En los trabajos que entregan mis alumnos de Paris III he encontrado muchas veces referencias a un tal Gilles Deleuze. Intrigado, decidí ir a la biblioteca pública más cercana, donde pedí prestados dos trabajos del autor dedicados al cine.
La imagen-movimiento y La imagen-tiempo. Creí que, en el primer volumen, iba a descubrir discusiones sobre Renoir (el ballet de los personajes en La Règle du jeu o Le carrosse d'or), Ophüls, Mizoguchi, Fuller o Téchiné; y que, en el segundo, habría análisis del arte de von Stroheim, Ford, Duras, Pagnol, Rozier, Leone, los grandes maestros del tiempo. Bueno, no hubo nada de eso. De hecho, todo lo contrario. Ophüls solo es citado en La imagen-movimiento y von Stroheim solo en La imagen-tiempo. Pagnol, Rozier y Leone son completamente olvidados.
Para Deleuze, el movimiento no es movimiento, y el tiempo –sin embargo, en una forma menos agresiva– no es exactamente tiempo.
La imagen-movimiento sería “el conjunto acentrado de elementos variables que actúan y reaccionan unos sobre otros” (1), siendo el juego ir de uno al otro. Sobre este aspecto uno podría pensar en Apotheosis, de John Lennon y Yoko Ono, que consiste en un solo plano secuencia, un travelling vertical perpetuo. Esto no es la imagen-movimiento sino la imagen-tiempo (volveré sobre esta cuestión más adelante).
De acuerdo, esta definición hubiera sido más clara si Deleuze hubiera hablado sobre las formas dialécticas del movimiento.
Después, Deleuze enumera distintas categorías de imagen-movimiento, notablemente la de la imagen-percepción (“conjunto de elementos que actúan sobre un centro”) y la de la imagen-acción (“reacción del centro al conjunto”). Es un poco curioso que estas variaciones de la imagen-movimiento hagan referencia al centro, cuando Deleuze ha definido la imagen-movimiento como un conjunto acentrado. Para mí, esto es difícil de entender.
Deleuze nos da un ejemplo preciso de de la imagen-percepción. En Broken Lullaby, Lubitsch muestra a un grupo de hombres de pie vistos desde el nivel del piso con la cámara puesta “bajo el muñón” de un hombre discapacitado, también de pie. Este encuadre parece decididamente gratuito. Pero en el plano siguiente se revela que es el punto de vista de un hombre sin pierna. Lo que tomamos por un manierismo es, de hecho, la visión subjetiva de un individuo. Hay un movimiento en la narración y en la consciencia del espectador que nos permite llegar a esa conclusión. (2)
La imagen-afección, la segunda variedad de la imagen-movimiento, es “lo que ocupa la desviación entre una acción y una reacción, lo que absorbe una acción exterior y reacciona por dentro”. Ejemplo principal: primer plano de un rostro, reflexivo (¿en qué estás pensando?) o intensivo (¿qué estás sintiendo?). Es cierto que la mayoría de las veces el primer plano muestra la reacción de un rostro en relación a lo que ha pasado en el plano anterior, generalmente más distante, pero esto es una técnica elemental, incluso una vulgar (que puede dar magníficos resultados, pero es sobre-usada en todas las incisiones). Entonces, uno no puede escribir que el primer plano constituye la desviación entre una acción y una reacción, ya que es en sí mismo la reacción, ya que contiene dentro de sí mismo la reacción, y esa reacción, además, se sitúa casi siempre al comienzo del plano.
Y limitar el primer plano a su valor de respuesta a una acción (que se discute en amplio detalle durante veinticinco páginas) termina enmascarando otros usos del primer plano de una manera muy reductiva, usos más innovadores y creativos, omitidos de la discusión. Si una película inicia con un primer plano o con una secuencia de primeros planos, como el film húngaro The Princess (Adj király katonát, Pál Erdöss) o incluso La pasión de Juana de Arco (1928), de Dreyer, el primer plano no es inevitablemente una consecuencia de una acción o la absorción de una acción exterior. Más de los cien Cinématons (únicamente planos secuencias de primeros planos de rostros), de Gérard Courant, existen sin referencia a una acción anterior o exterior. Lo mismo aplica para un personaje en primer plano que come, se cepilla los dientes, muerde a su vecino o manosea su nariz para la audiencia. Este último es incluso ejemplo de una acción que provoca una reacción, exactamente lo opuesto a lo que sugiere Deleuze, contradecido también por un primer plano en pillow-shot, o un plano de inserto, o un conjunto lírico de planos cortos, más o menos primeros planos idénticos, o incluso un plano de un hombre que sufre un golpe contra su cabeza en el cuadro. En este caso, la desviación entre una acción y una reacción es, en el orden de un vigésimo cuarto de segundo, imperceptible. Y de ninguna manera la acción es exterior.
Estos dos modelos de supuesta dialéctica, que Deleuze completa con una discusión sobre la pareja sombra/luz, están fundados sobre una cierta especificidad del cine, alineados a su gramática, su técnica (découpage, primer plano, cualidades focales, iluminación). Ahora es bien evidente que, en el cine, las líneas dialécticas van más allá de estas superficialidades. Esta es la razón por la que, muy adecuadamente, Deleuze incluye una tercera forma de imagen-movimiento, llamada la imagen-acción, que (justo como uno esperaría) no tiene nada en común con la definición popular de acción en el cine. Aquí es una cuestión de dialéctica entre un individuo y una sociedad, detalle y totalidad, acción particular y acción general. Cuando el cineasta deja lo individual para prestar atención a la sociedad se llama “la pequeña forma” (Lubitsch sería, entonces, el campeón en esto) y cuando es lo opuesto se llama “la gran forma”, y así, en este punto, se evocan las súper producciones de Cecil B. DeMille. La distinción es quizás un pequeño sin sentido. Si en efecto Male and Female (DeMille, 1919)comienza con algunos planos muy generosos (el cielo, el mar, el Gran Cañón, y una cita del Génesis), en menos de treinta segundos tenemos que llegar a la trapera, la escoba y el balde agua, y ahí permanecemos el resto de la película, excepto –justo en el medio– en la secuencia de Babilonia. Teóricamente esa es la gran forma, pero ese presumido inicio es tan breve. Pasa lo mismo con muchas películas americanas, empiezan presentando brevemente una ciudad (Beyond the Forest, de King Vidor, Pride of the Marines, de Delmer Daves, The Seven Year Itch, de Billy Wilder) antes de definitivamente atarse ellas mismas al itinerario de un individuo. Las idas y venidas de lo particular se enredan juntas y frecuentemente se invierten, lo que significa que desenredar la pequeña forma de la gran forma es como establecer la primacía del huevo o la gallina.
En este catálogo de movimientos dialécticos se puede percibir una notable cantidad de omisiones, como esas dialécticas fundadas en las prácticas laborales, la exageración y la atenuación (Kazan), lo visible-invisible (Tourneur), el género y lo no genético (Monte Hellman); sobre las grandes ideas, la naturaleza y la cultura (Boudu sauvé des eaux,1932), la ciudad y el campo (Vidor), lentitud y velocidad (The Rising of the Moon, de Ford), risa y lágrimas (Chaplin), presente y pasado (DeMille), lo trivial y lo sublime (Godard), la lógica y lo absurdo (Buñuel, Hawks), amor y acción (películas de Hollywood); o los valores ideológicos, la nacionalidad y la clase social (La Grande Illusion), racismo y tolerancia (The Last Hunt, de Richard Brooks), la eficiencia y la justicia (Touch of Evil); por no hablar de esas dialécticas mediocres (los buenos y malos, escapar a México o a prisión) que pululan en la mayoría de las pantallas. Algunas de estas deberían clasificar para una mención en este díptico con pretensiones enciclopédicas.
Por el otro lado, extrañamente encajada entre la imagen-afección y la imagen-acción, Deleuze ha introducido una nueva categoría, la imagen-pulsión, que pertenece aquí tanto como los pelos pertenecen en la sopa. La pulsión, según Deleuze, está alineada al naturalismo, donde el movimiento se crea a partir del paso del humano a la bestia (esto prueba más o menos que Deleuze no rechaza sistemáticamente la dialéctica con bases extra fílmicas, que sí deja de lado en otros pasajes sin ninguna razón).
Este también es un folículo de pelo bien gordo, ya que lo bestial (en el naturalismo) es usualmente presentado en el comienzo de las películas (Foolish Wives, de von Stroheim; Manèges, de Yves Allegret) y, en consecuencia, no es el resultado de un momento visible. Pero, en realidad, la pulsión y el naturalismo son polos antinómicos. La pulsión –a veces la pulsión de un personaje que hace eco de la pulsión del director– está muy lejos del principio del naturalismo, que es que la realidad debe ser descrita sin interpretación derivada de la mente del autor. Estímulo de pulsión, reposo de naturalismo.
