Antes de empezar quiero poner todas mis cartas sobre la mesa: Burning, la película más reciente de Lee Chang-dong, es, al menos hasta antes del final, extraordinaria. Desborda un control tan preciso sobre la imagen que a uno no le queda otra cosa que aceptar el enorme talento de este surcoreano y confundir las emociones de los personajes, que se despliegan con tanta sutileza y sencillez, con las propias. Se trata de una película muy misteriosa que, precisamente, habla sobre el (un) misterio. Se ha dicho que es un enigma y un rompecabezas. Es cierto.
De todas formas, sí tengo un enorme reparo con la película y es su final, que entra tan fácilmente a eso que se podría denominar como “La tendencia al shock”, hoy más o menos presente en gran parte del cine contemporáneo, que obliga al final de las películas a ser algo así como un golpe en el estómago, lo que quiere decir que hay que acabar o con un asesinato, o con una violación o con un acto de violencia cualquiera (y no explorarlo). Un nuevo aforismo que ha acabado con grandes películas y grandes directores. El final de Burning parece responder a esa tendencia claustrofóbica y torpe. Esa última acción parece dirigida por otra persona, no corresponde a la contención, elegancia y sugerencia que se ve antes de esos tres o cuatro minutos finales... Volviendo a ver Burning confirmo un par de cosas y descubro otras.
Las nuevas: es la actriz (Jun Jong-seo) la que sostiene el trío actoral y la película completa. Es tan grande esta mujer que, aunque esté ausente la mitad de la película, la lleva siempre en el hombro (film de contradicciones y aporías). Ella es una combinación de coraje y fragilidad. Su rostro es un complejo paisaje, revelador y misterioso a la vez. También es hija de su tiempo (se ha hecho una cirugía plástica, al parecer en la cara; tiene un trabajo de medio tiempo que la obliga a mostrar algo de piel y sonreír sin parar; vive en una habitación donde la única luz que entra es por el reflejo de una torre que tiene cerca. Mientras todo eso, camina buscando el significado de la vida y está convencida de que viajando lo va a encontrar. En África se le revela. Después se sugiere que, ya en Corea, le cuesta mantenerlo) y deslumbra con su cuerpo (sugestivamente la película empieza con esta canción). En solo unas horas, después del primer momento en que la vemos, seduce a Jong-su –el otro protagonista, el punto de vista de la película– y luego, mucho más tarde, mientras ven el sol esconderse (ellos dos y Ben, el otro vértice que forma el triángulo, el tipo –¿el novio?– que conoció en África), es capaz de hacer que este mismo Jong-su tenga el coraje para revelarle a “su competencia” que la ama. En “Quemar graneros”, el cuento de Murakami que sirve de inspiración para la película, se le describe así: “Su encanto residía en algo mucho más simple: tenía una carácter abierto y sencillo que atraía a la gente. Al toparse con esa sencillez, los hombres se sentían arrastrados por ella y trataban de aplicarla a sus complejos sentimientos. No sé cómo explicarlo mejor, pero sucedía algo así. Digamos que vivía sostenida por su sencillez.” Actriz fantástica para un personaje que pedía precisamente eso: desborde de talento.
Otra: Ya no hay duda: Lee Chang Dong es un genio. ¡Qué enorme capacidad la que tiene para revelar, unir temas y estados emocionales solo con la profundidad de campo! Nadie filma con ese nivel de elegancia. Aquí una panorámica tiene una fuerza específica, parece la materialización de un electrocardiograma que nos revela el horizonte sentimental de los personajes y de la película entera. Su forma de seguir a los personajes y de juntarlos en cada plano se nos antoja única. Nadie más, hoy, filma así. Los actores dan la impresión de estar muy cerca a la cámara. Sus primeros planos, además de bellos, son la definición del film: una cara nunca tiene un significado preciso, siempre cambiante es una incógnita inagotable.
