Penélope sufre de autismo y su madre, la documentalista Claire Doyon, hace de la cámara, según sus propias palabras, un arma y un escudo. El cine como terapia las encuentra en la pantalla donde vemos su historia de amor y sus guerras a través de los años, desde que nace Penélope hasta que madame Doyon admite que ha perdido la batalla contra la enfermedad de su hija y decide, en el límite de su tristeza y en lo que parece el convencimiento de estar en un callejón sin salida, internar a su hija en una institución y recuperar la vida sin los sobresaltos de lo inesperado.
Su devoción absoluta para cuidar a la niña –y olvidarse por un tiempo de su trabajo en el cine–, el tobogán por el que los días se deslizan entre la incertidumbre de los diagnósticos médicos, las ilusiones por un porvenir donde la familia pudiera vivir con la serenidad necesaria para festejar el mundo y el desconcierto de las dificultades, son el material de Pénélope mon amour (2021), un retrato de familia al que nos acercamos con la sinceridad documental de sus imágenes.
Pero Doyon no se apartó del cine y estuvo con el arma y el escudo de su cámara filmando fragmentos de vida con su hija Penélope. Desde que nace la niña y la felicidad es un resplandor en la familia, hasta que el mundo gira con la brusquedad de un diagnóstico indeseable y, diez y ocho años después, resumidos en hora y media de proyección, cuando nos enteramos de la decisión que toma su madre para internarla, asistimos a una prueba de intensidad y paciencia sobrehumanas –o, quizás, demasiado humanas– en la que podríamos definir como una home movie, tan sobrecogedora como el reto para sumergirse y cruzar un laberinto emocionalmente tortuoso.
Al inicio de la historia descubrimos, en la penumbra de una habitación, a Penélope acostada, respirando con el vértigo de la ansiedad, mientras escuchamos la voz en off de madame Doyon hablándole a su hija como será recurrente en todo el documental. Cámara en mano –como se lleva un escudo–, no hay artificios formales que se preocupen por narrar la historia de otra manera que no sea tal y como sucedió, organizando el material de archivo de las vidas en acción alrededor de Penélope, editado de una manera tan explícita que sentimos cada corte como una transición tajante hacia otro episodio de los que van componiendo el rompecabezas de la enfermedad y de sus traumatismos.
La entrega absoluta del amor sin fronteras hace que madame Doyon viaje con su hija a cualquier lugar del mundo donde la promesa para mejorar la salud de Penélope no sea un espejismo. En Nueva York, luego de visitar a los terapeutas con los que podrían encontrar algo semejante a la redención, hastiadas de la burbuja mental en la que están encerradas, hacen un viaje a Coney Island y disfrutan en la playa de una felicidad pasajera.
La home movie se convierte entonces en una road movie y en un diario filmado, con entradas donde aparece eventualmente el padre de Penélope, sonriendo con madame Doyon en el tiempo de la esperanza, cuando Penélope estaba recién nacida, envejeciendo con ellas, abatido por la situación.
Pénélope mon amour –aunque vemos el cariño que le brindan a la niña tanto el padre como sus abuelos y algunos amigos–, es una semblanza de la maternidad desolada, pero no derrotada; una película radicalmente femenina sobre el coraje para salvar del abismo a un ser humano que se ama por encima de todo lo que pueda contradecir la búsqueda del equilibrio; un acto de valor extremo para desnudar la intimidad de los hechos en el territorio público de la pantalla.
Una respuesta a los traumatismos de la realidad, editar Pénélope mon amour pudo ser para madame Doyon una forma de comprender en retrospectiva el pasado que regresa en el tiempo de una proyección, acaso como le sucedió a la actriz Sandrine Bonnaire cuando filmó Elle s’appelle Sabine (2007), comprendiendo mucho más la vida de su hermana autista, pues, ¿qué necesidad habría de aventurarse en el rodaje de un documental si no es para agradecer el testimonio de la memoria y la explicación sobre el amor y sus guerras?
En Pénélope mon amour hay un momento de gracia: en un viaje kilométrico a Mongolia para que un chamán examine a la niña, Penélope camina tranquilamente entre una manada de renos y su madre se asombra y agradece el instante de serenidad que viven y que transmiten las imágenes; un instante excepcional en esos diez y ocho años en los que estuvo filmando a su hija; en los que aprendió que la vida no era tan sencilla como imaginaba –tampoco el amor: una pasión acrobática y estimulante para enfrentar el destino–.
