Aunque Entre la niebla, de Augusto Sandino, tenga un aire premonitorio por su mirada pesimista del futuro, es en la relación de su protagonista con la soledad, resultado precisamente de las amenazas de ese hipotético devenir, donde encuentro el factor desequilibrante y perturbador de la película, gracias, sobre todo, al componente críptico en las imágenes y a una atmósfera gélida que parece contener las vibraciones ominosas de una acechanza. Retrata un escenario desde el cual se perciben los ecos de un mundo en proceso de agrietamiento, un mundo que se resquebraja en el corazón mismo de un apocalipsis. Todo a través de los ojos y oídos de un joven campesino, que, en medio de la soledad y el aislamiento, se mueve entre la fantasía y la realidad, sin que haya una distinción clara entre las dos, ni motivos para buscarla.
La película se inserta en el universo de lo distópico, como ha sucedido en algunas películas colombianas de la pasada década. Su fusión con la idea de un llamado de la protección ambiental nos recuerda inmediatamente a Siete Cabezas (2017), de Jaime Osorio Vásquez. El vuelco del cangrejo (2010), de Oscar Ruiz Navia; La Sirga (2012) y Sal (2018), de William Vega; La tierra y la sombra (2015), de César Acevedo, o Monos (2019), de Alejandro Landes, son algunas de esas otras películas que, en mayor o menor medida, han rozado o se han sumergido por completo en la distopía como mecanismo para pensar nuestra realidad con imágenes futuras o presentes del aislamiento, de lo olvidado, de lo que acaece en los confines de la civilización. Hay en estas películas, incluida Entre la niebla, una atención por lo apocalíptico, pero no solo en el sentido de plantear un futuro catastrófico (no todas estas películas suceden en el futuro), sino en los efectos de ese mundo en los personajes, generalmente seres aislados que parecen habitar un vacío o estar, a la deriva en medio de una nada, ante un horizonte desfigurado.
En Entre la niebla, el escenario central del fin es el Páramo de Sumapaz, considerado como el más grande del mundo; cuenta con un recurso hídrico sagrado, que, se dice, será fundamental para satisfacer la sed de los bogotanos del futuro. Es, entonces, un hemisferio más que propicio para la exploración apocalíptica y para insertar la denuncia de una crisis ambiental y climática, la privatización y explotación descontrolada de recursos naturales, el acceso limitado al agua, la eterna lucha por la tierra y los consecuentes conflictos políticos y militares, como la misma película lo explica, quizá demasiado, a través de la voz de un radio.
Todas estas denuncias resuenan como un clamor, como un eco, en torno al personaje principal, F (Sebastián Pii), y la historia que arrastra entre los parajes del páramo, en medio de los frailejones y la niebla. F cuida de su padre catatónico y reza a su madre muerta, mientras ejerce su labor como guardián de las montañas y de su tierra, junto con otros habitantes, de quienes solo se oyen sus voces en un radioteléfono. La agudización de un conflicto en las inmediaciones de su hogar y la partida de sus vecinos, que han decidido vender su tierra a los extranjeros, acrecientan su soledad y su deseo de planear su partida. Un retrato, en últimas, muy colombiano, del problema de la tierra y sus consecuencias en los habitantes, que terminan siempre enfrentándose al dilema de permanecer o claudicar. Ante la película, me quedó la sensación vertiginosa, abrumadora, de enfrentarme a las imágenes de un futuro donde dicha problemática persiste, incluso se agudiza, como si atestiguara el sigiloso proceso de un acorralamiento.
La soledad es la primera emanación en la película. La sentimos a través de la relación del campesino con el espacio, junto con su mutismo, su actitud reflexiva y lánguida y la atención abnegada hacia a su padre. Lo acompaña una narración en forma de diario que se inserta en caracteres sobre la imagen; son frases cortas y poéticas, ayudan a darle contorno al alma de F y esbozan el contexto. Así entendemos que ha transcurrido un tiempo indeterminado de años, décadas o siglos. Sin embargo, no vemos un futuro que parezca distante. El campesino conserva su atuendo arquetípico: la ruana, el sombrero, las botas pantaneras, así como son contemporáneos los objetos de su cotidianidad. A pesar del abismo temporal, la película no propone un universo ajeno, deformado por el trasegar del tiempo; por eso siento cercana su denuncia, y con ello me llega de nuevo el agobio, una suerte de entumecimiento que deja la quietud, la del tiempo que no transcurre, pero que sí replica los vacíos.
