Parte de la mitología nace con la búsqueda humana de una tierra prometida, la conformación de un paraíso y un asentamiento donde construir un devenir. The Island, película de la directora rumana Anca Damian, parece exponernos no solo el relato de una historia con la fuerza de encaramarse hacia la perpetuidad del mito, sino a un revisión de cómo el mito se construye a través de una lucha contra las brumas de la realidad y cómo se impone el poder colorido de la fantasía, la música y la poesía, tanto de la palabra como de la imagen.
En esta animación, Anca Damian transforma la novela de Robinson Crusoe, de Daniel Defoe, para evidenciar el problema actual de la migración y la búsqueda de la salvación, pero no por medio de la exposición de una tragedia o un drama humano, sino con una narración musical y poética, alegre incluso, sobre el encuentro y devenir de dos hombres. Un médico (Robinson), que ha decidido refugiarse en la soledad de un acantilado, en una isla, para alejarse del mundo consumista, que sin embargo añora y contempla desde su tablet, salva a un migrante (Viernes), agónico en el mar, en quien encuentra un sentido para su soledad. No es entonces ya el caso del aborigen que rescata al civilizado, como en el relato de Defoe, sino el de dos seres humanos que se salvan mutuamente. Este encuentro, sin embargo, no es en la película el retrato de una simbiosis, sino el inicio de una separación, de la cual se desprenden dos historias: la travesía de Robinson para ayudar a su madre y la misión de Viernes de construir un paraíso en el mismo lugar donde encontró refugió.
Pero lo hasta aquí dicho es apenas una manera de explicar la estructura perceptible de la historia, porque en verdad nos enfrentamos a una representación alucinante, alucinógena, de una realidad, cuyos tiempos se desfiguran, así como las lógicas sensoriales, espaciales, incluso de edad (Robinson, verbigracia, es un viejo de 81 años, mientras que su madre, uno de los personajes secundarios, tiene una apariencia juvenil), porque esta es una película sobre todo musical, que se mueve con los silbidos alegres de los violines de los músicos rumanos Alexander Bălănescu y Ada Milea. Las constantes melodías marcan el ritmo de las palabras, los diálogos pasan de ser la exclamación de versos poéticos a fusionarse con los estribillos de una canción y a los personajes, de ondulante andar, parece acompañarlos un perpetuo baile. Una atmósfera, en general, acorde con los colores vivos de la animación y con la mutabilidad y maleabilidad de las cosas: la cola de baldes de plástico de una sirena, medias recién tejidas que se elevan hacia el cielo, un chaleco salvavidas que respira solitario sobre la arena, un árbol hecho de modernas prótesis de piratas, la presencia de máquinas decimonónicas en medio de piezas de la tecnología actual.
La travesía de Robinson es también una búsqueda de un paraíso con el fin de encontrar un refugio seguro para su madre. Ella huye de su propia madre (abuela de Robinson), que no acepta la relación de su hija con un expirata. Juntos emprenden la epopeya y atraviesan diferentes estadios. Nos enfrentamos aquí a aquello al otro lado de las fronteras de la soledad de Robinson, acaso de lo que huía, aunque nos es imposible saber si el aspecto de ese universo está compuesto por los restos de un mundo derruido o el trazado de hemisferios marginales de una periferia. Los personajes se sumergen entonces, sin dejar la extraña alegría ni el andar musical, a un bosque de radares, un espacio salpicado de enhiestas antenas por donde pasan sigilosos para no ser detectados por la abuela de Robinson. Arriban luego a la Torre de Babel, escenario de una abigarrada fiesta, con variopintos personajes, de diversos géneros y formas; una suerte de mascarada donde se confunde el disfraz con la naturaleza propia de los individuos. Son luego sorprendidos por piratas y, más tarde, por la abuela, una gigante araña mecánica que devora todo a su paso, incluido su nieto, que termina por derrotarla desde el interior de su vientre de tela.
