Todavía en Berlín, Daniel Zorrilla escribe sobre lo nuevo de Alain Gomes, Tyler Taormina y Ruth Beckermann.
Rostro: Thelonius Monk
El sudor se desliza como lluvia sobre el rostro de Monk. Al igual que una montaña, un volcán, sus mejillas enrojecidas se agitan. Las gotas de sudor parecen haber cimentado su robusto rostro, cincelando las arrugas y las comisuras de los labios. Ritidesis: un mapa facial que ha dejado jazz en la vida de Monk. Algunas gotas cuelgan de la barba canosa. El ritmo al que gotea el sudor sigue, como un vestigio sonoro, la cadencia de “‘Round Midnight”.
Frente al piano de Monk se inclina un entrevistador blanco, rubio, con gafas, traje claro con corbata, pelo liso, ojos claros e imberbe. Hace preguntas sin sentido, a las que Monk ya ha respondido previamente o que no encuentra la manera adecuada de responder; se declara su amigo y gran admirador, pero insiste y fuerza las respuestas que espera del pianista.
En noviembre de 1969 la televisión de Francia decide invitar a Thelonius Monk para el programa parisino Jazz Portrait, aprovechando su gira por el país. Ese episodio nunca fue transmitido y es sólo hasta ahora que el director franco-senegalés Alain Gomis lo saca a la luz en su película Rewind and play, estrenada en la sección Forum. El material de archivo es apropiado y reestructurado para poder ver y escuchar la manera en que el racismo funciona incluso detrás de la adulación. Gomis supo leer con mucha destreza la evidente tensión entre Thelonius Monk y el entrevistador, puesto que, aunque comparten el mismo lugar en el set, a cada uno se lo presenta distante, en un plano único que corresponde al momento del habla. Más que un diálogo, la entrevista es un duelo; una conversación donde ninguna de las dos partes logra comunicarse con la otra.
Predominan los primeros planos de cada uno de ellos, especialmente los de Monk, que observa al vacío del set, absorto, distraído de las preguntas de su entrevistador. Gomis acentúa aquello que contiene el gesto del pianista, haciendo de las preguntas un ruido blanco que luego da paso al silencio. Aquello que logra el director, que aquí cumple más la función de montajista, es hacer hablar, con el material ya grabado, las emociones latentes de un rostro mudo al que no se le ha dejado hablar. El material contiene información del detrás de cámara, de los momentos antes de decir “acción”, de la preparación en set de la entrevista. Es allí, en ese material que seguramente también habría quedado fuera de transmisión, que el director centra su atención.
Su edición mantiene, en su mayoría, la imagen sobre el rostro de Monk. Es un rostro atónito, confundido, que contrasta con las primeras imágenes de la película, en la que se muestra material de archivo de él y su esposa Nellie cuando han llegado a París. La única sonrisa del pianista aparecerá allí, en un carro junto a su esposa. Y esa imagen hace una aparición fantasmagórica en la escena que se ha fundido, como su sonrisa, en mi mente. El entrevistador le pide que interprete una de sus piezas más conocidas, la ya nombrada ‘Round Midnight’. Ceremoniosamente estira sus brazos sobre el piano, cierra los ojos y toca su canción. Durante un fragmento de la interpretación, Gomis superpone, sobre la cara de Monk, la imagen de él y Nellie riendo. El director cumple la tarea de un atento lector de gestos y de la música. En la manera apasionada en la que interpreta la pieza y en ese rostro contraído, silencioso, que ha tornado su mirada hacia sí mismo, comprende que la felicidad, que la sonrisa, es equiparable a tocar el piano.
Luego de haber terminado su interpretación, sin aplausos, frente al silencio del set, el entrevistador le pide que vuelva a tocar, pero “one medium tempo, again?”. El plano vuelve a sostenerse sobre el rostro de Monk, en una expresión ya conocida durante el documental: rabia. Sin cerrar los ojos, mirando fijamente hacia el frente, interpreta una vez más la canción. Sus manos se mueven con velocidad y las teclas se hunden profundas, como si diera golpes con cada sonido, sólo para acabar rápido con la tortura.