La película es, también, un sismógrafo del tiempo que vivimos. No solo porque en un momento se escuche en la televisión hablar del desempleo y veamos a Trump decir barbaridades de sus reformas laborales. Ni tampoco por el comentario de aquello que se escucha en la cercanía con la frontera de Corea del norte, sino porque, en esencia, es una película de tensiones. Lo viejo y lo nuevo, la riqueza y la pobreza, los trabajos fáciles y la vida publicitaria (vivir de café en café, de reunión ostentosa en fiestas, y de nuevo en reuniones). Todo da unas pistas sobre eso: los carros que se conducen, las maneras de conversar entre los amigos y los conocidos, la ropa que se lleva, las distintas relaciones con el espacio. Corea está llena de Gatsbys, dice Jong-su en un momento. Dentro de la película hay dos cuerdas que halan, cada una para un lado distinto. Cada imagen parece hablar de esa tensión subterránea. Tensión que mantiene en un estado de intranquilidad a Jong-su (la misma tensión, en cambio, hace que Ben, el otro, esté tranquilo todo el tiempo), sobre todo porque se nos dice que ha escogido un camino complejo: estudió escrituras creativas, le gusta mucho Faulkner, quiere dedicarse a escribir y no puede hacerlo todavía. Con cierta doble intención Ben presenta a Jong-su como un escritor, el tono termina por revelar otras implicaciones. Ya para este momento se hace evidente que la película es también un trío amoroso, otro terreno donde las tensiones no dejan de existir. Se le añade al film ser una radiografía de cómo se ama en estos tiempos. Despúes dirá Ben que Jong-su le ha hecho sentir celos por primera vez en su vida. La atracción de ellos dos por la mujer que los embrujó (y a nosotros también, eso explica que nos haga tanta falta cuando la dejamos de ver) se convierte en una confusa tensión que las palabras tapan. También un acertijo.
Hay un momento en una fiesta. Es extraordinario. Un solo plano.
Las confirmaciones: si uno ve todas las películas de Lee Chang-dong se da cuenta de varias cosas (además del descubrimiento, repito, de un genio): su cine no le huye nunca a lo escabroso y oscuro. Peppermint Candy, su obra maestra sin peros, se dirige toda hacia un suicidio escabroso. Se ubica en un periodo de turbulencias políticas y el hombre se construye como un retazo de esas colisiones de su tiempo. Una película devastadora (sin insistencias en el shock). En Oasis hay una combinación de cosas: el protagonista tiene encima un pasado violento (acaba de salir de la cárcel) y en el centro del film hay una violación. Hay, además, una truculencia narrativa que en otras manos sería material directo a la abyección. Secret Sunshine es sobre la tragedia. Una muerte horrible divide la película en dos. Este film representa el acercamiento del director a la religión (en sus otras películas habrá siempre un comentario o una escena en una iglesia, incluida Burning). Una película cruda. En Poetry, probablemente la película más amarga y oscura del director, las tragedias se acumulan. Suicidio y violación lideran. Es una extraordinaria búsqueda de una mujer de 66 años por un poema en medio de un terreno árido, incompatible con ese cariño que, le dicen, debe tenerle a la poesía. Su mundo se está cayendo y ella va en busca de un poema. Al final, su descubrimiento es extraordinario: para su poema se necesitaban dos voces.
Descubre uno que todas estas películas comparten una especial delicadeza y respeto para contar una muerte y abordar una tragedia. Un asunto de sensibilidad. Un cine sin miedo, que ha aprendido dónde y cómo pararse frente a esos rastros del mal. Nunca había sido Lee Chang-dong tan oscuro, obvio y pesimista, como en el final de Burning –lleno de sangre y crudeza–. Lo sutil no existe. Kilómetros de distancia frente al final de Poetry, por ejemplo.
Lo que revelan esas últimas imágenes de Burning solo dan pistas para pensar un adjetivo: ajeno. Yo pienso y pienso y no encuentro cómo la película puede sustentar esa escena (que no es cualquiera: ¡es la última!). Parece una conclusión tan desajustada que necesitaba una explicación y un esclarecimiento: al comienzo se le dedica una sola escena, y con un buen detalle, a los cuchillos que descubre Jong-su, después son olvidados hasta ese último momento (el lazo no es evidente pero una cosa se explica con la otra). Se le suma la decepción tan grande que significa que la película mantenga una tensión basada exclusivamente en la ambigüedad de todo lo que muestra (nada es lo que parece, o nada es, o todo es…) y que al final se decida por resolver –como sea– ese misterio, y, sume usted, lo que se escoge es un ataque de rabia del tipo que parecía un enclenque y que todo hacía mal, el amoroso, el nice guy. Lo que tenía el potencial de ser cualquier cosa termina en una venganza. Otro desbordamiento, sí, pero esta vez usado en su contra. Una paradoja casi imperdonable.
