La nueva película de Pedro Almodóvar es sobre el deseo (el primero y el último), o sea sobre su productora, o sea sobre él mismo. Un cineasta inactivo, Salvador Mayo (Almodóvar encubierto, en unas partes más que en otras), pasa por los peores momentos de su crisis creativa: dolores físicos que le impiden someterse a un rodaje y a la actividad artística, y vacíos emocionales que lo obligan a recluirse en su apartamento, a subrayar en un libro que lee, sintiéndose interpelado, que es “el hombre más solo del mundo”, se juntan con la entrega, muy misteriosa (como los sucesos claves de esta película –la aparición de un viejo amante y una carta rústica que llega, casi 50 años después de ser enviada, a su destinatario original–, no tiene explicación), de un dibujo –un niño que lee– sencillo y cautivante.
Una escena tras otra, la crisis recrudece, se hace explícita, sofocante (más para el protagonista que para nosotros), o se sale de ella, se apacigua. El último plano nos revelará más de un secreto, entre esos el destino que decide Almodóvar para Salvador (él mismo) y su futuro como artista.
Sabemos que se trata de una autobiografía a medias, una autobiografía con mucha ficción o, para estar a tono con lo que dicen los personajes en la película, una autoficción, pero no es nada difícil no atar cabos. La película empieza (soberbia escena de créditos mediante): una superficie que se funde con el agua, dos movimientos de cámara y un corte, llegamos tranquilamente a la cara de Antonio Banderas, descubrimos su cicatriz en la espalda. Luego, un cambio: tenemos a Penélope Cruz y Rosalía lavando la ropa y cantando (¡!), sin embargo, el gran protagonista de la escena es un niño que las ve con alegría, es un niño que habita el mundo de las mujeres. ¡Qué gracia con la cámara hay que tener para que en una escena con Cruz no sea ella la que se imponga sobre el paisaje, los otros actores, la situación; que importe algo más que ella y su presencia! Luego, Banderas otra vez, en un primer plano asfixiante. En lo que queda para llegar al final, nos va a convencer de que él es Almodóvar.
Almodóvar se monta una película para pensar su vida y contarnos que quiere a sus amigos, colaboradores íntimos y, sobre todo, a su madre. Al mismo tiempo, dentro de la película, como si se tratara de una gran estrella de cine, que tienen siempre autonomía propia y escriben con su cuerpo igual o mejor que el guionista, Banderas, hablando con los ojos, le hace un homenaje a su director de hace ya mucho tiempo. Y es que las películas de este español las podemos pensar como una aventura sobre las identidades y alguien que las usurpa –como modelo creativo, como opción de vida–. Dolor y gloria no es la excepción. Salvador y Almodóvar se mezclan y se separan constantemente.
Como bien sabe hacerlo Almodóvar, Dolor y gloria está siempre al borde del drama, en esa delgada línea entre contener o no las lágrimas. Siempre hemos sabido que para el director de ¿Qué he hecho yo para merecer esto! las grandes emociones exigen grandes medidas y grandes sorpresas: revelaciones, silencios peligrosos, peleas, gritos, verdades guardadas que salen por fin, el constante rifirrafe con el pasado (el flashback).
Pero Almodóvar ha llegado aquí a un punto donde, un poco extraño, la materia del film ya no se define por cierto andamiaje de guion, ofreciéndole al relato total giros y sorpresas descabelladas (de La mala educación, quizás el título más cercano a esta nueva, a Dolor y gloria hay un precipicio que saltar). Las investigaciones que suelen estar en el medio de sus películas (Eusebio Poncela –él mismo con una vida llena de secretos– que investiga la muerte de su amante en La ley del deseo; Fele Martínez que busca respuesta para el misterio del supuesto regreso de su primer amor en La mala educación; Elena Amaya/Jan Cornet que investiga su propio pasado y cómo hacer para salir de su encierro en La piel que habito) desaparecen. ¿Qué las reemplaza? Un rumiado estudio sobre, precisamente, el acto creativo, el dolor y la gloria.
Sin estridencias y semejante a la calma que da la heroína a Salvador, la película se pregunta por una próxima película. En Dolor y gloria se insiste por la transparencia (aparente). De todas formas, estamos siempre ante secretos que el film va develando poco a poco. Almodóvar filma con la sensación muy nítida de aprovechar el cine como un regreso al pasado y como la posibilidad de adelantarse al futuro. Sigue siendo claro que este es el cine de las revelaciones (“te amo”, “soy yo”, “soy tu madre”, “¿no me reconoces?”) y los regresos (de los amantes, de los hijos perdidos, de la amistad, del amor, de las adicciones), o sea también el cine de las confesiones.
