“Como la mayoría de los colombianos, me he sentado frente al televisor y he tenido, durante muchas noches, las dosis de odio que al parecer son necesarias para el sostenimiento de la normalidad en esta esquina del mundo”
Oscar Campo, Cuerpos frágiles, 2010.
Hace alrededor de 12 años empezaron a aparecer unos comerciales del Ejército Nacional en las pantallas de la televisión colombiana. El lema: “los héroes en Colombia sí existen”, se repetía diariamente. La campaña construía un discurso que partía de los sueños de cualquier colombiano promedio y desembocaba en el sacrificio de la vida por la patria:
“Me enteré que le aprobaron el crédito para la tiendita… que la tiendita ya está produciendo… también me contaron que su esposa se encuentra mejor…” decían los militares mirándonos desde la pantalla, apelando a los valores tradicionales, a comprar una casa, a encontrar una esposa y tener unos hijos. El hecho de ver esos sueños truncados es, por supuesto, profundamente doloroso.
“¿Qué harías si ves a tu mejor amigo perder una pierna por una mina antipersonal? ¿Qué harías si te quitan a uno de los que más quieres? ¿Qué harías si encontraras a la persona que causó todo este dolor?” decía la voz en off recordándonos el valor de la lealtad por encima de todo.
“¿Sabe? Aunque yo no lo conozco, daría la vida por usted”, y con esta frase terminaba el militar, resaltando su deber, y provocando en nosotros una extraña cercanía: ya podíamos estar tranquilos, estábamos seguros. Así, la búsqueda de la paz estaba directamente relacionada con la seguridad y esta última con la democracia.
Años después, el director Orlando Pardo trae de regreso, pero ahora a la pantalla grande, Alma de Héroe, una película distribuida por Cinecolor Films Colombia y con el apoyo de EPM (Empresa de servicios públicos de Medellín) y Banco Popular. La película reconstruye en un poco más de dos horas la cotidianidady los sacrificios que está dispuesto a hacer un subteniente –Tabares- para vencer a los enemigos, salvar a su amigo del secuestro –el subteniente Cohen- y ojalá, algún día, retornar al calor de su amada Salma, quien también sufre en cuerpo y alma.
La película empieza subrayando el hecho de que en Colombia han ocurrido miles de atrocidades, aquí, en “una de las democracias más estables de Latinoamérica”. Yo me pregunto hoy de qué hablamos cuando decimos “estabilidad”, a qué nos referimos cuando pensamos en “democracia” y qué podría suceder si re-pensáramos esas palabras para realmente reconciliarnos, asumir responsabilidades y no repetir nunca más este dolor profundo de la guerra.
Una de mis hipótesis es que hemos prestado demasiada inatención a las imágenes. Hemos confundido, evadido o sencillamente pasado por alto su potencial. No hay nadie que haya visto los comerciales de “Los héroes en Colombia…” y los haya olvidado. Ellos nos ayudaron a forjar durante años esas mismas ideas dicotómicas que se repiten hoy en esta película: la del amigo y del enemigo, la del héroe y del bandido, y con ellas profundizamos más hondamente en la ruptura que tenemos hoy como sociedad y que no nos permite emprender un proceso de paz. No poder reconocer la fractura es equivalente a andar con una herida abierta, a desviar la mirada ante la posibilidad del diálogo, a no asumir de ninguna manera lo que hemos hecho, a ser continuamente irreconciliables e inconmovibles y a considerar todo esto como una virtud.
El hecho de asumir la historia con negros y blancos, pero sin matices, recae en nuestra mirada y en la falta de elocuencia para pronunciarnos ante lo que nos ha pasado. Para poder reconocer nuestras fisuras es necesario volver a mirar estas imágenes, hacernos responsables de su lectura, desconfiar de ellas1, preguntar por cómo nos interpelan o nos invaden, de qué manera nos atraviesan y hablan por nosotros. Es necesario cuestionarnos por lo que están construyendo o destruyendo y, especialmente, por cómo lo hacen.
