza las siguientes palabras: ¿Qué significa para mí ver películas? Esa pregunta sí llega con ese pequeño salto al que lo obliga uno el avión cuando sus pequeñas ruedas tocan otra vez el asfalto. Ahora, ¿cómo responderla? No lo sé. He venido al festival de cine de Cali a descubrirlo, al menos eso creo. Primera vez en Cali. ¿Daré con algo que me lleve a la respuesta? ¿Existirá dicha respuesta? Es probable. Al menos eso espero. Espero que de las ruinas y que de la programación de un muerto (¿había sido alguna vez más literal aquello de que las películas, y en general los gestos artísticos, son conversaciones con los muertos, con algo específico del pasado, algo que no quiere morir, que no puede?) aflore, nazca como nace la luz cuando la noche acaba, algo nuevo. ¿Hablarán las películas? ¿Hablarán los mitos de Cali? ¿Hablará el cinéfilo moderno?
*
Tiene que haber, yo sé que tiene que ser así, algo aquí que me permita pensar en ese hábito de ver películas, actividad que, quizás, convertida en hábito se vuelve cualquier otra cosa menos una etapa del descubrimiento a través de las imágenes. ¿Qué idea, original o no, perseguiré entre esta programación? Ir a un festival se vuelve una tarea, al menos para mí, cada vez más compleja. Ver más de tres películas en un día ya resulta todo un reto. ¿Qué haré, fuera del café y los confites, para resistir? Se dice que hay que enfrentarse a un festival con la lupa en el ojo buscando cómo responde ese grupo de películas a la idea eterna: ¿qué es el cine? ¿Qué dirá Luis Ospina, más allá de esta tierra, sobre el cine? Todo se parece a una de sus propias películas. Y estar en Cali, una ciudad llena de palos de mango, con un halo de lo oculto (me parece ahora que era imposible que este grupo de amigos no pensara en monstruos para hacer sus películas), dinamita la idea de que estamos encerrados, quizás por última vez, en el universo Ospina.
*
Día de la inauguración del festival. Aparece entonces Todo comenzó por el fin, una película con la pulsión creadora de la muerte. Hecha, sobre todo hoy la podemos leer así, contra el reloj de la muerte. Una base sentimental y una melancolía, digamos, proactiva construyen las tres horas largas de metraje. Es decir, una melancolía que motiva no solo al resumen detallado y a una disección inmóvil, petrificada, de la vida vivida, sino también a la comprensión de que el pasado, formativo, actúa de formas misteriosas en el presente. Película sobre el fin, la muerte, de muchas cosas: la cinefilia, la cámara, uno mismo, los amigos. ¿Cómo se ha armado todo? Poniendo el cine por sobre todas las cosas (todos los recuerdos anclados al cine, a la labor de espectador y director). Uniendo el pasado con el presente tanteando el futuro: la memoria sobre una vida determinada. ¿Cómo, entonces, vivir el cine? El cine y su final, siempre juntos. Algo así como si viviera o renaciera en lo peores momentos. Por eso no es casual que estos días en Cali, lo que llevo en Cali, me hagan pensar en el destino del cinéfilo hoy, en el destino del crítico, en mi propio destino, en el destino de aquel que ha hecho de su vida las películas. El grupo de Cali siempre trabajó con la muerte al lado. No es raro que ahora me provoque ver la obra-Ospina como una meditación sobre la muerte y la memoria. Nervioso de verse frente a la falta de vida, Ospina hizo sus películas para mirar, a través de la cámara, unas muertes que no eran las suyas (solo hasta su última película decidió verse en tránsito hacia la parada final). Se estaba preparando. Todo comenzó... nos recuerda que Luis Ospina estuvo cerca de la muerte desde que nació. Fue, también, un paciente eterno. Todo lo que esa película resume, el cuento de unos amigos que se armaron contra el mundo de fiesta y cultura, parece ser un arranque decididamente consciente del festival. A partir de hoy, todo será una constante conversación con los muertos. Las películas que vienen, supongo, nos lo confirmarán. Ya no seremos, al menos en estos días, espectadores, seremos zombies. No. Zombies no. Habitantes del limbo, eso sí. Ni muy vivos, ni muy muertos. ¿Qué nos hará este cine? ¿Qué nos hará este ambiente? Buscaremos respuestas en las películas, testimonios de los vivos y los muertos.