Cosas muy mezcladas y muchas cosas pasan cuando Almodóvar filma una espalda desnuda y el agua escurriendo por esa piel. No es solo que todo sea vea más brillante sino que es la habilidad del director para convertirnos en su protagonista y no solo en su espectador. Como ese Salvador pequeño que todavía no sabe lo que deberá sostener con sus hombros –por eso se cae–. Pero nosotros sí que lo sabemos. Lo intuimos. Queremos que pase. Nosotros deseamos. Esa espalda. Su dueño. Todo y todos.
Hay una sobreabundancia de detalles (también muy almodovariano) fabricando un relato paralelo: vemos a Salvador/Almodóvar sin miedo a decirnos qué otro arte lo ha afectado. Entre líneas, la película dice: un director de cine es tan grande como de lo que se rodea para nutrirse (libros, películas, teatro, amigos, colegas, incluso drogas). Es curioso que Salvador no haga sino leer cuando está solo y su casa sea un museo para algunos afortunados.
En una escena bellísima y de sencillez solo aparente, Salvador recibe a su antiguo gran amante en su hogar. Una conversación tranquila (tequila incluido, “por Chavela Vargas”) sirve para ponerse más o menos al día. Nadie filma a dos hombres en un mismo plano como lo hace Almodóvar. En un momento, Antonio Banderas nos ofrece la imagen de la devastación solo con el movimiento de los párpados y la administración perfecta del silencio a la palabra del otro. El amante le confiesa su matrimonio con una mujer, su separación y su actual relación con otra mujer. Algo cambia en Salvador. Al final desistirá de la oferta de su amante para pasar la noche juntos, aunque ambos comprobaron minutos antes un deseo inextinguible (“Me gusta saber que todavía te excito”). El tiempo perdido es irrecuperable.
Me gusta pensar que la película se filmó en el propio apartamento de Almodóvar, que la invitación que nos hace la película a habitar su pequeño y maravilloso mundo es literal. Porque, entre otras cosas, Dolor y gloria se recibe como se recibe una carta. Entre claves nos da noticias de su director y su vida. Al final nos queda claro: Almodóvar está en plena forma. Habrán más películas, más relatos, más momentos. Más cartas.
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EL CINE DE LAS CONFESIONES
Dolor y gloria, de Pedro Almodóvar
La nueva película de Pedro Almodóvar es sobre el deseo (el primero y el último), o sea sobre su productora, o sea sobre él mismo. Un cineasta inactivo, Salvador Mayo (Almodóvar encubierto, en unas partes más que en otras), pasa por los peores momentos de su crisis creativa: dolores físicos que le impiden someterse a un rodaje y a la actividad artística, y vacíos emocionales que lo obligan a recluirse en su apartamento, a subrayar en un libro que lee, sintiéndose interpelado, que es “el hombre más solo del mundo”, se juntan con la entrega, muy misteriosa (como los sucesos claves de esta película –la aparición de un viejo amante y una carta rústica que llega, casi 50 años después de ser enviada, a su destinatario original–, no tiene explicación), de un dibujo –un niño que lee– sencillo y cautivante.
Una escena tras otra, la crisis recrudece, se hace explícita, sofocante (más para el protagonista que para nosotros), o se sale de ella, se apacigua. El último plano nos revelará más de un secreto, entre esos el destino que decide Almodóvar para Salvador (él mismo) y su futuro como artista.
Sabemos que se trata de una autobiografía a medias, una autobiografía con mucha ficción o, para estar a tono con lo que dicen los personajes en la película, una autoficción, pero no es nada difícil no atar cabos. La película empieza (soberbia escena de créditos mediante): una superficie que se funde con el agua, dos movimientos de cámara y un corte, llegamos tranquilamente a la cara de Antonio Banderas, descubrimos su cicatriz en la espalda. Luego, un cambio: tenemos a Penélope Cruz y Rosalía lavando la ropa y cantando (¡!), sin embargo, el gran protagonista de la escena es un niño que las ve con alegría, es un niño que habita el mundo de las mujeres. ¡Qué gracia con la cámara hay que tener para que en una escena con Cruz no sea ella la que se imponga sobre el paisaje, los otros actores, la situación; que importe algo más que ella y su presencia! Luego, Banderas otra vez, en un primer plano asfixiante. En lo que queda para llegar al final, nos va a convencer de que él es Almodóvar.
