Este es el segundo texto que publicamos sobre algunas de la cosas que vimos hace unos pocos días en el Festival Internacional de Cine de Cartagena de Indias. Publicamos los textos después del cierre del Festival porque, por más que intentamos, el ritmo del Festival impidió la ceremonia de la publicación diaria. Uno de los placeres del FICCI es ese: navegar un vórtice del tiempo donde lo único que importa es la hora de inicio de cada nueva proyección. La nueva película de Pablo Álvarez-Mesa, La laguna del soldado, convocó, en medio del mar y el sol canicular apenas refrenado por la falsa potencia de los aires acondicionados, el delirio del páramo. Ante esta película, fantasmal y apócrifa, la doble idea del frío: demoledor por la exigencia que reclama del cuerpo; purificador porque, en su centro secreto, dice cosas nuevas.
Sobre La laguna del soldado, de Pablo Álvarez-Mesa
“Y la ascensión era tan dura,
que las piernas jamás nos bastarían”
(Dante, Purgatorio. Canto III. 47-48).
De la boca de Camilo Restrepo brota el delirio mesiánico de Simón Bolívar. El tono y el acento del aedo le da una textura al poema de Bolívar, una sensación temporal de un instante lejano, que resuena como si fuera gritado desde las altas cumbres del páramo de Chingaza, lugar donde inicia la película. El poema “Mi delirio sobre el Chimborazo” es un poema poco citado dentro del corpus del libertado, incluso su autenticidad ha sido sometida a duda en varias ocasiones. La voz poética se enfrenta a lo sublime, al imponente nevado del Chimborazo en Ecuador (bajo su falda descansa la ciudad de Riobamba). Al subir la montaña el libertador siente un rapto ante la imagen inconmensurable y avasallante: “Y arrebatado por la violencia de un espíritu desconocido para mí, que me parecía divino, dejé atrás las huellas de Humboldt, empañando los cristales eternos que circuyen el Chimborazo”. Ni el rastro de su amigo y explorador Humboldt había logrado tan magnánima hazaña. En sus palabras se deja entrever la soberbia de su voz y la magnanimidad con la que califica su logro. Y al instante, dominado por el viento Iris, afectado por un “delirio febril”, entabla una conversación con la encarnación del tiempo, que lo reconoce como aquel que el “universo moral y físico” de las cosas ha elegido para cargar con los “secretos del cielo” que le han sido revelados y que carga con la misión de decir “la verdad a los hombres”.
Esta paráfrasis del poema de Bolívar funciona para enmarcar la reflexión que Pablo Álvarez y su equipo llevan a cabo en La laguna del soldado. El tono mesiánico que se hace evidente en las palabras del poeta es puesto en duda por la película. Aquel matiz de la palabra delirio, que se refiere más hacia el lado de la locura y la alucinación y no al de la clarividencia, parece dominar la película. Esta es la segunda parte de una trilogía que indaga sobre la proteica figura del personaje histórico del libertador. Considero que la reflexión está construida con el objetivo de enfrentarse a uno de los mitos más comunes sobre este personaje. La película, aunque acierta e invita a sentir el rapto poético que produce la naturaleza, logra también asomarse a ver detrás del velo que recubre a esta figura histórica para ver, más allá del profeta y guerrero, el legado de la violencia colonial y las cicatrices que ha dejado sobre la tierra, inscritas en la superficie de las montañas y ocultas bajo el suelo ácido de los páramos.
El poema que enmarca este viaje audiovisual me remite también a la tradición literaria y poética de la anábasis y catábasis, aunque obvias variaciones. El primer cambio es que, a diferencia del Enuma Elish, La Odisea, La Eneida y La Divina Comedia, en los que sus protagonistas descienden al infierno para adquirir un conocimiento que sólo los muertos les pueden otorgar, acá el conocimiento de los muertos no está en las profundidades de la tierra, sino en lo más alto. Su estadía en el reino de los muertos es pasajera, permite el diálogo y construye conocimiento desde la palabra ajena, pero se hace con la certeza del retorno. Algo de ello comparte esta película, pues está armada a partir de testimonios anónimos, voces sin rostro, dirigidas hacía la neblina del páramo, y de las espectadoras absortas en el encanto de la naturaleza. Mucha de estas voces, anónimas hasta la llegada de los créditos, hablan de este lugar como la tierra de los muertos. En el período de la colonia fue un cementerio sagrado de los muiscas, durante la revolución se convirtió en un cementerio de soldados y siguió siéndolo durante el conflicto armado de Colombia. La película conduce y guía nuestra mirada a la tierra de los muertos, nos hace peregrinos en el viaje que nos invita a escuchar las voces de lo que no vemos, aunque, como se dijo, a diferencia de los textos mencionados, el movimiento que se hace no es hacía abajo, no descendemos para encontrarnos con los muertos. Es aquí donde el quiebre con la tradición se hace más notorio: la catábasis, el descenso, intercambia su objetivo con la anábasis, el ascenso.
Sorprendido estaría Petrarca, que en su libro La ascensión al Mont Ventoux afirma que “[l]a vida que llamamos bienaventurada está en un lugar elevado: es estrecho, según dice, el camino que lleva a ella”. Por el contrario, lo que encontramos en las cimas de Chingaza y sus alrededores no es la iluminación divina, la bienaventuranza ni el encuentro con lo divino (como Bolívar, Moisés o Jesús), sino que encontramos los relatos y las marcas de la violencia, las consecuencias de la deforestación y los peligros ambientales, la minería, los relatos de los campesinos usados como carne de cañón en las guerras de Colombia, el despojo de las tierras indígenas y el engaño de uno de los mitos fundacionales de este país. El ascenso a la montaña, el peregrinaje del director y su equipo, así como el de uno como espectador, resulta en la revelación profana, no mística, de que lo visible señala lo oculto; debajo de la tierra, entre los minerales de suelo, en lo profundo de las aguas que alimentan el Orinoco y el Magdalena, descansan los rastros de la violencia de este país. Lo invisible no existe como índice, y es sólo gracias a la voz y el testimonio que percibimos lo que nuestro ojo no puede percibir entre la neblina de las montañas.