A través de mi lectura de Alma de Héroe reconozco nuestra fractura que no sana y que, además, pretende perpetuarse reapareciendo en un momento en el que la reconciliación se mece al borde del abismo. Dos imágenes tristemente comunes se presentan como en una receta de cocina que alimenta nuestros amores y odios: la del enemigo y la del héroe, cargadas cada una de detalles que han estructurado la violencia en nuestro país y en nuestros corazones.
El enemigo
La imagen del enemigo es relativamente fácil de construir. Se acude a emociones que puedan generar repulsión u odio, por lo general directamente relacionadas con las miradas más tradicionales respecto al “salvaje”, para moldear con todas ellas un ser con las características necesarias o suficientes para su posterior condena. El enemigo puede ser hombre o mujer –de todos modos, luego de su construcción, si acaso seguirá siendo humano-, pero si es mujer será aún más temida, pues desdibuja la visión de lo femenino como protector y noble y nos deja aún más desesperanzados o con una abyección mejor armada. Así, imágenes como la de una mujer con metralleta y disparando a mansalva, la de una sospechosa “bandida” en un río o la de una gritando a un secuestrado, funcionan todas bastante bien.
El enemigo o la bandida no hablan, no se comunican más que desde las balas inagotables, las pipetas, los tatucos, el maltrato y las cadenas. Son, por tanto, seres insensibles que no tendrían jamás los sueños, miedos o preocupaciones del héroe. No sabemos nada de estos seres, a menos que sean niños, en cuyo caso tendrán voz y acento campesino y suplicarán piedad al verse acorralados. Su muerte en un intercambio de balas generará en el héroe un dolor profundo y llenará los días de razones para continuar con el deber y aceptar la fuerza del destino.
“…descubrir que los niños hacían parte de la guerra era algo inconcebible. Estábamos presenciando el crimen más atroz que se puede cometer: forzar a los niños a participar de un conflicto armado, utilizándolos como inocentes escudos de carne, cambiando sus miradas de esperanza por miradas de odio y convirtiéndolos en verdaderas máquinas de guerra, era algo que no nos cabía en la cabeza. La situación se ponía fuerte en esos momentos y en esos días abundaba la desesperanza en el ambiente. El enemigo arremetía con toda su fuerza y nuestra respuesta era contundente a esa ola de terror, pero cada esfuerzo que hacíamos para alejar el miedo, se convertía en un caos sin sentido, parecía que a esta tierra la hubiera olvidado Dios”.
La voz en off proviene del diario de Cohen, el subteniente secuestrado. Ella se dirige a la sensibilidad del espectador frente a algo que, a todas y todos, nos es reprochable: la participación de niños y niñas en la guerra. El problema del discurso reside en otro lugar, en la falta de autocrítica que como nación siempre nos ha caracterizado. Sería esencial pensar hasta dónde se ha reclutado forzosamente desde todos los bandos, especialmente en un país abandonado por las instituciones, en donde crecen niñas y niños huérfanos, acechados por la pobreza y por la idea romántica de la guerra y del poder, sin otra posibilidad que la de ver en el Estado o en cualquier otra fuerza armada, legal o ilegal, a su padre o a su madre.
No hay bando en este país que no haya cambiado las miradas de esperanza de la gente por miradas de odio y guerra y más bien pareciera que ya no nos cupiera otro tipo de escenario en la cabeza. Se nos ha enseñado a no “dar papaya”, a ver en la “viveza” un virtuosismo, a honrar al padre por sobre todas las cosas. Muy probablemente nada de esto depende de Dios, a quien le hemos achacado la responsabilidad de todo, para no hacernos cargo ni sentirnos culpables.
Otros detalles integran esta imagen del enemigo. Los militares finalmente encuentran el campamento de los bandidos, lo recorren con sigilo y, de repente, se encuentran rodeados por los trozos colgantes de un marrano desmembrado con su carne expuesta, imagen fundamental en esta construcción del salvaje. El enemigo es despiadado y voraz y para reforzar esta idea es necesaria la exposición de los cuerpos inocentes. Así, se exhibirán a su vez los cuerpos descuartizados y sangrientos de los militares que han sido atacados, nunca los cuerpos de los enemigos. Hay cuerpos buenos y cuerpos malos. Hay muertos buenos y muertos malos. El cuerpo del enemigo es como el de un zombi, asesinarlo no genera culpas.