Además de todo esto, los ejemplos que Deleuze ha escogido apuntan a dejar al lector perplejo. Se podría creer que, en el cine marcado por el naturalismo, Deleuze incluiría películas del Kammerspielfilm como Shattered, Sylvester, ambas de Lupu Pick; Der letzte Mann, de Murnau; Joyless Street, de Pabst; Man Walks in the City, de Pagliero; o The Cheat, o películas de Renoir como On purge bébé, La Chienne o Boudu…; Umberto D, de De Sica; o The Honeymoon Killers, de Kastle. Bueno, Deleuze no hace nada de eso. El naturalismo resulta ser Vidor, Losey, Ray y Fuller, todos, es cierto, muy dependientes de sus impulsos. ¿Pero quién está más lejos del naturalismo que Vidor? Solo The Crowd y, hasta cierto punto, Street Scene podrían clasificarse como, digámoslo, películas realistas. Uno podría escribir de Vidor que es romántico, lírico, delirante, excesivo, idealista, tal como Gance o Dovzhenko, con quien a veces se le compara. Pero el mundo de Ruby Gentry, de The Fountainhead, de Hallelujah!, o de The Big Parade, es completamente irreal, incluso surrealista. La conclusión es que Deleuze califica Duel in the Sun como un “western naturalista”, cuando en realidad se trata del pináculo del artificio hollywoodiano, de la locura romántica wagnero-nietzscheana. Incluso si en Wind Across the Everglades, de Ray, que Deleuze describe como “una obra maestra de naturalismo”, el paisaje interpreta un gran papel (como también lo hace en Duel in the Sun), se estaría en lo correcto al suponer que Deleuze ha cometido el asombroso tipo de error que él es absolutamente incapaz de cometer y del que un alumno corriente nunca habría sido culpable. Él ha trastocado el naturalismo a la manera de Zola, donde el arte intenta reproducir la naturaleza en todos sus aspectos, incluso en los más feos y repulsivos, con el trabajo de un naturalista, que estudia plantas, minerales y animales. La pobreza del francés lo invita a eso. Ha puesto en la misma bolsa a Emile Zola y a Bernardin de Saint-Pierre, a Huysmans y a Buffon. Simplemente tenía que hacerlo.
No hay ninguna otra explicación: el prostíbulo barraco de Wind Across the Everglades, en la truculencia de Cottonmouth cuando llama en agonía a los buitres: “Vengan por mí, nacido en el pantano, engordado en el pantano”, se asemeja muy de cerca a la enormidad grotesca de Jarry, Hugo, Rabelais o Céline, y no tiene nada en común con el escalpelo de Zola. Ray despliega un lirismo que expresa complicidad incluso con los personajes más negativos.
Otro de los supuestos aedos del naturalismo: Fuller (que no tiembla ante cualquier improbabilidad y dirigió la más loca de todas las películas, Shock Corridor, en la que vemos a un hombre negro activista del Ku Klux Klan) y Joseph Losey.
Uno quizás podría aceptar el “epíteto” realista para Stranger On the Prowl, The Lawless o The Big Night –realistas en la misma medida en que son realistas una multitud de películas baratas americanas o italianas–, que Deleuze no menciona. En cambio, los ejemplos que sí menciona –Time Without Pity, Secret Ceremony, Eva, These are the Damned, Mr Klein, o The Servant– no tienen nada verdaderamente realista, mucho menos naturalista. Las dos últimas son fábulas, y las otras están conectadas (como algunos de sus personajes) por un neurótico frenesí totalmente irreal.
“Entre el naturalismo de Stroheim y el de Buñuel hay, sin embargo, grandes diferencias”, dice Deleuze, especificando que “la diferencia entre Stroheim y Buñuel estaría en que el segundo concibe la degradación no tanto como entropía acelerada que como repetición precipitante, eterno retorno”. El problema es que, en el caso de Buñuel, sí hay naturalismo y repetición, pero nunca están unificadas: el naturalismo pertenece a la primera parte de su trabajo (Las hurdes (1933), Los Olvidados (1950), El Bruto (1952), incluso Susana (1951) y Le journal d'une femme de chambre (1964)), periodo en el que Buñuel no tenía mucho en materia de recursos financieros y le era difícil filmar otra cosa que no fuera la realidad. Tajantemente, este naturalismo rechaza la repetición que dominaría (mejor dotado financieramente) sus últimos años (El ángel exterminador, Belle de jour, Le Charme discret de la bourgeoisie, Cet obscur objet du désir), y que expulsaba casi completamente al naturalismo. Ciertamente hay, aquí y allá, muy breves evocaciones de perversiones sexuales particulares, la presencia de inodoros, vestigios de naturalismo, pero que son tratados como elementos oníricos o irónicos para que tengan un estatus incierto e indefinible, una tierra de ningún hombre que en sí misma permanece totalmente ajena al naturalismo.
No seguiré más con la imagen-pulsión, que constituye hasta ahora el peor capítulo del díptico deleuziano, para que podemos llegar a la imagen-tiempo.
Mientras que hasta ahora Deleuze ha hecho todo lo posible para darnos definiciones de sus neologismos, es apenas preciso sobre lo que es la imagen-tiempo. Él define el tiempo “como un intervalo” o “como un todo”, en resumen, dos extremos, día y noche. La imagen-tiempo me hace pensar en esas canecas verdes de basura en las que, junto a los contenedores azules para periódicos viejos, los contenedores amarillos para empaques y los blancos para las botellas, uno arroja todo lo que no pertenece en otro lugar. Uno podría hacer una definición-negativo de la imagen-tiempo: es todo lo que no es imagen-movimiento o, más exactamente, aquello que no está subordinado a ella (como indica la contraportada de la edición francesa de Estudios sobre cine II) (3) y que constituye un centro, mientras que la imagen-movimiento está, en un principio, sin centro. De la noción de un centro (“intervalo”), que presupone la existencia de extremos, uno pasa a la noción de ensamble, de un “todo”, que presupone la no existencia de elementos exteriores. Y el todo, que sería el resultado del montaje, y que también sería tiempo, porque es también el montaje lo que crea el tiempo del film. Y el todo estará en relación directa con el tiempo. Por otra parte, el todo y el tiempo quedan bastante bien juntos ya que ambos –a diferencia del movimiento– tienden a escapar de nosotros y a convertirse indivisibles y misteriosos. Nosotros sabemos casi todo sobre el movimiento –si se relaciona el término (siguiendo la definición clásica y no deleuziana) al espacio– sobre todo desde Magallanes y Neil Armstrong, mientras que el tiempo pasado está lleno de oscuridades y siempre somos ignorantes del tiempo futuro, que –es seguro– nos matará.
Esta alianza de centro-todo-montaje-tiempo es una curiosa amalgama de la que Deleuze se sale con trucos. “Eisenstein no se cansa de recordar que el montaje es el todo del film, la Idea”. Pero es Eisenstein quien lo dice. Claro, el hombre es un genio, ¿pero significa eso que siempre tiene razón? Uno puede recordar que el montaje es quizás el todo para él (como para Godard, Resnais y quizás Welles), pero no siempre será el todo para otros, para sus detractores, ni siquiera para él, Eisenstein. Su última película, Iván el terrible (1943/6), es una obra maestra donde no hay mucho trabajo de montaje. Quizás el Montaje identificado como el Todo es solo una idea de juventud de Eisenstein que abandonó al final de su vida y que nació del hecho (fortuito) de que al comienzo de su carrera, con el racionamiento, solo tenía pequeños pedazos de películas disponibles.
En cuanto a otros… A nos amours (1983), de Maurice Pialat, se mantiene como una gran película incluso si está mal estructurada, mal organizada al nivel del découpage y, casi siempre, mal montada (4). Para ciertos directores meticulosos (del tipo René Clair), el todo es más découpage que montaje y su planeación se finaliza incluso antes del rodaje. Para muchos de los grandes creadores, el todo es más actores que montaje (como en ciertas películas de Doillon, Cukor, Ray o Renoir, que probablemente era el mejor, pero que no era un buen editor). Greed (1925), The Magnificent Ambersons (1942), The Woman On the Beach (1947) –y también Que Viva Mexico! (1932)– alcanzan el más alto nivel incluso si sus directores no pudieron controlar el montaje de la película y renunciaron a las versiones editadas. ¿Y qué pasa con el montaje en películas con solo un plano o con planos secuencias al estilo Jancsó?
