Antes de rodar En lo escondido (2005) había escuchado varias veces las historias de doña Carmen. Cada vez que las repetía lo hacía con la misma intensidad, dejando entrever nuevos detalles, otras posibilidades para interpretar. Todas sus historias estaban tejidas con un hilo delgado que ella entreveía y quería mostrarme. No había nada casual, aunque no fuese fácil entender su función en el todo. Contar le permitía rehacer su vida para sanar.
Finalmente, para el rodaje escogí algunas historias, relativamente pocas, convencido de que me permitían hacer sentir la lógica que Carmen encontraba en toda su vida. En ella luchaba el cabro dominante contra las brujas, que le resistían sin oponérsele nunca de frente. Era una pelea mágica de la que fui testigo.
Una vez definíamos los lugares para rodar, algo muy extraño sucedía con la naturaleza. El viento, la lluvia, los insectos y animales participaban en un concierto coherente, contrapunteando su acción o en función de su palabra. Me impresionaba mucho. Carmen lo consideraba normal. Su presencia, su historia, abrían correspondencias mágicas de las que la película, espero, guarda aún registro.
Esto mismo me sucedió con Los abrazos del río (2011) o con Blanca y María Eugenia en Noche herida (2015). Mientras un grupo de mujeres fumaba tabaco, el río crecía, los habitantes callaban y los perros se ponían a aullar; mientras María Eugenia pedía por el retorno de su hijo desde el ejército, tocando una tumba abandonada, recibía una llamada de un lugarteniente después de semanas sin noticias; mientras los pescadores me hablaban del Mohán, alguien se clavaba de cabeza en el río y nadaba hacia nosotros sin nunca llegar…
Esa magia, de la que solo he sido testigo, ni me pertenece ni se puede apropiar. Tampoco le pertenece a Carmen, a Blanca, a María Ubilerma, a Luz Marina o Lucero, ni a Ruder, a Justo o Arley. Es producto de una acción conjunta que nos sobrepasa y que define parte de la fuerza específica de nuestro territorio.
Para filmarla hay que establecer las condiciones para que surja una participación colectiva sorprendente que, incluso, contará con otros seres vivos, quizás también mágicos e invisibles. Poder experimentarlo es increíble. Totalmente vivificador.
Gracias a todas estas experiencias, hoy me parece evidente que el cine es una hermosa posibilidad de creación conjunta. Un terreno afortunado para choques creativos en el que “orden” e “inconsciencia” se contradicen sin cesar.
Sin embargo, desde la búsqueda de fondos hasta su difusión, Tantas almas (2019) me hizo entender que la suerte de las películas a nivel internacional depende mucho de la manera en que logran presentarse como reflejos de una personalidad de excepción. Necesité tiempo para lograr visualizar esas fuerzas poderosas e invisibles que modelan el cine bajo preceptos de élite muy antiguos, en contrastate con mi corta experiencia.
Los intereses económicos imponen sendas para garantizar éxitos: actores de moda, problemáticas tratadas sin detalle, en aras de una supuesta universalidad, mundos paralelos con organizaciones sociales binarias, historias espeluznantes sin contexto, etc. El cine fabrica productos bien identificados. Hollywood es su lugar por excelencia. Tan preponderante que dibuja su propia caricatura: el productor ventripotente, fumador de puros y bebedor de whisky en cómodos sillones . Su negocio es repetir lo que funciona como si fuese nuevo. Decora un trasatlántico que ya dió varias vueltas al mundo. Remodela piezas con lujo para albergar al director, especialista en el manejo de géneros (el alemán capaz de abordar historias de amor tormentosas, el inglés maestro del suspenso, el joven estadoudinense, infantil e indolente, etc.), y a los actores que admiten encerrarse en caricaturas rentables de las que sólo saldrán bajo suicidio (la joven rubia, falsamente inocente; la tropical y perdida pelinegra, algo más vieja; el duro sentimental, que sufre de soledad en silencio; el bello inseguro, que busca amor pero sólo obtiene acción y sexo; el cómico arrollador, que asesina y hace reír, etc.). Para navegar un barco con tantos egos se necesitan algunos requisitos mínimos: aguas tranquilas, destino fijo, piloto automático y esporádicos rasgos de locura: el director es experto en dar un aspecto salvaje a este viaje sin aventuras y el actor, generoso e inconsciente, dejará algo de su propio pellejo en personajes estandarizados.
