Mi piel, luminosa, de Nicolás Pereda y Gabino Rodríguez
“Se trata de transformar, en la medida de lo posible, la vida cotidiana en una metáfora con significado divino, en una parábola”.
Simone Weil
Además de seducir con títulos verdaderamente hermosos, de despliegue muy literario, La vida en común y Mi piel, luminosa tienen en el corazón un misterio. La vida en común es como una noche estrellada: allí donde no hay luz ella apunta, revelando algo del misterio de las tinieblas. Un puma rodea una comunidad rural (el film es algo así como un primo muy perdido, lejano y convertido al catolicismo de Nazareno Cruz y el lobo, de Leonardo Favio). La comunidad y sus rutinas temen la vigilancia azarosa del animal. Un grupo de jóvenes se impone la tarea de acabar con la presencia del puma: como Hansel y Gretel (la película se estructura alrededor de los lazos de dos grandes amigos –todavía no son adolescentes pero tampoco son niños del todo, sus cuerpos se estiran y el mundo les pide empezar a tomar decisiones cruciales–: uno que busca el ritual de los grandes y otro que se resiste a él) van en busca de trozos de pan. Huellas y rastros del puma: la noche, peligrosa, está llena de secretos. En Mi piel, luminosa la aparición la hacen primero las palabras: un alumno regresa como nuevo: tiene algo raro en su piel. Es otro. Para evitar que contagie a los demás niños lo obligan a un encierro estricto en un salón que marcan con la letra M. M de Matías. Así se llama el niño brillante: después de su adopción por una familia asentada en Florida, Matías fue perdiendo su color de piel. Su transformación empujó su devolución, una des-adopción inmediata y salvaje.
Estas dos películas mantienen similitudes y singularidades muy fuertes. Es difícil creer que no son películas de dos grandes amigos que se ven todos los días para discutir ideas y pensar nuevos proyectos. Es curioso el viaje que hacen las ideas. Ambas comparten un arranque paralelo, un funcionamiento casi igual y un lugar o arquitectura central: la escuela, la estructura de la enseñanza y la atención. Son, también, los niños quienes mantienen andando las dos películas. No es estrictamente el mundo infantil lo que vemos pero sí es un ecosistema donde la infancia tiene una ligera y productiva independencia. No hay padres en ninguna parte, son figuras esquivas, fantasmales, gaseosas. En Mi piel, luminosa, por ejemplo, no hay diferencias entre madres y profesoras. Allí la escuela es literalmente un hogar, jamás se abandona (solo en los pensamientos o en los sueños). Los inicios pretenden dar cuenta de una rutina. Rutina que se evapora rápido para dar paso al encuentro de un misterio. Un puma y un enfermo niño brillante, respectivamente. Después, cada una pasa a concentrarse en esa interrupción de las tranquilidades. La llegada del misterio es una onda expansiva: todo cambia. En la película argentina el quiebre, inmediato, se da afuera: amenaza con entrar y acabar con todo (“un puma no mata porque tiene hambre, mata porque puede”). En la mexicana la anomalía está adentro. Se trata de contener en un salón: la enfermedad no cruza el ladrillo.
Utilizan el método de la dilatación. Son películas que son mares. Son una gota de color rojo en medio de un gran vaso de agua regular. Avanzan perdiéndose. Son anti-barrocas y, al mismo tiempo, están llenas de cosas: sus escenas, que podrían ser unidades autónomas, van variando y expandiéndose poco a poco. La vida en común empieza como el relato de estos dos niños casi hermanos (el uno creciendo, el otro rechazando el crecimiento –prefiere ver a su amigo, un tierno niño, imitar a los dinosaurios–) y termina expandido casi que a todo el mundo: el mayor con sus amigos, el menor con los suyos; el ambiente escolar; la enamorada; los recuerdos. Mi piel, luminosa, un remolino de relatos, un telar elaborado, se devuelve hasta el periodo de la Conquista, es “una historia que parecía salida de un sueño”. Ambas son así. Como los niños en Mi piel, luminosa, estas películas empiezan a pensar en otras cosas. Se desvían, cambian, saltan. Eso hacen. Sus rutas imitan, con buena carga paradójica, los recorridos recónditos de la desatención. Abrazan lo inverosímil.