Claro, muy a menudo es el montaje el que crea tiempo en la película (cuando no son planos secuencias o el run-off de un corto plano), pero el tiempo creado de esta manera es tiempo en el sentido de tempo, de ritmo, de duración, de respiración, pero nunca –contrario a lo que sostiene Deleuze– tiempo en el sentido de oposición de presente y pasado, flash-back o flash-forward. Esta clase de tiempo, Deleuze, jugando con palabras como es su costumbre, la clasifica entre las subcategorías de la imagen-tiempo. La relación de presente/pasado, casi siempre prevista en el guion (DeMille, Godard, Intolerance (1916), Destiny (1921), François Premier (Christian-Jacque, 1937)), participa más de las veces en una dialéctica: es la imagen-movimiento (excepto en ciertas películas de Resnais).
Uno ve que la imagen-tiempo tal como Deleuze la concibe, de hecho, solo existe muy raramente y con frecuencia no donde la ha puesto. Hegel nos dijo que el todo es dialéctica y, así, movimiento. A veces, cuando uno no percibe movimiento dialéctico es porque es demasiado sutil, demasiado hábilmente velado. El director es un genio. Películas como La Chouette aveugle (Ruiz, 1987) o Puissance de la parole (Godard, 1988) parecen, al principio, magmas (un término que les funciona mejor que imágenes–tiempo), pero un esfuerzo en el análisis clarificaría las líneas de su dialéctica de manera bastante específica. Empujando un poco las cosas, yo diría que la existencia de la imagen-tiempo solo demuestra la insuficiencia del espectador, incluso la mía.
Apenas hay alguna imagen-tiempo en la ecuación presente-pasado (con la excepción de Resnais) o en el neorrealismo, que Deleuze describe equivocadamente como el preámbulo de la imagen-tiempo.
Según él, el neorrealismo es “este ascenso de situaciones puramente ópticas y sonoras”, como un documental crudo. Ahora, de hecho, si el neorrealismo, evocando el magma crudo de la realidad, ofrece ciertas características documentales las pervierte con la existencia de un guion, de música, con la intrusión de personajes principales, con significado social, con pathos. El tema primario del neorrealismo es la relación del individuo con el mundo, el ser humano con la sociedad. Es, por lo tanto, la imagen-acción en un sentido deleuziano, así como en los clásicos americanos. Solo en raras instancias no hay personajes principales, la identificación es suprema (uno se identifica con el ladrón de bicicletas de De Sica y con su niño). Y esa misma película (Ladri di biciclette, 1948) refleja el mood de los personajes en composiciones de atmósferas luminosas, que no están lejos del expresionismo estudiado en la imagen-afección. El individuo (o la pareja) que se siente así mismo rezagado del mundo exterior visible, que lucha contra él, es un esquema típico del cine-acción. Se pueden encontrar varias veces en Viaggio in Italia (1953), Europa 51 (1952), Stromboli (1950) (5), Germania anno zero (1948), Roma città aperta (1945), Ladri di biciclette. El neorrealismo que Deleuze describe es un neorrealismo idealista: lo que debió haber sido pero nunca fue en realidad. Quizás hay algunas excepciones. ¿Umberto D? Como yo lo veo la única excepción viene de 1968: Fuoco!, de Gian Vittorio Baldi, un magma basado en el impulso y aparentemente desposeído de la dialéctica.
Deleuze –engañoso Deleuze– da a las palabras significaciones que no tienen nada que ver con sus actuales significaciones. Listo. Pero el truco está en que, al calor del discurso, él reintroduce estas palabras con su actual sentido y refuerza sus tesis de esa manera, seguro de la aprobación del lector que está totalmente de acuerdo con la reaparición subrayada de la palabra en su sentido ordinario. Si se sigue la lógica deleuziana, se nos alienta a reconocer que Ladri di biciclette y Viaje a Italia se mantienen como ejemplos perfectos de cine de acción. Pero, dado que hay tan poca acción en estas películas, se está más dispuesto a excluirlas de esta red. De la misma manera, se está tentado a incluir The Ten Commandments (1956) dentro de la gran forma de cine de acción porque es una película bastante costosa y espectacular. Pero la gran forma es concretamente el paso de lo general a lo individual y eso no ocurre en la película, ya que Moisés no evidencia ningún comportamiento que lo individualice y siempre actúa como el perfecto robot a sueldo del Dios de Cristo. Ya que la película se revuelca en lo general y nunca sale de ahí, uno podría pensar que no se trata de la imagen-acción sino de la imagen-tiempo, con el magma típico de las esferas elevadas del dogma religioso convencional y la estilística sulpiciana. Sin embargo, ya que esta carísima película está basada en un hilo dialéctico muy improvisado: el Dios cristiano contra el Dios egipcio, no iré a ese lugar. Pero decididamente discutiría que una película atiborrada con acción como Quest for Fire (1981), precisamente porque es nada más que acción, no es imagen-acción (a través de la falta de una dialéctica entre acción particular y situación general), mucho menos la gran forma, y que es imagen-tiempo, pues yo la experimenté como puro magma. Y, finalmente, uno de los mejores ejemplos de gran forma de cine-acción no es una superproducción sino una película relativamente barata, Forbidden Games (1951), con quince minutos de una muy violenta guerra sin protagonistas al comienzo y, después, el itinerario íntimo de una pareja de alevines
Lo que quiere decir, de nuevo, que Deleuze se enreda con sus definiciones contradictorias. Ya hemos visto esto con la ampliamente abusada dialéctica de pasado-presente en la imagen tiempo, cuando casi siempre se trata es de movimiento, y en el dúo naturalista: Paul, Emile (Zola) y Virgilio. O también cuando habla de la crisis de la imagen-acción y se refiere exclusivamente al cine americano porque es un cine basado en la acción. En lugar de hablar sobre la imagen-movimiento y la imagen-tiempo, habría sido mejor hablar de, por ejemplo, nelbugoz y dagmalouak, lo que habría evitado muchas contradicciones.
Él hace un capítulo sobre la imagen-cristal. Para él, el cristal es una visión multifacética, como Ophüls o The Lady from Shanghai (1948), polivalencia barroca. Pero un poco después habla sobre “descripciones ópticas y sonoras puras, cristalinas”. Aquí, la palabra cristal designa pureza, limpidez. Multifacético y límpido: dos sentidos muy diferentes.
Esto es semejante a los juegos de palabras (sin el humor) godardianos, transferidos abusivamente desde la esfera artística a la filosófica, que debe ser la de Deleuze.
Del mismo modo, clasifica el impulso dentro de la imagen-movimiento antes de, feliz e inconscientemente, contradecirse al afirmar que hace parte del marco de estudio de la imagen-tiempo: “El todo ya no es el logos que unifica las partes, sino la ebriedad, el pathos que las impregna y se expande por ellas”. Es apropiado juntar la noción de impulso con las de embriaguez y patetismo, y deducir así que ese impulso no es la imagen-movimiento sino una forma del todo y de la imagen-tiempo.
Al fin y al cabo, si uno hace un inventario de las estaciones de la imagen-tiempo puede definir cinco subgrupos:
-El todo definido por el montaje, que se basa (el mismo Deleuze lo reconoce) en movimientos dialécticos anteriores y que, en general, solo puede servilmente copiarlos.
-El todo definido por el montaje, que se expresa a sí mismo por la creación de un tempo que resulta de líneas dialécticas temporales (adagio-allegro), las cuales Deleuze discute con mucha prisa y las cuales también están sostenidas por el montaje.
-El todo definido por el montaje, que se expresa a sí mismo a través de la creación de un tempo sin dialéctica: este es quizás el caso de Rozier, Pagnol, Leone –todos olvidados por Deleuze–, de Duras (a quien evoca en La imagen-tiempo pero siempre para citar movimientos dialécticos entre el sonido y la imagen, entre la voz y la voz en off, sin discutir su trabajo sobre la respiración de la película), y finalmente de von Stroheim (limitado, en flagrante violación del sentido común, al naturalismo sin analizar el estado de la duración de su obra).
-Montaje totalizador, que destruye –en los casos más excepcionales– los caprichos dialécticos del guion (Wild River, 1960)
-El todo definido por el montaje y que excluye la dialéctica. Entra el cine experimental, Michael Snow, Serge Bard, Carmelo Bene, La cicatrice intérieure, de Garrel, La femme du Gange (Duras, 1973), Kriemhilde’s Revenge (Lang, 1924), The Honeymoon Killers, A Idade da Terra (Rocha, 1980), Giovanna d'Arco al rogo (Rossellini, 1954), y también distintos huesos espectaculares a la manera de Quest for Fire y esas cosas groseras americanas (como la impresionante Evil Dead, 1983) que son solo sucesiones de actos violentos.
De hecho, son solamente esos últimos tres sectores los que recompensan la imagen-tiempo deleuziana, y son apenas parcialmente examinados por Deleuze, que se contenta con observaciones muy pertinentes sobre Snow y Bene. Hay que decir en su nombre que es muy difícil escribir sobre esas películas, que ofrecen una superficie lisa que no se presta fácilmente al brillo.