Pirandello, citado en un ensayo de Benjamin, critica la relación del actor con la cámara, en comparación con el teatro: “El intérprete de cine se siente como en el exilio. Exiliado no solamente de la escena sino incluso de su propia persona. Percibe con oscuro desconcierto el vacío inexplicable que aparece por el hecho de que su cuerpo se convierte en ausencia, se desvanece y es privado de su realidad, de su vida, de su voz y de los ruidos que hace al moverse, para convertirse en una imagen muda que tiembla un instante sobre la pantalla para desaparecer inmediatamente en el silencio”. Thelonius Monk no es actor, en la entrevista no interpreta a nadie más que a sí mismo. Sin embargo, el detalle de sus gestos invita a cuestionar la postura de Pirandello. Su rostro es presencia y emoción, su realidad es ese cuadro minúsculo que a la vez lo hace ver enorme. Su voz y su identidad no desaparecen inmediatamente en el silencio, sino que intensifican su sentir. La cámara, al exiliar el cuerpo, como dice Pirandello, abre el camino de lectura de aquello que sólo el rostro en silencio puede comunicar. La reacción ante el racismo del entrevistador, que se esconde bajo un manto de interés intelectual y de pasión por el pianista; el cansancio por no ser escuchado por su interlocutor; el tedio de una trayectoria exitosa que sigue siendo afectada por discriminación disfrazada de elogio.
Rostros: amantes anónimos
“Y nos cogió la noche en la mitad del potrero.
Así, de pronto, llega la noche en estos lugares.
Cuando uno menos se la imagina, nos sorprende.
Nos envuelve, y luego no se va.
Casi nunca aquí amanece.”
Celestino antes del alba – Reinaldo Arenas
El segundo largometraje de Tyler Taormina, Happer’s Comet, muestra la vida nocturna. No la de las fiestas, los encuentros furtivos, sino la vida oculta en las casas de los suburbios y las afueras de Nueva York. Perros que miran con atención un programa en la televisión; guardias de seguridad haciendo lagartijas para matar el tiempo; ancianas sentadas en la penumbra de la cocina; patinadores que recorren las calles vacías.
En la presentación de la película, Taormina la describió como una mirada vigilante de esas presencias ocultas en los suburbios. La vida a esa hora opera bajo otras reglas. Desde las ventanas las personas perciben y vigilan la entrada de personas extrañas a sus cuadras. No son miradas que ataquen o acechen, pero tampoco invitan al espacio. Por el contrario, insisten en que el paso sea inmediato. Ese exilio de la ciudad empuja a muchas de las personas a ir más allá de los edificios, hacia las afueras, en los campos de maíz.
Los maizales son laberintos del amor, las caricias y el deseo. Como si se tratara del amor de Tristán e Isolda, o del encuentro soñado de Píramo y Tisbe, la naturaleza se transforma en el espacio que protege y oculta el amor. Los rostros se encuentran como si fueran atraídos por fuerzas superiores. Durante todo el documental no se pronuncia ni una sola palabra, sólo existen las precisas y robustas capas de paisajes sonoros que llenan el espacio. Los rostros de los amantes se ven entre destellos de linternas; haces de luz recortados por las gruesas hojas de los maíces, dibujando en la cara de los amantes los contornos de un amor que no precisa de palabras. El montaje de la película crea una atmósfera que transita entre lo somnífero y lo onírico, en el que los rostros aparecen y desaparecen, mientras los besos y suspiros estallan en sonidos que colman el laberinto natural. Son gestos mudos, significados de un lenguaje sin voces. La tierra se vuelve el lecho y la cámara capta con sutileza, escondida, agazapada, las sonrisas y los rostros plácidos después de un encuentro amoroso.
Rostros: hombres ante la incomodidad y reconocimiento
Josephine Mutzenbacher – Historia de una prostituta vienesa es una novela pornográfica austriaca publicada a inicios del siglo XX. Censurada en el momento de su publicación, resurgió en los años 60 con una acogida masiva. Es una historia narrada en primera persona, a modo de diario-memoria, en el que una mujer narra sus experiencias sexuales de su vida, especialmente las de su infancia, de los 5 a los 13 años.
Ruth Beckermann organiza un casting para un supuesto proyecto de hacer su versión de Mutzenbacher en el cine. En un hangar pone un sofá rosa, tapizado, sin cojines, ancho, da la sensación de que uno quedaría enterrado en él, que la silueta quedaría definida en su tela y su relleno. Es un sofá que da la sensación de haber pertenecido a un prostíbulo en el siglo XIX o comienzos del XX. El sofá es personaje esencial en la película, tanto así que el dueño vino desde Austria a ver su sofá en la gran pantalla.
