que ya no me quedaron fuerzas para levantar la estatua.
Julio Ramón Ribeyro
No se ha conocido, en Colombia, vida por el cine con más tropezones que la de Camilo Correa, resumida, puede ser, en un desastroso camino. Nadie ha enfrentado la ilusión de la imagen con tal soberbia, oculto entre tantos rostros, para que su caída quede viva y el peso de su codicia quede enmarcado en la ilusión de los que vendrán por un “nuevo y mejor cine nacional”. Poco de Camilo Correa se recuerda ahora, más que su terca ilusión guiada por desgastadas ambiciones. Se deslizó por el cine bullosamente, intentando sembrar, en sus lectores y espectadores, el mismo fervor por el cine que terminaría opacado por su incesante e ignorada tentación al fracaso. Llegué a Camilo Correa seducido por las anécdotas, por su emprendimiento, por sus maniobras para escalar en la industria cinematográfica. Lo primero a lo que me enfrenté es al delimitado marco en el que la historia del cine colombiano lo ha puesto: el ilusionado, el estafador, el mal ejemplo. Los pocos que han escrito sobre él siempre han hecho énfasis en su terquedad frente a la cinematografía, parece que su fracaso como director de la película Colombia Linda (1955), enterró, además, su trabajo como crítico cinematográfico. Se le ha destacado como pionero de la crítica nacional, pero apenas se subraya su agresividad. Poco se han analizado sus letras, qué lo motivaba a escribir con tanto ímpetu o cuál era su lectura en la sala oscura. Lo investigo con una mezcla de empatía y morbo; entro a sus críticas y en la evolución de un estilo con una mirada sujeta a la apreciación cinematográfica desde ideas muy confusas, con una escritura omnipotente sobre la realización y el significado del cine. Intento entablar un diálogo con Correa, con su esperanza y su ilusión de ser el pionero de un cine nacional bajo su criterio de calidad y buen gusto.
LAS CRITIQUILLAS
Camilo Correa nació en 1913 en San Andrés de Cuerquia, Antioquia, pero pasó su infancia y adolescencia en Valdivia. Desde joven mostró alto interés por el cine, mantenía un diario titulado S.O.S que pasaba, mano a mano, entre los habitantes de la aldea. Además, organizó un cine club en el patio de su casa, pero éste fue censurado por el sacerdote del pueblo. Fue entonces cuando empacó maletas y se marchó a Medellín para encontrar lugar como editor en la revista “Ondas”, donde trabajó hasta 1939. Allí tenía un pequeño espacio para comentarios sobre la radio o el cine del momento, pero la revista antioqueña tuvo una vida breve y Correa dispuso todo su empeño a crear y dirigir la revista “Micro”, en la que asumió, con largas interrupciones, entre 1940 y 1943, la crítica a espectáculos, especialmente a conciertos.
La revista circulaba quincenalmente y la mayoría de columnas eran escritas por Correa, existía un espacio para la crítica de cine titulado “Critiquillas” y allí comenzó a publicar bajo seudónimos, seguramente con la intención de que la revista no pareciera una publicación exclusiva de sus opiniones. Pero el crítico también sacó provecho de estar bajo el anonimato para comenzar a fabricar sus posturas desde diferentes ángulos: ampliaba sus ideas, corregía o editaba sus conclusiones. “Jack Assi”, “Ego”, “Clodomiro”, fueron algunos de sus amigos periodistas que lo elogiaron o citaron durante las publicaciones de Micro. Esta es una de las nociones que más me atraen de Correa, no dejo de pensar en los personajes de novelas y cuentos de Roberto Bolaño; la búsqueda y persecución de poetas perdidos, la recopilación de anécdotas y desventuras, la censura u olvido de sus escritos. No sé cómo reaccionar ante el misterio del crítico que jugó entre el escondite y la ironía, ¿cómo analizarlo? ¿cómo armar una hipótesis de su trabajo?
Estuvimos en el Teatro Colombia. Una ventilación natural como no se consigue ni a fuerza de equipos refrigeradores. Eso es el clima ideal. En cambio el sonido no es nada ideal; es agudo como la voz de Maruja Arroyave.(Micro, Medellín, 1940).