En consecuencia, la imagen-tiempo esencialmente comprende películas ambiciosas y de alta calidad –totalmente dignas de estar incluidas bajo este título– pero estas apenas representan una pequeñísima fracción de las películas interesantes producidas e incluso una más pequeñísima fracción de todas las películas producidas. Separar la imagen-tiempo de la imagen-movimiento, el magma de la dialéctica, es por lo tanto un ejercicio inútil (más aún porque muchas veces ambas cosas se encuentran en la misma película). Es incluso más inútil enfrentarlas: todo termina en cosas como David y Goliat, 2D y 3D, el hombre versus el Empire Brain Building. Ya sea tiempo o movimiento, con un centro o sin un centro, no significa mucho.
Habría que sorprenderse al ver que La imagen-tiempo tiene cien páginas más que La imagen-movimiento. Al parecer, Deleuze debe haber tenido miedo de que su imagen-tiempo fuera demasiado corta, por lo que la llenó hasta reventar, dejando cosas en orden aleatorio. Los últimos tres capítulos de La imagen-tiempo (Cine, cuerpo y cerebro, pensamiento, y Los componentes de la imagen) se superponen constantemente y, aunque son los mejores, el hilo de Ariadna que se propone traza un camino bastante desvariado a través de algunas agrupaciones absolutamente arbitrarias: Doillon se clasificó solo bajo la rúbrica del cuerpo, por ejemplo. Acá, Deleuze no se ahorra tinta en su intento de empacar sus cosas en solo uno de los dos grandes baúles.
De hecho, uno podría pensar que los dos títulos están ahí porque suenan bien, porque le ayudan a Deleuze a exhibir todas sus mercancías. Es pues un MacGuffin intrusivo (e inconsciente), un poco como el título Pierrot le Fou (1965) atrajo efectivo y multitudes a la película de Godard que nunca mostró al célebre bandido homónimo.
La tragedia de Deleuze es que apiña hasta el tope sus capítulos inyectando títulos de películas sin meditar nunca sobre sus temas, pero también que tiene que estropear las cosas (basta con remitirse a la repetición buñueliana en el interior del naturalismo, naturalismo en el interior del impulso). Apiñar, hay que apiñar si uno quiere cubrir todo el cine en setecientas páginas. Y es por esa razón que se le da solo una etiqueta –y siempre la incorrecta– a cada cosa: Mizoguchi, la pequeña forma; Ford, la gran forma; Vidor, naturalista (junto al maestro del suspenso, el ozuniano plano tatami, y las gordas de Fellini). Siempre esa manía patológica para la clasificación. La tragedia también se debe a que Deleuze cree que está otorgando prestigio al cine –prestigio que el cine no necesita– refiriéndose a conceptos bergsonianos. Es claro que quien se beneficia de este negocio es Bergson, un filósofo sin público y con una fobia por el cine. Pero son los pensadores extrafílmicos los que adoran este tipo de ecuaciones que los valorizan: no hace mucho un tipo extraño dedicó un libro entero a demostrar que Virgilio presagiaba el cine porque la escritura de La Eneida era como un découpage.
Es probable que piensen que soy demasiado severo con Deleuze, pero es porque su esmalte filosófico enmascara sus habilidades reales. Deleuze puede ser apasionante, estimulante, si erradicamos sus historias sobre el tiempo y el movimiento. Deleuze es como un Skorecki que se cree Spinoza. El sistema es tan vacío como las ideas particulares son emocionantes y estimulantes (no siempre, pero muy a menudo).
Antes que nada, este es quizás el único teórico del cine que confía exclusivamente en buenas películas o en películas ambiciosas, películas del presente inmediato (Syberberg, Straub, Jacquot, Eustache, Garrel) como también del pasado. Allí donde Metz, Cohen-Séat, Marcel Martin y Arijon se revuelcan con huesos, con Deleuze siempre se está en buena compañía, con la familia. Deleuze es cinéfilo y le gusta el buen cine.
Por otro lado, Deleuze sabe cómo desenterrar las formas más interesantes de ver una película que hacían revistas algo pasadas por alto como la vieja Cinématographe y Etudes cinématographiques, también cómo hacer una síntesis de las mejores citas de fuentes muy variadas que tienen que ver con un solo auteur.
Y, sobre todo, sabe cómo expresar sus propios originales puntos de vista, aunque generalmente oblicuos, sobre las películas. Es a veces durante conversaciones inconsistentes, en comentarios improvisados, donde se pueden encontrar los aspectos más estimulantes. Qué importa si están mal clasificados y mal dispuestos en las páginas con muy cortos párrafos (el sumario final es generalmente más útil para seguir el hilo del pensamiento de Deleuze que el mismo texto).
Por ejemplo, algunos comentarios ofrecen un intento preliminar de síntesis que abren horizontes, vinculados a cinco factores, frente a la crisis de la imagen-acción en América: “la situación dispersiva” (multiplicación de personajes), “los vínculos deliberadamente débiles”, “la forma vagabundeo”, “ la toma de conciencia de los tópicos” (clichés), “la denuncia del complot”.
O sobre von Sternberg: “La luz ya no tiene que vérselas con las tinieblas, sino con lo transparente, lo translúcido o lo blanco (...) Las redes y cortinajes de Sternberg se distinguen así profundamente de los velos y redes expresionistas, y sus «flous», de su claroscuro. No ya la lucha de la luz con las tinieblas, sino la aventura de la luz con el blanco: es el anti-expresionismo de Sternberg”.
O sobre Duras versus Straub: “Una primera diferencia sería que, para Duras, el acto de habla a alcanzar es el amor entero o el deseo absoluto (...) La segunda diferencia radica en una liquidez que caracteriza cada vez más la imagen visual de Marguerite Duras (...) La imagen visual, a diferencia de los Straub, tiende a desbordar sus valores estratigráficos o «arqueológicos» hacia una serena potencia fluvial y marítima que vale para lo eterno”.
Deleuze es un hombre para el comentario particular, para comparar (bastante Godardiano), pero no para completar toda una teoría. Para decir la verdad, esto último no es un asunto importante en el dominio del cine, salvo por el hecho de que los propios cineastas lo hagan en el marco de su trabajo personal. Es difícil imaginar una teoría global de la literatura. Tendemos a pensar que existe una para el cine porque desde sus comienzos este último ha existido dentro de un marco muy restringido, y también limitado por contingencias financieras. Pero los años, el desarrollo internacional y la popularización del oficio del cine han destruido esa ilusión de totalización. Solo lo local, lo particular, existe. Las grandes teorías del cine son limitadas, son un “Ábrete Sésamo”, una fórmula multipropósitos, una llave: el montaje prohibido baziniano, la caméra-stylo de Astruc, “un travelling es una cuestión moral” (Godard), la dialéctica ageliana del cine de la ofrenda (cinéma oblatif) y del cine de la posesión (cinéma captatif), la inspiración pasoliniana del cine de poesía y el cine de prosa, la cámara hawksiana a la altura de los ojos, el cine-emoción de Fuller, o, como lo dijo Jean George Auriol, “el cine es el arte de hacer cosas hermosas para las mujeres hermosas”.
Todas las citas a los textos de Deleuze son de la traducción de Irene Agoff publicados por Ediciones Paidós Ibérica (N. del T.).
Moullet no lo pone en su texto original pero leer el pedazo original de Deleuze, que, a su vez, es un extracto de un texto de Jean Mitry, puede ayudar a comprender el punto que se discute: “La cámara, en un travelling lateral a media altura, muestra una hilera de espectadores vistos de espaldas e intenta deslizarse hacia la primera fila, después se detiene sobre un hombre con una sola pierna que en el lugar de la pierna faltante abre la vista al espectáculo de un desfile militar. Así pues, la cámara encuadra la pierna sana, la muleta y, bajo el muñón, el desfile. He aquí un ángulo de encuadre eminentemente insólito. Pero otro plano muestra a otro lisiado detrás del primero, un inválido sin piernas que ve el desfile precisamente de este modo y que actualiza o efectúa el punto de vista precedente” (N. del T.).
Las palabras de la edición francesa son las mismas de la edición en español de Paidós: “La imagen-tiempo no suprime a la imagen-movimiento, sino que invierte la relación de subordinación” (N. del T.).