Almodóvar se monta una película para pensar su vida y contarnos que quiere a sus amigos, colaboradores íntimos y, sobre todo, a su madre. Al mismo tiempo, dentro de la película, como si se tratara de una gran estrella de cine, que tienen siempre autonomía propia y escriben con su cuerpo igual o mejor que el guionista, Banderas, hablando con los ojos, le hace un homenaje a su director de hace ya mucho tiempo. Y es que las películas de este español las podemos pensar como una aventura sobre las identidades y alguien que las usurpa –como modelo creativo, como opción de vida–. Dolor y gloria no es la excepción. Salvador y Almodóvar se mezclan y se separan constantemente.
Como bien sabe hacerlo Almodóvar, Dolor y gloria está siempre al borde del drama, en esa delgada línea entre contener o no las lágrimas. Siempre hemos sabido que para el director de ¿Qué he hecho yo para merecer esto! las grandes emociones exigen grandes medidas y grandes sorpresas: revelaciones, silencios peligrosos, peleas, gritos, verdades guardadas que salen por fin, el constante rifirrafe con el pasado (el flashback).
Pero Almodóvar ha llegado aquí a un punto donde, un poco extraño, la materia del film ya no se define por cierto andamiaje de guion, ofreciéndole al relato total giros y sorpresas descabelladas (de La mala educación, quizás el título más cercano a esta nueva, a Dolor y gloria hay un precipicio que saltar). Las investigaciones que suelen estar en el medio de sus películas (Eusebio Poncela –él mismo con una vida llena de secretos– que investiga la muerte de su amante en La ley del deseo; Fele Martínez que busca respuesta para el misterio del supuesto regreso de su primer amor en La mala educación; Elena Amaya/Jan Cornet que investiga su propio pasado y cómo hacer para salir de su encierro en La piel que habito) desaparecen. ¿Qué las reemplaza? Un rumiado estudio sobre, precisamente, el acto creativo, el dolor y la gloria.
Sin estridencias y semejante a la calma que da la heroína a Salvador, la película se pregunta por una próxima película. En Dolor y gloria se insiste por la transparencia (aparente). De todas formas, estamos siempre ante secretos que el film va develando poco a poco. Almodóvar filma con la sensación muy nítida de aprovechar el cine como un regreso al pasado y como la posibilidad de adelantarse al futuro. Sigue siendo claro que este es el cine de las revelaciones (“te amo”, “soy yo”, “soy tu madre”, “¿no me reconoces?”) y los regresos (de los amantes, de los hijos perdidos, de la amistad, del amor, de las adicciones), o sea también el cine de las confesiones.
Cosas muy mezcladas y muchas cosas pasan cuando Almodóvar filma una espalda desnuda y el agua escurriendo por esa piel. No es solo que todo sea vea más brillante sino que es la habilidad del director para convertirnos en su protagonista y no solo en su espectador. Como ese Salvador pequeño que todavía no sabe lo que deberá sostener con sus hombros –por eso se cae–. Pero nosotros sí que lo sabemos. Lo intuimos. Queremos que pase. Nosotros deseamos. Esa espalda. Su dueño. Todo y todos.
Hay una sobreabundancia de detalles (también muy almodovariano) fabricando un relato paralelo: vemos a Salvador/Almodóvar sin miedo a decirnos qué otro arte lo ha afectado. Entre líneas, la película dice: un director de cine es tan grande como de lo que se rodea para nutrirse (libros, películas, teatro, amigos, colegas, incluso drogas). Es curioso que Salvador no haga sino leer cuando está solo y su casa sea un museo para algunos afortunados.
En una escena bellísima y de sencillez solo aparente, Salvador recibe a su antiguo gran amante en su hogar. Una conversación tranquila (tequila incluido, “por Chavela Vargas”) sirve para ponerse más o menos al día. Nadie filma a dos hombres en un mismo plano como lo hace Almodóvar. En un momento, Antonio Banderas nos ofrece la imagen de la devastación solo con el movimiento de los párpados y la administración perfecta del silencio a la palabra del otro. El amante le confiesa su matrimonio con una mujer, su separación y su actual relación con otra mujer. Algo cambia en Salvador. Al final desistirá de la oferta de su amante para pasar la noche juntos, aunque ambos comprobaron minutos antes un deseo inextinguible (“Me gusta saber que todavía te excito”). El tiempo perdido es irrecuperable.
Me gusta pensar que la película se filmó en el propio apartamento de Almodóvar, que la invitación que nos hace la película a habitar su pequeño y maravilloso mundo es literal. Porque, entre otras cosas, Dolor y gloria se recibe como se recibe una carta. Entre claves nos da noticias de su director y su vida. Al final nos queda claro: Almodóvar está en plena forma. Habrán más películas, más relatos, más momentos. Más cartas.
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