En este sofá se sientan cuántos hombres quepan o cuántos Beckermann desee. Frente a la cámara, de una manera semejante a Jogo de Cena, de Eduardo Coutinho, los hombres (entre 16 y 69 años) son entrevistados. Ella les entrega fragmentos de la novela que ha seleccionado cuidadosamente para que los lean en voz alta. Los rostros de estos hombres pasan por distintos estadios de emociones. Algunos se emocionan con la lectura, luego se detienen, tartamudean, corrigen su dicción, dramatizan, bajan la voz. El rostro se contrae, se arruga, deja escapar sonrisas indescifrables. Luego de la lectura, Beckermann les pregunta sobre el texto o guarda silencio, ya que algunos hablan de inmediato.
El texto los confronta con la pedofilia. Descripciones minuciosas y pulsantes, detalles prolongados, llenos de adjetivos, de hipérboles y eufemismos hacen de la experiencia de lectura un ejercicio complejo. Dependiendo la edad de cada hombre, y qué tanto o qué tampoco conoce la historia del libro, las respuestas y las reacciones son diametralmente opuestas. Beckermann no censura ninguna postura, ni aquellas que condenan el texto, reconociendo como las estructuras de poder masculinas han determinado y moldeado la forma en que se imagina y se cree que puede vivir el sexo una niña, hasta aquellas que intentan salvaguardar la destreza literaria yformal del texto, así como explicar que el texto es lo que es por su contexto de producción.
Beckermman es muy aguda para leer en los rostros de sus protagonistas una geografía de masculinidades en las que muchos prejuicios aún siguen tallados. No es una película con respuestas sencillas, aunque sí es de absoluta confrontación. Todos los hombres allí sentados se enfrentan a los deseos reprimidos, a la capacidad de las palabras para transformar lo macabro, lo inaceptable, en objeto de placer y deseo. Los mejores momentos de la película son aquellos en los que las palabras y las contorsiones gestuales iban por caminos distintos. Mientras niegan que harían aquello que han leído, su rostro ha dejado escapar una mueca de duda, un gesto de incertidumbre, de catástrofe, de imaginar qué pasaría si. La aparente intimidad del sofá hace que afloren de los cuerpos, de los rostros y de las voces, aquello que es un reto afrontar. A modo de reflejo, la sala de cine se convierte en otro set, en el que también se pregunta lo mismo que a las personas del casting, sólo que la respuesta ya no se dará ante la cámara ni hacia la pantalla. No habrá alguien en frente nuestro cuando nuestros gestos se derrumben ante las preguntas que no queremos responder.
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LOS ROSTROS - BERLINALE 03
Todavía en Berlín, Daniel Zorrilla escribe sobre lo nuevo de Alain Gomes, Tyler Taormina y Ruth Beckermann.
Rostro: Thelonius Monk
El sudor se desliza como lluvia sobre el rostro de Monk. Al igual que una montaña, un volcán, sus mejillas enrojecidas se agitan. Las gotas de sudor parecen haber cimentado su robusto rostro, cincelando las arrugas y las comisuras de los labios. Ritidesis: un mapa facial que ha dejado jazz en la vida de Monk. Algunas gotas cuelgan de la barba canosa. El ritmo al que gotea el sudor sigue, como un vestigio sonoro, la cadencia de “‘Round Midnight”.
Frente al piano de Monk se inclina un entrevistador blanco, rubio, con gafas, traje claro con corbata, pelo liso, ojos claros e imberbe. Hace preguntas sin sentido, a las que Monk ya ha respondido previamente o que no encuentra la manera adecuada de responder; se declara su amigo y gran admirador, pero insiste y fuerza las respuestas que espera del pianista.
En noviembre de 1969 la televisión de Francia decide invitar a Thelonius Monk para el programa parisino Jazz Portrait, aprovechando su gira por el país. Ese episodio nunca fue transmitido y es sólo hasta ahora que el director franco-senegalés Alain Gomis lo saca a la luz en su película Rewind and play, estrenada en la sección Forum. El material de archivo es apropiado y reestructurado para poder ver y escuchar la manera en que el racismo funciona incluso detrás de la adulación. Gomis supo leer con mucha destreza la evidente tensión entre Thelonius Monk y el entrevistador, puesto que, aunque comparten el mismo lugar en el set, a cada uno se lo presenta distante, en un plano único que corresponde al momento del habla. Más que un diálogo, la entrevista es un duelo; una conversación donde ninguna de las dos partes logra comunicarse con la otra.
Predominan los primeros planos de cada uno de ellos, especialmente los de Monk, que observa al vacío del set, absorto, distraído de las preguntas de su entrevistador. Gomis acentúa aquello que contiene el gesto del pianista, haciendo de las preguntas un ruido blanco que luego da paso al silencio. Aquello que logra el director, que aquí cumple más la función de montajista, es hacer hablar, con el material ya grabado, las emociones latentes de un rostro mudo al que no se le ha dejado hablar. El material contiene información del detrás de cámara, de los momentos antes de decir “acción”, de la preparación en set de la entrevista. Es allí, en ese material que seguramente también habría quedado fuera de transmisión, que el director centra su atención.
