La travesía de Daniel Zorrilla por los laberintos fríos de Berlín en febrero ha llegado a su fin. Y, precisamente, el fin, los finales, las terminaciones, le sirven como puente de sentido para preguntarse por eso que queda, por esas cicatrices que dejan las películas en el cerebro.
El final de un viaje enfrenta siempre a la pregunta sobre el olvido. ¿Qué tantas cosas podré recordar de esta experiencia? ¿Cuánto durará la emoción? ¿De qué modo seré capaz de transmitir el eco de lo que me sucedió? Con un festival de cine parece que viene una dificultad que compartiría, quizá, con un concierto: son experiencias irrepetibles. Podría decirse que todo acontecimiento es único, que no se camina por la misma calle, que sin importar las veces que se lea un texto, o se escuche una canción, nada de esto será siempre igual.
Con las películas en un festival se comparte una sensación semejante. El cine tiene la capacidad de ser reproducido con facilidad y constancia, pero la primera visualización es un acontecimiento finito. Asistir a una película es ser consciente de la finitud. Este tipo de pensamiento lo aborda Carla Simón en sus dos largometrajes, Verano del 93 y Alcarràs, en el que los personajes, desde el principio, saben que las cosas van a acabar. Hay una fecha límite y en ambas es el verano. En el caso de su último largometraje, el final es el inicio del verano. Simón y su equipo se encargan de trabajar cómo las personas lidian con lo inevitable, sobre cómo trabajar con las emociones cuando sabes que el tiempo se va a agotar.
Con este texto intento fijar en palabras lo que probablemente pueda repetir, pero sin certeza absoluta. Las películas se pueden repetir, se recontextualizan. Sin embargo, hay otras que se fugan, que se escapan, que se olvidan y luego se viven como si fuera la primera vez. Para enfrentarme a lo inevitable (el final de este viaje, el final de este festival), hago mi mayor esfuerzo para fijar en el texto mis recuerdos.
Vienen a mí dos de las imágenes que no quisiera que se borraran de mi mente, pero que sé, así como los personajes de Alcarràs, que no puedo evitar perderlas. La primera es el abuelo bajo la higuera. Este árbol es el único que da esos frutos en el cultivo y funciona, a lo largo de la película, como el símbolo natural de una promesa no escrita: el abuelo de la familia, Rogelio, adquirió por palabra, más no por contrato, la tierra en la que ha vivido su familia y para celebrar ese pacto verbal le lleva al dueño legal del terreno una cesta con higos. Este ritual parece que se ha repetido a lo largo de los años, porque en un momento su hijo, Quimet, que cuida el campo con toda su familia, lo insulta por esa muestra de generosidad con el señor que está destruyendo el hogar y que planea acabar con la tierra para plantar un “campo” de paneles solares.
El plano empieza con Rogelio debajo de la higuera, a la sombra de las largas ramas. Es un árbol inmenso y el plano empieza a alejarse de Rogelio hasta que se ve diminuto, aunque protegido. La altura de la higuera hace pensar que ha permanecido allí por mucho tiempo, como un símbolo que reafirma la unión de la familia con la tierra que les va a ser arrebatada. La luz del plano cubre de tintes dorados el paisaje (acción constante de la película); una mirada bucólica de una tierra sostenida en el trabajo y que está a punto de perderse.
La segunda imagen de Alcarràs que quisiera conservar en mi memoria es el rostro de Roger, el hijo mayor de Quimet, que ha decidido no dedicarse al estudio para trabajar sin descanso el campo. Es un joven comprometido con el trabajo del cultivo, el transporte de los alimentos y la búsqueda por condiciones dignas de trabajo para las y los campesinos. Su padre vive frustrado por la decisión de su hijo de entregarse con tanto fervor al campo, cultivando esos modos tradicionales de aprendizaje que repitien la idea errónea de que una mejor vida se logra mudándose hacia la ciudad.