Por el contrario, el idioma ha cambiado radicalmente. Aunque son mínimos los diálogos, estos acaecen en un dialecto extraño e hipotético, el Sunapa Kun. Una propuesta osada debido a la inserción de voces cuyo sentido solo puede ser comprendido con la ayuda de subtítulos, pero cuya fonética, aunque a ratos balbuciente, logra hilar sentimientos. No es, sin embargo, un recurso caprichoso, sino una manera de sugerir la desaparición de una cultura, de una identidad, y la existencia de otra, la que está allí protegiendo el páramo. Y esto se reafirma con la presencia del inglés como la lengua dominante, presente en el radio del campesino, la cual, además, estudia con ese propósito secreto suyo de partir; “es la lengua de los viajeros”, dice. Adivinamos que este idioma prevalece, incluso sobre el Sunapa Kun, por ser originaria de la nación imperante desde siempre, la que devasta y acecha las tierras con pilas de dólares en maletines. Otra de las problemáticas que la película parece eternizar en el tiempo.
El entorno está salpicado de ruidos sugestivos; de explosiones distantes, pero cada vez más próximas, de una música de rumor de túnel, de metal retorcido, del crepitar de un mundo que se devora a sí mismo. Aparte de ese sonido susurrante, hay también una presencia que vigila a F, a la espera quizá de que flaquee y pueda invadir así el último bastión de esa tierra sagrada. Para subrayar esa presencia, la película toma entonces el punto de vista de ese espía, un filtro bermejo enrojece el páramo y sentimos una suerte de respiración encapsulada, como la de alguien que observa desde el encierro de un casco, del cual brotan delgados fragmentos sonoros, parecidos a los del movimiento autómata de una máquina, como si quien vigilara no fuera humano. Además, el registro esporádico de los pasos de un hombre en botas, que merodea por los alrededores, alude a una amenaza cada vez más latente y al mismo tiempo fantasmal, aún indecisa.
Es un acierto la manera cómo esos momentos sugerentes y enigmáticos expresan el clamor de la distancia y el latido de lo que se aproxima. Ese conjunto de sonidos y presencias tiene el aspecto de una silueta brumosa, apenas perceptible, aproximándose con la paciencia del cazador. Son apenas breves destellos que incluso rozan la inexistencia, pero que sirven de trasfondo de lo concreto. Esa atmósfera que combina el rumor de lo lejano con la elocuencia de lo cercano es lo que moldea el carácter de F: él héroe campesino que resiste los efectos del conflicto y los zarpazos sobre su tierra. Esa constancia y estoicismo, atributos de los campesinos de hoy, los exalta Sandino a través de este personaje que parece erigirse en el medio del caos como esa última esperanza de la humanidad. Primero nos acerca a las acciones más simples como la de cortarse las uñas o las más humanas como las de alimentar a su padre y a sus animales, y, luego, nos concretiza sus fantasías, sus “espejismos”, como el mismo F los denomina. Es ahí cuando se nos presentan los momentos más simbólicos y esotéricos, sin convención alguna para separarlas de su realidad, y no queremos hacerlo, porque nos gusta sentir y atestiguar lo vivido por F; nos gusta creer en esas escaleras eléctricas hacia el cielo ahí en el medio del páramo; en su nave interdimensional; en los placeres de su dendrofilia; en la tímida plenitud a ratos presente en sus movimientos.