Así como escribió de la ventilación, también dedicó espacio, entre sus columnas, a las sillas de los teatros, a la inutilidad de los intermedios y, especialmente, a la poca compostura del público en dichos lugares. “El público medellinense - escribió en varias ocasiones - no sabe ver cine”. Su testimonio de la experiencia en el cine fue siempre una prioridad, aunque parezca una tontería, son aspectos que Correa trató con seriedad. Esto me hace ver que nunca se cansó de exigir, desde los detalles, el respeto que, para él, el cine merece.
Entremos al terreno del trabajo de crítica del antioqueño. Edda Pilar Duque, investigadora de Medellín, recopila en su libro Veintiún Centavos de Cine (1988), una detallada biografía del crítico e incluye una serie de las ya mencionadas “critiquillas”. Dos de ellas llaman mi atención por el lenguaje empleado y las imposiciones de Correa, se trata de sus comentarios sobre A Royal Divorce (Jack Raymont, 1938) y The Hound of the Baskervilles (Sidney Lanfield, 1939), ambas publicadas en diciembre de 1940, bajo el seudónimo “Olimac”.
NAPOLEÓN: Vergonzoso que se haga uso del cine para ridiculizar así a una figura como la del Corso. El actor Blanchard saca bien su papel en “Divorcio Real” pero el argumentista abusa de su libertad en una forma más que censurable; y el director no parece sino que aborreciera una barbaridad a “Napo”; se le suben a uno los colores a la cara cuando el gran guerrero aparece en tan risibles actitudes: abrazando a esa señora gorda y antielegante a la cual no alcanza a rodear el talle; (el talle es algo alarmante); acostándose en el sofá porque el perrito de ella no le da permiso de acostarse en la cama (...), son detalles que aún siendo ciertos (puede que lo sean) debieran quedar ocultos. O no tiene ninguna gracia ser un Napoleón.
FINAL DEL CAMINO: tiene una escena que todas juntas debieran prohibir; es esa donde Basil Rathbone asesina a un bobito por allá entre la selva; la crueldad bestial de esta escena no debiera ponerse a la vista de niños y señoras, ni de hombres mayores: es muy repugnante “ver” que en el mundo hay personas suficientemente malas para hacer esas cosas. El espectador no se debe hacer enredos, vergonzoso, abuso, censurable, se debería prohibir, hay personas suficientemente malas para hacer esas cosas.
Uno no sabe cómo reaccionar frente a estas critiquillas. Con cuánta rabia y con qué arrebato escribía este hombre. Me hace imaginarlo como un amante traicionado que niega cualquier tipo de argumento. Encuentro el mismo tono que persiste hoy en la crítica de comentaristas en periódicos nacionales como, por ejemplo, El Colombiano (donde Correa también fue publicado), con observaciones desorganizadas, poco lúcidas, que no permiten al lector un mínimo de duda. ¿Serían así sus rabietas en el cine? ¿Gritaría a la pantalla y a sus vecinos de fila en el teatro? No da nombre al director ni al guionista de la película, limita la mención al actor por su buen desempeño pero al que no perdona su participación. Además, tengamos en cuenta, ninguna de las películas tiene su título en la critiquilla, o alguna referencia que ayude al lector a ubicar de qué hablaba. Es un estilo que, a mi parecer, excede la libertad en la escritura. En la segunda critiquilla, es aún más notorio su afán, su disgusto con lo “atrevido” de la película. Las descripciones: “un bobito”, “muy repugnante”, parecen ideas fugaces, que no apuntan ni desarrollan mayor argumento. Puede leerse, desde su amargura, las certezas que tenía del cine: “Lo que no es narrativo que se oculte, ante todo la estética de los personajes y el juicio moral sobre el creador”. Además, es necesario subrayar la personificación que hace, “ser un Napoleón”, me divierte creer que Correa asistía a cine para sentirse alguien más, ¿sería ésta la razón de utilizar sus seudónimos? Sentirse alguien más, como un personaje de cine, al que podía dotar de características a su antojo.
