Una gran epopeya puede también ser contada con la quietud. No es necesario el estruendo o la agitación de cuerpos, ni siquiera la intromisión devastadora del tiempo, para que se materialicen gestas legendarias. Puede ser suficiente con el devenir de la naturaleza, con el azar del viento, el fluir del agua y el trasegar del pensamiento. Tal es el caso de la película Lúa vermella, del director español Lois Patiño, una cuidada urdimbre de imágenes que inhalan y exhalan sentido por su esotérica disposición sobre un espacio donde reina en silencio el espíritu de la realidad y los sueños, donde se encuentra el punto mágico que une la vida y la muerte.
El escenario es una aldea gallega de campesinos, pescadores y marineros, donde habita una desconocida bestia que hechiza con un bramido cavernoso a los habitantes, dejándolos detenidos en el tiempo, cuando se siente amenazada por el Rubio, el héroe local que zarpó en su búsqueda para destruirla. Así, los personajes, atrapados en sus cuerpos y en un instante de sus rutinas, aguardan por años, por siglos, el regreso del Rubio, que naufragó durante su hazaña, para que los libere del monstruo y del encantamiento.
Pasa ante nuestros ojos el museo de imágenes, cargadas de una belleza sobrenatural, de los paisajes y rincones de la aldea y de sus quedos habitantes, de quienes oímos sus pensamientos perpetuos y fatigados. Nos maravillamos con el azar de sus posturas en medio de esas pinturas, cuya movilidad vital es solo función de la naturaleza, libre de los hechizos de la bestia: percibimos las corrientes coloridas del agua, con rastros tarkovskianos en su textura; el viento agitar las prendas de los habitantes; los caballos blancos correr indómitos en los terrenos libres del movimiento humano o la resaca del mar lamer el lomo de las piedras, y sentimos entonces que es esta una película acuosa, con rumor líquido y canto de ballenas. Nos conmueven también los planos de interiores y la estética que conforma la disposición de los objetos, a los que se suman los personajes mismos, así como el detalle de sus cuerpos estáticos, de sus rostros, de sus manos. Vamos comprendiendo poco a poco que aquellos son los primeros trazos del bordado de una mitología.
Es el pensamiento de los habitantes el que nos otorga el conocimiento sobre lo que acaece en la aldea. Es así como, a través de esas voces sin modulación, entendemos quién es el Rubio y su condición de héroe, no solo por estar destinado a liberar a los pobladores y salvarlos de la bestia, sino por conocer el mar como ninguno, por ser el buzo legendario que, en el pasado, recuperó más de cuarenta cadáveres del fondo del océano. “De no ser por él, ¿cuántas familias no tendrían a quién llorar?”, dice el pensamiento de una mujer. Rubio, entonces, ha cumplido esa labor sagrada de aliviar el dolor de quienes han perdido a alguien que aman, y nos preguntamos si aquellas muertes en el medio del mar son parte de la rapacidad de la bestia y de ahí la motivación del héroe por aniquilarla. Y casi podríamos quedarnos con esa certeza, cuando el pensamiento de uno de los hombres petrificados dice: “Se traga los cadáveres. Por eso vino el monstruo hasta aquí, por los naufragios. Los ahogados que nunca aparecieron no se perdieron en el mar, los devoró él”.
Regresa entonces el Rubio de las profundidades del ponto, primero como fantasma, que mezcla la voz de su pensamiento con el de los habitantes, mientras la cámara nos registra su presencia invisible siguiendo el sonido de sus pasos pantanosos, y luego como salvador, como mesías, cuando su cuerpo es arrastrado hasta la orilla por las olas y resucitado por las meigas, esas brujas que tienen la facultad de negociar con la muerte y que han sido invocadas por un rezo incesante en el pensamiento de la madre del Rubio: “Aire en el aire. Agua en el agua. Luna roja. Os invoco. Haced, meigas, que mi hijo vuelva”.
Es ahí donde se sobreponen la vida y la muerte: un hombre revive y unas meigas interceden; solo ellas se mueven con libertad entre las imágenes; cruzan ceremoniosas los caminos desolados de la aldea mientras cubren a cada habitante con una tela blanca para acallar quizás el murmullo de sus pensamientos o para ensombrecer el horizonte fijo por siglos en sus ojos o para ocultarlos del ojo de la bestia o sencillamente es parte de un ritual de arcana hechicería que solo ellas sabrán. Las imágenes de esos escenarios, ya familiares para nosotros, de repente están salpicadas de esos seres unificados por la tela blanca, como muebles viejos que se busca proteger del polvo. Se dota así de más misterio la estética del paisaje, y deseamos por un momento que ese misterio se mantenga, para siempre, en esa especie de fantasmagoría en la que nos sentimos cómodos; es como si en el fondo no quisiéramos que el Rubio llegara a liberar a los inmóviles habitantes de la aldea, y con ello cometer el estrago de alterar la esmerada composición de los planos.