El héroe
El héroe se representa en forma masculina, la forma femenina es confusa, por no decir nula. La presencia de la mujer de este lado de la historia convoca al eterno sufrimiento, pero nunca realmente al empoderamiento o a la acción. Es, por tanto, una presencia pasiva. El héroe, por el contrario, tiene varias formas. Se ve por lo general representado en un huérfano, en un vengador o en ambas, al igual que el enemigo, pero con la suerte de haber escogido el “bando correcto”.
Si es huérfano, el Ejército será su familia y dará todo por ella. Se entrenará noche y día para ser el brazo derecho de la fuerza y para sortear todo tipo de obstáculos en la vida. Estará dispuesto a todo, a aprender el lenguaje de la guerra, a no sentir miedo, a disparar. Un cierto grado de insensibilidad por la vida del otro es necesario para la experticia.
Sus sueños y recuerdos son fundamentales. El héroe desea conformar una familia, por lo cual la imagen de un militar saliendo del banco (popular), probablemente con el crédito aprobado para la vivienda en la que vivirá con su amada y tendrán hijos y serán felices por siempre, representa su gran sueño. Este se desvanecerá rápidamente, pues deberá salir al rescate de su amigo secuestrado en combate en la selva.
Durante la búsqueda sufrirá en silencio, pero resistirá a toda costa sin dejar de ser un líder leal a su equipo y a su amistad inquebrantable. Su equipo le será fiel y lo aconsejará en momentos difíciles, por lo cual el héroe nunca tendrá dudas, a excepción de la desconfianza que le producirá Valoyes, un soldado –negro- que no parece haber defendido a sus compañeros en el momento en el que ocurrió el ataque.
Si el héroe es un vengador deberá cumplir primero con algunos rasgos “comunes” a la imagen de víctima que hemos construido, tales como: ser negro (el negro es casi siempre un sospechoso o una víctima); ser originario de alguna región vulnerable; tener un miedo profundo en el corazón, el cual se confunde con inocencia; convertir finalmente ese miedo en rabia u odio, lo cual le concederá la fuerza y el valor para convertirse en una máquina de guerra y reivindicar a los suyos.
“Valoyes: es un algo como que no me deja actuar mi teniente… la conclusión es que no me veo matando a otro ser humano mi teniente.
Tabares: eso que me está diciendo es muy malo para una unidad, más esta que es de comandos.
V: sí, lo sé, pero también sé que tengo las fuerzas para estar aquí… mi teniente, yo vi cómo mataron a mi hermano y a mi papá. Los bandidos se querían llevar a mi hermano porque tenía 15 años. Mi papá se negó. Entonces los pusieron en frente de la casa y los mataron delante de mi mamá y de nosotros.
T: ¿Usted de dónde es?
V: De Beté, Chocó.
…
T: Pero para estar aquí hay que disparar Valoyes.
V: Como ordene mi teniente.”
El odio acompaña el romanticismo por la guerra. Mientras más se dispara más valiente se es, más guerrero, más tenaz. Mientras más resultados se muestran más confianza parecen generar. No obstante, olvidamos que esta sed de resultados ha desdibujado la idea original de la defensa de la vida del otro. Con el tiempo, ya no ha importado dentro de ciertas esferas si estos “positivos” son falsos o no, ya el enemigo puede ser cualquiera con tal de tener tal rótulo. La visión vertiginosa, trastornada y trastocada del héroe nos ha llevado a deshumanizar al otro, a pasar por encima de su dignidad y de su vida.
¿Y ahora?
Luego de todo esto ¿qué nos queda? Alma de Héroe reconstruye un discurso trágico y propagandístico que se cierra con la muerte del héroe -convertido por tanto en mártir-, y que nos devuelve a la defensa de las propuestas político-militares del gobierno para terminar objetando la construcción de paz por otros medios.
La película debería generar en nosotros muchas preguntas: ¿Qué significa esta ruptura que hemos generado? ¿Qué estamos avizorando? ¿Cómo volver a creer los unos en los otros? ¿Cómo construir desde nuestras diferencias? ¿Cuál es la posibilidad de una Colombia reconciliada en medio de estas imágenes? ¿A qué nos acercan y de qué nos distancian? ¿Qué hemos legitimado, naturalizado, e incorporado a nuestra cotidianidad como si se tratara de una telenovela, o de una película al estilo hollywoodense, y no importara?, de todos modos saldremos del cine sin sentirnos responsables de nada...