Esta foto de François Truffaut bendice a todos los asistentes que compran sus entradas para las funciones en la Cinemateca de La Tertulia.
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DIARIOS DE CALI (01)
Hemos viajado al Festival Internacional de Cine de Cali, una edición que suponemos especial porque el festival ya no será el mismo. Hemos viajado como peregrinos en busca de respuestas sobre su propia fe. Con aliento, también, de pensar qué es lo que nos deja Luis Ospina. Esta y otras entradas serán la materialización de esas búsquedas.
Llegamos con revistas al festival. Vamos a tratar de vender todo lo que podamos.
Ciudad de fantasmas
He aterrizado en un aeropuerto que desconocía, muy cerca de una ciudad mítica y mitificada para el entendimiento de aquella institución heterogénea y compleja que es el cine colombiano. Pensaba que era la oportunidad de caminar por un pasado que se ha convertido, también, inconsciente o conscientemente, en un estilo de propósitos: armar un grupo de (unos pocos buenos) amigos que, devotos por el cine, nos entendamos en el mismo lenguaje: el del plano, el de la imagen, el del sonido y el travelling. De Cali aprendimos a buscar a toda costa que el cine y la vida, la nuestra, se convirtieran en una sola cosa. De ahí que, falsamente, hayamos creído que el cine era o es lo más importante. De ese mito nos hemos colgado todos. ¿Pensaba que iba a descubrirlo, a sentirlo –a verlo, por fin, con mis propios ojos–, de primera mano? Cali es Cali, lo demás es Hollywood, eso dicen muchas de las paredes que acogen los eventos del festival. ¿Venir a Cali era entonces una especie de equivalente a descubrir Los Angeles por primera vez? (Después se escucharía en un repleto teatro Calima lo que sentenció Andrés Caicedo al visitar ese desenfreno de ciudad, atravesada por dos idiomas, la ciudad del mito del artista y de la leyenda del descontrol: “En Los Ángeles hay de todo menos ángeles”) ¿Acaso caminar por las calles de Cali iba a permitirme entrar a un tipo de conocimiento sobre el cine? ¿Atravesar una puerta por la que se respira solo el cine? ¿Qué pensaba, mientras aterrizaba el avión a ese lugar hasta ahora desconocido, que iba a pasar si conocía los lugares donde se formuló lo que era o debía ser (cierta) cinefilia (colombiana)? Algunos años atrás me hubiera impactado mucho, creo (siempre y cuando estemos de acuerdo en que el impacto habría llegado por mirar unas ruinas). Todavía vivía pegado al mito del cinéfilo que no quiere sino estar en salas oscuras frente a una pantalla. Hoy ya no sé qué es una cosa, ¿arcaica?, como la cinefilia, pero intuyo que es un acercamiento descomplicado y sin prejuicios a las películas, un deseo de habitar en ellas. De ir, con lupa en mano, hasta su centro. Es decir, el buen cinéfilo hoy es un protocrítico, algo así… ¿Qué habrá hoy, en medio de Cali, de esa época? El espíritu parece extinto (una reducida escuela existe: Contravía y amigos, pero creo que se reconocen en otra tradición. Otros críticos han dicho que la herencia pasó a Camilo Restrepo) y la necesidad de colectivo, de grupo, está soterrada. Acaso habrán ruinas, el final del mito (aquí vivió tal, acá se filmó tal, esta es la casa de tal, este el el “museo” del cine, esto era Caliwood, aquí quedaba, aquí fue). Un final más o menos palpable: se ha muerto algo más grande que, sí, esa cinefilia de muebles de John Wayne; ha muerto una cosmovisión de cine. ¿Quién queda para defenderla? ¿A alguien le interesa todavía? Luis Ospina ha muerto y con él algo de ese mito cinéfilo-cineasta-genio-embajador-de-cultura. Aparecen en mi cabeza las siguientes palabras: ¿Qué significa para mí ver películas? Esa pregunta sí llega con ese pequeño salto al que lo obliga uno el avión cuando sus pequeñas ruedas tocan otra vez el asfalto. Ahora, ¿cómo responderla? No lo sé. He venido al festival de cine de Cali a descubrirlo, al menos eso creo. Primera vez en Cali. ¿Daré con algo que me lleve a la respuesta? ¿Existirá dicha respuesta? Es probable. Al menos eso espero. Espero que de las ruinas y que de la programación de un muerto (¿había sido alguna vez más literal aquello de que las películas, y en general los gestos artísticos, son conversaciones con los muertos, con algo específico del pasado, algo que no quiere morir, que no puede?) aflore, nazca como nace la luz cuando la noche acaba, algo nuevo. ¿Hablarán las películas? ¿Hablarán los mitos de Cali? ¿Hablará el cinéfilo moderno?
