El tiempo del cine según la directora paraguaya Paz Encina hace del espectador un monje zen. Sus meditaciones transcurren con la serenidad necesaria para detenerse en los planos que ilumina el resplandor de la luz, avanzando lentamente en la pantalla donde observamos el mundo a través de una cámara y lo escuchamos cuando el sonido le da su voz a las imágenes. La espera de un par de campesinos, a los que vemos en el lapso de un día –“todos los días en un solo día”, escribió Paz Encina en su ensayo Arrastrando la tormenta–, soportando la nostalgia por ver de nuevo a su hijo, condenado a sufrir el infortunio de la Guerra del Chaco, situó a Paz Encina con su primer largometraje, Hamaca paraguaya (2005), en la memoria de un público felizmente desconcertado por su generosidad para que nos deslicemos sin prisa a través de lo que enseña su mirada.
“Para mí, retratar el silencio era como retratar el viento, así de difícil… y sentía que tenía que buscar con la mayor delicadeza posible los elementos con los cuales hacer sentir nuestro silencio. Quería elementos a partir de los cuales pudiera describir la sensación y no la palabra en sí”, escribió en Arrastrando la tormenta.
Un tiempo en el que bucea para encontrar las historias que le interesa narrar y la forma de narrarlas: once años después de Hamaca paraguaya, Paz Encina presentó Ejercicios de memoria (2016), sobre el dolor del exilio y la desaparición durante la dictadura que martirizó al Paraguay por algo más de tres décadas, y en 2021 otra historia sobre la barbarie a la que conjura algo que sugiere un oxímoron en Eami, su tercer largometraje: rescatar la belleza amenazada por el horror con las visiones mitológicas de los Ayoreo Totobiegosode.
Habitantes del norte del Chaco, una zona deforestada por la arrogancia del tráfico industrial de la madera –tan delirante como las cifras registradas en la sinopsis de la película: 25.000 hectáreas de bosque taladas mensualmente, 841 hectáreas al día, 35 hectáreas por hora–, la destrucción rampante los ha desplazado de sus tierras.
Eami es el relato de su itinerancia y de la persecución a la que han estado sometidos. Una ficción con matices documentales cuando la película es también un testimonio, en la que se filma la realidad de la imaginación y en la que se hace de lo político un pretexto para lo poético cuando bordea los territorios fantásticos, explicando desde las entrañas de los sueños lo que intenta vulnerar la realidad.
Como en Hamaca paraguaya, el diseño sonoro de la película, a cargo de Javier Umpierrez, enfatiza en “retratar el viento” y su rumor entretejidos al bosque y las memorias que narra Eami. A la voz de la niña se suman las voces de los ancestros, no sólo de sus abuelos, también el coro de los ancestros naturales que murmuran en el aire y hablan por ella cuando describen con la música de su lengua los motivos del caos –lo que hace de Eami una película lingüísticamente ecológica cuando quiere proteger una forma de expresar el mundo con palabras en peligro de extinción–.
El montaje sonoro se equilibra con el montaje visual en un diálogo que los refuerza mutuamente y detona la experiencia sensorial como otra forma de lo político cuando registra un incendio que cambia de textura las imágenes hacia un rojo incandescente; con la fotografía que registra un día trágico para los Totobiegosode en los años 90; con las voces desesperadas que gritan alarmadas durante una noche que acaso fue letal; con el monólogo que insinúa los misterios de la mitología revelados por Eami.
El relato acompaña las imágenes con “la delicadeza de los elementos”, sugiriéndonos que Paz Encina tiene el ojo de una antropóloga en busca del significado perdido –o en riesgo de olvidarse– que rescata la película y nos acerca a la versión traducida de lo que es, entre tantas otras cosas, la poesía: la manifestación de la vida íntima y profunda de un pueblo. Una sorpresa para la directora, que trabajó varios años con los Ayoreo Totobiegosode, preguntándose cómo expresaban el amor cuando no tenían contacto físico entre ellos, hasta que le revelaron que su amor se expresaba con palabras, aquellas que escuchó durante su investigación de dimensiones oceánicas –característica de su trabajo–; palabras tan poderosas que pueden curar los malestares del espíritu.