Pero lo sabemos, existe otra opción representada durante mucho tiempo por el cine europeo. Una propuesta en el que el director puede definir su viaje (destino, tipo de barco, acompañantes, etc.) a condición de no perderse. Para evitar el peligro ejerce totalmente el control. Gracias a su saber cada película logra ser una obra de arte. Los productores se tranquilizan: las salas se llenan buscando el aura del artista.
El productor ventripotente de Hollywood se enfrenta a una figura algo menos caricaturesca, pero, igual, imaginaria: el autor. Robert Bresson es su representante por excelencia. Asceta ideal, delgado, alto, elegante, profundo y temperamental. La coherencia de su obra es impresionante, su búsqueda minimalista es de mucho rigor. Notes sur le cinématographe, su texto en aforismos, nos revela una capacidad teórica conectada a la práctica con profundidad. Bresson hace escuela: no hay lugar para el exceso. El director es un escultor preciso que talla su obra en los demás. No trabaja con actores: fabrica Modelos. Ellos reflejan, gracias a repeticiones neutras y gestos mínimos, la idea de su creador. No hay lugar para lágrimas o risas. El director se comunica directamente con el espectador gracias a cuerpos vivientes, depositarios de visión.
Esta idea tiene un precedente que se postula como verdad absoluta: el efecto Kulechov. La asociación de una mirada neutra con un objeto específico crea, a posteriori, una idea clara en la mente del espectador. La conexión entre la mirada y un plato de sopa, un ataúd o un niño, construyen el hambre, la tristeza o la ternura en el espectador. La expresión del rostro filmado no es relevante. Al contrario: la idea se alcanza sin que sea necesario ningún gesto. El director/editor es creador absoluto.
Así se podría describir, de forma caricaturesca, esos mundos paralelos del cine: industria (vientre omnipotente/bulimia) y arte (flacura/inapetencia).
Para financiar Tantas Almas, mi participación en foros, talleres, encuentros, etc. me generó siempre malestar. Tenía la impresión de estar mintiendo. ¿Cómo podía asegurarle éxito, comercial o de estima, a una película que tenía que rodar para sentirla y entenderla mejor? Además, cómo determinar la filiación de un espectador, al que llaman lambda (imaginario, universal y muy funcional), con una propuesta que nace por necesidad, desde un drama colectivo que no logramos entender ni cerrar.
Poco a poco pude visualizar que el cine comercial y el cine “de autor”, aunque produzcan obras distintas, comparten muchas veces la misma posición: se presentan como muestras de una capacidad excepcional que merece éxito. El mismo discurso que comparten políticos y futbolistas y que define la bondad del statu quo.
Hace tiempo que la figura del director se incorporó como valor de cambio en el mercado de cine. Su “genialidad” es una marca que vende a una sola condición: su estilo, su visión, su universo deben ser identificables. La realidad plasmada es secundaria. Sus preocupaciones y dudas en los procesos de búsqueda poco importan. El director es un creador mítico, heroico, clarividente. Steven Spielberg y George Lucas son sus exitosos representantes.
Por otro lado, los festivales, consagrados a defender la idea del cine como arte, comenzaron a explotar la imagen del director como visionario. Un plan estratégico monopoliza todos los espacios: selección de guiones con posibles mundos únicos para ser retroalimentados por ‘expertos internacionales’ que garanticen su universalidad; concursos de ‘pitch’ para confrontar a los posibles directores de proyectos con un público incidente; puesta en contacto con coproductores, vendedores y distribuidores “de experiencia” que conocen los mecanismos de financiación en los que ellos mismos participan como jurados; uso intensivo de adjetivos que baten la crema de la cinematografía del futuro: ‘ligera’, ‘fresca’, ‘potente’, ‘ bizarra’, ‘irreverente’; fondos de financiación para pilotar a distancia proyectos creativos en países en los que muy poco se invierte; presentación de la forma como terreno exclusivo del trabajo artístico, alejándose del ‘naturalismo’ que sólo resalta realidades sociológicas de antaño; selección de cortometrajes identificados desde sus primeras etapas gracias al trabajo de observadores regionales (para dar una señal, un impulso a la carrera del joven director al que se le anuncia un “bright future” o se le suma al colectivo de jóvenes “talents”); contacto privilegiado con otros directores para reforzar la idea de una selección justa y acertada; y, sobretodo, selección de largometrajes de directores ‘reconocidos’, de fuerte personalidad, que logran atravesar tantos filtros sin perder su esencia.