Mientras las voces incorpóreas y la cámara, cual Virgilio, nos conducen por las montañas, comprendemos que la película está en armonía con las dinámicas de la montaña. Con esto me refiero a que una mirada detallada al montaje permite ver cómo las imágenes se suceden unas a otras siguiendo la forma de la neblina. Entre un plano y otro no hay límites, en el instante del parpadeo empezamos a divisar cómo una imagen empieza a fundirse en el fondo para dar paso a otra. Es un mecanismo que sume a la mirada en la experiencia de lo eterno, en aquello que se prolonga y no parece tener fin; deambulamos con la mirada, peregrinamos el paisaje de las imágenes y seguimos el ritmo sonoro de la montaña. No son sólo las voces aquellas que dominan el espacio sonoro, también está el ulular del viento, el agua que fluye y, a ratos, parece ebullir, como un volcán, así como el sonido habitualmente imperceptible de los murciélagos, que gracias a la tecnología actual podemos percibirlo. En palabras de Jussi Parikka (en su libro Una geología de los medios), se puede decir que en La laguna del soldado la tierra “ruge y tiene un sonido”, la naturaleza se manifiesta con sonidos profundos, de fuentes dispersas, fuera del plano visual, que aumentan el enigma de lo que se oculta detrás de la neblina. Sin embargo, estos sonidos provenientes de las entrañas de la tierra contrastan con algunos perceptibles, aunque ocultos, sonidos de máquinas y sierras, que marcan el trabajo de la mano humana sobre el territorio. De igual forma, estos sonidos se funden con el ambiente sonoro predominante de la naturaleza extraña e inclasificable, es sólo con el impactante ritmo de los tambores que se quiebra la aparentemente armonía del paisaje.
Sólo durante tres momentos el tranquilo paisaje de la niebla es intervenido de manera visual y sonora; los colores de la imagen cambian; yuxtapuesto a las montañas, surgen las esculturas de guerreros, que, acto seguido, aparecen sobrepuestas a las imágenes de la profundidad del lago. Este momento llega de manera incandescente, sacude la mirada, nos lleva al interior del delirio e interrumpe la calma del viaje. La fuerza de los golpes y el volumen de los sonidos parecen encarnar aquello que los testimonios no podían confesar y que las imágenes parecían ocultar; son un canto no articulado, un fragmento instrumental de una tierra que no tiene palabras para otorgarnos, pero que encuentra su forma de comunicarse. Estos momentos actúan como trazos sonoros de un tiempo que estaba ausente del fenómeno, son la reafirmación que la corteza de los frailejones, en el suelo que los acoge, en el filo de las montañas explotadas por el vano deseo de encontrar, en maleable barro de Tutazá, late y palpita el pasado de la violencia que pasa desapercibida.
Mientras que la película construye ecosistemas sonoros que intentan convivir (aunque hay momentos en los que no pueden convivir), esto mismo ocurre con los testimonios en la película. Muchos de estos hacen un recorrido histórico que señala la violencia histórica y sistémica que puede leerse en el paisaje del páramo; otros intentan recuperar las tradiciones y recuerdos de pueblos arrasados por la violencia, de cuerpos perdidos entre la bruma y olvidados por el discurso hegemónico de la historia. A estos testimonios también se oponen aquellos como el de los mineros, que hablan de la montaña como un espacio para la explotación. Su trabajo es un resultado de procesos históricos más complejos. Su mirada es la de la supervivencia y la necesidad. Su forma de ver el territorio de la montaña y de poder convivir con él, basados en sus necesidades, es incompatible con la empresa de conversación y salvación de la naturaleza. Aquí es fácil notar la forma en que distintos actores habitan un mismo ecosistema, todos dependiendo de él, pero donde la convivencia no es armónica.
Cuando escucho estas voces y reconozco estas posturas irreconciliables sobre el territorio, recuerdo una reflexión de Jussi Parikka sobre la tierra:
La realidad visible está sostenida por complejos y ridículos ordenamientos del trabajo y la infraestructura, siendo esta infraestructura, a su vez, un ordenamiento de partes humanas y tecnológicas. En cualquier caso, el subsuelo de la industrialización y el capitalismo sigue siendo parte de la geología de la tierra.
El mundo que se nos manifiesta ante la mirada, las estructuras y las prácticas que hemos naturalizado, todas se cimientan en un orden y una infraestructura que hunde sus raíces en el subsuelo, en lo más profundo de la tierra. Quizá por eso nuestro viaje a la tierra de los muertos termina a la inversa de las historias tradicionales: empezamos en la cima para llegar hacia lo profundo de la tierra. En la geología, en los estratos tectónicos, allí en esa profunda oscuridad donde la película expira sus últimos alientos sonoros, recordamos que las bases de nuestros problemas se encuentran en lo profundo de nuestra historia, en lo profundo de nuestros mitos, en la revelación más allá del rapto sublime de la naturaleza. Y mientras descendemos, más en lo profundo de la tierra, se recuerda uno de los últimos testimonios, como un rumor a lo lejos, que cierra el último parlamento de la película recordándonos que no se puede hablar de medio ambiente sin hablar de las violencias coloniales, de la violencia histórica; la historia de Colombia lleva de la mano la violencia racial y la violencia ambiental.
Textazo