El personaje, se dijo, es encarnado por Sebastián Pii, fotógrafo colombiano que ha enfocado parte de su trabajo en el descubrimiento de la esencia de su propio cuerpo a través del autorretrato y del registro minucioso, agudo y artístico de su organismo, una labor cuyo propósito es, además, la de exponer la infinita posibilidad de formas y manifestaciones que se encuentran en el cuerpo. La creación de F es, entonces, resultado de este propósito de autorreconocimiento del artista, junto con el propósito narrativo y cinematográfico de Augusto Sandino. El resultado es un individuo que, además de campesino, parece ser también un místico, un científico, un guerrero, alguien consciente de su progresiva soledad, a la que enfrenta con entereza y valentía: se abraza a su gato de porcelana, en un mundo donde, quizá, ya no hay mascotas, y se relaciona sexualmente con los frutos, cuya sacralidad y exotismo, agudizados por su escasez en ese páramo aislado, cada vez más vacío de alimento, los convierte en órganos voluptuosos y erógenos, momento que es bien explotado por Sebastián Pii y que va acorde con su propuesta artística.
El conflicto, en el personaje, se encuentra en sus dilemas. Ha tomado distancia de los demás vigilantes del páramo, porque, quizá, no quiere revelarles la condición de su padre o porque entiende que poco ya se puede hacer por salvar su tierra. “No hay agua sin tierra. No hay tierra sin agua”, dice durante un rezo dirigido a su madre, y se pregunta si los hombres extranjeros son sus enemigos, si lo mejor es venderles la tierra y partir, si permitirle a su padre continuar el viaje que inició en su mente catatónica. La resolución de estos parangones en la conciencia sensible de F es el móvil de la historia, lo que justifica sus actos y sus dudas, y cuyo desenlace se precipita cuando la soledad se le viene encima, junto con el vacío, la niebla y la sangre que contiene el horizonte infinito del páramo. A pesar de la desolación, me queda el sabor de la liberación, porque Entre la niebla, con esa realidad salpicada de espejismos que plantea en su universo, es sobre la búsqueda de la salvación en un mundo en ruinas, búsqueda encarnada en F, que, aun cuando ya no lo circundan horizontes para escapar de su soledad, sabe que solo le queda ir hacia arriba, y entonces emprende su vuelo, su danza.
Entre la niebla se puede ver desde hoy en los cines de Colombia
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EL CLAMOR DEL PÁRAMO
Sobre Entre la niebla, de Augusto Sandino
Aunque Entre la niebla, de Augusto Sandino, tenga un aire premonitorio por su mirada pesimista del futuro, es en la relación de su protagonista con la soledad, resultado precisamente de las amenazas de ese hipotético devenir, donde encuentro el factor desequilibrante y perturbador de la película, gracias, sobre todo, al componente críptico en las imágenes y a una atmósfera gélida que parece contener las vibraciones ominosas de una acechanza. Retrata un escenario desde el cual se perciben los ecos de un mundo en proceso de agrietamiento, un mundo que se resquebraja en el corazón mismo de un apocalipsis. Todo a través de los ojos y oídos de un joven campesino, que, en medio de la soledad y el aislamiento, se mueve entre la fantasía y la realidad, sin que haya una distinción clara entre las dos, ni motivos para buscarla.
La película se inserta en el universo de lo distópico, como ha sucedido en algunas películas colombianas de la pasada década. Su fusión con la idea de un llamado de la protección ambiental nos recuerda inmediatamente a Siete Cabezas (2017), de Jaime Osorio Vásquez. El vuelco del cangrejo (2010), de Oscar Ruiz Navia; La Sirga (2012) y Sal (2018), de William Vega; La tierra y la sombra (2015), de César Acevedo, o Monos (2019), de Alejandro Landes, son algunas de esas otras películas que, en mayor o menor medida, han rozado o se han sumergido por completo en la distopía como mecanismo para pensar nuestra realidad con imágenes futuras o presentes del aislamiento, de lo olvidado, de lo que acaece en los confines de la civilización. Hay en estas películas, incluida Entre la niebla, una atención por lo apocalíptico, pero no solo en el sentido de plantear un futuro catastrófico (no todas estas películas suceden en el futuro), sino en los efectos de ese mundo en los personajes, generalmente seres aislados que parecen habitar un vacío o estar, a la deriva en medio de una nada, ante un horizonte desfigurado.
