Sobre Nuestra película (Diana Bustamante, 2022) y la importancia de la repetición
“Aquello que se encuentra entre las imágenes también debe visibilizar algo nuevo”
Harun Farocki – Desconfiar de las imágenes.
Vivo abrumado de imágenes. La sensación de acumulación, de desborde y frenesí visual está alimentada no sólo por la proliferación de las imágenes, sino por su constante novedad. En las redes sociales suelo ver iteraciones sobre un mismo tema; repeticiones aparentes que se disfrazan de contenido nuevo. Las publicaciones constantes se juntan, se apilan, y de su unión se forma una bruma, una neblina de yuxtaposiciones. Todo parece inmediato, todo parece presente. Estamos, como menciona Octavio Paz en Las peras del olmo, en un mundo “up to date, sin futuro ni pasado, con los ojos fijos en el presente”. Sin embargo, no debemos olvidar que “el presente es una aparición, algo que se deshace apenas se le toca”. El maremágnum de imágenes creadas y subidas a redes sociales arañan el tiempo presente, con muchas ansias de pertenecer a él, de perdurar, pero en el instante en que se desliza el dedo pasan al pasado. Esas imágenes comparten una naturaleza dual de pasado y presente; se renuevan al volverse a ver, se acaban apenas se pasa a la siguiente.
Ante la marea incesante de imágenes se opone una práctica cinematográfica que parece mucho más cercana al reciclaje. El trabajo con imágenes de archivo se presenta como una alternativa alentadora al exceso de producción (muy cercano al sistema de producción capitalista en otras esferas sociales y culturales). Recoger los materiales hechos por otras manos, escarbar en las imágenes que se piensan como obsoletas, gastadas y antiguas para reorganizar sus sentidos, para darles un nuevo uso y destacar los sentidos latentes.
Ese ejercicio de activar los sentidos que yacían velados en las imágenes es uno de los grandes aciertos de Nuestra película, dirigida por Diana Bustamante. La directora define de una manera muy clara su documental como un “collage con imágenes, repeticiones y memorias rescatadas de los noticieros colombianos de los años ochenta y noventa”. Sólo al ver las palabras que definen la película –memoria y rescate– sale a la luz la relación de su trabajo con esa práctica del cine que se opone al consumo excesivo de las imágenes. La decisión de ella y de su equipo de trabajar con imágenes de noticieros reconoce que hay mucho más en las imágenes que se graban en la cotidianidad de lo que en principio se puede apreciar. Mirar con atención, entregarse a la experiencia de observar y contemplar, de dilatar la duración de la imagen para percatarse de la profundidad de significados latentes, transforma la manera en que pensamos sobre las imágenes de los noticieros.
En palabras de Farocki, “la tarea de la televisión consiste en traducir continuamente hechos en acontecimientos”. Según sus palabras, hay un trabajo de orden narrativo y espectacular: lo que parece parte de un orden fijo, de un estado de cosas cotidiano y corriente, se transforma en algo relevante que contar, en la creación de una historia. Nuestra película da un paso adelante en esa línea porque reorganiza los materiales ya usados para fijarlos en una línea sucesiva donde lo corriente y lo repetitivo salen de su estado de automatización. Para la generación que creció y vivió entre los ochenta y noventa en Colombia, las imágenes y sonidos de los noticieros fue una sucesión abrumadora de llanto y estallidos, seguidos por la voz monótona de las y los presentadores. El hogar y la intimidad estaban asediados por la muerte y por la constante reafirmación de la mortalidad. El documental de Bustamante se opone a la mirada anquilosada y al uso rutinario de ese material de archivo. El orden establecido por el montaje agrupa contenidos similares, tanto sonoros como visuales, que en cada de sus repeticiones revelan la mirada y las inquietudes de una generación. Un ejemplo de ello es el inicio de la película y su primera secuencia: el himno de Colombia, cantado por niños y niñas frente al palacio de Nariño, vestidos de manera colorida, con ropa muy elegante, limpia, con una voz tierna, afinada, alentadora. Luego de estos su canto es interrumpido por otras voces que retoman el himno desde donde los niños y niñas lo habían dejado. No obstante, estos son rostros serios, de hombres, algunos con voces entrecortadas, voces que no cantan al unísono, que no están afinadas, que no están allí para hacer un espectáculo ni para ser grabadas. El mismo gesto se repite: otro grupo de personas que marcha por una calle sigue retomando el canto del himno con sus propias voces: hombres y mujeres que cantan con otro ánimo, con solemnidad, con las notas afectadas por la agitación de su ritmo al caminar.