Por cierto, ¿cómo se separa (excepto para los documentales y las películas improvisadas) aquello que se relaciona con la edición como montaje de aquello que se relaciona con la edición como découpage? Los Oscar y Césars para editar siempre me hacen reír. / Nota traducción: Para entender el reproche que hace Moullet a los premios hay que clarificar una distinción: el découpage hace referencia a aquello que el director ha planeado con anticipación al rodaje, es decir, el découpage es el montaje de la película en la cabeza del director antes de tener los planos para hacerlo. El montaje, entonces, corresponde a un trabajo material: se tienen planos que deben ser montados. Moullet piensa que premiar a un editor por un trabajo que, probablemente, ya ha hecho alguien más –el director– es paradójico (Nota del autor).
Deleuze ha anticipado esta objeción, pero sale de ella con una pirueta: en el caso de las películas de Bergman y Rossellini estamos lidiando con un “cine de vidente” y ya no de acción. Una nueva categoría insertada dentro de la imagen-tiempo, el cine del vidente… Pero Mr. Smith y Mr. Deeds son también videntes y están en el medio del cine de acción (Nota del autor).
Este texto apareció primera vez en la revista La Lettre du cinéma, no. 15, otoño 2000. Traducido al español por Jaime Aguirre a través de la traducción al inglés de William D. Routtpara la revista de cine Rouge.http://www.rouge.com.au/6/deleuze.html
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LAS CANECAS VERDES DE BASURA DE GILLES DELEUZE
Las canecas verdes de basura de Gilles Deleuze
Por Luc Moullet
En los trabajos que entregan mis alumnos de Paris III he encontrado muchas veces referencias a un tal Gilles Deleuze. Intrigado, decidí ir a la biblioteca pública más cercana, donde pedí prestados dos trabajos del autor dedicados al cine.
La imagen-movimiento y La imagen-tiempo. Creí que, en el primer volumen, iba a descubrir discusiones sobre Renoir (el ballet de los personajes en La Règle du jeu o Le carrosse d'or), Ophüls, Mizoguchi, Fuller o Téchiné; y que, en el segundo, habría análisis del arte de von Stroheim, Ford, Duras, Pagnol, Rozier, Leone, los grandes maestros del tiempo. Bueno, no hubo nada de eso. De hecho, todo lo contrario. Ophüls solo es citado en La imagen-movimiento y von Stroheim solo en La imagen-tiempo. Pagnol, Rozier y Leone son completamente olvidados.
Para Deleuze, el movimiento no es movimiento, y el tiempo –sin embargo, en una forma menos agresiva– no es exactamente tiempo.
La imagen-movimiento sería “el conjunto acentrado de elementos variables que actúan y reaccionan unos sobre otros” (1), siendo el juego ir de uno al otro. Sobre este aspecto uno podría pensar en Apotheosis, de John Lennon y Yoko Ono, que consiste en un solo plano secuencia, un travelling vertical perpetuo. Esto no es la imagen-movimiento sino la imagen-tiempo (volveré sobre esta cuestión más adelante).
De acuerdo, esta definición hubiera sido más clara si Deleuze hubiera hablado sobre las formas dialécticas del movimiento.
Después, Deleuze enumera distintas categorías de imagen-movimiento, notablemente la de la imagen-percepción (“conjunto de elementos que actúan sobre un centro”) y la de la imagen-acción (“reacción del centro al conjunto”). Es un poco curioso que estas variaciones de la imagen-movimiento hagan referencia al centro, cuando Deleuze ha definido la imagen-movimiento como un conjunto acentrado. Para mí, esto es difícil de entender.
Deleuze nos da un ejemplo preciso de de la imagen-percepción. En Broken Lullaby, Lubitsch muestra a un grupo de hombres de pie vistos desde el nivel del piso con la cámara puesta “bajo el muñón” de un hombre discapacitado, también de pie. Este encuadre parece decididamente gratuito. Pero en el plano siguiente se revela que es el punto de vista de un hombre sin pierna. Lo que tomamos por un manierismo es, de hecho, la visión subjetiva de un individuo. Hay un movimiento en la narración y en la consciencia del espectador que nos permite llegar a esa conclusión. (2)
La imagen-afección, la segunda variedad de la imagen-movimiento, es “lo que ocupa la desviación entre una acción y una reacción, lo que absorbe una acción exterior y reacciona por dentro”. Ejemplo principal: primer plano de un rostro, reflexivo (¿en qué estás pensando?) o intensivo (¿qué estás sintiendo?). Es cierto que la mayoría de las veces el primer plano muestra la reacción de un rostro en relación a lo que ha pasado en el plano anterior, generalmente más distante, pero esto es una técnica elemental, incluso una vulgar (que puede dar magníficos resultados, pero es sobre-usada en todas las incisiones). Entonces, uno no puede escribir que el primer plano constituye la desviación entre una acción y una reacción, ya que es en sí mismo la reacción, ya que contiene dentro de sí mismo la reacción, y esa reacción, además, se sitúa casi siempre al comienzo del plano.
Y limitar el primer plano a su valor de respuesta a una acción (que se discute en amplio detalle durante veinticinco páginas) termina enmascarando otros usos del primer plano de una manera muy reductiva, usos más innovadores y creativos, omitidos de la discusión. Si una película inicia con un primer plano o con una secuencia de primeros planos, como el film húngaro The Princess (Adj király katonát, Pál Erdöss) o incluso La pasión de Juana de Arco (1928), de Dreyer, el primer plano no es inevitablemente una consecuencia de una acción o la absorción de una acción exterior. Más de los cien Cinématons (únicamente planos secuencias de primeros planos de rostros), de Gérard Courant, existen sin referencia a una acción anterior o exterior. Lo mismo aplica para un personaje en primer plano que come, se cepilla los dientes, muerde a su vecino o manosea su nariz para la audiencia. Este último es incluso ejemplo de una acción que provoca una reacción, exactamente lo opuesto a lo que sugiere Deleuze, contradecido también por un primer plano en pillow-shot, o un plano de inserto, o un conjunto lírico de planos cortos, más o menos primeros planos idénticos, o incluso un plano de un hombre que sufre un golpe contra su cabeza en el cuadro. En este caso, la desviación entre una acción y una reacción es, en el orden de un vigésimo cuarto de segundo, imperceptible. Y de ninguna manera la acción es exterior.
Estos dos modelos de supuesta dialéctica, que Deleuze completa con una discusión sobre la pareja sombra/luz, están fundados sobre una cierta especificidad del cine, alineados a su gramática, su técnica (découpage, primer plano, cualidades focales, iluminación). Ahora es bien evidente que, en el cine, las líneas dialécticas van más allá de estas superficialidades. Esta es la razón por la que, muy adecuadamente, Deleuze incluye una tercera forma de imagen-movimiento, llamada la imagen-acción, que (justo como uno esperaría) no tiene nada en común con la definición popular de acción en el cine. Aquí es una cuestión de dialéctica entre un individuo y una sociedad, detalle y totalidad, acción particular y acción general. Cuando el cineasta deja lo individual para prestar atención a la sociedad se llama “la pequeña forma” (Lubitsch sería, entonces, el campeón en esto) y cuando es lo opuesto se llama “la gran forma”, y así, en este punto, se evocan las súper producciones de Cecil B. DeMille. La distinción es quizás un pequeño sin sentido. Si en efecto Male and Female (DeMille, 1919) comienza con algunos planos muy generosos (el cielo, el mar, el Gran Cañón, y una cita del Génesis), en menos de treinta segundos tenemos que llegar a la trapera, la escoba y el balde agua, y ahí permanecemos el resto de la película, excepto –justo en el medio– en la secuencia de Babilonia. Teóricamente esa es la gran forma, pero ese presumido inicio es tan breve. Pasa lo mismo con muchas películas americanas, empiezan presentando brevemente una ciudad (Beyond the Forest, de King Vidor, Pride of the Marines, de Delmer Daves, The Seven Year Itch, de Billy Wilder) antes de definitivamente atarse ellas mismas al itinerario de un individuo. Las idas y venidas de lo particular se enredan juntas y frecuentemente se invierten, lo que significa que desenredar la pequeña forma de la gran forma es como establecer la primacía del huevo o la gallina.
En este catálogo de movimientos dialécticos se puede percibir una notable cantidad de omisiones, como esas dialécticas fundadas en las prácticas laborales, la exageración y la atenuación (Kazan), lo visible-invisible (Tourneur), el género y lo no genético (Monte Hellman); sobre las grandes ideas, la naturaleza y la cultura (Boudu sauvé des eaux,1932), la ciudad y el campo (Vidor), lentitud y velocidad (The Rising of the Moon, de Ford), risa y lágrimas (Chaplin), presente y pasado (DeMille), lo trivial y lo sublime (Godard), la lógica y lo absurdo (Buñuel, Hawks), amor y acción (películas de Hollywood); o los valores ideológicos, la nacionalidad y la clase social (La Grande Illusion), racismo y tolerancia (The Last Hunt, de Richard Brooks), la eficiencia y la justicia (Touch of Evil); por no hablar de esas dialécticas mediocres (los buenos y malos, escapar a México o a prisión) que pululan en la mayoría de las pantallas. Algunas de estas deberían clasificar para una mención en este díptico con pretensiones enciclopédicas.