Hace unos días pude asistir a una charla de Francisco de Roux sobre la idea de la responsabilidad como una necesidad colectiva y sus palabras me conmovieron. No puedo más que traerlas hoy a colación, esperando que sean un eco para que no volvamos a desviar la mirada de manera inocente, o más bien cómplice, ante estas imágenes.
Es necesario volver a mirar el dolor. Somos “una nación que lo ha vivido como si no se tratase de nosotros. Para hablar de responsabilidad deberíamos sentirnos obligados a ejercer una responsabilidad colectiva. Tenemos que tener el coraje de reconocernos para poder acrecentar nuestra estima y transformarnos. Somos una sociedad que se ha destruido a sí misma” (De Roux). La nuestra no es una democracia real, mucho menos estable. Colombia tiene problemas estructurales de todo tipo y la violencia se ejerce en todas las dimensiones. Pero el problema más grave somos, quizás, nosotros mismos. “Tenemos una capacidad de autodestrucción, de humillar al otro, de romperlo… Debemos reconocer nuestras luces y nuestras sombras… Es imposible pedirle a los demás que digan la verdad si nosotros no tenemos el coraje de decirnos la verdad a nosotros mismos y de reconocer lo que hemos sido. Ellos también eran colombianos como nosotros, unos y otros, perpetradores y víctimas” (De Roux).
Las películas que producimos sobre este tema no son inocentes y ante esto la indiferencia no hace otra cosa que alimentar la guerra. Las imágenes de nuestra violencia deberían abrir espacios para volver a mirarnos a los ojos y reconstruir lo que nos ha pasado juntos, en lugar de ser representaciones odiosas de enemigos y héroes que hemos repetido como en un recetario. Debemos reconocer y advertir, como ya lo ha hecho la gran Chimamanda2, sobre el peligro de la historia única. Lo hemos comprobado lo suficiente, las historias fijas en una sola mirada impiden encontrar una luz entre tanta sombra.
Como enunciaba Harun Farocki, 2013.
Chimamanda Ngozi Adichie, escritora, novelista y dramaturga feminista nigeriana: “Las historias importan. Importan muchas historias. Las historias se han utilizado para desposeer y calumniar, pero también pueden usarse para facultar y humanizar. Pueden quebrar la dignidad de un pueblo, pero también pueden restaurarla”, 2018.
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RECETARIO CINEMATOGRÁFICO PARA ALIMENTAR LA GUERRA
El regreso de los héroes en Colombia
“Como la mayoría de los colombianos, me he sentado frente al televisor y he tenido, durante muchas noches, las dosis de odio que al parecer son necesarias para el sostenimiento de la normalidad en esta esquina del mundo”
Oscar Campo, Cuerpos frágiles, 2010.
Hace alrededor de 12 años empezaron a aparecer unos comerciales del Ejército Nacional en las pantallas de la televisión colombiana. El lema: “los héroes en Colombia sí existen”, se repetía diariamente. La campaña construía un discurso que partía de los sueños de cualquier colombiano promedio y desembocaba en el sacrificio de la vida por la patria:
“Me enteré que le aprobaron el crédito para la tiendita… que la tiendita ya está produciendo… también me contaron que su esposa se encuentra mejor…” decían los militares mirándonos desde la pantalla, apelando a los valores tradicionales, a comprar una casa, a encontrar una esposa y tener unos hijos. El hecho de ver esos sueños truncados es, por supuesto, profundamente doloroso.
“¿Qué harías si ves a tu mejor amigo perder una pierna por una mina antipersonal? ¿Qué harías si te quitan a uno de los que más quieres? ¿Qué harías si encontraras a la persona que causó todo este dolor?” decía la voz en off recordándonos el valor de la lealtad por encima de todo.
“¿Sabe? Aunque yo no lo conozco, daría la vida por usted”, y con esta frase terminaba el militar, resaltando su deber, y provocando en nosotros una extraña cercanía: ya podíamos estar tranquilos, estábamos seguros. Así, la búsqueda de la paz estaba directamente relacionada con la seguridad y esta última con la democracia.
