En su primera película corta, Sebastián Abril no baja a los infiernos y tampoco sube al Paraíso. Se queda en su ciudad, una Bogotá de fantasmas y ritos automáticos (fumar, la fiesta, el sexo). Bogotá es pues el purgatorio del título, con sus callecitas gemelas que van confundiendo al caminante haciéndole creer que su vida se desarrolla toda en el centro de un laberinto. El laberinto tiene una suerte de escape: subir los cerros, las montañas que revelan siempre el oriente, y ver desde arriba, bien arriba, entre más arriba mejor, la solución a las paredes que se cruzan. Sin embargo, el alcance de esa revelación es apenas una ilusión más. Todos en esta película nunca dejan de avanzar hacia lo espectral. Puro movimiento en círculos. Búsqueda perpetua (el Grindr como motivo que cumple esta metáfora). El tema que escoge Abril es eterno: la juventud y su espiral, que es un estado de persecución; es decir, el joven siempre va persiguiendo algo y nunca sabe muy bien qué. ¿La libertad de la noche? ¿La sabiduría de aquel que vive y lo ve todo? ¿Una definición propia de la vida? ¿La acumulación imperfecta de sentires? ¿Conocer el rostro enigmático del peligro?
La película comienza con un pequeñísimo prólogo de un misterioso hombre en la montaña. La cámara funciona al mismo tiempo como una mano que proporciona una caricia inestable y también como una boca dispuesta a tragarse al joven que fuma sin camisa mientras ve al sol desaparecer. En el pecho tiene unas escrituras que, por extensión, pueden servir a toda una generación que comparte una idea precisa sobre aquello que es la juventud. De forma ambigua, a ratos, la película suscribe a esa idea –más mundana y más repetitiva– sobre el oficio de ser joven. Al mismo tiempo, todo lo que viene después de ese plano parece querer probar lo contrario. Esta característica anfibia nos hace pensar que todo lo filmado tiende a lo irreconciliable –y de ahí el tono bien amargo–, hasta las miradas al sol están llenas de ácida tristeza. Descubriremos más tarde el propósito de esa cuesta empinada: es un lugar donde el placer camina sin restricciones, se desata a la sombra de los árboles. Después de la aparición del título encandilado en letras rojas, se materializa ante nuestros ojos el gran objeto de la película, el sol de ese nervioso sistema solar, el cuerpo del protagonista. Su piel también tiene tinta encima, pero no son escrituras sino figuras de los astros lo que luce mientras lee a Virginia Woolf y busca los tacones para salir en la noche. Antes de recorrer los sonidos y las tonalidades de negro de la vida nocturna, hay que pasar por la montaña, allí donde se recibe la espada de la pasión anónima. Caminar hacia arriba, subir, recuerda un acto de martirio y placer. Ya en la cima, el protagonista, aún sin nombre, saca su cámara de fotos, quiere atrapar lo que ve a su alrededor, que incluye ver/fotografiar a una pareja de hombres tener sexo. La película introduce las fotos que toma y se vuelve estática por unos segundos, es lo único de quietud que conoce la vida del protagonista.
Purgatorio es entonces la ventana a una angustia silenciosa que vemos durante tres días y dos noches; de todas maneras se nos avisa que el movimiento no tiene pausa: la angustia es eterna. Tiene la apariencia del pinball: una pelota recorriendo su camino de obstáculos. El protagonista –la pelota de metal– se mueve gracias a la influencia de su entorno; va probando su suerte cada noche con dos tipos distintos (uno de ellos interpretado por el propio director, en un papel de mudo que solo abre la boca para gritar Carlos, el nombre del protagonista, quien rechaza el hechizo de su nombre dicho por otro y sale corriendo de la última escena nocturna, incluso desaparece para siempre de la película). Su objetivo es no caer al vacío. Siempre buscar sobre qué apoyarse. Y en ese rehuir del vacío, el mundo de Carlos se encuentra con figuras repetidas: los hombres que ve en la montaña después los tendrá en su boca. En la necesidad de no caer y no perder la partida de pinball tropieza aleatoriamente con todo.