Los rituales son importantes. El ejercicio de pisar las huellas del otro en Mi piel, luminosa, recuerda todo el armazón narrativo de La vida en común: ir tras las huellas de un otro. En esos rituales se piensa en otras cosas, se imagina. Eso también aparece frente a nuestros ojos. El padre desaparecido se vuelve material porque es recordado por su hijo. Se filma el pensamiento, la materia, según Ignacio Agüero (ver Como me da la gana II), cinematográfica por excelencia. En esas aguas se bañan estas películas. Materialización del pensamiento, aprehensión de lo inaprensible.
La marcha y la transformación que siguen estas películas, la intuición para el avance, es un proceso semejante a la intención expresada por Borges para leer la filosofía como literatura fantástica. Aquí, digamos, la ruralidad se convierte en parábola. La realidad se lee como contenedora de poder místico. Es decir, nada en estos dos mundos tiene una lectura tradicional, segura, confiada. Así es como aparece el mundo imaginado: en ese “mal leer”, en ese dislocamiento o doblez de un texto (oral en estos casos). Es la voz la que nos introduce en un mundo que se levanta sobre la imagen.
Nayiele imagina. Su imaginación la lleva a Matías. Los padres pasajeros de Matías imaginamos verlos: una pareja en una casa campestre hace su domingo: piscina, tranquilidad. Esperan la tormenta. No dicen nada. En los sueños las gargantas no producen voces. Algo similar sucede en La vida en común: la llegada nocturna de la niña que ama el niño mayor, Isaías, con deseos de ser cazador, aparece ante nosotros después de haber escuchado una narración sentida del episodio. El esfuerzo de estas películas es elástico: va desde la captura de unas actitudes particulares para establecer una comunidad hasta la materialización de lo que dicen las palabras (el pensamiento se levanta y camina fuera de la cabeza; la imaginación no es solo imaginación). En esa goma elástica, durante ese recorrido, es donde aparece la posibilidad de lo místico. Ese tono dilatado que empuja a las imágenes a ser evidencia de lo imposible.
Las tormentas, como caen del cielo, son, por pura observación empedernida, procesos del misterio: nadie piensa, al menos en estas películas, que el agua cae porque después de haber sido evaporada tiene que caer, pues en la Tierra todo lo que sube baja; se piensa, en cambio, que son señales divinas, que ellas esculpen con sus relámpagos el destino de los individuos. Las contemplamos como niños: nos atraen y nos asustan. Se repiten con claridad en ambas películas. Son casi un método.
La cámara es sigilosa, atenta como un puma, dócil como la mirada de un enfermo, precavida como la actitud de un monje. En las dos películas se nos permite pensar como el enigma (ese evento que quiebra los días). Las voces que guían (los narradores de los films) entran y salen fácilmente de los cuerpos, de los otros cuerpos. “En las noches Matías sueña con sus compañeros de escuela. Los puede imaginar perfectamente pero no puede escuchar sus voces, así que sueña con ellos en silencio”. Y nosotros vemos esos sueños: niños nerviosos delante un tablero blanco que se convierte en fondo de todo el plano, mueven la boca y tampoco escuchamos sus palabras. Son mudos. En La vida en común somos pumas por un rato. Es un desboque misterioso de la película. Es su ascensión a otro estado. Es una señal de grandeza. Su configuración de parábola.