¿Pero quién es la bestia? ¿De dónde viene ese monstruo que quiere la sangre de la aldea? Los pensamientos de los habitantes se lo preguntan, como nosotros: para unos es el mar, para otros es el mismo Rubio, o un animal que habita en el océano, o la represa, que ha cambiado el color del agua y matado los peces, o la luna roja, que devora el tiempo. Con la llegada del Rubio, entonces, no solo se salvará la aldea, también se resolverá el misterio.
Lois Patiño parece tener el don del hipnotista. Desde el inicio, sus imágenes, que se mueven cual péndulo entre lo onírico y lo real, más la música peregrina, que acaso resulta de los murmullos de la bestia, encantan nuestra conciencia, y cuando menos lo esperamos estamos sumergidos en el mismo hechizo de los pobladores y nos olvidamos del tiempo o de los ritmos que, dicen, deben tener las historias. Por ello, sentimos muy adentro el magnetismo de la luna roja, cuando por fin extiende su color bermejo, como el de la sangre, en todos los espacios, caminos y rincones de las imágenes: en las aguas infatigables; en el cielo eterno; en el relente de la noche; en los seres de blanco, que ahora con el reflejo de la rojiza luz selenita parecen espectros prestos a alzar el vuelo. Bajo ese fulgor llega el Rubio, hombre viejo que emana sabiduría; con parsimonia, pero decisivo, se interna en las entrañas de metal y concreto de la represa, de la bestia, y libera las aguas aprisionadas.
Volvemos entonces de la duermevela algo agotados y con una suerte de nostalgia anticipada, porque sabemos que pocas veces tendremos de nuevo la fortuna de atestiguar milagros como el de Lúa vermella, sobre todo en estos tiempos aciagos, con los que rima a la perfección. Pensamos además en Galicia y en los mitos de la tradición de esa región que nos ha descubierto la película, y añoramos una epopeya similar en nuestras tierras, también con brujas y héroes que derroten monstruos portentosos como esa bestia ya herida de Ituango.
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LAS HAZAÑAS DE LA QUIETUD
A propósito de Lúa vermella, de Lois Patiño
Una gran epopeya puede también ser contada con la quietud. No es necesario el estruendo o la agitación de cuerpos, ni siquiera la intromisión devastadora del tiempo, para que se materialicen gestas legendarias. Puede ser suficiente con el devenir de la naturaleza, con el azar del viento, el fluir del agua y el trasegar del pensamiento. Tal es el caso de la película Lúa vermella, del director español Lois Patiño, una cuidada urdimbre de imágenes que inhalan y exhalan sentido por su esotérica disposición sobre un espacio donde reina en silencio el espíritu de la realidad y los sueños, donde se encuentra el punto mágico que une la vida y la muerte.
El escenario es una aldea gallega de campesinos, pescadores y marineros, donde habita una desconocida bestia que hechiza con un bramido cavernoso a los habitantes, dejándolos detenidos en el tiempo, cuando se siente amenazada por el Rubio, el héroe local que zarpó en su búsqueda para destruirla. Así, los personajes, atrapados en sus cuerpos y en un instante de sus rutinas, aguardan por años, por siglos, el regreso del Rubio, que naufragó durante su hazaña, para que los libere del monstruo y del encantamiento.
Pasa ante nuestros ojos el museo de imágenes, cargadas de una belleza sobrenatural, de los paisajes y rincones de la aldea y de sus quedos habitantes, de quienes oímos sus pensamientos perpetuos y fatigados. Nos maravillamos con el azar de sus posturas en medio de esas pinturas, cuya movilidad vital es solo función de la naturaleza, libre de los hechizos de la bestia: percibimos las corrientes coloridas del agua, con rastros tarkovskianos en su textura; el viento agitar las prendas de los habitantes; los caballos blancos correr indómitos en los terrenos libres del movimiento humano o la resaca del mar lamer el lomo de las piedras, y sentimos entonces que es esta una película acuosa, con rumor líquido y canto de ballenas. Nos conmueven también los planos de interiores y la estética que conforma la disposición de los objetos, a los que se suman los personajes mismos, así como el detalle de sus cuerpos estáticos, de sus rostros, de sus manos. Vamos comprendiendo poco a poco que aquellos son los primeros trazos del bordado de una mitología.
