La película inicia con el plano de un hombre de espaldas, sentado en una silla, bajo un árbol. Lo oímos silbar. Está mirando hacia arriba, dirigiendo los silbidos hacia un ave que la imagen luego nos revela. Entendemos que el hombre está imitando el trino del ave y que hay en esa comunicación, en la soledad del momento, un gesto nostálgico, una postura de resignación o de espera. Ese mismo sentimiento, el de una atadura simbólica hacia el pasado, será una constante en la narración.
El árbol rojo, de Joan Gómez Endara, es una road movie sobre la nobleza y la firmeza de los lazos fraternales. Se enfoca en la vida de Eliécer, un entrenador de boxeo y gaitero retirado, en una población de Bolívar, en el año 1999. Tras la muerte de su padre, a quien no ve hace treinta años, conoce a su media hermana, una niña llamada Esperanza, que debe llevar hasta Bogotá para entregarla a su madre y así cumplir la última voluntad de su padre. Los dos, más un joven lanchero, Toño, que sueña con ser boxeador en la capital, emprenden este viaje, en el que se enfrentarán a las dificultades de la realidad colombiana.
Tres objetos acompañan a los personajes en la travesía: una gaita, fabricada por el padre para su hijo Eliécer. Esperanza la encuentra y se aferra a esta especie de amuleto como el único vínculo concreto con su progenitor. Eliécer, por su lado, guarda una carta escrita por su padre antes de morir que va dirigida a la madre de la niña. Y Toño lleva consigo huevos de iguana, que espera vender a buen precio en la ciudad, los cuales, con el devenir de la historia, cobran un sentido más allá del económico, además de operar como generadores de tensiones durante el periplo. Su presencia es una extensión del pasado, que toca a los personajes y que, al mismo tiempo, estrecha los vínculos entre ellos. Son además depositarios de secretos. La gaita guarda el misterio de un origen, de una promesa incumplida. La carta es el anuncio de un devenir. Estos elementos están presentes durante toda la película; marcan los momentos determinantes del viaje y reafirman el sentimiento de añoranza. Por eso El árbol rojo es también una historia sobre el reencuentro con uno mismo, y estos objetos, junto con la carretera, operan como canales para lograrlo.
Los objetos hacen parte, además, de los gestos fantásticos que alcanza a irradiar la película, sin comprometerse con lo inexplicable o lo absurdo: el canto de las aves y su transformación en música de gaitas; el instinto de Esperanza de oler a las personas y las cosas cuando las desconoce, como si este acto le revelara la seguridad del entorno o la confianza hacia el otro; o la mención del árbol rojo, de donde el padre habría extraído el material para fabricar la gaita. Este último es el signo culminante, el pilar invisible, pero omnipresente, cuyo sentido misterioso, impulsado por el título de la película y su breve mención en la historia, permanecerá como el indicio que guiará al espectador, más que a los personajes, durante todo el recorrido.
El viaje es también un encuentro con los contrastes de Colombia: por un lado está el ciudadano solidario, el que se compadece de los viajeros y de sus infortunios, el que brinda un alimento y un lecho. Por otro, el oportunista, el ladrón y, por supuesto, los actores del conflicto armado. En este último aspecto, en escenas separadas, se evidencia la presencia de un grupo paramilitar y de un grupo guerrillero, que inciden en la historia; a pesar de su participación es fugaz, aún así es suficiente como para reflejar una realidad: la de la amenaza constante de ser alcanzados por los azarosos brazos de la guerra.
Tal es precisamente uno de los atractivos de las películas de carretera en Colombia: el vértigo del conflicto, que conforma un elocuente oxímoron con la belleza de los paisajes. Las arterias del país arrojan en estas historias, al mismo tiempo, la infinitud de las montañas y el fusil que tras ellas se esconde. La carretera es para el colombiano rural un escenario de guerra, pero también de huida, de búsqueda de un mejor futuro o de regreso para reencontrarse con lo que ha separado la guerra. Esto es latente en El árbol rojo; pero no es nuevo. En el 2010, Carlos Gaviria realizó una road movie,Retratos en un mar de mentiras, también sobre el lazo familiar, en este caso con una pareja de primos, y una partida hacia el pasado, con el conflicto armado como telón de fondo. Una película de un dramatismo exacerbado, de emociones fáciles y de violencia explícita, cuyo productor, Erwin Goggle, dicho sea de paso, hizo un remontaje que fue estrenado recientemente, esta vez bajo el título Hilo de retorno (tan desafortunado como el anterior), resultado de las diferencias creativas (¿o ideológicas?) entre director y productor en la primera versión. Es decir, nos enfrentamos hoy en las pantallas colombianas con la proyección de dos road movies de similar corte narrativo.
No obstante, El árbol rojo no abusa del dramatismo, es una historia más sutil, reposada, que no apela al escándalo. Se enfoca, eso sí, en una excesiva melancolía, con algunos intentos infructuosos de atemperarla. La música, sin embargo, compuesta principalmente de sonido de gaitas, hace llevadera, incluso esperanzadora, la travesía, junto con la armonía o química, si se quiere, que se logró entre los personajes de Esperanza y Eliécer, y no es de esperar menos, pues en sus hombros, sin que ellos lo sepan o lo evidencien, recae la responsabilidad de una mutua sanación, que es en últimas la razón de ser de su viaje y de la película.