Años después, el director Orlando Pardo trae de regreso, pero ahora a la pantalla grande, Alma de Héroe, una película distribuida por Cinecolor Films Colombia y con el apoyo de EPM (Empresa de servicios públicos de Medellín) y Banco Popular. La película reconstruye en un poco más de dos horas la cotidianidad y los sacrificios que está dispuesto a hacer un subteniente –Tabares- para vencer a los enemigos, salvar a su amigo del secuestro –el subteniente Cohen- y ojalá, algún día, retornar al calor de su amada Salma, quien también sufre en cuerpo y alma.
La película empieza subrayando el hecho de que en Colombia han ocurrido miles de atrocidades, aquí, en “una de las democracias más estables de Latinoamérica”. Yo me pregunto hoy de qué hablamos cuando decimos “estabilidad”, a qué nos referimos cuando pensamos en “democracia” y qué podría suceder si re-pensáramos esas palabras para realmente reconciliarnos, asumir responsabilidades y no repetir nunca más este dolor profundo de la guerra.
Una de mis hipótesis es que hemos prestado demasiada inatención a las imágenes. Hemos confundido, evadido o sencillamente pasado por alto su potencial. No hay nadie que haya visto los comerciales de “Los héroes en Colombia…” y los haya olvidado. Ellos nos ayudaron a forjar durante años esas mismas ideas dicotómicas que se repiten hoy en esta película: la del amigo y del enemigo, la del héroe y del bandido, y con ellas profundizamos más hondamente en la ruptura que tenemos hoy como sociedad y que no nos permite emprender un proceso de paz. No poder reconocer la fractura es equivalente a andar con una herida abierta, a desviar la mirada ante la posibilidad del diálogo, a no asumir de ninguna manera lo que hemos hecho, a ser continuamente irreconciliables e inconmovibles y a considerar todo esto como una virtud.
El hecho de asumir la historia con negros y blancos, pero sin matices, recae en nuestra mirada y en la falta de elocuencia para pronunciarnos ante lo que nos ha pasado. Para poder reconocer nuestras fisuras es necesario volver a mirar estas imágenes, hacernos responsables de su lectura, desconfiar de ellas1, preguntar por cómo nos interpelan o nos invaden, de qué manera nos atraviesan y hablan por nosotros. Es necesario cuestionarnos por lo que están construyendo o destruyendo y, especialmente, por cómo lo hacen.
A través de mi lectura de Alma de Héroe reconozco nuestra fractura que no sana y que, además, pretende perpetuarse reapareciendo en un momento en el que la reconciliación se mece al borde del abismo. Dos imágenes tristemente comunes se presentan como en una receta de cocina que alimenta nuestros amores y odios: la del enemigo y la del héroe, cargadas cada una de detalles que han estructurado la violencia en nuestro país y en nuestros corazones.
El enemigo
La imagen del enemigo es relativamente fácil de construir. Se acude a emociones que puedan generar repulsión u odio, por lo general directamente relacionadas con las miradas más tradicionales respecto al “salvaje”, para moldear con todas ellas un ser con las características necesarias o suficientes para su posterior condena. El enemigo puede ser hombre o mujer –de todos modos, luego de su construcción, si acaso seguirá siendo humano-, pero si es mujer será aún más temida, pues desdibuja la visión de lo femenino como protector y noble y nos deja aún más desesperanzados o con una abyección mejor armada. Así, imágenes como la de una mujer con metralleta y disparando a mansalva, la de una sospechosa “bandida” en un río o la de una gritando a un secuestrado, funcionan todas bastante bien.
El enemigo o la bandida no hablan, no se comunican más que desde las balas inagotables, las pipetas, los tatucos, el maltrato y las cadenas. Son, por tanto, seres insensibles que no tendrían jamás los sueños, miedos o preocupaciones del héroe. No sabemos nada de estos seres, a menos que sean niños, en cuyo caso tendrán voz y acento campesino y suplicarán piedad al verse acorralados. Su muerte en un intercambio de balas generará en el héroe un dolor profundo y llenará los días de razones para continuar con el deber y aceptar la fuerza del destino.