Por el otro lado, extrañamente encajada entre la imagen-afección y la imagen-acción, Deleuze ha introducido una nueva categoría, la imagen-pulsión, que pertenece aquí tanto como los pelos pertenecen en la sopa. La pulsión, según Deleuze, está alineada al naturalismo, donde el movimiento se crea a partir del paso del humano a la bestia (esto prueba más o menos que Deleuze no rechaza sistemáticamente la dialéctica con bases extra fílmicas, que sí deja de lado en otros pasajes sin ninguna razón).
Este también es un folículo de pelo bien gordo, ya que lo bestial (en el naturalismo) es usualmente presentado en el comienzo de las películas (Foolish Wives, de von Stroheim; Manèges, de Yves Allegret) y, en consecuencia, no es el resultado de un momento visible. Pero, en realidad, la pulsión y el naturalismo son polos antinómicos. La pulsión –a veces la pulsión de un personaje que hace eco de la pulsión del director– está muy lejos del principio del naturalismo, que es que la realidad debe ser descrita sin interpretación derivada de la mente del autor. Estímulo de pulsión, reposo de naturalismo.
Además de todo esto, los ejemplos que Deleuze ha escogido apuntan a dejar al lector perplejo. Se podría creer que, en el cine marcado por el naturalismo, Deleuze incluiría películas del Kammerspielfilm como Shattered, Sylvester, ambas de Lupu Pick; Der letzte Mann, de Murnau; Joyless Street, de Pabst; Man Walks in the City, de Pagliero; o The Cheat, o películas de Renoir como On purge bébé, La Chienne o Boudu…; Umberto D, de De Sica; o The Honeymoon Killers, de Kastle. Bueno, Deleuze no hace nada de eso. El naturalismo resulta ser Vidor, Losey, Ray y Fuller, todos, es cierto, muy dependientes de sus impulsos. ¿Pero quién está más lejos del naturalismo que Vidor? Solo The Crowd y, hasta cierto punto, Street Scene podrían clasificarse como, digámoslo, películas realistas. Uno podría escribir de Vidor que es romántico, lírico, delirante, excesivo, idealista, tal como Gance o Dovzhenko, con quien a veces se le compara. Pero el mundo de Ruby Gentry, de The Fountainhead, de Hallelujah!, o de The Big Parade, es completamente irreal, incluso surrealista. La conclusión es que Deleuze califica Duel in the Sun como un “western naturalista”, cuando en realidad se trata del pináculo del artificio hollywoodiano, de la locura romántica wagnero-nietzscheana. Incluso si en Wind Across the Everglades, de Ray, que Deleuze describe como “una obra maestra de naturalismo”, el paisaje interpreta un gran papel (como también lo hace en Duel in the Sun), se estaría en lo correcto al suponer que Deleuze ha cometido el asombroso tipo de error que él es absolutamente incapaz de cometer y del que un alumno corriente nunca habría sido culpable. Él ha trastocado el naturalismo a la manera de Zola, donde el arte intenta reproducir la naturaleza en todos sus aspectos, incluso en los más feos y repulsivos, con el trabajo de un naturalista, que estudia plantas, minerales y animales. La pobreza del francés lo invita a eso. Ha puesto en la misma bolsa a Emile Zola y a Bernardin de Saint-Pierre, a Huysmans y a Buffon. Simplemente tenía que hacerlo.
No hay ninguna otra explicación: el prostíbulo barraco de Wind Across the Everglades, en la truculencia de Cottonmouth cuando llama en agonía a los buitres: “Vengan por mí, nacido en el pantano, engordado en el pantano”, se asemeja muy de cerca a la enormidad grotesca de Jarry, Hugo, Rabelais o Céline, y no tiene nada en común con el escalpelo de Zola. Ray despliega un lirismo que expresa complicidad incluso con los personajes más negativos.
Otro de los supuestos aedos del naturalismo: Fuller (que no tiembla ante cualquier improbabilidad y dirigió la más loca de todas las películas, Shock Corridor, en la que vemos a un hombre negro activista del Ku Klux Klan) y Joseph Losey.
Uno quizás podría aceptar el “epíteto” realista para Stranger On the Prowl, The Lawless o The Big Night –realistas en la misma medida en que son realistas una multitud de películas baratas americanas o italianas–, que Deleuze no menciona. En cambio, los ejemplos que sí menciona –Time Without Pity, Secret Ceremony, Eva, These are the Damned, Mr Klein, o The Servant– no tienen nada verdaderamente realista, mucho menos naturalista. Las dos últimas son fábulas, y las otras están conectadas (como algunos de sus personajes) por un neurótico frenesí totalmente irreal.
“Entre el naturalismo de Stroheim y el de Buñuel hay, sin embargo, grandes diferencias”, dice Deleuze, especificando que “la diferencia entre Stroheim y Buñuel estaría en que el segundo concibe la degradación no tanto como entropía acelerada que como repetición precipitante, eterno retorno”. El problema es que, en el caso de Buñuel, sí hay naturalismo y repetición, pero nunca están unificadas: el naturalismo pertenece a la primera parte de su trabajo (Las hurdes (1933), Los Olvidados (1950), El Bruto (1952), incluso Susana (1951) y Le journal d'une femme de chambre (1964)), periodo en el que Buñuel no tenía mucho en materia de recursos financieros y le era difícil filmar otra cosa que no fuera la realidad. Tajantemente, este naturalismo rechaza la repetición que dominaría (mejor dotado financieramente) sus últimos años (El ángel exterminador, Belle de jour, Le Charme discret de la bourgeoisie, Cet obscur objet du désir), y que expulsaba casi completamente al naturalismo. Ciertamente hay, aquí y allá, muy breves evocaciones de perversiones sexuales particulares, la presencia de inodoros, vestigios de naturalismo, pero que son tratados como elementos oníricos o irónicos para que tengan un estatus incierto e indefinible, una tierra de ningún hombre que en sí misma permanece totalmente ajena al naturalismo.
No seguiré más con la imagen-pulsión, que constituye hasta ahora el peor capítulo del díptico deleuziano, para que podemos llegar a la imagen-tiempo.
Mientras que hasta ahora Deleuze ha hecho todo lo posible para darnos definiciones de sus neologismos, es apenas preciso sobre lo que es la imagen-tiempo. Él define el tiempo “como un intervalo” o “como un todo”, en resumen, dos extremos, día y noche. La imagen-tiempo me hace pensar en esas canecas verdes de basura en las que, junto a los contenedores azules para periódicos viejos, los contenedores amarillos para empaques y los blancos para las botellas, uno arroja todo lo que no pertenece en otro lugar. Uno podría hacer una definición-negativo de la imagen-tiempo: es todo lo que no es imagen-movimiento o, más exactamente, aquello que no está subordinado a ella (como indica la contraportada de la edición francesa de Estudios sobre cine II) (3) y que constituye un centro, mientras que la imagen-movimiento está, en un principio, sin centro. De la noción de un centro (“intervalo”), que presupone la existencia de extremos, uno pasa a la noción de ensamble, de un “todo”, que presupone la no existencia de elementos exteriores. Y el todo, que sería el resultado del montaje, y que también sería tiempo, porque es también el montaje lo que crea el tiempo del film. Y el todo estará en relación directa con el tiempo. Por otra parte, el todo y el tiempo quedan bastante bien juntos ya que ambos –a diferencia del movimiento– tienden a escapar de nosotros y a convertirse indivisibles y misteriosos. Nosotros sabemos casi todo sobre el movimiento –si se relaciona el término (siguiendo la definición clásica y no deleuziana) al espacio– sobre todo desde Magallanes y Neil Armstrong, mientras que el tiempo pasado está lleno de oscuridades y siempre somos ignorantes del tiempo futuro, que –es seguro– nos matará.
Esta alianza de centro-todo-montaje-tiempo es una curiosa amalgama de la que Deleuze se sale con trucos. “Eisenstein no se cansa de recordar que el montaje es el todo del film, la Idea”. Pero es Eisenstein quien lo dice. Claro, el hombre es un genio, ¿pero significa eso que siempre tiene razón? Uno puede recordar que el montaje es quizás el todo para él (como para Godard, Resnais y quizás Welles), pero no siempre será el todo para otros, para sus detractores, ni siquiera para él, Eisenstein. Su última película, Iván el terrible (1943/6), es una obra maestra donde no hay mucho trabajo de montaje. Quizás el Montaje identificado como el Todo es solo una idea de juventud de Eisenstein que abandonó al final de su vida y que nació del hecho (fortuito) de que al comienzo de su carrera, con el racionamiento, solo tenía pequeños pedazos de películas disponibles.