LA PIEDRA EN EL ZAPATO
Fuera de su autogestión en Micro, Correa encontró espacios en algunos periódicos nacionales de más circulación. El crítico se hizo conocer, entonces, como: El defensor de los cinéfilos. Sostenía que sus reflexiones traerían el necesario cambio al cine nacional. Leyendo a Correa me he acostumbrado a la contradicción, al engaño que suponen sus acciones. La autoproclamación me genera curiosidad, en sus constantes ataques y burlas, parece que la “defensa” que propuso -más allá de sus quejas por las instalaciones de los teatros- era desde su propio gusto y respecto a sus ideas de cómo debía hacerse el cine. Por ejemplo, argumentaba que el éxito en taquilla de cualquier película estaba directamente relacionado con su calidad. Para él era impensable, mediocremente estimable y vulgar, que una película no se pensara en términos de ganancias financieras. Cuando comenzó a aproximarse a la escritura de otro tipo de críticas, a otra mirada de las películas, no perdió oportunidad de “echar en cara”, a los poquísimos cineastas del país, respecto a cómo tenían que hacer sus películas y qué referentes debían tener. Sobre ello uno de sus apuntes:
Existe la costumbre de que cuando se va a comentar algo de cine hecho en el país, debemos prodigarnos en flores, a manera de estímulo. Creencia errónea que aprovecha la mediocridad creciente, porque sin la crítica no puede reaccionarse y procurar un mejoramiento constante. Sorprende a quienes diariamente vemos cine, que el gobierno haya hecho entrega de un buen equipo de filmación, a individuos que puedan conocer la técnica de éste, pero que no tienen noción de cómo se filma, cómo se anima y se dirige una película. (Micro, Medellín, Junio de 1940)
Tengamos en cuenta que estamos ubicados en un período de tiempo en el que poco se hablaba del cine nacional y, el aguijón de Correa, no dejaba a nadie por fuera. Pero es posible pensar que, en el afán de sus comentarios, el antioqueño impulsó a críticos y cineastas del país a revisar el esfuerzo que estaban haciendo para hacer cine: ¿qué películas estaban viendo? ¿De dónde nacían sus necesidades de hacer cine? Entre sus arrogantes reclamos al cine, no dejó de entregar con docilidad y conciencia, temas para replantear a los críticos y cineastas de su momento. ¿Cómo generar una urgencia de cambio si se concebía al cine del país como un milagro? Allí radica el rostro que admiro de Correa y el motivo de que su nombre sea, medianamente, recordado hasta hoy: Correa supo echar leña al fuego y, concretamente, abrió un espacio para la discusión de crítica al cine nacional. Poco se ha escrito sobre las herencias de la crítica nacional, parece que el trabajo de muchos investigadores ha repercutido, exclusivamente, en las teorías cinematográficas sin prestar la debida atención a los legados de los críticos, los diálogos entre generaciones, la mirada compartida o debatible. Incluso, actualmente, comentarios como “en el país no hay críticos, hay criticones” (frase que escuché de alguien cuyo nombre no sé, ni quiero saber), distancia a la crítica de los realizadores.
LA CAÍDA
Siento innecesario profundizar en el terreno de Colombia Linda, pues ya mucho se ha escrito sobre la terrible aventura del crítico quien, para lograr financiar la producción, endeudó a accionistas, ricos y pobres, de Medellín.De la película se conservan, apenas, algunos fragmentos en Patrimonio Fílmico, pero permanecen bajo el permiso, exclusivo, de Proimágenes. Correa se embarcó, desde 1950 hasta 1955, en el proyecto que lo haría el hazmerreír entre sus compañeros de crítica y los cineastas que habían sido el objeto de vergüenza en sus críticas y comentarios. Para ese momento, Correa estaba endeudado económicamente y era de conocimiento público, pues llevaba años cosechando la idea de ser el pionero de una cinematografía nacional, de lograr que Medellín fuera el nuevo Hollywood. Alguna vez, mucho antes de dirigir Colombia Linda, escribió:
En esas producciones pioneras está la más formidable cartilla negativa para hacer el futuro de nuestro cine: bastará a los nuevos productores no hacer nada de lo que en estas películas se hizo.