Como es de prever, al final de todo este proceso es difícil encontrar películas que presenten un acercamiento particular y profundo a una realidad bien delimitada. Una gran mayoría de películas políticas, irreverentes, espontáneas, modestas y documentadas, quedan sin ser seleccionadas. En su lugar aparecen formas en las que arbitrariedad y artificio (formas y estilos que parasitan la visión del espectador para resaltar al individuo que las propone) distancian y desenfocan cualquier territorio social, haciendolo pretexto.
En los espacios internacionales se muestran relativamente pocas obras jóvenes, femeninas, colectivas, artesanales, híbridas o experimentales que trabajan realmente desde la necesidad social de la periferia. Sólo son exhibidas, a veces, en muestras paralelas, agrupadas bajo una postura identitaria exclusiva. Cada “minoría” permanece así en su respectivo y delimitado rincón, reforzando el imaginario de una “mayoría” en clara y definitiva oposición: racista, clasista, misógena, misántropa...
Finalmente, a fuerza de resaltarlo, el director de cine ha sido separado de su entorno. Hoy solo parece poder martillar, eso sí con elegancia, un mismo y extraño clavo.
Pero la obsesión por el control absoluto en el arte es cuestionada por nuestras luchas sociales actuales, develando algo que tal vez parecía imperceptible ayer: es la expresión particular de la gran angustia del machismo: ¿cómo estar seguro de ser el verdadero padre de la criatura?
En el mundo paranoico del machista, cualquier hombre puede ser el padre. La mujer es un ser voluble y astuto que logra siempre enredar. Sólo se puede confiar en ella si es pura (virgen y en espera de matrimonio) o sumisa (disponible). Una madre no tiene mérito, es su función natural. Un hombre, en cambio, debería ser padre por su propia voluntad…
Se trata de una proposición antigua. Tan extraña que sólo se puede aceptar si se repite todos los días hasta hacerla inconsciente. Es el contenido principal del rezo: somos hijos por la voluntad de un padre creador. No hay otra posible intervención. La creación supone un solo creador. Este es un hombre, a la imagen de Dios.
Esta es la médula del “orden” que se ha tratado de imponer desde hace siglos. Es el estandarte del colonizador inglés que exterminó al indígena y mercantilizó al africano; la justificación del conquistador español que organizó las rutas para extraer oro con los huesos del uno y el otro. Todos eran hombres europeos sin juventud. Y ninguno reconoció a sus hijos mientras ejercía su rol. En norteamérica fueron frutos de un pecado abominable que se invisibilizó bajo estrictas, pero imposibles, separaciones raciales; en el resto del continente fueron actos de pasión sin consecuencia. Smith creó un revólver; Rodrigo un apellido castizo para las masas sin derechos.
Por esto, tal vez, las figuras imaginarias del cineasta, del escritor o del artista plástico son reflejos de la figura de un padre que construye un mundo, una familia, según su propia voluntad, de manera totalmente funcional. Un imaginario que sirve para mantener la hegemonía de las clases dominantes: los creadores son pocos. Los demás pueden admirarlos desde su rol de consumidores: sucumbir a su embrujo comprando miles de productos originales o derivados. Así, según este precepto, mientras pocos crean con talento, los demás girarán en mayorías alrededor de rentables espirales hacia la nada.
Esta visión es confrontada por el arte que practica la mayoría. Un arte que es creación cotidiana y que abre otros mundos, aunque temporales o en espacios delimitados. Un arte que no busca el éxito de estima o comercial. Un arte que es necesidad social.
La capacidad para imaginar caracterizó a los indígenas norteaméricanos mientras los arrinconaban contra el pacífico (cuatrocientos tratados de respeto y paz que el gobierno estadounidense nunca cumplió); la misma que usaron miles de cimarrones para escapar y tratar de vivir en selvas desconocidas; la misma que utiliza un adolescente cuando tiene que prestar su servicio militar…
La creación es un proceso colectivo que despierta desde la no conciencia y se nutre de la intuición, desde el “fallo” de los sentidos en percibir un orden dado. En las peores condiciones todo es posible.
Todo, menos rendirse a la muerte abandonando nuestra imaginación.
El cineasta, el artista, no es una figura excepcional que busca transformar su posición social. Su labor es otra. El cine es un espacio colectivo en el que cada autor pone condiciones para el encuentro. Cada película es un largo trazo, hecho a varias manos.