Roger, junto a su tío, plantan en medio de un gran campo, una pequeña planta de marihuana. Quimet sabe de este cultivo y, durante una borrachera, cerca del momento de ser desalojados de su casa, va hacia la planta y la quema. Roger, cubierto entre las hojas del campo, que son altas y gruesas, observa como su padre quema con placer la planta. La imagen se construye en un plano-contraplano. A su padre se le ve como el centro, en la primera imagen, en la que está agachado, sonriendo (como pocas veces lo ha hecho), iluminado con intensidad por la pequeña fogata. Detrás de él, a poca distancia, está Roger. Su rostro está recortado por la gruesa hoja de las plantas del campo. La expresión que muestra su rostro está sugerida por su mirada, aunque su boca está oculta. Este momento en la película sentencia el derrumbe de la familia. Es la condensación de la pérdida de la cordura, de la decepción, de la traición incluso en el círculo más interno de lo íntimo. A Roger la luz le llega de manera escasa, tan sólo como parpadeos de su planta quemada.
En una línea distinta se encuentra la siguiente imagen fundida en mí: las manos de los hijos de Pirandello sobre la de él, mientras su pecho inhala y exhala a un ritmo muy quedo, pues está en su lecho de muerte. Este plano es de Leonora addio, de Paolo Taviani, que es un homenaje a su hermano Vittorio, al cine italiano y, sobre todo, al nobel de literatura Luigi Pirandello. Es una película que usa archivos de películas clásicas del cine italiano, en blanco y negro, para encadenar algunas de sus secuencias. Está divida en dos partes que se unen por Pirandello y su obra, pero que se dividen de manera tajante por temas cromáticos: la primera, en la que se narra el viaje de un Delegado de la comuna de Agrigento que transporta desde Roma hacia Sicilia las cenizas de Pirandello, toda en blanco y negro. La segunda es una adaptación del cuento póstumo “Il chiodo”, inspirado en una noticia en la que un niño italiano asesina a otra niña en Estados Unidos.
Retomando la imagen, la escena ocurre después de un fragmento de un texto de Pirandello confesando que, luego de la gloria, ha llegado a un momento de tedio y parálisis, en que no parece haber nada más que lograr. El plano inicia con un espacio muy semejante a la habitación en que el astronauta David descansa luego de atravesar el túnel del tiempo en 2001: Odisea en el espacio. Pirandello está acostado sobre su cama y en el marco de la puerta (donde el monolito está ubicado en el plano de Kubrick) aparecen su hija y sus dos hijos. La habitación, a diferencia de la película de Kubrick, es mucho menos ancha y con menos objetos. Desde el marco de la puerta Pirandello reconoce a sus hijos y se pregunta qué hacen allí, tan pequeños. A medida que ellos se acercan a su padre, crecen. Al llegar al borde de su cama, ya han envejecido.
La metáfora es evidente y funciona de manera clara: la vida se pasa en un instante y el abismo que hay entre una cama y el marco de una puerta puede ser tan diminuto como infinito. Pirandello se conmueve al ver a sus hijos, aunque sólo escuchamos la voz como un monólogo interno. Ellos lo miran con compasión. Su hija es la primera en acercarse por la derecha. El pecho de Pirandello se hincha y se relaja. La cámara se enfoca sobre su mano – gigante en la pantalla–, que sigue el ritmo de su respiración. Recuerdo un fragmento de una canción interpretada por Mercedes Sosa que dice: “Son manos arrugadas, tal vez las más humildes y están cual hojas secas de tanto trabajar”. Pienso en las manos del escritor detrás de su máquina, cuando pasaba sus noches trabajando en sus guiones y sus historias. El cine permite soñar también con cuerpos y, a través de estos, leer otras historias escritas en la piel de sus personajes. La mano de Pirandello se presenta con cuidado, con ternura, mientras que las manos de sus hijos la cobijan con un amor que, como ya muchas películas de la Berlinale han podido demostrar (Nana, de Kamila Andini; O trio em mi bemol, de Rita Azevedo Gómez; Happer's Comet, de Tyler Taormina; Zum tod meiner Mutter, de Jessica Krummacher) no necesita palabras.