Creo tener una hipótesis para “resolver ese misterio”. El verdadero final de la película tendría que ser Jong-su en la habitación de Shin Hae-mi escribiendo porque lo que pasa después podría ser lo que Jong-su escribe. Nunca antes en la película habíamos visto una escena donde no estuviera Jong-su. Lo que sabemos es gracias a que él lo sabe. La película lo sigue a él en todo momento. Nunca vemos a las otras partes del triángulo solas. Después de que la cámara se aleja de esa habitación, en una especie de toma aérea, vemos a Ben en su (supuesta) rutina dentro de su casa. Eso, por las reglas de la película, parece imposible. No es descabellado pensar que se trata del escrito de Jong-su. La cita en medio de la nieve tendría que ser entonces la materialización del escrito. Imposible saberlo con certeza. Podemos suponer que las pistas que reúne Jong-su le bastan para armar su propia conclusión (que tiene que ver con que Ben es el responsable de la desaparición de su amada y única confidente. La película insiste en un momento en la repetición: en la segunda escena de la reunión de amigos de Ben, su nueva amiga cuenta una historia de su viaje al extranjero, como lo había hecho Shin Hae-mi) e imaginarse un alter ego más valiente, capaz de apuñalar a alguien, y cobrar la vida de esa misteriosa amada.
El cierre, pensaba al verlo, remite inmediatamente al cine de Michel Franco, innombrable e impresentable director mexicano que ha encontrado la cima máxima de esa tendencia. Es el maestro (¿se le podrá decir así?) en eso. Especialista en el final con grito. Y si despreciamos el cine de Franco, ¿cómo sostener a Burning como obra maestra? ¿Es posible pensar que Lee Chang-dong, un director con tanta entereza y creador de sus propias tendencias, se haya plegado precisamente a la que carcome al cine moderno? Imposible aventurarse a una conclusión determinante. De lo único que me parece estar seguro es que siempre es mejor que los cineastas no resuelvan, menos con una muerte y un asesinato, los intrincados misterios que proponen. Burning pone al límite esa certeza. También yo quedo en un estado de indeterminación. Puede ser que, después de que se acaba la película, nos convertimos todos en personajes de ese mundo: buscando cómo saber si caímos o no a un pozo, y si alguien nos salvó. La respuesta no existe.
Burning se suma fácilmente a la lista (grande) de películas arruinadas por su final. Sin embargo, la destreza del film es tan grande, tan única, tan concreta, que uno de verdad puede perdonar fácil a Chang-dong y hacerse el de la vista gorda. Nunca ha sido tan difícil pensar qué hacer, como crítico, con un final.
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INCERTIDUMBRES
Burning, de Lee Chang-dong
Antes de empezar quiero poner todas mis cartas sobre la mesa: Burning, la película más reciente de Lee Chang-dong, es, al menos hasta antes del final, extraordinaria. Desborda un control tan preciso sobre la imagen que a uno no le queda otra cosa que aceptar el enorme talento de este surcoreano y confundir las emociones de los personajes, que se despliegan con tanta sutileza y sencillez, con las propias. Se trata de una película muy misteriosa que, precisamente, habla sobre el (un) misterio. Se ha dicho que es un enigma y un rompecabezas. Es cierto.
De todas formas, sí tengo un enorme reparo con la película y es su final, que entra tan fácilmente a eso que se podría denominar como “La tendencia al shock”, hoy más o menos presente en gran parte del cine contemporáneo, que obliga al final de las películas a ser algo así como un golpe en el estómago, lo que quiere decir que hay que acabar o con un asesinato, o con una violación o con un acto de violencia cualquiera (y no explorarlo). Un nuevo aforismo que ha acabado con grandes películas y grandes directores. El final de Burning parece responder a esa tendencia claustrofóbica y torpe. Esa última acción parece dirigida por otra persona, no corresponde a la contención, elegancia y sugerencia que se ve antes de esos tres o cuatro minutos finales... Volviendo a ver Burning confirmo un par de cosas y descubro otras.