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Tiene que haber, yo sé que tiene que ser así, algo aquí que me permita pensar en ese hábito de ver películas, actividad que, quizás, convertida en hábito se vuelve cualquier otra cosa menos una etapa del descubrimiento a través de las imágenes. ¿Qué idea, original o no, perseguiré entre esta programación? Ir a un festival se vuelve una tarea, al menos para mí, cada vez más compleja. Ver más de tres películas en un día ya resulta todo un reto. ¿Qué haré, fuera del café y los confites, para resistir? Se dice que hay que enfrentarse a un festival con la lupa en el ojo buscando cómo responde ese grupo de películas a la idea eterna: ¿qué es el cine? ¿Qué dirá Luis Ospina, más allá de esta tierra, sobre el cine? Todo se parece a una de sus propias películas. Y estar en Cali, una ciudad llena de palos de mango, con un halo de lo oculto (me parece ahora que era imposible que este grupo de amigos no pensara en monstruos para hacer sus películas), dinamita la idea de que estamos encerrados, quizás por última vez, en el universo Ospina.
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Día de la inauguración del festival. Aparece entonces Todo comenzó por el fin, una película con la pulsión creadora de la muerte. Hecha, sobre todo hoy la podemos leer así, contra el reloj de la muerte. Una base sentimental y una melancolía, digamos, proactiva construyen las tres horas largas de metraje. Es decir, una melancolía que motiva no solo al resumen detallado y a una disección inmóvil, petrificada, de la vida vivida, sino también a la comprensión de que el pasado, formativo, actúa de formas misteriosas en el presente. Película sobre el fin, la muerte, de muchas cosas: la cinefilia, la cámara, uno mismo, los amigos. ¿Cómo se ha armado todo? Poniendo el cine por sobre todas las cosas (todos los recuerdos anclados al cine, a la labor de espectador y director). Uniendo el pasado con el presente tanteando el futuro: la memoria sobre una vida determinada. ¿Cómo, entonces, vivir el cine? El cine y su final, siempre juntos. Algo así como si viviera o renaciera en lo peores momentos. Por eso no es casual que estos días en Cali, lo que llevo en Cali, me hagan pensar en el destino del cinéfilo hoy, en el destino del crítico, en mi propio destino, en el destino de aquel que ha hecho de su vida las películas. El grupo de Cali siempre trabajó con la muerte al lado. No es raro que ahora me provoque ver la obra-Ospina como una meditación sobre la muerte y la memoria. Nervioso de verse frente a la falta de vida, Ospina hizo sus películas para mirar, a través de la cámara, unas muertes que no eran las suyas (solo hasta su última película decidió verse en tránsito hacia la parada final). Se estaba preparando. Todo comenzó... nos recuerda que Luis Ospina estuvo cerca de la muerte desde que nació. Fue, también, un paciente eterno. Todo lo que esa película resume, el cuento de unos amigos que se armaron contra el mundo de fiesta y cultura, parece ser un arranque decididamente consciente del festival. A partir de hoy, todo será una constante conversación con los muertos. Las películas que vienen, supongo, nos lo confirmarán. Ya no seremos, al menos en estos días, espectadores, seremos zombies. No. Zombies no. Habitantes del limbo, eso sí. Ni muy vivos, ni muy muertos. ¿Qué nos hará este cine? ¿Qué nos hará este ambiente? Buscaremos respuestas en las películas, testimonios de los vivos y los muertos.
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