Su edición mantiene, en su mayoría, la imagen sobre el rostro de Monk. Es un rostro atónito, confundido, que contrasta con las primeras imágenes de la película, en la que se muestra material de archivo de él y su esposa Nellie cuando han llegado a París. La única sonrisa del pianista aparecerá allí, en un carro junto a su esposa. Y esa imagen hace una aparición fantasmagórica en la escena que se ha fundido, como su sonrisa, en mi mente. El entrevistador le pide que interprete una de sus piezas más conocidas, la ya nombrada ‘Round Midnight’. Ceremoniosamente estira sus brazos sobre el piano, cierra los ojos y toca su canción. Durante un fragmento de la interpretación, Gomis superpone, sobre la cara de Monk, la imagen de él y Nellie riendo. El director cumple la tarea de un atento lector de gestos y de la música. En la manera apasionada en la que interpreta la pieza y en ese rostro contraído, silencioso, que ha tornado su mirada hacia sí mismo, comprende que la felicidad, que la sonrisa, es equiparable a tocar el piano.
Luego de haber terminado su interpretación, sin aplausos, frente al silencio del set, el entrevistador le pide que vuelva a tocar, pero “one medium tempo, again?”. El plano vuelve a sostenerse sobre el rostro de Monk, en una expresión ya conocida durante el documental: rabia. Sin cerrar los ojos, mirando fijamente hacia el frente, interpreta una vez más la canción. Sus manos se mueven con velocidad y las teclas se hunden profundas, como si diera golpes con cada sonido, sólo para acabar rápido con la tortura.
Pirandello, citado en un ensayo de Benjamin, critica la relación del actor con la cámara, en comparación con el teatro: “El intérprete de cine se siente como en el exilio. Exiliado no solamente de la escena sino incluso de su propia persona. Percibe con oscuro desconcierto el vacío inexplicable que aparece por el hecho de que su cuerpo se convierte en ausencia, se desvanece y es privado de su realidad, de su vida, de su voz y de los ruidos que hace al moverse, para convertirse en una imagen muda que tiembla un instante sobre la pantalla para desaparecer inmediatamente en el silencio”. Thelonius Monk no es actor, en la entrevista no interpreta a nadie más que a sí mismo. Sin embargo, el detalle de sus gestos invita a cuestionar la postura de Pirandello. Su rostro es presencia y emoción, su realidad es ese cuadro minúsculo que a la vez lo hace ver enorme. Su voz y su identidad no desaparecen inmediatamente en el silencio, sino que intensifican su sentir. La cámara, al exiliar el cuerpo, como dice Pirandello, abre el camino de lectura de aquello que sólo el rostro en silencio puede comunicar. La reacción ante el racismo del entrevistador, que se esconde bajo un manto de interés intelectual y de pasión por el pianista; el cansancio por no ser escuchado por su interlocutor; el tedio de una trayectoria exitosa que sigue siendo afectada por discriminación disfrazada de elogio.
Rostros: amantes anónimos
“Y nos cogió la noche en la mitad del potrero.
Así, de pronto, llega la noche en estos lugares.
Cuando uno menos se la imagina, nos sorprende.
Nos envuelve, y luego no se va.
Casi nunca aquí amanece.”
Celestino antes del alba – Reinaldo Arenas
El segundo largometraje de Tyler Taormina, Happer’s Comet, muestra la vida nocturna. No la de las fiestas, los encuentros furtivos, sino la vida oculta en las casas de los suburbios y las afueras de Nueva York. Perros que miran con atención un programa en la televisión; guardias de seguridad haciendo lagartijas para matar el tiempo; ancianas sentadas en la penumbra de la cocina; patinadores que recorren las calles vacías.
En la presentación de la película, Taormina la describió como una mirada vigilante de esas presencias ocultas en los suburbios. La vida a esa hora opera bajo otras reglas. Desde las ventanas las personas perciben y vigilan la entrada de personas extrañas a sus cuadras. No son miradas que ataquen o acechen, pero tampoco invitan al espacio. Por el contrario, insisten en que el paso sea inmediato. Ese exilio de la ciudad empuja a muchas de las personas a ir más allá de los edificios, hacia las afueras, en los campos de maíz.