El logro de la directora y las personas encargadas del sonido y el montaje es la creación de una fuga musical, una polifonía de voces que sobre un mismo motivo repiten en distintos tonos una misma melodía. Es gracias a este uso de las imágenes y los sonidos que el concepto de repetición cambia radicalmente. Muchas veces se señalaba que la repetición, especialmente aquella que se daba en los noticieros, era molesta e inútil. “Siempre se habla de lo mismo, siempre es la misma vaina, muertos por todas partes” decían mis tías y mis abuelas al explicarme porqué ya no veían noticias. El logro de la película es jugar con el mismo motivo para mostrar, con un nuevo orden, con una mirada cuidada y con oído atento, que todo es aparentemente igual, pero emocionalmente distinto. Libres de comerciales, libres de la brevedad de la nota informativa, se abre espacio para que la repetición sea una sucesión de emociones que crece y que invita a reflexionar sobre su contenido. Antes, las imágenes se repetían en una sucesión que agotaba su significado, que cansaba a sus espectadores, aquí se logra la desautomatización de sus significados cotidianos.
Basta con recordar otro momento importante. Una secuencia vital de la película tiene como eje la sucesión de ataúdes dispuestos en una multiplicidad de patrones geométricos. Acompañando a los ataúdes hay personas con los rostros escondidos entre sus brazos y piernas, otras recostadas sobre la madera llorando o rostros muy serios que miran con rabia y de manera desafiante a la cámara. Al ver la forma en que han sido organizadas las imágenes se hace evidente que la mirada de los camarógrafos anónimos estaba encaminada en un objetivo especial. No se trataba sólo de mostrar el ataúd como evidencia de las masacres y las muertes, había una búsqueda distinta en la forma en que encuadraban sus imágenes, en cómo decían pararse frente a los acontecimientos.
Diana Bustamante cruza su mirada con la del trabajo anónimo de estos operadores de cámaras de las cadenas televisivas. En este cruce de miradas coinciden preocupaciones estéticas y también políticas. Hay una sensibilidad compartida en la mirada de esos seres anónimos que grabaron esos acontecimientos. La película logra mostrar y acentuar el dolor de una generación que estaba preocupada no sólo por reportar, sino también comunicar y señalar que, de manera quizá involuntaria, subrepticia, podía percibirse la consolidación de una manera de transmitir los acontecimientos de la violencia que pasó desapercibida por la inmediatez y la velocidad de los noticieros.
Afirmar con absoluta firmeza que lo que fue grabado por estas personas en los ochentas y los noventas obedece todo a una meticulosa planeación, o incluso negarlo y decir que todo esto es un regalo del azar, puede ser una empresa inoficiosa. Considero que lo importante está en reconocer cómo la revisión del archivo funciona de manera semejante al trabajo geológico, que remueve las capas de la superficie de la historia audiovisual para encontrar en las capas más profundas materiales olvidados que hacen parte de la base que construye la contemporaneidad. Un ejemplo es descubrir los rostros de los niños de esa generación, que miran la muerte con asombro y también con incertidumbre. En las imágenes del entierro de Bernardo Jaramillo Ossa –dirigente del partido comunista, luego miembro del partido de la UP, y asesinado en 1990– se ven niños que se asoman a ver el cadáver con una mirada de duda. Luego otro mira a un adulto que se asoma al ataúd y el niño intenta imitar el gesto del señor. Los gestos de los niños son una evidencia de una generación, por lo menos de una parte de ella, que no tiene una forma preestablecida de reaccionar ante la violencia del país. Es una generación que creció rodeada por los asesinatos y la masacre, aturdidos y bombardeados por imágenes y sonidos de un evento que parecía inabarcable e inconcebible. Hay ternura y desconcierto en los rostros. Volver a las imágenes siendo un adulto es un proceso fascinante; permite reconocer que mucho de lo que allí estaba ocurriendo no era posible de comprender, pero, además, permite evidenciar como muchas veces se participa de eventos que pasan por la vida, perdiendo el sentido con el paso del tiempo.