En cuanto a otros… A nos amours (1983), de Maurice Pialat, se mantiene como una gran película incluso si está mal estructurada, mal organizada al nivel del découpage y, casi siempre, mal montada (4). Para ciertos directores meticulosos (del tipo René Clair), el todo es más découpage que montaje y su planeación se finaliza incluso antes del rodaje. Para muchos de los grandes creadores, el todo es más actores que montaje (como en ciertas películas de Doillon, Cukor, Ray o Renoir, que probablemente era el mejor, pero que no era un buen editor). Greed (1925), The Magnificent Ambersons (1942), The Woman On the Beach (1947) –y también Que Viva Mexico! (1932)– alcanzan el más alto nivel incluso si sus directores no pudieron controlar el montaje de la película y renunciaron a las versiones editadas. ¿Y qué pasa con el montaje en películas con solo un plano o con planos secuencias al estilo Jancsó?
Claro, muy a menudo es el montaje el que crea tiempo en la película (cuando no son planos secuencias o el run-off de un corto plano), pero el tiempo creado de esta manera es tiempo en el sentido de tempo, de ritmo, de duración, de respiración, pero nunca –contrario a lo que sostiene Deleuze– tiempo en el sentido de oposición de presente y pasado, flash-back o flash-forward. Esta clase de tiempo, Deleuze, jugando con palabras como es su costumbre, la clasifica entre las subcategorías de la imagen-tiempo. La relación de presente/pasado, casi siempre prevista en el guion (DeMille, Godard, Intolerance (1916), Destiny (1921), François Premier (Christian-Jacque, 1937)), participa más de las veces en una dialéctica: es la imagen-movimiento (excepto en ciertas películas de Resnais).
Uno ve que la imagen-tiempo tal como Deleuze la concibe, de hecho, solo existe muy raramente y con frecuencia no donde la ha puesto. Hegel nos dijo que el todo es dialéctica y, así, movimiento. A veces, cuando uno no percibe movimiento dialéctico es porque es demasiado sutil, demasiado hábilmente velado. El director es un genio. Películas como La Chouette aveugle (Ruiz, 1987) o Puissance de la parole (Godard, 1988) parecen, al principio, magmas (un término que les funciona mejor que imágenes–tiempo), pero un esfuerzo en el análisis clarificaría las líneas de su dialéctica de manera bastante específica. Empujando un poco las cosas, yo diría que la existencia de la imagen-tiempo solo demuestra la insuficiencia del espectador, incluso la mía.
Apenas hay alguna imagen-tiempo en la ecuación presente-pasado (con la excepción de Resnais) o en el neorrealismo, que Deleuze describe equivocadamente como el preámbulo de la imagen-tiempo.
Según él, el neorrealismo es “este ascenso de situaciones puramente ópticas y sonoras”, como un documental crudo. Ahora, de hecho, si el neorrealismo, evocando el magma crudo de la realidad, ofrece ciertas características documentales las pervierte con la existencia de un guion, de música, con la intrusión de personajes principales, con significado social, con pathos. El tema primario del neorrealismo es la relación del individuo con el mundo, el ser humano con la sociedad. Es, por lo tanto, la imagen-acción en un sentido deleuziano, así como en los clásicos americanos. Solo en raras instancias no hay personajes principales, la identificación es suprema (uno se identifica con el ladrón de bicicletas de De Sica y con su niño). Y esa misma película (Ladri di biciclette, 1948) refleja el mood de los personajes en composiciones de atmósferas luminosas, que no están lejos del expresionismo estudiado en la imagen-afección. El individuo (o la pareja) que se siente así mismo rezagado del mundo exterior visible, que lucha contra él, es un esquema típico del cine-acción. Se pueden encontrar varias veces en Viaggio in Italia (1953), Europa 51 (1952), Stromboli (1950) (5), Germania anno zero (1948), Roma città aperta (1945), Ladri di biciclette. El neorrealismo que Deleuze describe es un neorrealismo idealista: lo que debió haber sido pero nunca fue en realidad. Quizás hay algunas excepciones. ¿Umberto D? Como yo lo veo la única excepción viene de 1968: Fuoco!, de Gian Vittorio Baldi, un magma basado en el impulso y aparentemente desposeído de la dialéctica.
Deleuze –engañoso Deleuze– da a las palabras significaciones que no tienen nada que ver con sus actuales significaciones. Listo. Pero el truco está en que, al calor del discurso, él reintroduce estas palabras con su actual sentido y refuerza sus tesis de esa manera, seguro de la aprobación del lector que está totalmente de acuerdo con la reaparición subrayada de la palabra en su sentido ordinario. Si se sigue la lógica deleuziana, se nos alienta a reconocer que Ladri di biciclette y Viaje a Italia se mantienen como ejemplos perfectos de cine de acción. Pero, dado que hay tan poca acción en estas películas, se está más dispuesto a excluirlas de esta red. De la misma manera, se está tentado a incluir The Ten Commandments (1956) dentro de la gran forma de cine de acción porque es una película bastante costosa y espectacular. Pero la gran forma es concretamente el paso de lo general a lo individual y eso no ocurre en la película, ya que Moisés no evidencia ningún comportamiento que lo individualice y siempre actúa como el perfecto robot a sueldo del Dios de Cristo. Ya que la película se revuelca en lo general y nunca sale de ahí, uno podría pensar que no se trata de la imagen-acción sino de la imagen-tiempo, con el magma típico de las esferas elevadas del dogma religioso convencional y la estilística sulpiciana. Sin embargo, ya que esta carísima película está basada en un hilo dialéctico muy improvisado: el Dios cristiano contra el Dios egipcio, no iré a ese lugar. Pero decididamente discutiría que una película atiborrada con acción como Quest for Fire (1981), precisamente porque es nada más que acción, no es imagen-acción (a través de la falta de una dialéctica entre acción particular y situación general), mucho menos la gran forma, y que es imagen-tiempo, pues yo la experimenté como puro magma. Y, finalmente, uno de los mejores ejemplos de gran forma de cine-acción no es una superproducción sino una película relativamente barata, Forbidden Games (1951), con quince minutos de una muy violenta guerra sin protagonistas al comienzo y, después, el itinerario íntimo de una pareja de alevines
Lo que quiere decir, de nuevo, que Deleuze se enreda con sus definiciones contradictorias. Ya hemos visto esto con la ampliamente abusada dialéctica de pasado-presente en la imagen tiempo, cuando casi siempre se trata es de movimiento, y en el dúo naturalista: Paul, Emile (Zola) y Virgilio. O también cuando habla de la crisis de la imagen-acción y se refiere exclusivamente al cine americano porque es un cine basado en la acción. En lugar de hablar sobre la imagen-movimiento y la imagen-tiempo, habría sido mejor hablar de, por ejemplo, nelbugoz y dagmalouak, lo que habría evitado muchas contradicciones.
Él hace un capítulo sobre la imagen-cristal. Para él, el cristal es una visión multifacética, como Ophüls o The Lady from Shanghai (1948), polivalencia barroca. Pero un poco después habla sobre “descripciones ópticas y sonoras puras, cristalinas”. Aquí, la palabra cristal designa pureza, limpidez. Multifacético y límpido: dos sentidos muy diferentes.
Esto es semejante a los juegos de palabras (sin el humor) godardianos, transferidos abusivamente desde la esfera artística a la filosófica, que debe ser la de Deleuze.
Del mismo modo, clasifica el impulso dentro de la imagen-movimiento antes de, feliz e inconscientemente, contradecirse al afirmar que hace parte del marco de estudio de la imagen-tiempo: “El todo ya no es el logos que unifica las partes, sino la ebriedad, el pathos que las impregna y se expande por ellas”. Es apropiado juntar la noción de impulso con las de embriaguez y patetismo, y deducir así que ese impulso no es la imagen-movimiento sino una forma del todo y de la imagen-tiempo.
Al fin y al cabo, si uno hace un inventario de las estaciones de la imagen-tiempo puede definir cinco subgrupos:
-El todo definido por el montaje, que se basa (el mismo Deleuze lo reconoce) en movimientos dialécticos anteriores y que, en general, solo puede servilmente copiarlos.
-El todo definido por el montaje, que se expresa a sí mismo por la creación de un tempo que resulta de líneas dialécticas temporales (adagio-allegro), las cuales Deleuze discute con mucha prisa y las cuales también están sostenidas por el montaje.