Las nuevas: es la actriz (Jun Jong-seo) la que sostiene el trío actoral y la película completa. Es tan grande esta mujer que, aunque esté ausente la mitad de la película, la lleva siempre en el hombro (film de contradicciones y aporías). Ella es una combinación de coraje y fragilidad. Su rostro es un complejo paisaje, revelador y misterioso a la vez. También es hija de su tiempo (se ha hecho una cirugía plástica, al parecer en la cara; tiene un trabajo de medio tiempo que la obliga a mostrar algo de piel y sonreír sin parar; vive en una habitación donde la única luz que entra es por el reflejo de una torre que tiene cerca. Mientras todo eso, camina buscando el significado de la vida y está convencida de que viajando lo va a encontrar. En África se le revela. Después se sugiere que, ya en Corea, le cuesta mantenerlo) y deslumbra con su cuerpo (sugestivamente la película empieza con esta canción). En solo unas horas, después del primer momento en que la vemos, seduce a Jong-su –el otro protagonista, el punto de vista de la película– y luego, mucho más tarde, mientras ven el sol esconderse (ellos dos y Ben, el otro vértice que forma el triángulo, el tipo –¿el novio?– que conoció en África), es capaz de hacer que este mismo Jong-su tenga el coraje para revelarle a “su competencia” que la ama. En “Quemar graneros”, el cuento de Murakami que sirve de inspiración para la película, se le describe así: “Su encanto residía en algo mucho más simple: tenía una carácter abierto y sencillo que atraía a la gente. Al toparse con esa sencillez, los hombres se sentían arrastrados por ella y trataban de aplicarla a sus complejos sentimientos. No sé cómo explicarlo mejor, pero sucedía algo así. Digamos que vivía sostenida por su sencillez.” Actriz fantástica para un personaje que pedía precisamente eso: desborde de talento.
Otra: Ya no hay duda: Lee Chang Dong es un genio. ¡Qué enorme capacidad la que tiene para revelar, unir temas y estados emocionales solo con la profundidad de campo! Nadie filma con ese nivel de elegancia. Aquí una panorámica tiene una fuerza específica, parece la materialización de un electrocardiograma que nos revela el horizonte sentimental de los personajes y de la película entera. Su forma de seguir a los personajes y de juntarlos en cada plano se nos antoja única. Nadie más, hoy, filma así. Los actores dan la impresión de estar muy cerca a la cámara. Sus primeros planos, además de bellos, son la definición del film: una cara nunca tiene un significado preciso, siempre cambiante es una incógnita inagotable.
La película es, también, un sismógrafo del tiempo que vivimos. No solo porque en un momento se escuche en la televisión hablar del desempleo y veamos a Trump decir barbaridades de sus reformas laborales. Ni tampoco por el comentario de aquello que se escucha en la cercanía con la frontera de Corea del norte, sino porque, en esencia, es una película de tensiones. Lo viejo y lo nuevo, la riqueza y la pobreza, los trabajos fáciles y la vida publicitaria (vivir de café en café, de reunión ostentosa en fiestas, y de nuevo en reuniones). Todo da unas pistas sobre eso: los carros que se conducen, las maneras de conversar entre los amigos y los conocidos, la ropa que se lleva, las distintas relaciones con el espacio. Corea está llena de Gatsbys, dice Jong-su en un momento. Dentro de la película hay dos cuerdas que halan, cada una para un lado distinto. Cada imagen parece hablar de esa tensión subterránea. Tensión que mantiene en un estado de intranquilidad a Jong-su (la misma tensión, en cambio, hace que Ben, el otro, esté tranquilo todo el tiempo), sobre todo porque se nos dice que ha escogido un camino complejo: estudió escrituras creativas, le gusta mucho Faulkner, quiere dedicarse a escribir y no puede hacerlo todavía. Con cierta doble intención Ben presenta a Jong-su como un escritor, el tono termina por revelar otras implicaciones. Ya para este momento se hace evidente que la película es también un trío amoroso, otro terreno donde las tensiones no dejan de existir. Se le añade al film ser una radiografía de cómo se ama en estos tiempos. Despúes dirá Ben que Jong-su le ha hecho sentir celos por primera vez en su vida. La atracción de ellos dos por la mujer que los embrujó (y a nosotros también, eso explica que nos haga tanta falta cuando la dejamos de ver) se convierte en una confusa tensión que las palabras tapan. También un acertijo.
Hay un momento en una fiesta. Es extraordinario. Un solo plano.
Las confirmaciones: si uno ve todas las películas de Lee Chang-dong se da cuenta de varias cosas (además del descubrimiento, repito, de un genio): su cine no le huye nunca a lo escabroso y oscuro. Peppermint Candy, su obra maestra sin peros, se dirige toda hacia un suicidio escabroso. Se ubica en un periodo de turbulencias políticas y el hombre se construye como un retazo de esas colisiones de su tiempo. Una película devastadora (sin insistencias en el shock). En Oasis hay una combinación de cosas: el protagonista tiene encima un pasado violento (acaba de salir de la cárcel) y en el centro del film hay una violación. Hay, además, una truculencia narrativa que en otras manos sería material directo a la abyección. Secret Sunshine es sobre la tragedia. Una muerte horrible divide la película en dos. Este film representa el acercamiento del director a la religión (en sus otras películas habrá siempre un comentario o una escena en una iglesia, incluida Burning). Una película cruda. En Poetry, probablemente la película más amarga y oscura del director, las tragedias se acumulan. Suicidio y violación lideran. Es una extraordinaria búsqueda de una mujer de 66 años por un poema en medio de un terreno árido, incompatible con ese cariño que, le dicen, debe tenerle a la poesía. Su mundo se está cayendo y ella va en busca de un poema. Al final, su descubrimiento es extraordinario: para su poema se necesitaban dos voces.