Seguido de las manos de su hija están las de sus dos hijos. Las cuatro manos se vuelven una sola; todas cobijan con amor la llegada de la muerte. Son la liviandad ante el peso de la vida, son el cariño de una vida que no pudimos ver, son la imagen que sella años de un personaje desconocido. Las manos entregan su movimiento, ceden su individualidad motriz para descansar sobre el pecho, que es también el corazón que late, mientras Pirandello da su último suspiro.
…
La Berlinale acaba hoy, 20 de febrero. Las imágenes que quedan desperdigadas por mi memoria, construyen tan sólo un cúmulo de estrellas de una galaxia mayor, que no es otra cosa que el festival. En la última película de Hong Sang-soo, The Novelist’s Film, el personaje de Junhee (una famosa novelista) le confiesa a una actriz la razón por la cual ha dejado de escribir. Dice que, con el paso del tiempo, ha encontrado que su escritura ha caído en el espacio de engrandecer lo minúsculo, de hacer hiperbólico y decorar con palabras rebuscadas la forma de describir las cosas. Algo de sus palabras resuena al final de este texto, en el que la recapitulación reafirma el hecho de lo elusivo de una escritura sobre cine, especialmente aquella que responde a la velocidad natural de un festival. Las imágenes que aquí quedaron enunciadas no son más que fragmentos, pequeños momentos, algunos que pueden pasar desapercibidos. Son imágenes condensadas, descripciones que intentan ser detalladas, pero a causa de su falta de referente resultan difusas. Son promesas de expectativa, ganas de entablar diálogos con las imágenes, pero sobre todo con las personas que espero, pronto, puedan acercarse a estas películas.
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IMÁGENES QUE NO QUISIERA OLVIDAR - BERLINALE 04
La travesía de Daniel Zorrilla por los laberintos fríos de Berlín en febrero ha llegado a su fin. Y, precisamente, el fin, los finales, las terminaciones, le sirven como puente de sentido para preguntarse por eso que queda, por esas cicatrices que dejan las películas en el cerebro.
El final de un viaje enfrenta siempre a la pregunta sobre el olvido. ¿Qué tantas cosas podré recordar de esta experiencia? ¿Cuánto durará la emoción? ¿De qué modo seré capaz de transmitir el eco de lo que me sucedió? Con un festival de cine parece que viene una dificultad que compartiría, quizá, con un concierto: son experiencias irrepetibles. Podría decirse que todo acontecimiento es único, que no se camina por la misma calle, que sin importar las veces que se lea un texto, o se escuche una canción, nada de esto será siempre igual.
Con las películas en un festival se comparte una sensación semejante. El cine tiene la capacidad de ser reproducido con facilidad y constancia, pero la primera visualización es un acontecimiento finito. Asistir a una película es ser consciente de la finitud. Este tipo de pensamiento lo aborda Carla Simón en sus dos largometrajes, Verano del 93 y Alcarràs, en el que los personajes, desde el principio, saben que las cosas van a acabar. Hay una fecha límite y en ambas es el verano. En el caso de su último largometraje, el final es el inicio del verano. Simón y su equipo se encargan de trabajar cómo las personas lidian con lo inevitable, sobre cómo trabajar con las emociones cuando sabes que el tiempo se va a agotar.
Con este texto intento fijar en palabras lo que probablemente pueda repetir, pero sin certeza absoluta. Las películas se pueden repetir, se recontextualizan. Sin embargo, hay otras que se fugan, que se escapan, que se olvidan y luego se viven como si fuera la primera vez. Para enfrentarme a lo inevitable (el final de este viaje, el final de este festival), hago mi mayor esfuerzo para fijar en el texto mis recuerdos.