En Entre la niebla, el escenario central del fin es el Páramo de Sumapaz, considerado como el más grande del mundo; cuenta con un recurso hídrico sagrado, que, se dice, será fundamental para satisfacer la sed de los bogotanos del futuro. Es, entonces, un hemisferio más que propicio para la exploración apocalíptica y para insertar la denuncia de una crisis ambiental y climática, la privatización y explotación descontrolada de recursos naturales, el acceso limitado al agua, la eterna lucha por la tierra y los consecuentes conflictos políticos y militares, como la misma película lo explica, quizá demasiado, a través de la voz de un radio.
Todas estas denuncias resuenan como un clamor, como un eco, en torno al personaje principal, F (Sebastián Pii), y la historia que arrastra entre los parajes del páramo, en medio de los frailejones y la niebla. F cuida de su padre catatónico y reza a su madre muerta, mientras ejerce su labor como guardián de las montañas y de su tierra, junto con otros habitantes, de quienes solo se oyen sus voces en un radioteléfono. La agudización de un conflicto en las inmediaciones de su hogar y la partida de sus vecinos, que han decidido vender su tierra a los extranjeros, acrecientan su soledad y su deseo de planear su partida. Un retrato, en últimas, muy colombiano, del problema de la tierra y sus consecuencias en los habitantes, que terminan siempre enfrentándose al dilema de permanecer o claudicar. Ante la película, me quedó la sensación vertiginosa, abrumadora, de enfrentarme a las imágenes de un futuro donde dicha problemática persiste, incluso se agudiza, como si atestiguara el sigiloso proceso de un acorralamiento.
La soledad es la primera emanación en la película. La sentimos a través de la relación del campesino con el espacio, junto con su mutismo, su actitud reflexiva y lánguida y la atención abnegada hacia a su padre. Lo acompaña una narración en forma de diario que se inserta en caracteres sobre la imagen; son frases cortas y poéticas, ayudan a darle contorno al alma de F y esbozan el contexto. Así entendemos que ha transcurrido un tiempo indeterminado de años, décadas o siglos. Sin embargo, no vemos un futuro que parezca distante. El campesino conserva su atuendo arquetípico: la ruana, el sombrero, las botas pantaneras, así como son contemporáneos los objetos de su cotidianidad. A pesar del abismo temporal, la película no propone un universo ajeno, deformado por el trasegar del tiempo; por eso siento cercana su denuncia, y con ello me llega de nuevo el agobio, una suerte de entumecimiento que deja la quietud, la del tiempo que no transcurre, pero que sí replica los vacíos.
Por el contrario, el idioma ha cambiado radicalmente. Aunque son mínimos los diálogos, estos acaecen en un dialecto extraño e hipotético, el Sunapa Kun. Una propuesta osada debido a la inserción de voces cuyo sentido solo puede ser comprendido con la ayuda de subtítulos, pero cuya fonética, aunque a ratos balbuciente, logra hilar sentimientos. No es, sin embargo, un recurso caprichoso, sino una manera de sugerir la desaparición de una cultura, de una identidad, y la existencia de otra, la que está allí protegiendo el páramo. Y esto se reafirma con la presencia del inglés como la lengua dominante, presente en el radio del campesino, la cual, además, estudia con ese propósito secreto suyo de partir; “es la lengua de los viajeros”, dice. Adivinamos que este idioma prevalece, incluso sobre el Sunapa Kun, por ser originaria de la nación imperante desde siempre, la que devasta y acecha las tierras con pilas de dólares en maletines. Otra de las problemáticas que la película parece eternizar en el tiempo.
El entorno está salpicado de ruidos sugestivos; de explosiones distantes, pero cada vez más próximas, de una música de rumor de túnel, de metal retorcido, del crepitar de un mundo que se devora a sí mismo. Aparte de ese sonido susurrante, hay también una presencia que vigila a F, a la espera quizá de que flaquee y pueda invadir así el último bastión de esa tierra sagrada. Para subrayar esa presencia, la película toma entonces el punto de vista de ese espía, un filtro bermejo enrojece el páramo y sentimos una suerte de respiración encapsulada, como la de alguien que observa desde el encierro de un casco, del cual brotan delgados fragmentos sonoros, parecidos a los del movimiento autómata de una máquina, como si quien vigilara no fuera humano. Además, el registro esporádico de los pasos de un hombre en botas, que merodea por los alrededores, alude a una amenaza cada vez más latente y al mismo tiempo fantasmal, aún indecisa.