La película parece, también, uno de esos dibujos que son más bien manchas que, según el imaginario cinematográfico, le dan a los pacientes en alguna sesión de psicoanálisis pidiendo que revele las cosas que alcanza a ver en ese manchón. Aquel dibujo, piensa uno, se hace regando un poco de pintura sobre el centro de una hoja de papel dividida en dos y colocando después una mitad sobre la otra, aprisionando la pintura: el papel hace presión sobre el líquido de color vertido y busca formas de escaparse. Así aparecen las figuras. Purgatorio también está doblada a la mitad y cada parte de la hoja revela dos formas de crisis. La primera es violenta (el personaje que se queda a dormir con Carlos después del sexo de la primera noche se encarga de una dosis de indiferencia y violencia que se resumen en una línea de diálogo terrorífica: “Casi que no”), la segunda, más críptica y enigmática, versa sobre la imposibilidad de ser inmunes a las fragilidades del corazón.
La cámara es un espejo devastador, todo lo que a través de ella se capta nos llega resquebrajado, cojo, herido. Es decir, ver esta película es como recibir un ataque, un instante de sofoco: la angustia de una edad se materializa. Es la imagen de un proceso paulatino, como si el protagonista y la propia película buscaran una desintoxicación. La película de Abril nos puede llevar a otras películas y a otros nombres: Oscar Campo (la libertad del formato; la búsqueda de las sombras en la ciudad y su importancia como centro neurálgico de las películas), Edgardo Castro (el deseo casi de persecución por el cuerpo del protagonista), Faces, la de Cassavetes, sin el peso otorgado al procedimiento actoral, pero sí con la crudeza y la sensación de demasiada intimidad. Combina, además, la suave melancolía de un disco como Pang, de Caroline Polacheck –gradual, de puro asombro, mezcla de nostalgia y genuino malestar– con el ritmo desenfrenado de Animal, de Kesha –de sonidos electrónicos destinados al goce en la pista de baile, con canciones que pretenden hacer un mosaico de la superficie sentimental de la juventud: Your Love Is My Drug, Take It Off, Hungover, Party At A Rich Dude’s House, Dancing With Tears In My Eyes–. El método para darle forma a la ansiedad, el descontento y el conflicto, entonces, parece ser absolutamente libre.
Se piensa la juventud como un colectivo estridente de gente, algarabía y energía descanalizada, Abril, en cambio, filma otra cosa. Más gélida. Los momentos de estruendo son las fiestas, el rito automático por excelencia. Es difícil saber si esta gente la pasa bien allá, si desfogan la energía que se le concede a ese rango de edad. Cuando la idea del grupo se hace manifiesta en la película nos da la impresión de ver una entidad compacta que sigue un código añejo. El código milenario que dictamina que, cuando se es joven, hay que festejar, que la razón de ser de la juventud es una bulla implacable, una crónica de decibeles. Todo es más sombrío en la película: el sonido parece un martilleo, un dolor de cabeza; se privilegia la serenidad del hogar y apenas el ruido del viento en la montaña. A través de Carlos, indefenso, ese hombre que camina y camina, que va de puerta en puerta, y de otra puerta en otra puerta, buscando lo mismo –que nunca aparece–, Purgatorio construye un sistema propio, anti-aséptico y adicto a las elipsis. Sería un craso error no ver que esta película, balbuceante y excéntrica, aporta una sensibilidad de baile, de vaivén, hasta ahora casi que inédita, al cine joven colombiano. Quizás una revolución en el punto de vista: Abril, desde adentro, filma la noche que vive y lo deja tumescente. Filma el equilibrio inestable de su hábitat. Purgatorio es una valiosa novedad.