Al mismo tiempo que se le practica una curación a Eami, antes de que cierre los ojos y los abra de nuevo al final de su biografía cinematográfica en los laberintos de la magia, su cuerpo se restablece mientras la escuchamos y el Asojá –el dios pájaro y mujer de los Totobiegosode– imprime en las imágenes la fuerza de sus aleteos, que se escuchan a manera de comentarios dramáticos y sobrenaturales de la historia; vuela de manera amenazante en la casa de una mujer menonita donde vemos fragmentos del “mundo civilizado” –la máquina de coser, la aguja, sus bordados, el temor ante lo desconocido– enfrente de la cual unos colonos apuntan con sus rifles a los indígenas que han capturado; guía la historia con la elocuencia de la comprensión fantástica que se puede hacer de la realidad.
Los planos cerrados sobre los rostros de los que llevan en su interior la arqueología de sus mitos son la expresión silenciosa de una comunidad que escucha y hace que el espectador los observe como la encarnación de los secretos que respiran en su universo –tan simbólico como el Popol Vuh o los libros del Chilam Balam y sus palabras que perduran por el amor de la escritura–.
Un mundo en el que sus planos revelan fragmentariamente lo que se complementa fuera de cuadro –los ladridos salvajes de unos perros amenazando a los indígenas, las criaturas invocadas en su mente por Eami– o metafóricamente cuando sobre el cuerpo de una niña aparecen los colores radiantes de unos vegetales, cuando vemos unas huellas de trazos tortuosos sobre la arena, cuando el blanco salino de un valle parece una consecuencia del bosque evaporado del paisaje, cuando una tortuga avanza entre los pasos dibujados por los que pudieron amenazarla y la obligaron a refugiarse en su caparazón.
Cuando la historia del cine político en Latinoamérica ha sido tan tortuosa y variable como las circunstancias del continente, y los alegatos de la desesperación en clave de consignas hacen parte del museo ideológico que decidió el futuro en el que se darían otras formas de acercarse a los estragos del poder –para recordarla, siempre, otra cineasta paraguaya, Renate Costa, que en Cuchillo de palo (2012) narró una historia familiar y nos recordó que es imposible estar al margen de la historia en la más secreta intimidad–, Paz Encina evidencia con Eami que la poesía no riñe con la denuncia, incluso la hace más visceral cuando sus metáforas retan la comprensión de su significado y nos enseñan que la magia es otra forma de sobrevivir al desastre.
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METÁFORAS PARA SOBREVIVIR AL DESASTRE - IFFR 01
El tiempo del cine según la directora paraguaya Paz Encina hace del espectador un monje zen. Sus meditaciones transcurren con la serenidad necesaria para detenerse en los planos que ilumina el resplandor de la luz, avanzando lentamente en la pantalla donde observamos el mundo a través de una cámara y lo escuchamos cuando el sonido le da su voz a las imágenes. La espera de un par de campesinos, a los que vemos en el lapso de un día –“todos los días en un solo día”, escribió Paz Encina en su ensayo Arrastrando la tormenta–, soportando la nostalgia por ver de nuevo a su hijo, condenado a sufrir el infortunio de la Guerra del Chaco, situó a Paz Encina con su primer largometraje, Hamaca paraguaya (2005), en la memoria de un público felizmente desconcertado por su generosidad para que nos deslicemos sin prisa a través de lo que enseña su mirada.
“Para mí, retratar el silencio era como retratar el viento, así de difícil… y sentía que tenía que buscar con la mayor delicadeza posible los elementos con los cuales hacer sentir nuestro silencio. Quería elementos a partir de los cuales pudiera describir la sensación y no la palabra en sí”, escribió en Arrastrando la tormenta.
Un tiempo en el que bucea para encontrar las historias que le interesa narrar y la forma de narrarlas: once años después de Hamaca paraguaya, Paz Encina presentó Ejercicios de memoria (2016), sobre el dolor del exilio y la desaparición durante la dictadura que martirizó al Paraguay por algo más de tres décadas, y en 2021 otra historia sobre la barbarie a la que conjura algo que sugiere un oxímoron en Eami, su tercer largometraje: rescatar la belleza amenazada por el horror con las visiones mitológicas de los Ayoreo Totobiegosode.
Habitantes del norte del Chaco, una zona deforestada por la arrogancia del tráfico industrial de la madera –tan delirante como las cifras registradas en la sinopsis de la película: 25.000 hectáreas de bosque taladas mensualmente, 841 hectáreas al día, 35 hectáreas por hora–, la destrucción rampante los ha desplazado de sus tierras.
