Sobre El ejército desnudo del emperador, de Kazuo Hara
El ejército desnudo del emperador sigue marchando (Kazuo Hara, 1987) es un delirio filmado durante cinco años con la potencia del cine para atestiguar los hechos de una historia que sucede en tiempo real frente a la cámara.
Su anécdota: Kenzo Okuzaki, veterano de la Segunda Guerra Mundial, visita a varios oficiales del Ejército japonés, sospechosos de crímenes de guerra durante la campaña en Nueva Guinea, para interrogarlos acerca de su responsabilidad en el fusilamiento de dos soldados un par de semanas después de que terminara el conflicto y de cometer con ellos actos de canibalismo. Condenado por asesinato y por atentar contra el emperador Hirohito, tras salir de la cárcel Okuzaki se obsesiona con hacer justicia y honrar la memoria de los dos soldados cuando han transcurrido cerca de cuatro décadas de un misterio atroz.
La política como campo de batalla al que se enfrenta desde su casa o en su camioneta –que le sirve de consigna política rodante cuando está escrita por todas partes con frases que explicitan el credo de sus convicciones para hacer justicia y está equipada con un altoparlante a través del que se escucha la incontinencia verbal de Okuzaki–, hacen parte de la utilería ideológica con la que se reviste el personaje y nos introduce en su obsesión con esclarecer los hechos.
Los encuentros de Okuzaki con los oficiales son tensos y, ocasionalmente, la crueldad de la historia le produce histeria: estalla y golpea a los oficiales que entrevista y le escamotean la verdad.
En esos momentos, la ilusión del cine, que recrea durante la proyección el pasado por el que regresamos a los años de rodaje en los que Hara acompañó como una sombra a Okuzaki, nos descubre su valor testimonial preservando las imágenes de lo que existió alguna vez y revive ante el espectador.
No hay artificios que enmascaren la artesanía del oficio de filmar: en las entrevistas se desliza con frecuencia al interior del encuadre el micrófono. Un azar tecnológico que no importa para seguir los distintos episodios que construyen un relato sobre este juicio al pasado, sobre la búsqueda de una sinceridad esquiva ante crímenes que se ocultan con eufemismos irritantes para Okuzaki: sucedió hace demasiado tiempo… para qué remover lo que no puede ser contado… no puedo revelar cosas que ahora no tienen sentido…
Hara se sitúa en la vida de los acontecimientos mientras suceden. Apenas interviene y el relato es tan fuerte que apenas se minimiza su impacto aunque seamos conscientes del equipo de rodaje. Incluso es posible sospechar que el director se transforma en un personaje fortuito del documental cuando en una de las agresiones más rabiosas de Okuzaki con uno de los oficiales, al que visita en su casa, donde está convaleciente de una operación, cruza el umbral de la cámara y trata de apartarlos –lo que no termina nada bien cuando el oficial sale en ambulancia hacia el hospital por los golpes que sufrió–.
La inmediatez noticiosa rebasa su época y su registro de una épica individual como es la de Okuzaki contra el estado de las cosas que para él representa el poder en Japón. El ejército desnudo del emperador sigue marchando permanece más allá de lo que significó la Segunda Guerra Mundial en el escenario de Nueva Guinea y su legado se extiende a una experiencia humana, desafortunadamente cíclica: la ausencia de compasión cuando el hombre se convierte en un caníbal. Proclamar, como Okuzaki, que la verdad sea narrada –aunque cada cual tenga su versión de la verdad–, se debería exigir a la profesión de los asesinos que han matado en distintos momentos de la historia, escudándose en sus licencias patrióticas para masacrar a los otros y salir indemnes del juicio que les haga el tiempo.
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LA ILUSIÓN DE LA VERDAD
Sobre El ejército desnudo del emperador, de Kazuo Hara
El ejército desnudo del emperador sigue marchando (Kazuo Hara, 1987) es un delirio filmado durante cinco años con la potencia del cine para atestiguar los hechos de una historia que sucede en tiempo real frente a la cámara.
Su anécdota: Kenzo Okuzaki, veterano de la Segunda Guerra Mundial, visita a varios oficiales del Ejército japonés, sospechosos de crímenes de guerra durante la campaña en Nueva Guinea, para interrogarlos acerca de su responsabilidad en el fusilamiento de dos soldados un par de semanas después de que terminara el conflicto y de cometer con ellos actos de canibalismo. Condenado por asesinato y por atentar contra el emperador Hirohito, tras salir de la cárcel Okuzaki se obsesiona con hacer justicia y honrar la memoria de los dos soldados cuando han transcurrido cerca de cuatro décadas de un misterio atroz.
La política como campo de batalla al que se enfrenta desde su casa o en su camioneta –que le sirve de consigna política rodante cuando está escrita por todas partes con frases que explicitan el credo de sus convicciones para hacer justicia y está equipada con un altoparlante a través del que se escucha la incontinencia verbal de Okuzaki–, hacen parte de la utilería ideológica con la que se reviste el personaje y nos introduce en su obsesión con esclarecer los hechos.
Los encuentros de Okuzaki con los oficiales son tensos y, ocasionalmente, la crueldad de la historia le produce histeria: estalla y golpea a los oficiales que entrevista y le escamotean la verdad.
En esos momentos, la ilusión del cine, que recrea durante la proyección el pasado por el que regresamos a los años de rodaje en los que Hara acompañó como una sombra a Okuzaki, nos descubre su valor testimonial preservando las imágenes de lo que existió alguna vez y revive ante el espectador.
No hay artificios que enmascaren la artesanía del oficio de filmar: en las entrevistas se desliza con frecuencia al interior del encuadre el micrófono. Un azar tecnológico que no importa para seguir los distintos episodios que construyen un relato sobre este juicio al pasado, sobre la búsqueda de una sinceridad esquiva ante crímenes que se ocultan con eufemismos irritantes para Okuzaki: sucedió hace demasiado tiempo… para qué remover lo que no puede ser contado… no puedo revelar cosas que ahora no tienen sentido…
Hara se sitúa en la vida de los acontecimientos mientras suceden. Apenas interviene y el relato es tan fuerte que apenas se minimiza su impacto aunque seamos conscientes del equipo de rodaje. Incluso es posible sospechar que el director se transforma en un personaje fortuito del documental cuando en una de las agresiones más rabiosas de Okuzaki con uno de los oficiales, al que visita en su casa, donde está convaleciente de una operación, cruza el umbral de la cámara y trata de apartarlos –lo que no termina nada bien cuando el oficial sale en ambulancia hacia el hospital por los golpes que sufrió–.
La inmediatez noticiosa rebasa su época y su registro de una épica individual como es la de Okuzaki contra el estado de las cosas que para él representa el poder en Japón. El ejército desnudo del emperador sigue marchando permanece más allá de lo que significó la Segunda Guerra Mundial en el escenario de Nueva Guinea y su legado se extiende a una experiencia humana, desafortunadamente cíclica: la ausencia de compasión cuando el hombre se convierte en un caníbal. Proclamar, como Okuzaki, que la verdad sea narrada –aunque cada cual tenga su versión de la verdad–, se debería exigir a la profesión de los asesinos que han matado en distintos momentos de la historia, escudándose en sus licencias patrióticas para masacrar a los otros y salir indemnes del juicio que les haga el tiempo.
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