Es un acierto la manera cómo esos momentos sugerentes y enigmáticos expresan el clamor de la distancia y el latido de lo que se aproxima. Ese conjunto de sonidos y presencias tiene el aspecto de una silueta brumosa, apenas perceptible, aproximándose con la paciencia del cazador. Son apenas breves destellos que incluso rozan la inexistencia, pero que sirven de trasfondo de lo concreto. Esa atmósfera que combina el rumor de lo lejano con la elocuencia de lo cercano es lo que moldea el carácter de F: él héroe campesino que resiste los efectos del conflicto y los zarpazos sobre su tierra. Esa constancia y estoicismo, atributos de los campesinos de hoy, los exalta Sandino a través de este personaje que parece erigirse en el medio del caos como esa última esperanza de la humanidad. Primero nos acerca a las acciones más simples como la de cortarse las uñas o las más humanas como las de alimentar a su padre y a sus animales, y, luego, nos concretiza sus fantasías, sus “espejismos”, como el mismo F los denomina. Es ahí cuando se nos presentan los momentos más simbólicos y esotéricos, sin convención alguna para separarlas de su realidad, y no queremos hacerlo, porque nos gusta sentir y atestiguar lo vivido por F; nos gusta creer en esas escaleras eléctricas hacia el cielo ahí en el medio del páramo; en su nave interdimensional; en los placeres de su dendrofilia; en la tímida plenitud a ratos presente en sus movimientos.
El personaje, se dijo, es encarnado por Sebastián Pii, fotógrafo colombiano que ha enfocado parte de su trabajo en el descubrimiento de la esencia de su propio cuerpo a través del autorretrato y del registro minucioso, agudo y artístico de su organismo, una labor cuyo propósito es, además, la de exponer la infinita posibilidad de formas y manifestaciones que se encuentran en el cuerpo. La creación de F es, entonces, resultado de este propósito de autorreconocimiento del artista, junto con el propósito narrativo y cinematográfico de Augusto Sandino. El resultado es un individuo que, además de campesino, parece ser también un místico, un científico, un guerrero, alguien consciente de su progresiva soledad, a la que enfrenta con entereza y valentía: se abraza a su gato de porcelana, en un mundo donde, quizá, ya no hay mascotas, y se relaciona sexualmente con los frutos, cuya sacralidad y exotismo, agudizados por su escasez en ese páramo aislado, cada vez más vacío de alimento, los convierte en órganos voluptuosos y erógenos, momento que es bien explotado por Sebastián Pii y que va acorde con su propuesta artística.
El conflicto, en el personaje, se encuentra en sus dilemas. Ha tomado distancia de los demás vigilantes del páramo, porque, quizá, no quiere revelarles la condición de su padre o porque entiende que poco ya se puede hacer por salvar su tierra. “No hay agua sin tierra. No hay tierra sin agua”, dice durante un rezo dirigido a su madre, y se pregunta si los hombres extranjeros son sus enemigos, si lo mejor es venderles la tierra y partir, si permitirle a su padre continuar el viaje que inició en su mente catatónica. La resolución de estos parangones en la conciencia sensible de F es el móvil de la historia, lo que justifica sus actos y sus dudas, y cuyo desenlace se precipita cuando la soledad se le viene encima, junto con el vacío, la niebla y la sangre que contiene el horizonte infinito del páramo. A pesar de la desolación, me queda el sabor de la liberación, porque Entre la niebla, con esa realidad salpicada de espejismos que plantea en su universo, es sobre la búsqueda de la salvación en un mundo en ruinas, búsqueda encarnada en F, que, aun cuando ya no lo circundan horizontes para escapar de su soledad, sabe que solo le queda ir hacia arriba, y entonces emprende su vuelo, su danza.
Entre la niebla se puede ver desde hoy en los cines de Colombia
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