Los maizales son laberintos del amor, las caricias y el deseo. Como si se tratara del amor de Tristán e Isolda, o del encuentro soñado de Píramo y Tisbe, la naturaleza se transforma en el espacio que protege y oculta el amor. Los rostros se encuentran como si fueran atraídos por fuerzas superiores. Durante todo el documental no se pronuncia ni una sola palabra, sólo existen las precisas y robustas capas de paisajes sonoros que llenan el espacio. Los rostros de los amantes se ven entre destellos de linternas; haces de luz recortados por las gruesas hojas de los maíces, dibujando en la cara de los amantes los contornos de un amor que no precisa de palabras. El montaje de la película crea una atmósfera que transita entre lo somnífero y lo onírico, en el que los rostros aparecen y desaparecen, mientras los besos y suspiros estallan en sonidos que colman el laberinto natural. Son gestos mudos, significados de un lenguaje sin voces. La tierra se vuelve el lecho y la cámara capta con sutileza, escondida, agazapada, las sonrisas y los rostros plácidos después de un encuentro amoroso.
Rostros: hombres ante la incomodidad y reconocimiento
Josephine Mutzenbacher – Historia de una prostituta vienesa es una novela pornográfica austriaca publicada a inicios del siglo XX. Censurada en el momento de su publicación, resurgió en los años 60 con una acogida masiva. Es una historia narrada en primera persona, a modo de diario-memoria, en el que una mujer narra sus experiencias sexuales de su vida, especialmente las de su infancia, de los 5 a los 13 años.
Ruth Beckermann organiza un casting para un supuesto proyecto de hacer su versión de Mutzenbacher en el cine. En un hangar pone un sofá rosa, tapizado, sin cojines, ancho, da la sensación de que uno quedaría enterrado en él, que la silueta quedaría definida en su tela y su relleno. Es un sofá que da la sensación de haber pertenecido a un prostíbulo en el siglo XIX o comienzos del XX. El sofá es personaje esencial en la película, tanto así que el dueño vino desde Austria a ver su sofá en la gran pantalla.
En este sofá se sientan cuántos hombres quepan o cuántos Beckermann desee. Frente a la cámara, de una manera semejante a Jogo de Cena, de Eduardo Coutinho, los hombres (entre 16 y 69 años) son entrevistados. Ella les entrega fragmentos de la novela que ha seleccionado cuidadosamente para que los lean en voz alta. Los rostros de estos hombres pasan por distintos estadios de emociones. Algunos se emocionan con la lectura, luego se detienen, tartamudean, corrigen su dicción, dramatizan, bajan la voz. El rostro se contrae, se arruga, deja escapar sonrisas indescifrables. Luego de la lectura, Beckermann les pregunta sobre el texto o guarda silencio, ya que algunos hablan de inmediato.
El texto los confronta con la pedofilia. Descripciones minuciosas y pulsantes, detalles prolongados, llenos de adjetivos, de hipérboles y eufemismos hacen de la experiencia de lectura un ejercicio complejo. Dependiendo la edad de cada hombre, y qué tanto o qué tampoco conoce la historia del libro, las respuestas y las reacciones son diametralmente opuestas. Beckermann no censura ninguna postura, ni aquellas que condenan el texto, reconociendo como las estructuras de poder masculinas han determinado y moldeado la forma en que se imagina y se cree que puede vivir el sexo una niña, hasta aquellas que intentan salvaguardar la destreza literaria yformal del texto, así como explicar que el texto es lo que es por su contexto de producción.
Beckermman es muy aguda para leer en los rostros de sus protagonistas una geografía de masculinidades en las que muchos prejuicios aún siguen tallados. No es una película con respuestas sencillas, aunque sí es de absoluta confrontación. Todos los hombres allí sentados se enfrentan a los deseos reprimidos, a la capacidad de las palabras para transformar lo macabro, lo inaceptable, en objeto de placer y deseo. Los mejores momentos de la película son aquellos en los que las palabras y las contorsiones gestuales iban por caminos distintos. Mientras niegan que harían aquello que han leído, su rostro ha dejado escapar una mueca de duda, un gesto de incertidumbre, de catástrofe, de imaginar qué pasaría si. La aparente intimidad del sofá hace que afloren de los cuerpos, de los rostros y de las voces, aquello que es un reto afrontar. A modo de reflejo, la sala de cine se convierte en otro set, en el que también se pregunta lo mismo que a las personas del casting, sólo que la respuesta ya no se dará ante la cámara ni hacia la pantalla. No habrá alguien en frente nuestro cuando nuestros gestos se derrumben ante las preguntas que no queremos responder.
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