-El todo definido por el montaje, que se expresa a sí mismo a través de la creación de un tempo sin dialéctica: este es quizás el caso de Rozier, Pagnol, Leone –todos olvidados por Deleuze–, de Duras (a quien evoca en La imagen-tiempo pero siempre para citar movimientos dialécticos entre el sonido y la imagen, entre la voz y la voz en off, sin discutir su trabajo sobre la respiración de la película), y finalmente de von Stroheim (limitado, en flagrante violación del sentido común, al naturalismo sin analizar el estado de la duración de su obra).
-Montaje totalizador, que destruye –en los casos más excepcionales– los caprichos dialécticos del guion (Wild River, 1960)
-El todo definido por el montaje y que excluye la dialéctica. Entra el cine experimental, Michael Snow, Serge Bard, Carmelo Bene, La cicatrice intérieure, de Garrel, La femme du Gange (Duras, 1973), Kriemhilde’s Revenge (Lang, 1924), The Honeymoon Killers, A Idade da Terra (Rocha, 1980), Giovanna d'Arco al rogo (Rossellini, 1954), y también distintos huesos espectaculares a la manera de Quest for Fire y esas cosas groseras americanas (como la impresionante Evil Dead, 1983) que son solo sucesiones de actos violentos.
De hecho, son solamente esos últimos tres sectores los que recompensan la imagen-tiempo deleuziana, y son apenas parcialmente examinados por Deleuze, que se contenta con observaciones muy pertinentes sobre Snow y Bene. Hay que decir en su nombre que es muy difícil escribir sobre esas películas, que ofrecen una superficie lisa que no se presta fácilmente al brillo.
En consecuencia, la imagen-tiempo esencialmente comprende películas ambiciosas y de alta calidad –totalmente dignas de estar incluidas bajo este título– pero estas apenas representan una pequeñísima fracción de las películas interesantes producidas e incluso una más pequeñísima fracción de todas las películas producidas. Separar la imagen-tiempo de la imagen-movimiento, el magma de la dialéctica, es por lo tanto un ejercicio inútil (más aún porque muchas veces ambas cosas se encuentran en la misma película). Es incluso más inútil enfrentarlas: todo termina en cosas como David y Goliat, 2D y 3D, el hombre versus el Empire Brain Building. Ya sea tiempo o movimiento, con un centro o sin un centro, no significa mucho.
Habría que sorprenderse al ver que La imagen-tiempo tiene cien páginas más que La imagen-movimiento. Al parecer, Deleuze debe haber tenido miedo de que su imagen-tiempo fuera demasiado corta, por lo que la llenó hasta reventar, dejando cosas en orden aleatorio. Los últimos tres capítulos de La imagen-tiempo (Cine, cuerpo y cerebro, pensamiento, y Los componentes de la imagen) se superponen constantemente y, aunque son los mejores, el hilo de Ariadna que se propone traza un camino bastante desvariado a través de algunas agrupaciones absolutamente arbitrarias: Doillon se clasificó solo bajo la rúbrica del cuerpo, por ejemplo. Acá, Deleuze no se ahorra tinta en su intento de empacar sus cosas en solo uno de los dos grandes baúles.
De hecho, uno podría pensar que los dos títulos están ahí porque suenan bien, porque le ayudan a Deleuze a exhibir todas sus mercancías. Es pues un MacGuffin intrusivo (e inconsciente), un poco como el título Pierrot le Fou (1965) atrajo efectivo y multitudes a la película de Godard que nunca mostró al célebre bandido homónimo.
La tragedia de Deleuze es que apiña hasta el tope sus capítulos inyectando títulos de películas sin meditar nunca sobre sus temas, pero también que tiene que estropear las cosas (basta con remitirse a la repetición buñueliana en el interior del naturalismo, naturalismo en el interior del impulso). Apiñar, hay que apiñar si uno quiere cubrir todo el cine en setecientas páginas. Y es por esa razón que se le da solo una etiqueta –y siempre la incorrecta– a cada cosa: Mizoguchi, la pequeña forma; Ford, la gran forma; Vidor, naturalista (junto al maestro del suspenso, el ozuniano plano tatami, y las gordas de Fellini). Siempre esa manía patológica para la clasificación. La tragedia también se debe a que Deleuze cree que está otorgando prestigio al cine –prestigio que el cine no necesita– refiriéndose a conceptos bergsonianos. Es claro que quien se beneficia de este negocio es Bergson, un filósofo sin público y con una fobia por el cine. Pero son los pensadores extrafílmicos los que adoran este tipo de ecuaciones que los valorizan: no hace mucho un tipo extraño dedicó un libro entero a demostrar que Virgilio presagiaba el cine porque la escritura de La Eneida era como un découpage.
Es probable que piensen que soy demasiado severo con Deleuze, pero es porque su esmalte filosófico enmascara sus habilidades reales. Deleuze puede ser apasionante, estimulante, si erradicamos sus historias sobre el tiempo y el movimiento. Deleuze es como un Skorecki que se cree Spinoza. El sistema es tan vacío como las ideas particulares son emocionantes y estimulantes (no siempre, pero muy a menudo).
Antes que nada, este es quizás el único teórico del cine que confía exclusivamente en buenas películas o en películas ambiciosas, películas del presente inmediato (Syberberg, Straub, Jacquot, Eustache, Garrel) como también del pasado. Allí donde Metz, Cohen-Séat, Marcel Martin y Arijon se revuelcan con huesos, con Deleuze siempre se está en buena compañía, con la familia. Deleuze es cinéfilo y le gusta el buen cine.
Por otro lado, Deleuze sabe cómo desenterrar las formas más interesantes de ver una película que hacían revistas algo pasadas por alto como la vieja Cinématographe y Etudes cinématographiques, también cómo hacer una síntesis de las mejores citas de fuentes muy variadas que tienen que ver con un solo auteur.
Y, sobre todo, sabe cómo expresar sus propios originales puntos de vista, aunque generalmente oblicuos, sobre las películas. Es a veces durante conversaciones inconsistentes, en comentarios improvisados, donde se pueden encontrar los aspectos más estimulantes. Qué importa si están mal clasificados y mal dispuestos en las páginas con muy cortos párrafos (el sumario final es generalmente más útil para seguir el hilo del pensamiento de Deleuze que el mismo texto).
Por ejemplo, algunos comentarios ofrecen un intento preliminar de síntesis que abren horizontes, vinculados a cinco factores, frente a la crisis de la imagen-acción en América: “la situación dispersiva” (multiplicación de personajes), “los vínculos deliberadamente débiles”, “la forma vagabundeo”, “ la toma de conciencia de los tópicos” (clichés), “la denuncia del complot”.
O sobre von Sternberg: “La luz ya no tiene que vérselas con las tinieblas, sino con lo transparente, lo translúcido o lo blanco (...) Las redes y cortinajes de Sternberg se distinguen así profundamente de los velos y redes expresionistas, y sus «flous», de su claroscuro. No ya la lucha de la luz con las tinieblas, sino la aventura de la luz con el blanco: es el anti-expresionismo de Sternberg”.
O sobre Duras versus Straub: “Una primera diferencia sería que, para Duras, el acto de habla a alcanzar es el amor entero o el deseo absoluto (...) La segunda diferencia radica en una liquidez que caracteriza cada vez más la imagen visual de Marguerite Duras (...) La imagen visual, a diferencia de los Straub, tiende a desbordar sus valores estratigráficos o «arqueológicos» hacia una serena potencia fluvial y marítima que vale para lo eterno”.
Deleuze es un hombre para el comentario particular, para comparar (bastante Godardiano), pero no para completar toda una teoría. Para decir la verdad, esto último no es un asunto importante en el dominio del cine, salvo por el hecho de que los propios cineastas lo hagan en el marco de su trabajo personal. Es difícil imaginar una teoría global de la literatura. Tendemos a pensar que existe una para el cine porque desde sus comienzos este último ha existido dentro de un marco muy restringido, y también limitado por contingencias financieras. Pero los años, el desarrollo internacional y la popularización del oficio del cine han destruido esa ilusión de totalización. Solo lo local, lo particular, existe. Las grandes teorías del cine son limitadas, son un “Ábrete Sésamo”, una fórmula multipropósitos, una llave: el montaje prohibido baziniano, la caméra-stylo de Astruc, “un travelling es una cuestión moral” (Godard), la dialéctica ageliana del cine de la ofrenda (cinéma oblatif) y del cine de la posesión (cinéma captatif), la inspiración pasoliniana del cine de poesía y el cine de prosa, la cámara hawksiana a la altura de los ojos, el cine-emoción de Fuller, o, como lo dijo Jean George Auriol, “el cine es el arte de hacer cosas hermosas para las mujeres hermosas”.
Este texto apareció primera vez en la revista La Lettre du cinéma, no. 15, otoño 2000. Traducido al español por Jaime Aguirre a través de la traducción al inglés de William D. Routt para la revista de cine Rouge. http://www.rouge.com.au/6/deleuze.html
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