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LA NOSTALGIA DE LA TRAVESÍA - FICCI 61 (04)
Especial FICCI 61
Sobre El árbol rojo, de Joan Gómez Endara
La película inicia con el plano de un hombre de espaldas, sentado en una silla, bajo un árbol. Lo oímos silbar. Está mirando hacia arriba, dirigiendo los silbidos hacia un ave que la imagen luego nos revela. Entendemos que el hombre está imitando el trino del ave y que hay en esa comunicación, en la soledad del momento, un gesto nostálgico, una postura de resignación o de espera. Ese mismo sentimiento, el de una atadura simbólica hacia el pasado, será una constante en la narración.
El árbol rojo, de Joan Gómez Endara, es una road movie sobre la nobleza y la firmeza de los lazos fraternales. Se enfoca en la vida de Eliécer, un entrenador de boxeo y gaitero retirado, en una población de Bolívar, en el año 1999. Tras la muerte de su padre, a quien no ve hace treinta años, conoce a su media hermana, una niña llamada Esperanza, que debe llevar hasta Bogotá para entregarla a su madre y así cumplir la última voluntad de su padre. Los dos, más un joven lanchero, Toño, que sueña con ser boxeador en la capital, emprenden este viaje, en el que se enfrentarán a las dificultades de la realidad colombiana.
Tres objetos acompañan a los personajes en la travesía: una gaita, fabricada por el padre para su hijo Eliécer. Esperanza la encuentra y se aferra a esta especie de amuleto como el único vínculo concreto con su progenitor. Eliécer, por su lado, guarda una carta escrita por su padre antes de morir que va dirigida a la madre de la niña. Y Toño lleva consigo huevos de iguana, que espera vender a buen precio en la ciudad, los cuales, con el devenir de la historia, cobran un sentido más allá del económico, además de operar como generadores de tensiones durante el periplo. Su presencia es una extensión del pasado, que toca a los personajes y que, al mismo tiempo, estrecha los vínculos entre ellos. Son además depositarios de secretos. La gaita guarda el misterio de un origen, de una promesa incumplida. La carta es el anuncio de un devenir. Estos elementos están presentes durante toda la película; marcan los momentos determinantes del viaje y reafirman el sentimiento de añoranza. Por eso El árbol rojo es también una historia sobre el reencuentro con uno mismo, y estos objetos, junto con la carretera, operan como canales para lograrlo.
Los objetos hacen parte, además, de los gestos fantásticos que alcanza a irradiar la película, sin comprometerse con lo inexplicable o lo absurdo: el canto de las aves y su transformación en música de gaitas; el instinto de Esperanza de oler a las personas y las cosas cuando las desconoce, como si este acto le revelara la seguridad del entorno o la confianza hacia el otro; o la mención del árbol rojo, de donde el padre habría extraído el material para fabricar la gaita. Este último es el signo culminante, el pilar invisible, pero omnipresente, cuyo sentido misterioso, impulsado por el título de la película y su breve mención en la historia, permanecerá como el indicio que guiará al espectador, más que a los personajes, durante todo el recorrido.
El viaje es también un encuentro con los contrastes de Colombia: por un lado está el ciudadano solidario, el que se compadece de los viajeros y de sus infortunios, el que brinda un alimento y un lecho. Por otro, el oportunista, el ladrón y, por supuesto, los actores del conflicto armado. En este último aspecto, en escenas separadas, se evidencia la presencia de un grupo paramilitar y de un grupo guerrillero, que inciden en la historia; a pesar de su participación es fugaz, aún así es suficiente como para reflejar una realidad: la de la amenaza constante de ser alcanzados por los azarosos brazos de la guerra.
Tal es precisamente uno de los atractivos de las películas de carretera en Colombia: el vértigo del conflicto, que conforma un elocuente oxímoron con la belleza de los paisajes. Las arterias del país arrojan en estas historias, al mismo tiempo, la infinitud de las montañas y el fusil que tras ellas se esconde. La carretera es para el colombiano rural un escenario de guerra, pero también de huida, de búsqueda de un mejor futuro o de regreso para reencontrarse con lo que ha separado la guerra. Esto es latente en El árbol rojo; pero no es nuevo. En el 2010, Carlos Gaviria realizó una road movie, Retratos en un mar de mentiras, también sobre el lazo familiar, en este caso con una pareja de primos, y una partida hacia el pasado, con el conflicto armado como telón de fondo. Una película de un dramatismo exacerbado, de emociones fáciles y de violencia explícita, cuyo productor, Erwin Goggle, dicho sea de paso, hizo un remontaje que fue estrenado recientemente, esta vez bajo el título Hilo de retorno (tan desafortunado como el anterior), resultado de las diferencias creativas (¿o ideológicas?) entre director y productor en la primera versión. Es decir, nos enfrentamos hoy en las pantallas colombianas con la proyección de dos road movies de similar corte narrativo.
No obstante, El árbol rojo no abusa del dramatismo, es una historia más sutil, reposada, que no apela al escándalo. Se enfoca, eso sí, en una excesiva melancolía, con algunos intentos infructuosos de atemperarla. La música, sin embargo, compuesta principalmente de sonido de gaitas, hace llevadera, incluso esperanzadora, la travesía, junto con la armonía o química, si se quiere, que se logró entre los personajes de Esperanza y Eliécer, y no es de esperar menos, pues en sus hombros, sin que ellos lo sepan o lo evidencien, recae la responsabilidad de una mutua sanación, que es en últimas la razón de ser de su viaje y de la película.
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