Lo anterior arroja luz sobre otro gesto que es de gran relevancia en Nuestra película: la televisión vuelve a las pantallas del cine. He mencionado todo el tiempo el origen de las imágenes, pero hay que detenerse en el efecto que tienen a la hora de ser extraídas de su espacio común y puestas en un lugar totalmente distinto. No existe un control remoto que permita apagar la televisión o cambiar de canal. En la función del cine se pueden cerrar los ojos, tapar los oídos e incluso salir de la sala, pero no se puede manipular el orden de la imagen, ni su duración. El retorno de las noticias a la pantalla parece un ejercicio anacrónico, una convivencia de dos formas temporales en pugna. Al enfrentarse a la película se abandona el lugar seguro de la casa para entregarse al ritmo fijo del cine. Un pedazo de lo cotidiano y lo familiar, que se encarna con la televisión, ocupa el lugar de la extrañeza del cine. Farocki dice que “en el cine (imaginado) uno es un desconocido, mientras que en las casas hay hombres y los que ven televisión juntos se conocen”. En este ejercicio desafiante de traer las imágenes naturales del hogar a la pantalla de cine se abandona la seguridad de lo conocido para compartir un sentir colectivo e histórico. Las personas que nos rodean en la sala de cine son un grupo desconocido, muchos unidos por un territorio, por el conocimiento (profundo o vago) de una historia llena de violencia, y en el momento en que se reúnen ante Nuestra película se revive una vieja práctica familiar, se simula un vínculo de reunirse en torno a la realidad nacional.
Hay imágenes que valdría la pena olvidar, otras que vale la pena dejar un rato en el pasado. Recoger y reorganizar el material descartado del pasado permite reconstruir el camino hacia un pasado compartido. Como espectadores del presente, especialmente para aquellas y aquellos que (como yo) no vivieron esa época de manera directa, se vuelve un espacio de encuentro, la posibilidad de participar de la historia, con la ventaja de observar con atención y cuidado. La invitación de la película es sumar nuestra mirada a la mirada de un equipo interesado por la reconstrucción de la memoria; así como sumar nuestra propia mirada a la de esas personas que estaban registrando los acontecimientos. El título de la película enfatiza la importancia de lo colectivo. Es una invitación a reconocer lo propio en lo abstracto del pronombre “nuestro”, a reconocer nuestro papel en la construcción del relato histórico, a participar del recuerdo y a apropiarnos de las imágenes que construyeron la narrativa del país.
Todas las citas de Harun Farocki son del libro Desconfiar de las imágenes.
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LA IMPORTANCIA DE LA REPETICIÓN
Sobre Nuestra película (Diana Bustamante, 2022) y la importancia de la repetición
“Aquello que se encuentra entre las imágenes
también debe visibilizar algo nuevo”
Harun Farocki – Desconfiar de las imágenes.
Vivo abrumado de imágenes. La sensación de acumulación, de desborde y frenesí visual está alimentada no sólo por la proliferación de las imágenes, sino por su constante novedad. En las redes sociales suelo ver iteraciones sobre un mismo tema; repeticiones aparentes que se disfrazan de contenido nuevo. Las publicaciones constantes se juntan, se apilan, y de su unión se forma una bruma, una neblina de yuxtaposiciones. Todo parece inmediato, todo parece presente. Estamos, como menciona Octavio Paz en Las peras del olmo, en un mundo “up to date, sin futuro ni pasado, con los ojos fijos en el presente”. Sin embargo, no debemos olvidar que “el presente es una aparición, algo que se deshace apenas se le toca”. El maremágnum de imágenes creadas y subidas a redes sociales arañan el tiempo presente, con muchas ansias de pertenecer a él, de perdurar, pero en el instante en que se desliza el dedo pasan al pasado. Esas imágenes comparten una naturaleza dual de pasado y presente; se renuevan al volverse a ver, se acaban apenas se pasa a la siguiente.
Ante la marea incesante de imágenes se opone una práctica cinematográfica que parece mucho más cercana al reciclaje. El trabajo con imágenes de archivo se presenta como una alternativa alentadora al exceso de producción (muy cercano al sistema de producción capitalista en otras esferas sociales y culturales). Recoger los materiales hechos por otras manos, escarbar en las imágenes que se piensan como obsoletas, gastadas y antiguas para reorganizar sus sentidos, para darles un nuevo uso y destacar los sentidos latentes.