El rodaje de Colombia Linda estuvo lleno de problemas, pero se logra estrenar en 1955, apenas en dos salas de Medellín, bajo la siguiente sinopsis:
Luis López, un joven colombiano, estuvo estudiando en el exterior artes decorativas, durante tres años, y regresó a Medellín recientemente. Desde el primer momento, sus amigos y hasta la novia notaron que venía haciendo gala del más chocante extranjerismo. Y todos se proponen curarlo: le demostrarían que en el país existen suficientes valores folklóricos y artísticos, como para hacer por ejemplo, buena cinematografía.
El musical resulta siendo el gran fiasco del cine nacional, Correa se excusó diciendo que su película era apenas un borrador, como lo tienen las grandes películas de Hollywood. Proclamaba que dichos críticos habían tenido suerte de ver lo que, algún día, sería de las mejores películas nacionales. No dejo de encontrar sensibilidad en las acciones de Correa, bajo su sinopsis encuentro a alguien inocente que soñaba con reproducir la pasión y la locura de hacer cine. Parece que el cineasta quería gritar, desde la pantalla, que sí era posible hacer cine, su tipo de cine. A diferencia de los grandes críticos y teóricos que, después de estudiar y escribir bastante sobre cine, emprendían la tarea desde el quehacer y lograron icónicas películas, nuestro crítico antioqueño fracasó rotundamente. Luego de la quiebra financiera y de intentar culpar a las distribuidoras de cine, Correa tuvo que enfrentar a la ciudad que había endeudado y pagó seis meses de cárcel, para luego huir exiliado a Los Ángeles, cerca del mundo con el que soñó con tanta insistencia.
Entré a Camilo Correa creyendo que encontraría, en su vida y fracaso, anécdotas que pudieran ilustrar la destartalada cinematografía de Colombia. Escribí páginas y páginas recontando sus engaños, sus empalagosas ideas sobre el cine, sus imposibles sueños. Pero fue inevitable chocar con su encanto y su inocencia, que no me dejan más que una efímera lástima disfrazada de ternura. Correa se plasma en mi imaginario como un niño, quizá uno muy soberbio y crédulo, incapaz de separar la lógica de los sueños. Estudiarlo me hace pensar sobre cómo el país continúa aplaudiendo al cineasta por lograr “el milagro” y catalogando al crítico como un amargado. El estado de la presencia de Camilo en el cine nacional es la aventura del fracasado: una gran contradicción. Correa levantó, incluso desde su mascarada, el importante valor de leerse y comprender que la crítica no puede ser estática, es necesario hilar, discutir, celebrar o enojarse, es necesario que la crítica sea un enfrentamiento para el lector. Faltaría destituir la lectura de la crítica cinematográfica como armazón contra el cine nacional y, en cambio, revisar a quien escribe como un sujeto que, armado con lo que ve y le preocupa, puede complejizar y desarmar la mirada del que quiere hacer cine. Continuar ignorando la historia, solo nos aleja del descubrir y cuestionar, sea para decepción, incertidumbre o indulgencia.
GUION “COLOMBIA LINDA” (Edda P. Duque, Veintiún centavos de Cine)
Set de rodaje “Colombia Linda”. (Imagen extraída de Edda P. Duque, Veintiún centavos de Cine)
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LA INSENSATEZ Y EL ENCANTO DE CAMILO CORREA
He puesto tanto empeño en construir el pedestal
que ya no me quedaron fuerzas para levantar la estatua.
Julio Ramón Ribeyro
No se ha conocido, en Colombia, vida por el cine con más tropezones que la de Camilo Correa, resumida, puede ser, en un desastroso camino. Nadie ha enfrentado la ilusión de la imagen con tal soberbia, oculto entre tantos rostros, para que su caída quede viva y el peso de su codicia quede enmarcado en la ilusión de los que vendrán por un “nuevo y mejor cine nacional”. Poco de Camilo Correa se recuerda ahora, más que su terca ilusión guiada por desgastadas ambiciones. Se deslizó por el cine bullosamente, intentando sembrar, en sus lectores y espectadores, el mismo fervor por el cine que terminaría opacado por su incesante e ignorada tentación al fracaso. Llegué a Camilo Correa seducido por las anécdotas, por su emprendimiento, por sus maniobras para escalar en la industria cinematográfica. Lo primero a lo que me enfrenté es al delimitado marco en el que la historia del cine colombiano lo ha puesto: el ilusionado, el estafador, el mal ejemplo. Los pocos que han escrito sobre él siempre han hecho énfasis en su terquedad frente a la cinematografía, parece que su fracaso como director de la película Colombia Linda (1955), enterró, además, su trabajo como crítico cinematográfico. Se le ha destacado como pionero de la crítica nacional, pero apenas se subraya su agresividad. Poco se han analizado sus letras, qué lo motivaba a escribir con tanto ímpetu o cuál era su lectura en la sala oscura. Lo investigo con una mezcla de empatía y morbo; entro a sus críticas y en la evolución de un estilo con una mirada sujeta a la apreciación cinematográfica desde ideas muy confusas, con una escritura omnipotente sobre la realización y el significado del cine. Intento entablar un diálogo con Correa, con su esperanza y su ilusión de ser el pionero de un cine nacional bajo su criterio de calidad y buen gusto.