Vienen a mí dos de las imágenes que no quisiera que se borraran de mi mente, pero que sé, así como los personajes de Alcarràs, que no puedo evitar perderlas. La primera es el abuelo bajo la higuera. Este árbol es el único que da esos frutos en el cultivo y funciona, a lo largo de la película, como el símbolo natural de una promesa no escrita: el abuelo de la familia, Rogelio, adquirió por palabra, más no por contrato, la tierra en la que ha vivido su familia y para celebrar ese pacto verbal le lleva al dueño legal del terreno una cesta con higos. Este ritual parece que se ha repetido a lo largo de los años, porque en un momento su hijo, Quimet, que cuida el campo con toda su familia, lo insulta por esa muestra de generosidad con el señor que está destruyendo el hogar y que planea acabar con la tierra para plantar un “campo” de paneles solares.
El plano empieza con Rogelio debajo de la higuera, a la sombra de las largas ramas. Es un árbol inmenso y el plano empieza a alejarse de Rogelio hasta que se ve diminuto, aunque protegido. La altura de la higuera hace pensar que ha permanecido allí por mucho tiempo, como un símbolo que reafirma la unión de la familia con la tierra que les va a ser arrebatada. La luz del plano cubre de tintes dorados el paisaje (acción constante de la película); una mirada bucólica de una tierra sostenida en el trabajo y que está a punto de perderse.
La segunda imagen de Alcarràs que quisiera conservar en mi memoria es el rostro de Roger, el hijo mayor de Quimet, que ha decidido no dedicarse al estudio para trabajar sin descanso el campo. Es un joven comprometido con el trabajo del cultivo, el transporte de los alimentos y la búsqueda por condiciones dignas de trabajo para las y los campesinos. Su padre vive frustrado por la decisión de su hijo de entregarse con tanto fervor al campo, cultivando esos modos tradicionales de aprendizaje que repitien la idea errónea de que una mejor vida se logra mudándose hacia la ciudad.
Roger, junto a su tío, plantan en medio de un gran campo, una pequeña planta de marihuana. Quimet sabe de este cultivo y, durante una borrachera, cerca del momento de ser desalojados de su casa, va hacia la planta y la quema. Roger, cubierto entre las hojas del campo, que son altas y gruesas, observa como su padre quema con placer la planta. La imagen se construye en un plano-contraplano. A su padre se le ve como el centro, en la primera imagen, en la que está agachado, sonriendo (como pocas veces lo ha hecho), iluminado con intensidad por la pequeña fogata. Detrás de él, a poca distancia, está Roger. Su rostro está recortado por la gruesa hoja de las plantas del campo. La expresión que muestra su rostro está sugerida por su mirada, aunque su boca está oculta. Este momento en la película sentencia el derrumbe de la familia. Es la condensación de la pérdida de la cordura, de la decepción, de la traición incluso en el círculo más interno de lo íntimo. A Roger la luz le llega de manera escasa, tan sólo como parpadeos de su planta quemada.
En una línea distinta se encuentra la siguiente imagen fundida en mí: las manos de los hijos de Pirandello sobre la de él, mientras su pecho inhala y exhala a un ritmo muy quedo, pues está en su lecho de muerte. Este plano es de Leonora addio, de Paolo Taviani, que es un homenaje a su hermano Vittorio, al cine italiano y, sobre todo, al nobel de literatura Luigi Pirandello. Es una película que usa archivos de películas clásicas del cine italiano, en blanco y negro, para encadenar algunas de sus secuencias. Está divida en dos partes que se unen por Pirandello y su obra, pero que se dividen de manera tajante por temas cromáticos: la primera, en la que se narra el viaje de un Delegado de la comuna de Agrigento que transporta desde Roma hacia Sicilia las cenizas de Pirandello, toda en blanco y negro. La segunda es una adaptación del cuento póstumo “Il chiodo”, inspirado en una noticia en la que un niño italiano asesina a otra niña en Estados Unidos.