Sería tentador calificar este periplo como el propio de un viaje onírico, pero hasta ese momento la película ya ha logrado contagiarnos la cualidad maleable de ese universo, su talante líquido y gaseoso, desplazando con ello el asombro y permitiéndonos contemplar lo extraño como algo familiar, en el que los sentidos se diluyen en el todo. Adivinamos, entonces, como quien caza formas en las nubes, los posibles mensajes y alusiones: tal vez una crítica a la vigilancia, como en el bosque de radares; un homenaje a la libertad y diversidad en la Torre de Babel; la tendencia de la naturaleza y de lo conservador de encausar lo que se rebela, que es acaso lo que representa la abuela –the (grand) mother nature, como la nombra la película– y su persecución.
Viernes, por su lado, permanece en el acantilado, legado de Robinson mientras regresa, donde debe adiestrarse en prácticas de una cotidianidad foránea, como palear la nieve, aunque en la isla no haya sino arena; donde aprende a cultivar y a enfrentar a los embaucadores, los modernos colonizadores, que le cambian los frutos sembrados por cajetillas de cigarrillos, y donde además sortea la tentación de una mujer que pertenece a una organización que protege a los migrantes; tras enamorarse de Viernes, ella adquiere la forma de una sirena, con cola de baldes de plástico, y lo convoca desde el mar, como a Odiseo. Pero él no quiere distraerse con los encantos del amor, pues, a diferencia de Robinson, él no busca un paraíso, sino construirlo, y no para crearse una soledad, como su salvador, sino para cumplir su misión: rescatar a “la gente flotante”, otros seres como él que han quedado a la deriva en el mar en su búsqueda de una vida mejor.
Las escenas de Viernes, intercaladas con las de Robinson, son más claras y elocuentes, sin perder el carácter simbólico; es más sencillo evidenciar el propósito y más palpable el arco dramático: Viernes pasa de ser el salvado a ser el salvador, se convierte en el rey de “la gente flotante”. No solo él mismo rescata a los migrantes de las aguas o de las embarcaciones de los guardias fronterizos, sino que, como acaso históricamente habrán hecho los refugiados de muchas naciones en la realidad, les crea un paraíso para albergarlos y construir juntos un devenir, el mismo paraíso que Robinson buscaba y al cual regresa tras su aventura, aunque distante, algo ajeno, más bien como un espectro que gravita en el aire, desde donde contempla satisfecho cómo el acantilado que acompañó su soledad es ahora una tierra prometida.
Es por esa razón que The Island es también sobre la soledad y su poder transformador. Son constantes las reflexiones en torno a este tema: “los dos juntos podemos llorar nuestra soledad”, “estamos tan solos juntos”, “todos piensan que pretendo estar solo para mantener lo que tengo solamente para mí”, “cantar y bailar la soledad” son algunas de las frases que salpican durante la historia. Apela entonces la película a una soledad compartida; de hecho son muy breves los momentos en que un personaje esté completamente solo. Nos querrá quizá decir que el aislamiento no es más que mero egoísmo, si no se pretende con ello cambiar el mundo, y esto solo se logra en la relación con el otro, en la manera de hacer coincidir soledades.
No es casualidad que muchos de nuestros mitos, sobre todo aquellos que apelan a un origen, inician precisamente con seres solitarios. Así sucede con The Island. El encuentro de dos hombres en su soledad, uno que huye entre los azares del mar, otro que se esconde de las injusticias del mundo, desata una transformación y, con ello, un universo de vertiginoso simbolismo, donde confluyen la fuerza de la naturaleza, acontecimientos prodigiosos de los héroes en su búsqueda del paraíso, incluso lo sobrenatural y lo fantástico, para darle un contorno distinto a los desfigurados rasgos de nuestro tiempo y con ello imprimirle una mitología esperanzadora y musical a la magullada civilización humana.