LAS CRITIQUILLAS
Camilo Correa nació en 1913 en San Andrés de Cuerquia, Antioquia, pero pasó su infancia y adolescencia en Valdivia. Desde joven mostró alto interés por el cine, mantenía un diario titulado S.O.S que pasaba, mano a mano, entre los habitantes de la aldea. Además, organizó un cine club en el patio de su casa, pero éste fue censurado por el sacerdote del pueblo. Fue entonces cuando empacó maletas y se marchó a Medellín para encontrar lugar como editor en la revista “Ondas”, donde trabajó hasta 1939. Allí tenía un pequeño espacio para comentarios sobre la radio o el cine del momento, pero la revista antioqueña tuvo una vida breve y Correa dispuso todo su empeño a crear y dirigir la revista “Micro”, en la que asumió, con largas interrupciones, entre 1940 y 1943, la crítica a espectáculos, especialmente a conciertos.
La revista circulaba quincenalmente y la mayoría de columnas eran escritas por Correa, existía un espacio para la crítica de cine titulado “Critiquillas” y allí comenzó a publicar bajo seudónimos, seguramente con la intención de que la revista no pareciera una publicación exclusiva de sus opiniones. Pero el crítico también sacó provecho de estar bajo el anonimato para comenzar a fabricar sus posturas desde diferentes ángulos: ampliaba sus ideas, corregía o editaba sus conclusiones. “Jack Assi”, “Ego”, “Clodomiro”, fueron algunos de sus amigos periodistas que lo elogiaron o citaron durante las publicaciones de Micro. Esta es una de las nociones que más me atraen de Correa, no dejo de pensar en los personajes de novelas y cuentos de Roberto Bolaño; la búsqueda y persecución de poetas perdidos, la recopilación de anécdotas y desventuras, la censura u olvido de sus escritos. No sé cómo reaccionar ante el misterio del crítico que jugó entre el escondite y la ironía, ¿cómo analizarlo? ¿cómo armar una hipótesis de su trabajo?
Así como escribió de la ventilación, también dedicó espacio, entre sus columnas, a las sillas de los teatros, a la inutilidad de los intermedios y, especialmente, a la poca compostura del público en dichos lugares. “El público medellinense - escribió en varias ocasiones - no sabe ver cine”. Su testimonio de la experiencia en el cine fue siempre una prioridad, aunque parezca una tontería, son aspectos que Correa trató con seriedad. Esto me hace ver que nunca se cansó de exigir, desde los detalles, el respeto que, para él, el cine merece.
Entremos al terreno del trabajo de crítica del antioqueño. Edda Pilar Duque, investigadora de Medellín, recopila en su libro Veintiún Centavos de Cine (1988), una detallada biografía del crítico e incluye una serie de las ya mencionadas “critiquillas”. Dos de ellas llaman mi atención por el lenguaje empleado y las imposiciones de Correa, se trata de sus comentarios sobre A Royal Divorce (Jack Raymont, 1938) y The Hound of the Baskervilles (Sidney Lanfield, 1939), ambas publicadas en diciembre de 1940, bajo el seudónimo “Olimac”.