Es el pensamiento de los habitantes el que nos otorga el conocimiento sobre lo que acaece en la aldea. Es así como, a través de esas voces sin modulación, entendemos quién es el Rubio y su condición de héroe, no solo por estar destinado a liberar a los pobladores y salvarlos de la bestia, sino por conocer el mar como ninguno, por ser el buzo legendario que, en el pasado, recuperó más de cuarenta cadáveres del fondo del océano. “De no ser por él, ¿cuántas familias no tendrían a quién llorar?”, dice el pensamiento de una mujer. Rubio, entonces, ha cumplido esa labor sagrada de aliviar el dolor de quienes han perdido a alguien que aman, y nos preguntamos si aquellas muertes en el medio del mar son parte de la rapacidad de la bestia y de ahí la motivación del héroe por aniquilarla. Y casi podríamos quedarnos con esa certeza, cuando el pensamiento de uno de los hombres petrificados dice: “Se traga los cadáveres. Por eso vino el monstruo hasta aquí, por los naufragios. Los ahogados que nunca aparecieron no se perdieron en el mar, los devoró él”.
Regresa entonces el Rubio de las profundidades del ponto, primero como fantasma, que mezcla la voz de su pensamiento con el de los habitantes, mientras la cámara nos registra su presencia invisible siguiendo el sonido de sus pasos pantanosos, y luego como salvador, como mesías, cuando su cuerpo es arrastrado hasta la orilla por las olas y resucitado por las meigas, esas brujas que tienen la facultad de negociar con la muerte y que han sido invocadas por un rezo incesante en el pensamiento de la madre del Rubio: “Aire en el aire. Agua en el agua. Luna roja. Os invoco. Haced, meigas, que mi hijo vuelva”.
Es ahí donde se sobreponen la vida y la muerte: un hombre revive y unas meigas interceden; solo ellas se mueven con libertad entre las imágenes; cruzan ceremoniosas los caminos desolados de la aldea mientras cubren a cada habitante con una tela blanca para acallar quizás el murmullo de sus pensamientos o para ensombrecer el horizonte fijo por siglos en sus ojos o para ocultarlos del ojo de la bestia o sencillamente es parte de un ritual de arcana hechicería que solo ellas sabrán. Las imágenes de esos escenarios, ya familiares para nosotros, de repente están salpicadas de esos seres unificados por la tela blanca, como muebles viejos que se busca proteger del polvo. Se dota así de más misterio la estética del paisaje, y deseamos por un momento que ese misterio se mantenga, para siempre, en esa especie de fantasmagoría en la que nos sentimos cómodos; es como si en el fondo no quisiéramos que el Rubio llegara a liberar a los inmóviles habitantes de la aldea, y con ello cometer el estrago de alterar la esmerada composición de los planos.
¿Pero quién es la bestia? ¿De dónde viene ese monstruo que quiere la sangre de la aldea? Los pensamientos de los habitantes se lo preguntan, como nosotros: para unos es el mar, para otros es el mismo Rubio, o un animal que habita en el océano, o la represa, que ha cambiado el color del agua y matado los peces, o la luna roja, que devora el tiempo. Con la llegada del Rubio, entonces, no solo se salvará la aldea, también se resolverá el misterio.
Lois Patiño parece tener el don del hipnotista. Desde el inicio, sus imágenes, que se mueven cual péndulo entre lo onírico y lo real, más la música peregrina, que acaso resulta de los murmullos de la bestia, encantan nuestra conciencia, y cuando menos lo esperamos estamos sumergidos en el mismo hechizo de los pobladores y nos olvidamos del tiempo o de los ritmos que, dicen, deben tener las historias. Por ello, sentimos muy adentro el magnetismo de la luna roja, cuando por fin extiende su color bermejo, como el de la sangre, en todos los espacios, caminos y rincones de las imágenes: en las aguas infatigables; en el cielo eterno; en el relente de la noche; en los seres de blanco, que ahora con el reflejo de la rojiza luz selenita parecen espectros prestos a alzar el vuelo. Bajo ese fulgor llega el Rubio, hombre viejo que emana sabiduría; con parsimonia, pero decisivo, se interna en las entrañas de metal y concreto de la represa, de la bestia, y libera las aguas aprisionadas.
Volvemos entonces de la duermevela algo agotados y con una suerte de nostalgia anticipada, porque sabemos que pocas veces tendremos de nuevo la fortuna de atestiguar milagros como el de Lúa vermella, sobre todo en estos tiempos aciagos, con los que rima a la perfección. Pensamos además en Galicia y en los mitos de la tradición de esa región que nos ha descubierto la película, y añoramos una epopeya similar en nuestras tierras, también con brujas y héroes que derroten monstruos portentosos como esa bestia ya herida de Ituango.
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