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EL MITO DE LA SOLEDAD - CINE AL ESTE (03)
Sobre The Island, de Anca Damian
V Festival de cine de Europa Central y Oriental
https://www.alestfestival.com/co
Parte de la mitología nace con la búsqueda humana de una tierra prometida, la conformación de un paraíso y un asentamiento donde construir un devenir. The Island, película de la directora rumana Anca Damian, parece exponernos no solo el relato de una historia con la fuerza de encaramarse hacia la perpetuidad del mito, sino a un revisión de cómo el mito se construye a través de una lucha contra las brumas de la realidad y cómo se impone el poder colorido de la fantasía, la música y la poesía, tanto de la palabra como de la imagen.
En esta animación, Anca Damian transforma la novela de Robinson Crusoe, de Daniel Defoe, para evidenciar el problema actual de la migración y la búsqueda de la salvación, pero no por medio de la exposición de una tragedia o un drama humano, sino con una narración musical y poética, alegre incluso, sobre el encuentro y devenir de dos hombres. Un médico (Robinson), que ha decidido refugiarse en la soledad de un acantilado, en una isla, para alejarse del mundo consumista, que sin embargo añora y contempla desde su tablet, salva a un migrante (Viernes), agónico en el mar, en quien encuentra un sentido para su soledad. No es entonces ya el caso del aborigen que rescata al civilizado, como en el relato de Defoe, sino el de dos seres humanos que se salvan mutuamente. Este encuentro, sin embargo, no es en la película el retrato de una simbiosis, sino el inicio de una separación, de la cual se desprenden dos historias: la travesía de Robinson para ayudar a su madre y la misión de Viernes de construir un paraíso en el mismo lugar donde encontró refugió.
Pero lo hasta aquí dicho es apenas una manera de explicar la estructura perceptible de la historia, porque en verdad nos enfrentamos a una representación alucinante, alucinógena, de una realidad, cuyos tiempos se desfiguran, así como las lógicas sensoriales, espaciales, incluso de edad (Robinson, verbigracia, es un viejo de 81 años, mientras que su madre, uno de los personajes secundarios, tiene una apariencia juvenil), porque esta es una película sobre todo musical, que se mueve con los silbidos alegres de los violines de los músicos rumanos Alexander Bălănescu y Ada Milea. Las constantes melodías marcan el ritmo de las palabras, los diálogos pasan de ser la exclamación de versos poéticos a fusionarse con los estribillos de una canción y a los personajes, de ondulante andar, parece acompañarlos un perpetuo baile. Una atmósfera, en general, acorde con los colores vivos de la animación y con la mutabilidad y maleabilidad de las cosas: la cola de baldes de plástico de una sirena, medias recién tejidas que se elevan hacia el cielo, un chaleco salvavidas que respira solitario sobre la arena, un árbol hecho de modernas prótesis de piratas, la presencia de máquinas decimonónicas en medio de piezas de la tecnología actual.
La travesía de Robinson es también una búsqueda de un paraíso con el fin de encontrar un refugio seguro para su madre. Ella huye de su propia madre (abuela de Robinson), que no acepta la relación de su hija con un expirata. Juntos emprenden la epopeya y atraviesan diferentes estadios. Nos enfrentamos aquí a aquello al otro lado de las fronteras de la soledad de Robinson, acaso de lo que huía, aunque nos es imposible saber si el aspecto de ese universo está compuesto por los restos de un mundo derruido o el trazado de hemisferios marginales de una periferia. Los personajes se sumergen entonces, sin dejar la extraña alegría ni el andar musical, a un bosque de radares, un espacio salpicado de enhiestas antenas por donde pasan sigilosos para no ser detectados por la abuela de Robinson. Arriban luego a la Torre de Babel, escenario de una abigarrada fiesta, con variopintos personajes, de diversos géneros y formas; una suerte de mascarada donde se confunde el disfraz con la naturaleza propia de los individuos. Son luego sorprendidos por piratas y, más tarde, por la abuela, una gigante araña mecánica que devora todo a su paso, incluido su nieto, que termina por derrotarla desde el interior de su vientre de tela.