Descubre uno que todas estas películas comparten una especial delicadeza y respeto para contar una muerte y abordar una tragedia. Un asunto de sensibilidad. Un cine sin miedo, que ha aprendido dónde y cómo pararse frente a esos rastros del mal. Nunca había sido Lee Chang-dong tan oscuro, obvio y pesimista, como en el final de Burning –lleno de sangre y crudeza–. Lo sutil no existe. Kilómetros de distancia frente al final de Poetry, por ejemplo.
Lo que revelan esas últimas imágenes de Burning solo dan pistas para pensar un adjetivo: ajeno. Yo pienso y pienso y no encuentro cómo la película puede sustentar esa escena (que no es cualquiera: ¡es la última!). Parece una conclusión tan desajustada que necesitaba una explicación y un esclarecimiento: al comienzo se le dedica una sola escena, y con un buen detalle, a los cuchillos que descubre Jong-su, después son olvidados hasta ese último momento (el lazo no es evidente pero una cosa se explica con la otra). Se le suma la decepción tan grande que significa que la película mantenga una tensión basada exclusivamente en la ambigüedad de todo lo que muestra (nada es lo que parece, o nada es, o todo es…) y que al final se decida por resolver –como sea– ese misterio, y, sume usted, lo que se escoge es un ataque de rabia del tipo que parecía un enclenque y que todo hacía mal, el amoroso, el nice guy. Lo que tenía el potencial de ser cualquier cosa termina en una venganza. Otro desbordamiento, sí, pero esta vez usado en su contra. Una paradoja casi imperdonable.
Creo tener una hipótesis para “resolver ese misterio”. El verdadero final de la película tendría que ser Jong-su en la habitación de Shin Hae-mi escribiendo porque lo que pasa después podría ser lo que Jong-su escribe. Nunca antes en la película habíamos visto una escena donde no estuviera Jong-su. Lo que sabemos es gracias a que él lo sabe. La película lo sigue a él en todo momento. Nunca vemos a las otras partes del triángulo solas. Después de que la cámara se aleja de esa habitación, en una especie de toma aérea, vemos a Ben en su (supuesta) rutina dentro de su casa. Eso, por las reglas de la película, parece imposible. No es descabellado pensar que se trata del escrito de Jong-su. La cita en medio de la nieve tendría que ser entonces la materialización del escrito. Imposible saberlo con certeza. Podemos suponer que las pistas que reúne Jong-su le bastan para armar su propia conclusión (que tiene que ver con que Ben es el responsable de la desaparición de su amada y única confidente. La película insiste en un momento en la repetición: en la segunda escena de la reunión de amigos de Ben, su nueva amiga cuenta una historia de su viaje al extranjero, como lo había hecho Shin Hae-mi) e imaginarse un alter ego más valiente, capaz de apuñalar a alguien, y cobrar la vida de esa misteriosa amada.
El cierre, pensaba al verlo, remite inmediatamente al cine de Michel Franco, innombrable e impresentable director mexicano que ha encontrado la cima máxima de esa tendencia. Es el maestro (¿se le podrá decir así?) en eso. Especialista en el final con grito. Y si despreciamos el cine de Franco, ¿cómo sostener a Burning como obra maestra? ¿Es posible pensar que Lee Chang-dong, un director con tanta entereza y creador de sus propias tendencias, se haya plegado precisamente a la que carcome al cine moderno? Imposible aventurarse a una conclusión determinante. De lo único que me parece estar seguro es que siempre es mejor que los cineastas no resuelvan, menos con una muerte y un asesinato, los intrincados misterios que proponen. Burning pone al límite esa certeza. También yo quedo en un estado de indeterminación. Puede ser que, después de que se acaba la película, nos convertimos todos en personajes de ese mundo: buscando cómo saber si caímos o no a un pozo, y si alguien nos salvó. La respuesta no existe.
Burning se suma fácilmente a la lista (grande) de películas arruinadas por su final. Sin embargo, la destreza del film es tan grande, tan única, tan concreta, que uno de verdad puede perdonar fácil a Chang-dong y hacerse el de la vista gorda. Nunca ha sido tan difícil pensar qué hacer, como crítico, con un final.
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