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SALVARSE DE LA OSCURIDAD
Purgatorio, de Sebastián Abril
“You open the door
To another door, to another door
To another door, to another door
And I'm running through to you”
Door - Caroline Polacheck
–¿Estás subiendo o estás bajando?
En su primera película corta, Sebastián Abril no baja a los infiernos y tampoco sube al Paraíso. Se queda en su ciudad, una Bogotá de fantasmas y ritos automáticos (fumar, la fiesta, el sexo). Bogotá es pues el purgatorio del título, con sus callecitas gemelas que van confundiendo al caminante haciéndole creer que su vida se desarrolla toda en el centro de un laberinto. El laberinto tiene una suerte de escape: subir los cerros, las montañas que revelan siempre el oriente, y ver desde arriba, bien arriba, entre más arriba mejor, la solución a las paredes que se cruzan. Sin embargo, el alcance de esa revelación es apenas una ilusión más. Todos en esta película nunca dejan de avanzar hacia lo espectral. Puro movimiento en círculos. Búsqueda perpetua (el Grindr como motivo que cumple esta metáfora). El tema que escoge Abril es eterno: la juventud y su espiral, que es un estado de persecución; es decir, el joven siempre va persiguiendo algo y nunca sabe muy bien qué. ¿La libertad de la noche? ¿La sabiduría de aquel que vive y lo ve todo? ¿Una definición propia de la vida? ¿La acumulación imperfecta de sentires? ¿Conocer el rostro enigmático del peligro?
La película comienza con un pequeñísimo prólogo de un misterioso hombre en la montaña. La cámara funciona al mismo tiempo como una mano que proporciona una caricia inestable y también como una boca dispuesta a tragarse al joven que fuma sin camisa mientras ve al sol desaparecer. En el pecho tiene unas escrituras que, por extensión, pueden servir a toda una generación que comparte una idea precisa sobre aquello que es la juventud. De forma ambigua, a ratos, la película suscribe a esa idea –más mundana y más repetitiva– sobre el oficio de ser joven. Al mismo tiempo, todo lo que viene después de ese plano parece querer probar lo contrario. Esta característica anfibia nos hace pensar que todo lo filmado tiende a lo irreconciliable –y de ahí el tono bien amargo–, hasta las miradas al sol están llenas de ácida tristeza. Descubriremos más tarde el propósito de esa cuesta empinada: es un lugar donde el placer camina sin restricciones, se desata a la sombra de los árboles. Después de la aparición del título encandilado en letras rojas, se materializa ante nuestros ojos el gran objeto de la película, el sol de ese nervioso sistema solar, el cuerpo del protagonista. Su piel también tiene tinta encima, pero no son escrituras sino figuras de los astros lo que luce mientras lee a Virginia Woolf y busca los tacones para salir en la noche. Antes de recorrer los sonidos y las tonalidades de negro de la vida nocturna, hay que pasar por la montaña, allí donde se recibe la espada de la pasión anónima. Caminar hacia arriba, subir, recuerda un acto de martirio y placer. Ya en la cima, el protagonista, aún sin nombre, saca su cámara de fotos, quiere atrapar lo que ve a su alrededor, que incluye ver/fotografiar a una pareja de hombres tener sexo. La película introduce las fotos que toma y se vuelve estática por unos segundos, es lo único de quietud que conoce la vida del protagonista.
Purgatorio es entonces la ventana a una angustia silenciosa que vemos durante tres días y dos noches; de todas maneras se nos avisa que el movimiento no tiene pausa: la angustia es eterna. Tiene la apariencia del pinball: una pelota recorriendo su camino de obstáculos. El protagonista –la pelota de metal– se mueve gracias a la influencia de su entorno; va probando su suerte cada noche con dos tipos distintos (uno de ellos interpretado por el propio director, en un papel de mudo que solo abre la boca para gritar Carlos, el nombre del protagonista, quien rechaza el hechizo de su nombre dicho por otro y sale corriendo de la última escena nocturna, incluso desaparece para siempre de la película). Su objetivo es no caer al vacío. Siempre buscar sobre qué apoyarse. Y en ese rehuir del vacío, el mundo de Carlos se encuentra con figuras repetidas: los hombres que ve en la montaña después los tendrá en su boca. En la necesidad de no caer y no perder la partida de pinball tropieza aleatoriamente con todo.