Ese ejercicio de activar los sentidos que yacían velados en las imágenes es uno de los grandes aciertos de Nuestra película, dirigida por Diana Bustamante. La directora define de una manera muy clara su documental como un “collage con imágenes, repeticiones y memorias rescatadas de los noticieros colombianos de los años ochenta y noventa”. Sólo al ver las palabras que definen la película –memoria y rescate– sale a la luz la relación de su trabajo con esa práctica del cine que se opone al consumo excesivo de las imágenes. La decisión de ella y de su equipo de trabajar con imágenes de noticieros reconoce que hay mucho más en las imágenes que se graban en la cotidianidad de lo que en principio se puede apreciar. Mirar con atención, entregarse a la experiencia de observar y contemplar, de dilatar la duración de la imagen para percatarse de la profundidad de significados latentes, transforma la manera en que pensamos sobre las imágenes de los noticieros.
En palabras de Farocki, “la tarea de la televisión consiste en traducir continuamente hechos en acontecimientos”. Según sus palabras, hay un trabajo de orden narrativo y espectacular: lo que parece parte de un orden fijo, de un estado de cosas cotidiano y corriente, se transforma en algo relevante que contar, en la creación de una historia. Nuestra película da un paso adelante en esa línea porque reorganiza los materiales ya usados para fijarlos en una línea sucesiva donde lo corriente y lo repetitivo salen de su estado de automatización. Para la generación que creció y vivió entre los ochenta y noventa en Colombia, las imágenes y sonidos de los noticieros fue una sucesión abrumadora de llanto y estallidos, seguidos por la voz monótona de las y los presentadores. El hogar y la intimidad estaban asediados por la muerte y por la constante reafirmación de la mortalidad. El documental de Bustamante se opone a la mirada anquilosada y al uso rutinario de ese material de archivo. El orden establecido por el montaje agrupa contenidos similares, tanto sonoros como visuales, que en cada de sus repeticiones revelan la mirada y las inquietudes de una generación. Un ejemplo de ello es el inicio de la película y su primera secuencia: el himno de Colombia, cantado por niños y niñas frente al palacio de Nariño, vestidos de manera colorida, con ropa muy elegante, limpia, con una voz tierna, afinada, alentadora. Luego de estos su canto es interrumpido por otras voces que retoman el himno desde donde los niños y niñas lo habían dejado. No obstante, estos son rostros serios, de hombres, algunos con voces entrecortadas, voces que no cantan al unísono, que no están afinadas, que no están allí para hacer un espectáculo ni para ser grabadas. El mismo gesto se repite: otro grupo de personas que marcha por una calle sigue retomando el canto del himno con sus propias voces: hombres y mujeres que cantan con otro ánimo, con solemnidad, con las notas afectadas por la agitación de su ritmo al caminar.
El logro de la directora y las personas encargadas del sonido y el montaje es la creación de una fuga musical, una polifonía de voces que sobre un mismo motivo repiten en distintos tonos una misma melodía. Es gracias a este uso de las imágenes y los sonidos que el concepto de repetición cambia radicalmente. Muchas veces se señalaba que la repetición, especialmente aquella que se daba en los noticieros, era molesta e inútil. “Siempre se habla de lo mismo, siempre es la misma vaina, muertos por todas partes” decían mis tías y mis abuelas al explicarme porqué ya no veían noticias. El logro de la película es jugar con el mismo motivo para mostrar, con un nuevo orden, con una mirada cuidada y con oído atento, que todo es aparentemente igual, pero emocionalmente distinto. Libres de comerciales, libres de la brevedad de la nota informativa, se abre espacio para que la repetición sea una sucesión de emociones que crece y que invita a reflexionar sobre su contenido. Antes, las imágenes se repetían en una sucesión que agotaba su significado, que cansaba a sus espectadores, aquí se logra la desautomatización de sus significados cotidianos.
Basta con recordar otro momento importante. Una secuencia vital de la película tiene como eje la sucesión de ataúdes dispuestos en una multiplicidad de patrones geométricos. Acompañando a los ataúdes hay personas con los rostros escondidos entre sus brazos y piernas, otras recostadas sobre la madera llorando o rostros muy serios que miran con rabia y de manera desafiante a la cámara. Al ver la forma en que han sido organizadas las imágenes se hace evidente que la mirada de los camarógrafos anónimos estaba encaminada en un objetivo especial. No se trataba sólo de mostrar el ataúd como evidencia de las masacres y las muertes, había una búsqueda distinta en la forma en que encuadraban sus imágenes, en cómo decían pararse frente a los acontecimientos.