Uno no sabe cómo reaccionar frente a estas critiquillas. Con cuánta rabia y con qué arrebato escribía este hombre. Me hace imaginarlo como un amante traicionado que niega cualquier tipo de argumento. Encuentro el mismo tono que persiste hoy en la crítica de comentaristas en periódicos nacionales como, por ejemplo, El Colombiano (donde Correa también fue publicado), con observaciones desorganizadas, poco lúcidas, que no permiten al lector un mínimo de duda. ¿Serían así sus rabietas en el cine? ¿Gritaría a la pantalla y a sus vecinos de fila en el teatro? No da nombre al director ni al guionista de la película, limita la mención al actor por su buen desempeño pero al que no perdona su participación. Además, tengamos en cuenta, ninguna de las películas tiene su título en la critiquilla, o alguna referencia que ayude al lector a ubicar de qué hablaba. Es un estilo que, a mi parecer, excede la libertad en la escritura. En la segunda critiquilla, es aún más notorio su afán, su disgusto con lo “atrevido” de la película. Las descripciones: “un bobito”, “muy repugnante”, parecen ideas fugaces, que no apuntan ni desarrollan mayor argumento. Puede leerse, desde su amargura, las certezas que tenía del cine: “Lo que no es narrativo que se oculte, ante todo la estética de los personajes y el juicio moral sobre el creador”. Además, es necesario subrayar la personificación que hace, “ser un Napoleón”, me divierte creer que Correa asistía a cine para sentirse alguien más, ¿sería ésta la razón de utilizar sus seudónimos? Sentirse alguien más, como un personaje de cine, al que podía dotar de características a su antojo.
LA PIEDRA EN EL ZAPATO
Fuera de su autogestión en Micro, Correa encontró espacios en algunos periódicos nacionales de más circulación. El crítico se hizo conocer, entonces, como: El defensor de los cinéfilos. Sostenía que sus reflexiones traerían el necesario cambio al cine nacional. Leyendo a Correa me he acostumbrado a la contradicción, al engaño que suponen sus acciones. La autoproclamación me genera curiosidad, en sus constantes ataques y burlas, parece que la “defensa” que propuso -más allá de sus quejas por las instalaciones de los teatros- era desde su propio gusto y respecto a sus ideas de cómo debía hacerse el cine. Por ejemplo, argumentaba que el éxito en taquilla de cualquier película estaba directamente relacionado con su calidad. Para él era impensable, mediocremente estimable y vulgar, que una película no se pensara en términos de ganancias financieras. Cuando comenzó a aproximarse a la escritura de otro tipo de críticas, a otra mirada de las películas, no perdió oportunidad de “echar en cara”, a los poquísimos cineastas del país, respecto a cómo tenían que hacer sus películas y qué referentes debían tener. Sobre ello uno de sus apuntes:
Existe la costumbre de que cuando se va a comentar algo de cine hecho en el país, debemos prodigarnos en flores, a manera de estímulo. Creencia errónea que aprovecha la mediocridad creciente, porque sin la crítica no puede reaccionarse y procurar un mejoramiento constante. Sorprende a quienes diariamente vemos cine, que el gobierno haya hecho entrega de un buen equipo de filmación, a individuos que puedan conocer la técnica de éste, pero que no tienen noción de cómo se filma, cómo se anima y se dirige una película. (Micro, Medellín, Junio de 1940)
Tengamos en cuenta que estamos ubicados en un período de tiempo en el que poco se hablaba del cine nacional y, el aguijón de Correa, no dejaba a nadie por fuera. Pero es posible pensar que, en el afán de sus comentarios, el antioqueño impulsó a críticos y cineastas del país a revisar el esfuerzo que estaban haciendo para hacer cine: ¿qué películas estaban viendo? ¿De dónde nacían sus necesidades de hacer cine? Entre sus arrogantes reclamos al cine, no dejó de entregar con docilidad y conciencia, temas para replantear a los críticos y cineastas de su momento. ¿Cómo generar una urgencia de cambio si se concebía al cine del país como un milagro? Allí radica el rostro que admiro de Correa y el motivo de que su nombre sea, medianamente, recordado hasta hoy: Correa supo echar leña al fuego y, concretamente, abrió un espacio para la discusión de crítica al cine nacional. Poco se ha escrito sobre las herencias de la crítica nacional, parece que el trabajo de muchos investigadores ha repercutido, exclusivamente, en las teorías cinematográficas sin prestar la debida atención a los legados de los críticos, los diálogos entre generaciones, la mirada compartida o debatible. Incluso, actualmente, comentarios como “en el país no hay críticos, hay criticones” (frase que escuché de alguien cuyo nombre no sé, ni quiero saber), distancia a la crítica de los realizadores.