V
Quizás ahora, cuando la pandemia nos separa de los demás, entendemos concretamente hasta qué punto la adversidad, la enfermedad, el dolor o la soledad, pueden ser contrarrestadas en parte por una capacidad creativa que ni es excepcional ni depende de pocos. Nuestro cotidiano está poblado de actos creativos: el chiste, la preparación de un buen plato, la conversación mientras la tarde se desvanece, con un café que se enfría entre las manos, la remembranza de un pasado reciente en común o la apuesta por un futuro particular... La imaginación nunca ha sido un privilegio de élite. Por el contrario, ella permite cuestionar la visión de una sociedad monolítica, clasista y desesperanzada.
Incluso la pereza, tan utilizada en Colombia para descalificar a la población que no acepta con agrado modificar sus condiciones de vida por tan mala paga (cortar caña en cortinas infinitas de humo; arrancar racimos de bananos sin madurar para que caigan envueltos en plásticos; moverse bajo el control de ejércitos que impiden sindicarse y hablar; bambolearse en medio de transportes masivos, durante horas que se hacen días, para ir al norte a construir o limpiar; etc.). Frente a estas exigencias sin sentido, lo que se ha llamado pereza es en realidad un acto de resistencia. No por nada en Colombia decimos hacer pereza con dulzura, estirando los brazos y con los ojos brillando de confianza: reconocemos ese bello y merecido acto como un momento, lastimosamente corto, en el que logramos que este mundo extraño pare de girar. La pereza es un momento personal de evaluación, no de inacción. Como decía Oso Parado, jefe sioux cansado de tantos años actuando de indio en los shows de Buffalo Bill (que Disney sigue recreando):
Déjenme pensar que el hombre sentado sobre el suelo de su tipi, meditando sobre la vida, aceptando el natural en toda cosa y asumiendo su unidad con el universo, incorporaba en él la verdadera esencia de la civilización.
Siempre hemos sido un todo. Heterogéneo y creador. No hay policía que nos separe ni odio que nos sea indiferente: “Minga ya”, “Nos Queremos Vivas”, “Dilan No Murió” o “Black Lives Matter” son gritos en la calle contra una sola cosa: el rentable vórtice de muerte que pretende aspirar nuestras historias.
Para captarlas desde su origen se hizo el cine, reflejo de nuestros posibles mundos en permanente cambio.
Los hermanos Lumière o el propio Méliès filman la transformación. Cuando las puertas de la industria Lumière se abrieron, los trabajadores trazaron una coreografía viva, imposible de programar, mirando cómplices al objetivo. Entre grandes decorados barrocos, trazados a mano, la familia, amigos y vecinos de Méliès actuaban roles imaginarios con una euforia que, un siglo después, aún nos contamina.
El cineasta existe porque filma al otro, que no es modelo, silueta o animal exótico.
El efecto Kulechov es una gran mentira. No existe un solo ejemplo visible de la experiencia original. Todo lo que se ve son aproximaciones arregladas. Concretamente: la mirada neutra no existe de por sí, el eje de la mirada, el tiempo en el que se mantiene, son determinantes. El efecto se reproduce bajo una gran condición: que la persona se mantenga muda e inmóvil, como en una fotografía. Y luego, en total contradicción, nunca se le deja al espectador inducir el sentido de la mirada. Siempre se explica lo que significa cada asociación. Pero el cine es por esencia movimiento: la persona filmada no es nunca una imagen estática y muda. El “efecto Kulechov” es, en realidad, una proposición política en el arte: legitimar el control absoluto de un solo creador4.
Pero hacer cine es confrontarse y ponerse en relación. El otro no puede ser un objeto y sólo existirá en la pantalla si gana en presencia durante el rodaje. La risa o la tristeza, el suspenso o la tragedia, son momentos de quiebre que se buscan sin certeza y a los que se llega con paciencia en un trabajo conjunto. Filmar visibiliza algo que parece etéreo: la relación entre nosotros. Nadie filma un baile si no hay quien lo sienta.
Así, la gran pregunta que formula la práctica del cine es profundamente política: cómo coordinar un proceso colectivo de creación. Su respuesta es irreductible: cada gran película propone un entramado social particular y formidable. Las posibilidades son infinitas.