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SOBRE EL AMOR Y SUS GUERRAS - IFFR 04
Penélope sufre de autismo y su madre, la documentalista Claire Doyon, hace de la cámara, según sus propias palabras, un arma y un escudo. El cine como terapia las encuentra en la pantalla donde vemos su historia de amor y sus guerras a través de los años, desde que nace Penélope hasta que madame Doyon admite que ha perdido la batalla contra la enfermedad de su hija y decide, en el límite de su tristeza y en lo que parece el convencimiento de estar en un callejón sin salida, internar a su hija en una institución y recuperar la vida sin los sobresaltos de lo inesperado.
Su devoción absoluta para cuidar a la niña –y olvidarse por un tiempo de su trabajo en el cine–, el tobogán por el que los días se deslizan entre la incertidumbre de los diagnósticos médicos, las ilusiones por un porvenir donde la familia pudiera vivir con la serenidad necesaria para festejar el mundo y el desconcierto de las dificultades, son el material de Pénélope mon amour (2021), un retrato de familia al que nos acercamos con la sinceridad documental de sus imágenes.
Pero Doyon no se apartó del cine y estuvo con el arma y el escudo de su cámara filmando fragmentos de vida con su hija Penélope. Desde que nace la niña y la felicidad es un resplandor en la familia, hasta que el mundo gira con la brusquedad de un diagnóstico indeseable y, diez y ocho años después, resumidos en hora y media de proyección, cuando nos enteramos de la decisión que toma su madre para internarla, asistimos a una prueba de intensidad y paciencia sobrehumanas –o, quizás, demasiado humanas– en la que podríamos definir como una home movie, tan sobrecogedora como el reto para sumergirse y cruzar un laberinto emocionalmente tortuoso.
Al inicio de la historia descubrimos, en la penumbra de una habitación, a Penélope acostada, respirando con el vértigo de la ansiedad, mientras escuchamos la voz en off de madame Doyon hablándole a su hija como será recurrente en todo el documental. Cámara en mano –como se lleva un escudo–, no hay artificios formales que se preocupen por narrar la historia de otra manera que no sea tal y como sucedió, organizando el material de archivo de las vidas en acción alrededor de Penélope, editado de una manera tan explícita que sentimos cada corte como una transición tajante hacia otro episodio de los que van componiendo el rompecabezas de la enfermedad y de sus traumatismos.
La entrega absoluta del amor sin fronteras hace que madame Doyon viaje con su hija a cualquier lugar del mundo donde la promesa para mejorar la salud de Penélope no sea un espejismo. En Nueva York, luego de visitar a los terapeutas con los que podrían encontrar algo semejante a la redención, hastiadas de la burbuja mental en la que están encerradas, hacen un viaje a Coney Island y disfrutan en la playa de una felicidad pasajera.
La home movie se convierte entonces en una road movie y en un diario filmado, con entradas donde aparece eventualmente el padre de Penélope, sonriendo con madame Doyon en el tiempo de la esperanza, cuando Penélope estaba recién nacida, envejeciendo con ellas, abatido por la situación.
Pénélope mon amour –aunque vemos el cariño que le brindan a la niña tanto el padre como sus abuelos y algunos amigos–, es una semblanza de la maternidad desolada, pero no derrotada; una película radicalmente femenina sobre el coraje para salvar del abismo a un ser humano que se ama por encima de todo lo que pueda contradecir la búsqueda del equilibrio; un acto de valor extremo para desnudar la intimidad de los hechos en el territorio público de la pantalla.
Una respuesta a los traumatismos de la realidad, editar Pénélope mon amour pudo ser para madame Doyon una forma de comprender en retrospectiva el pasado que regresa en el tiempo de una proyección, acaso como le sucedió a la actriz Sandrine Bonnaire cuando filmó Elle s’appelle Sabine (2007), comprendiendo mucho más la vida de su hermana autista, pues, ¿qué necesidad habría de aventurarse en el rodaje de un documental si no es para agradecer el testimonio de la memoria y la explicación sobre el amor y sus guerras?
En Pénélope mon amour hay un momento de gracia: en un viaje kilométrico a Mongolia para que un chamán examine a la niña, Penélope camina tranquilamente entre una manada de renos y su madre se asombra y agradece el instante de serenidad que viven y que transmiten las imágenes; un instante excepcional en esos diez y ocho años en los que estuvo filmando a su hija; en los que aprendió que la vida no era tan sencilla como imaginaba –tampoco el amor: una pasión acrobática y estimulante para enfrentar el destino–.
Laboratorios Frankenstein©
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