Otra cosa, aunque algo soterrada, que enfrenta esta dupla es la posibilidad de la invención. ¿Qué puede ser pensado e imaginado? El cuerpo del puma, por ejemplo, nunca es una ilusión. Su misterio permanece hasta que lo vemos, hasta que un foco intenso de luz –una linterna, suponemos– lo revela. ¿Cómo imaginar, pues, el cuerpo y el rostro de algo que no se ha visto nunca? Las dos películas balancean esa cuerda floja. Por momentos llegamos a creer que ambas nos dicen que en la mente no puede aparecer lo que se desconoce por completo. Sin embargo, más que una certeza, estas películas, vistas juntas, se refutan la una a la otra. En Mi piel, luminosa los lugares pueden ser creados. ¿Cómo explicar la aparición de ese templo oscuro? Basta el conocimiento de un sustantivo común –un monje– para pensar la arquitectura que lo acompaña. Pero, ¿se puede pensar en rostros nuevos? Los niños del curso imaginan a Martín. Esa cara sin forma, que pueden imaginar traslúcida, los desvela. Los saca del salón. ¿La ven al final? Algo nos dice que sí. Que el agua de la fuente obliga a darle forma a ese misterio (¿Hay misterios para la imaginación?). El bosque que un padre se va a fumigar puede ser imaginado pero su rostro está atrapado en un traje blanco. Una escena pelea con la otra. Un niño imagina el sonido que salía de la boca de los dinosaurios. ¿Hay alguna certeza de ese sonido? Es la imaginación que se apodera del mundo de las leyes físicas. Es como si en estas ruralidades se esperara por la aparición de eso imaginado. Es solamente el agua de una fuente perdida y lejana la que hace que Matías pueda salir de su encierro. Son los pensamientos de un puma lo que termina por asegurar al menor, todavía reticente del mundo adulto, de que ir a su caza es una locura, una injusticia. La intimidad de la creación de la mente, cuando es compartida, crea la certeza. No es antes, ni durante. Es únicamente allí, en ese lugar no concreto, que lo que se gana se gana para siempre y lo que se pierde se pierde para siempre.
Al puma lo vemos rápidamente, al niño luminoso no del todo. Matías, por la fuente milagrosa que trajo consigo el monje Bellatin, fue recuperando color: un baño allí después de caminar diez kilómetros daba salud. Matías se ha vuelto un sabio. Termina todo con una frase que también podría ser toda una parábola: “Elegimos el camino más largo para llegar a casa, pero ya estamos cerca”. Todo eso es pura invención mística. Intención de construir un nuevo libro de la vida. Recogimiento y quietud.
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RURALIDAD Y MISTICISMO
La vida en común, de Ezequiel Yanco
Mi piel, luminosa, de Nicolás Pereda y Gabino Rodríguez
“Se trata de transformar, en la medida de lo posible, la vida cotidiana en una metáfora con significado divino, en una parábola”.
Simone Weil
Además de seducir con títulos verdaderamente hermosos, de despliegue muy literario, La vida en común y Mi piel, luminosa tienen en el corazón un misterio. La vida en común es como una noche estrellada: allí donde no hay luz ella apunta, revelando algo del misterio de las tinieblas. Un puma rodea una comunidad rural (el film es algo así como un primo muy perdido, lejano y convertido al catolicismo de Nazareno Cruz y el lobo, de Leonardo Favio). La comunidad y sus rutinas temen la vigilancia azarosa del animal. Un grupo de jóvenes se impone la tarea de acabar con la presencia del puma: como Hansel y Gretel (la película se estructura alrededor de los lazos de dos grandes amigos –todavía no son adolescentes pero tampoco son niños del todo, sus cuerpos se estiran y el mundo les pide empezar a tomar decisiones cruciales–: uno que busca el ritual de los grandes y otro que se resiste a él) van en busca de trozos de pan. Huellas y rastros del puma: la noche, peligrosa, está llena de secretos. En Mi piel, luminosa la aparición la hacen primero las palabras: un alumno regresa como nuevo: tiene algo raro en su piel. Es otro. Para evitar que contagie a los demás niños lo obligan a un encierro estricto en un salón que marcan con la letra M. M de Matías. Así se llama el niño brillante: después de su adopción por una familia asentada en Florida, Matías fue perdiendo su color de piel. Su transformación empujó su devolución, una des-adopción inmediata y salvaje.