Precisamente, en un momento en que la política se plantea como una gestión de control y frente al gran fracaso de la izquierda, que cuestiona el ejercicio del poder solo cuando no lo tiene, las grandes películas ofrecen una reflexión profunda. Pienso, para dar ejemplos concretos y variados, en Kelly Reichardt filmando a Michelle Williams, Paul Dano y esa banda magnífica en Meek’s Cuttoff (2012); o a Valeska Grisebach realizando Western (2017) con la colaboración de Meinhard Neumann y Veneta Fragnova; o a Lucrecia Martel y su Zama (2017) con Daniel Giménez Cacho y Lola Dueñas; o en Víctor Gaviria haciendo Rodrigo D (1990) con esa banda de jóvenes bailando por los techos con Ramiro Meneses a la cabeza…
La lista es afortunadamente larga. Cada gran película no es solo la historia que cuenta, es una apuesta, una mirada diferente a un mundo que se nos quiere plantear como inmodificable y universal.
Para intentar reducir las capacidades críticas del cine, centenares de manuales reducen su práctica a una estrategia de poder. La gran y única pregunta parece ser : ¿cómo obtener lo que se desea del otro? Ejercicio jerárquico y eficaz que favorece personalidades de gran carácter. Así se ha escrito incluso parte de su historia: Hitchcock contorsionando al actor para obtener un encuadre expresivo solo conocido por él; Rosselini exponiendo a Ingrid Bergman, su mujer, frente a las ruinas de su propio amor; Kiarostami rompiendo las fotos de niños para hacerlos llorar… Ejemplos reiterativos y cortos que solo reflejan una de las maneras en que se pueden filmar las emociones. Lamentablemente, siempre se presenta como un método único para hacer escuela, limitando la complejidad real de la práctica, vasta y variada.
En contravía con la admiración que causa, la obra de Bresson, por ejemplo, también puede verse como un esfuerzo por dominar excluyendo toda posibilidad de contradicción. A fuerza, nadie habita los cuerpos que se filman. Los mundos secos, de movimientos calculados y sonidos milimetrados, a veces también suenan a hueco (tal cual la armadura de su Lancelot del Lago (1974)). Basta leer a Anne Wiazemsky en su libro testimonio, La Joven, para descubrir que algo fundamental se le escapa al maestro: el odio que ella intenta comunicar en una mirada precisa de María, el personaje de Al Azar de Baltazar (1966), estaba dirigido al propio director intentando reducirla a la neutralidad. Basta, también, con escuchar a Jean-Claude Guilbert hablando de su colaboración con Bresson para descubrir la razón fundamental de su pasividad: le pagan bien, mejor que en su trabajo de albañil, en donde puede ejercer libremente su gusto e inteligencia (en sus propias palabras actuar para la cámara de Bresson es algo “aburrido e idiota”5). Demasiado empeñado en dejar una huella con su obra, Bresson la domina por otras razones que no puede o quiere ver.
Por otro lado, el método antinómico en la búsqueda y consecución de la emoción, descarga en el actor toda responsabilidad. Stanislavski, Actor Studio o esa miriada de métodos híbridos actuales, presentados bajo el nombre de expertos en la gestión del cuerpo, todos parecen suponer que la emoción tiene que ser traída desde otro lugar: la infancia, los amores, los odios en familia, todas esas historias privadas que no se cuentan y que fabrican el sustrato del actor. Sólo él y su grado de introspección determinan la fuerza emotiva que tocará al público. Como si para filmar una historia fuera necesario nutrirla con otras, estas sí verídicas, personales y secretas. Esta paradoja define al cine comercial: el mundo preconcebido de personajes moralistas, personajes de cartoon, necesita veracidad y solo viene de afuera de la historia: el actor es su única garantía de éxito.
Es difícil aceptar esta limitada visión: los ojos de Charles Bronson o de Clint Eastwood no miran, solo amenazan. Los ojos de Emma Watson o Tom Cruise no aman, sólo son bellos. El espectador conoce los límites del performance. Por eso los disfruta con anterioridad. Pero, sobre todo, sabe apreciar la actividad y el cambio cuando son sinceros y no lo toman de la mano.
Porque algo verdadero debe suceder mientras se filma. Algo que no depende de la astucia del director, la capacidad histriónica de un actor, el argumento del guionista, la veracidad del decorado o las condiciones materiales de la producción. Algo que supone transformación y movimiento y que se obtendrá a fuerza de trabajo y concentración, sin ningún automatismo. El espectador lo identificará inmediatamente: será incluso su fuente de emoción. Ese algo, casi invisible, es la magia de estar juntos (a pesar de tanta dificultad). Las emociones resultan de encuentros y situaciones inesperadas que solo el cine puede captar. No hay fórmulas. Solo el esfuerzo de miradas que no se cansan de buscar.