La voz en off proviene del diario de Cohen, el subteniente secuestrado. Ella se dirige a la sensibilidad del espectador frente a algo que, a todas y todos, nos es reprochable: la participación de niños y niñas en la guerra. El problema del discurso reside en otro lugar, en la falta de autocrítica que como nación siempre nos ha caracterizado. Sería esencial pensar hasta dónde se ha reclutado forzosamente desde todos los bandos, especialmente en un país abandonado por las instituciones, en donde crecen niñas y niños huérfanos, acechados por la pobreza y por la idea romántica de la guerra y del poder, sin otra posibilidad que la de ver en el Estado o en cualquier otra fuerza armada, legal o ilegal, a su padre o a su madre.
No hay bando en este país que no haya cambiado las miradas de esperanza de la gente por miradas de odio y guerra y más bien pareciera que ya no nos cupiera otro tipo de escenario en la cabeza. Se nos ha enseñado a no “dar papaya”, a ver en la “viveza” un virtuosismo, a honrar al padre por sobre todas las cosas. Muy probablemente nada de esto depende de Dios, a quien le hemos achacado la responsabilidad de todo, para no hacernos cargo ni sentirnos culpables.
Otros detalles integran esta imagen del enemigo. Los militares finalmente encuentran el campamento de los bandidos, lo recorren con sigilo y, de repente, se encuentran rodeados por los trozos colgantes de un marrano desmembrado con su carne expuesta, imagen fundamental en esta construcción del salvaje. El enemigo es despiadado y voraz y para reforzar esta idea es necesaria la exposición de los cuerpos inocentes. Así, se exhibirán a su vez los cuerpos descuartizados y sangrientos de los militares que han sido atacados, nunca los cuerpos de los enemigos. Hay cuerpos buenos y cuerpos malos. Hay muertos buenos y muertos malos. El cuerpo del enemigo es como el de un zombi, asesinarlo no genera culpas.
El héroe
El héroe se representa en forma masculina, la forma femenina es confusa, por no decir nula. La presencia de la mujer de este lado de la historia convoca al eterno sufrimiento, pero nunca realmente al empoderamiento o a la acción. Es, por tanto, una presencia pasiva. El héroe, por el contrario, tiene varias formas. Se ve por lo general representado en un huérfano, en un vengador o en ambas, al igual que el enemigo, pero con la suerte de haber escogido el “bando correcto”.
Si es huérfano, el Ejército será su familia y dará todo por ella. Se entrenará noche y día para ser el brazo derecho de la fuerza y para sortear todo tipo de obstáculos en la vida. Estará dispuesto a todo, a aprender el lenguaje de la guerra, a no sentir miedo, a disparar. Un cierto grado de insensibilidad por la vida del otro es necesario para la experticia.
Sus sueños y recuerdos son fundamentales. El héroe desea conformar una familia, por lo cual la imagen de un militar saliendo del banco (popular), probablemente con el crédito aprobado para la vivienda en la que vivirá con su amada y tendrán hijos y serán felices por siempre, representa su gran sueño. Este se desvanecerá rápidamente, pues deberá salir al rescate de su amigo secuestrado en combate en la selva.
Durante la búsqueda sufrirá en silencio, pero resistirá a toda costa sin dejar de ser un líder leal a su equipo y a su amistad inquebrantable. Su equipo le será fiel y lo aconsejará en momentos difíciles, por lo cual el héroe nunca tendrá dudas, a excepción de la desconfianza que le producirá Valoyes, un soldado –negro- que no parece haber defendido a sus compañeros en el momento en el que ocurrió el ataque.
Si el héroe es un vengador deberá cumplir primero con algunos rasgos “comunes” a la imagen de víctima que hemos construido, tales como: ser negro (el negro es casi siempre un sospechoso o una víctima); ser originario de alguna región vulnerable; tener un miedo profundo en el corazón, el cual se confunde con inocencia; convertir finalmente ese miedo en rabia u odio, lo cual le concederá la fuerza y el valor para convertirse en una máquina de guerra y reivindicar a los suyos.