Estas dos películas mantienen similitudes y singularidades muy fuertes. Es difícil creer que no son películas de dos grandes amigos que se ven todos los días para discutir ideas y pensar nuevos proyectos. Es curioso el viaje que hacen las ideas. Ambas comparten un arranque paralelo, un funcionamiento casi igual y un lugar o arquitectura central: la escuela, la estructura de la enseñanza y la atención. Son, también, los niños quienes mantienen andando las dos películas. No es estrictamente el mundo infantil lo que vemos pero sí es un ecosistema donde la infancia tiene una ligera y productiva independencia. No hay padres en ninguna parte, son figuras esquivas, fantasmales, gaseosas. En Mi piel, luminosa, por ejemplo, no hay diferencias entre madres y profesoras. Allí la escuela es literalmente un hogar, jamás se abandona (solo en los pensamientos o en los sueños). Los inicios pretenden dar cuenta de una rutina. Rutina que se evapora rápido para dar paso al encuentro de un misterio. Un puma y un enfermo niño brillante, respectivamente. Después, cada una pasa a concentrarse en esa interrupción de las tranquilidades. La llegada del misterio es una onda expansiva: todo cambia. En la película argentina el quiebre, inmediato, se da afuera: amenaza con entrar y acabar con todo (“un puma no mata porque tiene hambre, mata porque puede”). En la mexicana la anomalía está adentro. Se trata de contener en un salón: la enfermedad no cruza el ladrillo.
Utilizan el método de la dilatación. Son películas que son mares. Son una gota de color rojo en medio de un gran vaso de agua regular. Avanzan perdiéndose. Son anti-barrocas y, al mismo tiempo, están llenas de cosas: sus escenas, que podrían ser unidades autónomas, van variando y expandiéndose poco a poco. La vida en común empieza como el relato de estos dos niños casi hermanos (el uno creciendo, el otro rechazando el crecimiento –prefiere ver a su amigo, un tierno niño, imitar a los dinosaurios–) y termina expandido casi que a todo el mundo: el mayor con sus amigos, el menor con los suyos; el ambiente escolar; la enamorada; los recuerdos. Mi piel, luminosa, un remolino de relatos, un telar elaborado, se devuelve hasta el periodo de la Conquista, es “una historia que parecía salida de un sueño”. Ambas son así. Como los niños en Mi piel, luminosa, estas películas empiezan a pensar en otras cosas. Se desvían, cambian, saltan. Eso hacen. Sus rutas imitan, con buena carga paradójica, los recorridos recónditos de la desatención. Abrazan lo inverosímil.
Los rituales son importantes. El ejercicio de pisar las huellas del otro en Mi piel, luminosa, recuerda todo el armazón narrativo de La vida en común: ir tras las huellas de un otro. En esos rituales se piensa en otras cosas, se imagina. Eso también aparece frente a nuestros ojos. El padre desaparecido se vuelve material porque es recordado por su hijo. Se filma el pensamiento, la materia, según Ignacio Agüero (ver Como me da la gana II), cinematográfica por excelencia. En esas aguas se bañan estas películas. Materialización del pensamiento, aprehensión de lo inaprensible.
La marcha y la transformación que siguen estas películas, la intuición para el avance, es un proceso semejante a la intención expresada por Borges para leer la filosofía como literatura fantástica. Aquí, digamos, la ruralidad se convierte en parábola. La realidad se lee como contenedora de poder místico. Es decir, nada en estos dos mundos tiene una lectura tradicional, segura, confiada. Así es como aparece el mundo imaginado: en ese “mal leer”, en ese dislocamiento o doblez de un texto (oral en estos casos). Es la voz la que nos introduce en un mundo que se levanta sobre la imagen.
Nayiele imagina. Su imaginación la lleva a Matías. Los padres pasajeros de Matías imaginamos verlos: una pareja en una casa campestre hace su domingo: piscina, tranquilidad. Esperan la tormenta. No dicen nada. En los sueños las gargantas no producen voces. Algo similar sucede en La vida en común: la llegada nocturna de la niña que ama el niño mayor, Isaías, con deseos de ser cazador, aparece ante nosotros después de haber escuchado una narración sentida del episodio. El esfuerzo de estas películas es elástico: va desde la captura de unas actitudes particulares para establecer una comunidad hasta la materialización de lo que dicen las palabras (el pensamiento se levanta y camina fuera de la cabeza; la imaginación no es solo imaginación). En esa goma elástica, durante ese recorrido, es donde aparece la posibilidad de lo místico. Ese tono dilatado que empuja a las imágenes a ser evidencia de lo imposible.