Eami es el relato de su itinerancia y de la persecución a la que han estado sometidos. Una ficción con matices documentales cuando la película es también un testimonio, en la que se filma la realidad de la imaginación y en la que se hace de lo político un pretexto para lo poético cuando bordea los territorios fantásticos, explicando desde las entrañas de los sueños lo que intenta vulnerar la realidad.
Como en Hamaca paraguaya, el diseño sonoro de la película, a cargo de Javier Umpierrez, enfatiza en “retratar el viento” y su rumor entretejidos al bosque y las memorias que narra Eami. A la voz de la niña se suman las voces de los ancestros, no sólo de sus abuelos, también el coro de los ancestros naturales que murmuran en el aire y hablan por ella cuando describen con la música de su lengua los motivos del caos –lo que hace de Eami una película lingüísticamente ecológica cuando quiere proteger una forma de expresar el mundo con palabras en peligro de extinción–.
El montaje sonoro se equilibra con el montaje visual en un diálogo que los refuerza mutuamente y detona la experiencia sensorial como otra forma de lo político cuando registra un incendio que cambia de textura las imágenes hacia un rojo incandescente; con la fotografía que registra un día trágico para los Totobiegosode en los años 90; con las voces desesperadas que gritan alarmadas durante una noche que acaso fue letal; con el monólogo que insinúa los misterios de la mitología revelados por Eami.
El relato acompaña las imágenes con “la delicadeza de los elementos”, sugiriéndonos que Paz Encina tiene el ojo de una antropóloga en busca del significado perdido –o en riesgo de olvidarse– que rescata la película y nos acerca a la versión traducida de lo que es, entre tantas otras cosas, la poesía: la manifestación de la vida íntima y profunda de un pueblo. Una sorpresa para la directora, que trabajó varios años con los Ayoreo Totobiegosode, preguntándose cómo expresaban el amor cuando no tenían contacto físico entre ellos, hasta que le revelaron que su amor se expresaba con palabras, aquellas que escuchó durante su investigación de dimensiones oceánicas –característica de su trabajo–; palabras tan poderosas que pueden curar los malestares del espíritu.
Al mismo tiempo que se le practica una curación a Eami, antes de que cierre los ojos y los abra de nuevo al final de su biografía cinematográfica en los laberintos de la magia, su cuerpo se restablece mientras la escuchamos y el Asojá –el dios pájaro y mujer de los Totobiegosode– imprime en las imágenes la fuerza de sus aleteos, que se escuchan a manera de comentarios dramáticos y sobrenaturales de la historia; vuela de manera amenazante en la casa de una mujer menonita donde vemos fragmentos del “mundo civilizado” –la máquina de coser, la aguja, sus bordados, el temor ante lo desconocido– enfrente de la cual unos colonos apuntan con sus rifles a los indígenas que han capturado; guía la historia con la elocuencia de la comprensión fantástica que se puede hacer de la realidad.
Los planos cerrados sobre los rostros de los que llevan en su interior la arqueología de sus mitos son la expresión silenciosa de una comunidad que escucha y hace que el espectador los observe como la encarnación de los secretos que respiran en su universo –tan simbólico como el Popol Vuh o los libros del Chilam Balam y sus palabras que perduran por el amor de la escritura–.
Un mundo en el que sus planos revelan fragmentariamente lo que se complementa fuera de cuadro –los ladridos salvajes de unos perros amenazando a los indígenas, las criaturas invocadas en su mente por Eami– o metafóricamente cuando sobre el cuerpo de una niña aparecen los colores radiantes de unos vegetales, cuando vemos unas huellas de trazos tortuosos sobre la arena, cuando el blanco salino de un valle parece una consecuencia del bosque evaporado del paisaje, cuando una tortuga avanza entre los pasos dibujados por los que pudieron amenazarla y la obligaron a refugiarse en su caparazón.
Cuando la historia del cine político en Latinoamérica ha sido tan tortuosa y variable como las circunstancias del continente, y los alegatos de la desesperación en clave de consignas hacen parte del museo ideológico que decidió el futuro en el que se darían otras formas de acercarse a los estragos del poder –para recordarla, siempre, otra cineasta paraguaya, Renate Costa, que en Cuchillo de palo (2012) narró una historia familiar y nos recordó que es imposible estar al margen de la historia en la más secreta intimidad–, Paz Encina evidencia con Eami que la poesía no riñe con la denuncia, incluso la hace más visceral cuando sus metáforas retan la comprensión de su significado y nos enseñan que la magia es otra forma de sobrevivir al desastre.
Laboratorios Frankenstein©
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