LA CAÍDA
Siento innecesario profundizar en el terreno de Colombia Linda, pues ya mucho se ha escrito sobre la terrible aventura del crítico quien, para lograr financiar la producción, endeudó a accionistas, ricos y pobres, de Medellín.De la película se conservan, apenas, algunos fragmentos en Patrimonio Fílmico, pero permanecen bajo el permiso, exclusivo, de Proimágenes. Correa se embarcó, desde 1950 hasta 1955, en el proyecto que lo haría el hazmerreír entre sus compañeros de crítica y los cineastas que habían sido el objeto de vergüenza en sus críticas y comentarios. Para ese momento, Correa estaba endeudado económicamente y era de conocimiento público, pues llevaba años cosechando la idea de ser el pionero de una cinematografía nacional, de lograr que Medellín fuera el nuevo Hollywood. Alguna vez, mucho antes de dirigir Colombia Linda, escribió:
El rodaje de Colombia Linda estuvo lleno de problemas, pero se logra estrenar en 1955, apenas en dos salas de Medellín, bajo la siguiente sinopsis:
El musical resulta siendo el gran fiasco del cine nacional, Correa se excusó diciendo que su película era apenas un borrador, como lo tienen las grandes películas de Hollywood. Proclamaba que dichos críticos habían tenido suerte de ver lo que, algún día, sería de las mejores películas nacionales. No dejo de encontrar sensibilidad en las acciones de Correa, bajo su sinopsis encuentro a alguien inocente que soñaba con reproducir la pasión y la locura de hacer cine. Parece que el cineasta quería gritar, desde la pantalla, que sí era posible hacer cine, su tipo de cine. A diferencia de los grandes críticos y teóricos que, después de estudiar y escribir bastante sobre cine, emprendían la tarea desde el quehacer y lograron icónicas películas, nuestro crítico antioqueño fracasó rotundamente. Luego de la quiebra financiera y de intentar culpar a las distribuidoras de cine, Correa tuvo que enfrentar a la ciudad que había endeudado y pagó seis meses de cárcel, para luego huir exiliado a Los Ángeles, cerca del mundo con el que soñó con tanta insistencia.
Entré a Camilo Correa creyendo que encontraría, en su vida y fracaso, anécdotas que pudieran ilustrar la destartalada cinematografía de Colombia. Escribí páginas y páginas recontando sus engaños, sus empalagosas ideas sobre el cine, sus imposibles sueños. Pero fue inevitable chocar con su encanto y su inocencia, que no me dejan más que una efímera lástima disfrazada de ternura. Correa se plasma en mi imaginario como un niño, quizá uno muy soberbio y crédulo, incapaz de separar la lógica de los sueños. Estudiarlo me hace pensar sobre cómo el país continúa aplaudiendo al cineasta por lograr “el milagro” y catalogando al crítico como un amargado. El estado de la presencia de Camilo en el cine nacional es la aventura del fracasado: una gran contradicción. Correa levantó, incluso desde su mascarada, el importante valor de leerse y comprender que la crítica no puede ser estática, es necesario hilar, discutir, celebrar o enojarse, es necesario que la crítica sea un enfrentamiento para el lector. Faltaría destituir la lectura de la crítica cinematográfica como armazón contra el cine nacional y, en cambio, revisar a quien escribe como un sujeto que, armado con lo que ve y le preocupa, puede complejizar y desarmar la mirada del que quiere hacer cine. Continuar ignorando la historia, solo nos aleja del descubrir y cuestionar, sea para decepción, incertidumbre o indulgencia.
GUION “COLOMBIA LINDA” (Edda P. Duque, Veintiún centavos de Cine)
Set de rodaje “Colombia Linda”. (Imagen extraída de Edda P. Duque, Veintiún centavos de Cine)
Cartel de Colombia Linda (1955, Medellín)
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