“Valoyes: es un algo como que no me deja actuar mi teniente… la conclusión es que no me veo matando a otro ser humano mi teniente.
Tabares: eso que me está diciendo es muy malo para una unidad, más esta que es de comandos.
V: sí, lo sé, pero también sé que tengo las fuerzas para estar aquí… mi teniente, yo vi cómo mataron a mi hermano y a mi papá. Los bandidos se querían llevar a mi hermano porque tenía 15 años. Mi papá se negó. Entonces los pusieron en frente de la casa y los mataron delante de mi mamá y de nosotros.
T: ¿Usted de dónde es?
V: De Beté, Chocó.
…
T: Pero para estar aquí hay que disparar Valoyes.
V: Como ordene mi teniente.”
El odio acompaña el romanticismo por la guerra. Mientras más se dispara más valiente se es, más guerrero, más tenaz. Mientras más resultados se muestran más confianza parecen generar. No obstante, olvidamos que esta sed de resultados ha desdibujado la idea original de la defensa de la vida del otro. Con el tiempo, ya no ha importado dentro de ciertas esferas si estos “positivos” son falsos o no, ya el enemigo puede ser cualquiera con tal de tener tal rótulo. La visión vertiginosa, trastornada y trastocada del héroe nos ha llevado a deshumanizar al otro, a pasar por encima de su dignidad y de su vida.
¿Y ahora?
Luego de todo esto ¿qué nos queda? Alma de Héroe reconstruye un discurso trágico y propagandístico que se cierra con la muerte del héroe -convertido por tanto en mártir-, y que nos devuelve a la defensa de las propuestas político-militares del gobierno para terminar objetando la construcción de paz por otros medios.
La película debería generar en nosotros muchas preguntas: ¿Qué significa esta ruptura que hemos generado? ¿Qué estamos avizorando? ¿Cómo volver a creer los unos en los otros? ¿Cómo construir desde nuestras diferencias? ¿Cuál es la posibilidad de una Colombia reconciliada en medio de estas imágenes? ¿A qué nos acercan y de qué nos distancian? ¿Qué hemos legitimado, naturalizado, e incorporado a nuestra cotidianidad como si se tratara de una telenovela, o de una película al estilo hollywoodense, y no importara?, de todos modos saldremos del cine sin sentirnos responsables de nada...
Hace unos días pude asistir a una charla de Francisco de Roux sobre la idea de la responsabilidad como una necesidad colectiva y sus palabras me conmovieron. No puedo más que traerlas hoy a colación, esperando que sean un eco para que no volvamos a desviar la mirada de manera inocente, o más bien cómplice, ante estas imágenes.
Es necesario volver a mirar el dolor. Somos “una nación que lo ha vivido como si no se tratase de nosotros. Para hablar de responsabilidad deberíamos sentirnos obligados a ejercer una responsabilidad colectiva. Tenemos que tener el coraje de reconocernos para poder acrecentar nuestra estima y transformarnos. Somos una sociedad que se ha destruido a sí misma” (De Roux). La nuestra no es una democracia real, mucho menos estable. Colombia tiene problemas estructurales de todo tipo y la violencia se ejerce en todas las dimensiones. Pero el problema más grave somos, quizás, nosotros mismos. “Tenemos una capacidad de autodestrucción, de humillar al otro, de romperlo… Debemos reconocer nuestras luces y nuestras sombras… Es imposible pedirle a los demás que digan la verdad si nosotros no tenemos el coraje de decirnos la verdad a nosotros mismos y de reconocer lo que hemos sido. Ellos también eran colombianos como nosotros, unos y otros, perpetradores y víctimas” (De Roux).
Las películas que producimos sobre este tema no son inocentes y ante esto la indiferencia no hace otra cosa que alimentar la guerra. Las imágenes de nuestra violencia deberían abrir espacios para volver a mirarnos a los ojos y reconstruir lo que nos ha pasado juntos, en lugar de ser representaciones odiosas de enemigos y héroes que hemos repetido como en un recetario. Debemos reconocer y advertir, como ya lo ha hecho la gran Chimamanda2, sobre el peligro de la historia única. Lo hemos comprobado lo suficiente, las historias fijas en una sola mirada impiden encontrar una luz entre tanta sombra.
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