Diana Bustamante cruza su mirada con la del trabajo anónimo de estos operadores de cámaras de las cadenas televisivas. En este cruce de miradas coinciden preocupaciones estéticas y también políticas. Hay una sensibilidad compartida en la mirada de esos seres anónimos que grabaron esos acontecimientos. La película logra mostrar y acentuar el dolor de una generación que estaba preocupada no sólo por reportar, sino también comunicar y señalar que, de manera quizá involuntaria, subrepticia, podía percibirse la consolidación de una manera de transmitir los acontecimientos de la violencia que pasó desapercibida por la inmediatez y la velocidad de los noticieros.
Afirmar con absoluta firmeza que lo que fue grabado por estas personas en los ochentas y los noventas obedece todo a una meticulosa planeación, o incluso negarlo y decir que todo esto es un regalo del azar, puede ser una empresa inoficiosa. Considero que lo importante está en reconocer cómo la revisión del archivo funciona de manera semejante al trabajo geológico, que remueve las capas de la superficie de la historia audiovisual para encontrar en las capas más profundas materiales olvidados que hacen parte de la base que construye la contemporaneidad. Un ejemplo es descubrir los rostros de los niños de esa generación, que miran la muerte con asombro y también con incertidumbre. En las imágenes del entierro de Bernardo Jaramillo Ossa –dirigente del partido comunista, luego miembro del partido de la UP, y asesinado en 1990– se ven niños que se asoman a ver el cadáver con una mirada de duda. Luego otro mira a un adulto que se asoma al ataúd y el niño intenta imitar el gesto del señor. Los gestos de los niños son una evidencia de una generación, por lo menos de una parte de ella, que no tiene una forma preestablecida de reaccionar ante la violencia del país. Es una generación que creció rodeada por los asesinatos y la masacre, aturdidos y bombardeados por imágenes y sonidos de un evento que parecía inabarcable e inconcebible. Hay ternura y desconcierto en los rostros. Volver a las imágenes siendo un adulto es un proceso fascinante; permite reconocer que mucho de lo que allí estaba ocurriendo no era posible de comprender, pero, además, permite evidenciar como muchas veces se participa de eventos que pasan por la vida, perdiendo el sentido con el paso del tiempo.
Lo anterior arroja luz sobre otro gesto que es de gran relevancia en Nuestra película: la televisión vuelve a las pantallas del cine. He mencionado todo el tiempo el origen de las imágenes, pero hay que detenerse en el efecto que tienen a la hora de ser extraídas de su espacio común y puestas en un lugar totalmente distinto. No existe un control remoto que permita apagar la televisión o cambiar de canal. En la función del cine se pueden cerrar los ojos, tapar los oídos e incluso salir de la sala, pero no se puede manipular el orden de la imagen, ni su duración. El retorno de las noticias a la pantalla parece un ejercicio anacrónico, una convivencia de dos formas temporales en pugna. Al enfrentarse a la película se abandona el lugar seguro de la casa para entregarse al ritmo fijo del cine. Un pedazo de lo cotidiano y lo familiar, que se encarna con la televisión, ocupa el lugar de la extrañeza del cine. Farocki dice que “en el cine (imaginado) uno es un desconocido, mientras que en las casas hay hombres y los que ven televisión juntos se conocen”. En este ejercicio desafiante de traer las imágenes naturales del hogar a la pantalla de cine se abandona la seguridad de lo conocido para compartir un sentir colectivo e histórico. Las personas que nos rodean en la sala de cine son un grupo desconocido, muchos unidos por un territorio, por el conocimiento (profundo o vago) de una historia llena de violencia, y en el momento en que se reúnen ante Nuestra película se revive una vieja práctica familiar, se simula un vínculo de reunirse en torno a la realidad nacional.
Hay imágenes que valdría la pena olvidar, otras que vale la pena dejar un rato en el pasado. Recoger y reorganizar el material descartado del pasado permite reconstruir el camino hacia un pasado compartido. Como espectadores del presente, especialmente para aquellas y aquellos que (como yo) no vivieron esa época de manera directa, se vuelve un espacio de encuentro, la posibilidad de participar de la historia, con la ventaja de observar con atención y cuidado. La invitación de la película es sumar nuestra mirada a la mirada de un equipo interesado por la reconstrucción de la memoria; así como sumar nuestra propia mirada a la de esas personas que estaban registrando los acontecimientos. El título de la película enfatiza la importancia de lo colectivo. Es una invitación a reconocer lo propio en lo abstracto del pronombre “nuestro”, a reconocer nuestro papel en la construcción del relato histórico, a participar del recuerdo y a apropiarnos de las imágenes que construyeron la narrativa del país.
Todas las citas de Harun Farocki son del libro Desconfiar de las imágenes.
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