Retomando la imagen, la escena ocurre después de un fragmento de un texto de Pirandello confesando que, luego de la gloria, ha llegado a un momento de tedio y parálisis, en que no parece haber nada más que lograr. El plano inicia con un espacio muy semejante a la habitación en que el astronauta David descansa luego de atravesar el túnel del tiempo en 2001: Odisea en el espacio. Pirandello está acostado sobre su cama y en el marco de la puerta (donde el monolito está ubicado en el plano de Kubrick) aparecen su hija y sus dos hijos. La habitación, a diferencia de la película de Kubrick, es mucho menos ancha y con menos objetos. Desde el marco de la puerta Pirandello reconoce a sus hijos y se pregunta qué hacen allí, tan pequeños. A medida que ellos se acercan a su padre, crecen. Al llegar al borde de su cama, ya han envejecido.
La metáfora es evidente y funciona de manera clara: la vida se pasa en un instante y el abismo que hay entre una cama y el marco de una puerta puede ser tan diminuto como infinito. Pirandello se conmueve al ver a sus hijos, aunque sólo escuchamos la voz como un monólogo interno. Ellos lo miran con compasión. Su hija es la primera en acercarse por la derecha. El pecho de Pirandello se hincha y se relaja. La cámara se enfoca sobre su mano – gigante en la pantalla–, que sigue el ritmo de su respiración. Recuerdo un fragmento de una canción interpretada por Mercedes Sosa que dice: “Son manos arrugadas, tal vez las más humildes y están cual hojas secas de tanto trabajar”. Pienso en las manos del escritor detrás de su máquina, cuando pasaba sus noches trabajando en sus guiones y sus historias. El cine permite soñar también con cuerpos y, a través de estos, leer otras historias escritas en la piel de sus personajes. La mano de Pirandello se presenta con cuidado, con ternura, mientras que las manos de sus hijos la cobijan con un amor que, como ya muchas películas de la Berlinale han podido demostrar (Nana, de Kamila Andini; O trio em mi bemol, de Rita Azevedo Gómez; Happer's Comet, de Tyler Taormina; Zum tod meiner Mutter, de Jessica Krummacher) no necesita palabras.
Seguido de las manos de su hija están las de sus dos hijos. Las cuatro manos se vuelven una sola; todas cobijan con amor la llegada de la muerte. Son la liviandad ante el peso de la vida, son el cariño de una vida que no pudimos ver, son la imagen que sella años de un personaje desconocido. Las manos entregan su movimiento, ceden su individualidad motriz para descansar sobre el pecho, que es también el corazón que late, mientras Pirandello da su último suspiro.
…
La Berlinale acaba hoy, 20 de febrero. Las imágenes que quedan desperdigadas por mi memoria, construyen tan sólo un cúmulo de estrellas de una galaxia mayor, que no es otra cosa que el festival. En la última película de Hong Sang-soo, The Novelist’s Film, el personaje de Junhee (una famosa novelista) le confiesa a una actriz la razón por la cual ha dejado de escribir. Dice que, con el paso del tiempo, ha encontrado que su escritura ha caído en el espacio de engrandecer lo minúsculo, de hacer hiperbólico y decorar con palabras rebuscadas la forma de describir las cosas. Algo de sus palabras resuena al final de este texto, en el que la recapitulación reafirma el hecho de lo elusivo de una escritura sobre cine, especialmente aquella que responde a la velocidad natural de un festival. Las imágenes que aquí quedaron enunciadas no son más que fragmentos, pequeños momentos, algunos que pueden pasar desapercibidos. Son imágenes condensadas, descripciones que intentan ser detalladas, pero a causa de su falta de referente resultan difusas. Son promesas de expectativa, ganas de entablar diálogos con las imágenes, pero sobre todo con las personas que espero, pronto, puedan acercarse a estas películas.
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