La película parece, también, uno de esos dibujos que son más bien manchas que, según el imaginario cinematográfico, le dan a los pacientes en alguna sesión de psicoanálisis pidiendo que revele las cosas que alcanza a ver en ese manchón. Aquel dibujo, piensa uno, se hace regando un poco de pintura sobre el centro de una hoja de papel dividida en dos y colocando después una mitad sobre la otra, aprisionando la pintura: el papel hace presión sobre el líquido de color vertido y busca formas de escaparse. Así aparecen las figuras. Purgatorio también está doblada a la mitad y cada parte de la hoja revela dos formas de crisis. La primera es violenta (el personaje que se queda a dormir con Carlos después del sexo de la primera noche se encarga de una dosis de indiferencia y violencia que se resumen en una línea de diálogo terrorífica: “Casi que no”), la segunda, más críptica y enigmática, versa sobre la imposibilidad de ser inmunes a las fragilidades del corazón.
La cámara es un espejo devastador, todo lo que a través de ella se capta nos llega resquebrajado, cojo, herido. Es decir, ver esta película es como recibir un ataque, un instante de sofoco: la angustia de una edad se materializa. Es la imagen de un proceso paulatino, como si el protagonista y la propia película buscaran una desintoxicación. La película de Abril nos puede llevar a otras películas y a otros nombres: Oscar Campo (la libertad del formato; la búsqueda de las sombras en la ciudad y su importancia como centro neurálgico de las películas), Edgardo Castro (el deseo casi de persecución por el cuerpo del protagonista), Faces, la de Cassavetes, sin el peso otorgado al procedimiento actoral, pero sí con la crudeza y la sensación de demasiada intimidad. Combina, además, la suave melancolía de un disco como Pang, de Caroline Polacheck –gradual, de puro asombro, mezcla de nostalgia y genuino malestar– con el ritmo desenfrenado de Animal, de Kesha –de sonidos electrónicos destinados al goce en la pista de baile, con canciones que pretenden hacer un mosaico de la superficie sentimental de la juventud: Your Love Is My Drug, Take It Off, Hungover, Party At A Rich Dude’s House, Dancing With Tears In My Eyes–. El método para darle forma a la ansiedad, el descontento y el conflicto, entonces, parece ser absolutamente libre.
Se piensa la juventud como un colectivo estridente de gente, algarabía y energía descanalizada, Abril, en cambio, filma otra cosa. Más gélida. Los momentos de estruendo son las fiestas, el rito automático por excelencia. Es difícil saber si esta gente la pasa bien allá, si desfogan la energía que se le concede a ese rango de edad. Cuando la idea del grupo se hace manifiesta en la película nos da la impresión de ver una entidad compacta que sigue un código añejo. El código milenario que dictamina que, cuando se es joven, hay que festejar, que la razón de ser de la juventud es una bulla implacable, una crónica de decibeles. Todo es más sombrío en la película: el sonido parece un martilleo, un dolor de cabeza; se privilegia la serenidad del hogar y apenas el ruido del viento en la montaña. A través de Carlos, indefenso, ese hombre que camina y camina, que va de puerta en puerta, y de otra puerta en otra puerta, buscando lo mismo –que nunca aparece–, Purgatorio construye un sistema propio, anti-aséptico y adicto a las elipsis. Sería un craso error no ver que esta película, balbuceante y excéntrica, aporta una sensibilidad de baile, de vaivén, hasta ahora casi que inédita, al cine joven colombiano. Quizás una revolución en el punto de vista: Abril, desde adentro, filma la noche que vive y lo deja tumescente. Filma el equilibrio inestable de su hábitat. Purgatorio es una valiosa novedad.
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