Las tormentas, como caen del cielo, son, por pura observación empedernida, procesos del misterio: nadie piensa, al menos en estas películas, que el agua cae porque después de haber sido evaporada tiene que caer, pues en la Tierra todo lo que sube baja; se piensa, en cambio, que son señales divinas, que ellas esculpen con sus relámpagos el destino de los individuos. Las contemplamos como niños: nos atraen y nos asustan. Se repiten con claridad en ambas películas. Son casi un método.
La cámara es sigilosa, atenta como un puma, dócil como la mirada de un enfermo, precavida como la actitud de un monje. En las dos películas se nos permite pensar como el enigma (ese evento que quiebra los días). Las voces que guían (los narradores de los films) entran y salen fácilmente de los cuerpos, de los otros cuerpos. “En las noches Matías sueña con sus compañeros de escuela. Los puede imaginar perfectamente pero no puede escuchar sus voces, así que sueña con ellos en silencio”. Y nosotros vemos esos sueños: niños nerviosos delante un tablero blanco que se convierte en fondo de todo el plano, mueven la boca y tampoco escuchamos sus palabras. Son mudos. En La vida en común somos pumas por un rato. Es un desboque misterioso de la película. Es su ascensión a otro estado. Es una señal de grandeza. Su configuración de parábola.
Otra cosa, aunque algo soterrada, que enfrenta esta dupla es la posibilidad de la invención. ¿Qué puede ser pensado e imaginado? El cuerpo del puma, por ejemplo, nunca es una ilusión. Su misterio permanece hasta que lo vemos, hasta que un foco intenso de luz –una linterna, suponemos– lo revela. ¿Cómo imaginar, pues, el cuerpo y el rostro de algo que no se ha visto nunca? Las dos películas balancean esa cuerda floja. Por momentos llegamos a creer que ambas nos dicen que en la mente no puede aparecer lo que se desconoce por completo. Sin embargo, más que una certeza, estas películas, vistas juntas, se refutan la una a la otra. En Mi piel, luminosa los lugares pueden ser creados. ¿Cómo explicar la aparición de ese templo oscuro? Basta el conocimiento de un sustantivo común –un monje– para pensar la arquitectura que lo acompaña. Pero, ¿se puede pensar en rostros nuevos? Los niños del curso imaginan a Martín. Esa cara sin forma, que pueden imaginar traslúcida, los desvela. Los saca del salón. ¿La ven al final? Algo nos dice que sí. Que el agua de la fuente obliga a darle forma a ese misterio (¿Hay misterios para la imaginación?). El bosque que un padre se va a fumigar puede ser imaginado pero su rostro está atrapado en un traje blanco. Una escena pelea con la otra. Un niño imagina el sonido que salía de la boca de los dinosaurios. ¿Hay alguna certeza de ese sonido? Es la imaginación que se apodera del mundo de las leyes físicas. Es como si en estas ruralidades se esperara por la aparición de eso imaginado. Es solamente el agua de una fuente perdida y lejana la que hace que Matías pueda salir de su encierro. Son los pensamientos de un puma lo que termina por asegurar al menor, todavía reticente del mundo adulto, de que ir a su caza es una locura, una injusticia. La intimidad de la creación de la mente, cuando es compartida, crea la certeza. No es antes, ni durante. Es únicamente allí, en ese lugar no concreto, que lo que se gana se gana para siempre y lo que se pierde se pierde para siempre.
Al puma lo vemos rápidamente, al niño luminoso no del todo. Matías, por la fuente milagrosa que trajo consigo el monje Bellatin, fue recuperando color: un baño allí después de caminar diez kilómetros daba salud. Matías se ha vuelto un sabio. Termina todo con una frase que también podría ser toda una parábola: “Elegimos el camino más largo para llegar a casa, pero ya estamos cerca”. Todo eso es pura invención mística. Intención de construir un nuevo libro de la vida. Recogimiento y quietud.
Para ver La vida en común: https://midbo.festivalesonline.com/catalogo/la-vida-en-comun/
Para ver Mi piel, luminosa: https://midbo.festivalesonline.com/catalogo/mi-piel-luminosa/
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