Sería tentador calificar este periplo como el propio de un viaje onírico, pero hasta ese momento la película ya ha logrado contagiarnos la cualidad maleable de ese universo, su talante líquido y gaseoso, desplazando con ello el asombro y permitiéndonos contemplar lo extraño como algo familiar, en el que los sentidos se diluyen en el todo. Adivinamos, entonces, como quien caza formas en las nubes, los posibles mensajes y alusiones: tal vez una crítica a la vigilancia, como en el bosque de radares; un homenaje a la libertad y diversidad en la Torre de Babel; la tendencia de la naturaleza y de lo conservador de encausar lo que se rebela, que es acaso lo que representa la abuela –the (grand) mother nature, como la nombra la película– y su persecución.
Viernes, por su lado, permanece en el acantilado, legado de Robinson mientras regresa, donde debe adiestrarse en prácticas de una cotidianidad foránea, como palear la nieve, aunque en la isla no haya sino arena; donde aprende a cultivar y a enfrentar a los embaucadores, los modernos colonizadores, que le cambian los frutos sembrados por cajetillas de cigarrillos, y donde además sortea la tentación de una mujer que pertenece a una organización que protege a los migrantes; tras enamorarse de Viernes, ella adquiere la forma de una sirena, con cola de baldes de plástico, y lo convoca desde el mar, como a Odiseo. Pero él no quiere distraerse con los encantos del amor, pues, a diferencia de Robinson, él no busca un paraíso, sino construirlo, y no para crearse una soledad, como su salvador, sino para cumplir su misión: rescatar a “la gente flotante”, otros seres como él que han quedado a la deriva en el mar en su búsqueda de una vida mejor.
Las escenas de Viernes, intercaladas con las de Robinson, son más claras y elocuentes, sin perder el carácter simbólico; es más sencillo evidenciar el propósito y más palpable el arco dramático: Viernes pasa de ser el salvado a ser el salvador, se convierte en el rey de “la gente flotante”. No solo él mismo rescata a los migrantes de las aguas o de las embarcaciones de los guardias fronterizos, sino que, como acaso históricamente habrán hecho los refugiados de muchas naciones en la realidad, les crea un paraíso para albergarlos y construir juntos un devenir, el mismo paraíso que Robinson buscaba y al cual regresa tras su aventura, aunque distante, algo ajeno, más bien como un espectro que gravita en el aire, desde donde contempla satisfecho cómo el acantilado que acompañó su soledad es ahora una tierra prometida.
Es por esa razón que The Island es también sobre la soledad y su poder transformador. Son constantes las reflexiones en torno a este tema: “los dos juntos podemos llorar nuestra soledad”, “estamos tan solos juntos”, “todos piensan que pretendo estar solo para mantener lo que tengo solamente para mí”, “cantar y bailar la soledad” son algunas de las frases que salpican durante la historia. Apela entonces la película a una soledad compartida; de hecho son muy breves los momentos en que un personaje esté completamente solo. Nos querrá quizá decir que el aislamiento no es más que mero egoísmo, si no se pretende con ello cambiar el mundo, y esto solo se logra en la relación con el otro, en la manera de hacer coincidir soledades.
No es casualidad que muchos de nuestros mitos, sobre todo aquellos que apelan a un origen, inician precisamente con seres solitarios. Así sucede con The Island. El encuentro de dos hombres en su soledad, uno que huye entre los azares del mar, otro que se esconde de las injusticias del mundo, desata una transformación y, con ello, un universo de vertiginoso simbolismo, donde confluyen la fuerza de la naturaleza, acontecimientos prodigiosos de los héroes en su búsqueda del paraíso, incluso lo sobrenatural y lo fantástico, para darle un contorno distinto a los desfigurados rasgos de nuestro tiempo y con ello imprimirle una mitología esperanzadora y musical a la magullada civilización humana.
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