En este trabajo también participa el espectador, que no es un ente pasivo o cautivo. Es él el tercer sujeto de la relación que define cualquier arte. Persona(je)-artista-espectador: un triángulo se cierra y define su alcance gracias a la participación viva de cada cual en relación. Nadie está solo. La arbitrariedad rompe lazos. Una obra crea fluidos que permiten a cada cuál pensarse desde otro lugar: el artista se pone en lugar de su personaje, el espectador en lugar del artista, el personaje se descubre como si no fuese él. Alrededor de la obra de arte cada uno puede jugar a imaginarse en otro lugar. El espectador se relaciona profundamente con el cine cuando este le permite sentirse artista.
El cine, como todas las artes, no ejercita la astucia sino la inteligencia. Ésta nunca es individual. Es una capacidad social que se desarrolla en el contacto con los demás, exponiendo y contrastando, tomando partido, errando, aprendiendo y escuchando. Gracias a este ejercicio nuestra visión del mundo cambia y se expande. El espectador se reconoce en cada nueva manera de mirarlo.
El cine que respeta al espectador trabaja desde la ética, no desde la moral. Ella exige ponerse en el lugar del otro para entrever la fugacidad de lo justo o acercarse a verdades intermitentes. El trabajo con los actores, de profesión o naturales, pero también la colaboración con el productor, el director de fotografía, los sonidistas, decoradores, script, etc., no se ejerce como algo premeditado, establecido por una técnica inmodificable. Cada uno fabrica en el otro, haciendo un todo cambiante. Y lo hace de manera diferente cada vez.
El otro puedo ser yo, el espectador puede ser el otro.
La práctica artística genuina es un ejercicio político que apela a la inteligencia y a la ética. La sagacidad y la moral son puntos de partida limitados que solo le sirven a la venta y al actual ejercicio político (que alimentan el vórtice de muerte que hoy nos pela el diente). Por eso, quien ejerce el arte como experiencia de poder, no logra ni la favor del tiempo ni la de su propio pueblo.
El artista: discípulo, abundante, múltiple, inquieto.
El artista verdadero: capaz, activo, hábil; Mantiene el diálogo con su corazón, va al encuentro de las cosas con su espíritu.
El artista verdadero retira todo de su corazón, trabaja con deleite, fabrica las cosas con calma, con sagacidad, trabaja como un tolteca, compone sus cosas, trabaja con destreza, inventa; dispone los materiales, los decora, hace que se ajusten.
El artista caroña: trabaja al azar, se burla del pueblo, opaca las cosas, se desliza en la superficie del rostro de las cosas, trabaja sin cuidado, engaña a su pueblo, es un ladrón.
Poema azteca
El cine es un arte catártico y popular.
Quizás gracias a él, a su visión y su práctica, podemos entender mejor algo del gran impase social que estamos viviendo.
Nicolás Rincón Gille
Febrero 2021
(4) De hecho, Kulechov no reconoce su experiencia como tal. Ver su apropiación en “Kulechov en effet” ALBERA, François, inFARCY, Gérard-Denis, PREDAL, René (dir.), Brûler les planches, crever l'écran : la présence de l'acteur, Saint-Jean-de-Vedas : l’Entretemps, 2001.
(5)
Todas las imágenes aquí utilizadas son cortesía de Nicolás Rincón
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SUEÑOS Y BORRACHERAS (02)
Esta es la segunda parte de un texto de Nicolás Rincón Gille que desgrana y enuncia preguntas alrededor de su experiencia como cineasta colombiano.
Lea acá la primera parte
SUEÑOS Y BORRACHERAS
Un cineasta frente a su pared
Por Nicolás Rincón Gille
IV
Antes de rodar En lo escondido (2005) había escuchado varias veces las historias de doña Carmen. Cada vez que las repetía lo hacía con la misma intensidad, dejando entrever nuevos detalles, otras posibilidades para interpretar. Todas sus historias estaban tejidas con un hilo delgado que ella entreveía y quería mostrarme. No había nada casual, aunque no fuese fácil entender su función en el todo. Contar le permitía rehacer su vida para sanar.
Finalmente, para el rodaje escogí algunas historias, relativamente pocas, convencido de que me permitían hacer sentir la lógica que Carmen encontraba en toda su vida. En ella luchaba el cabro dominante contra las brujas, que le resistían sin oponérsele nunca de frente. Era una pelea mágica de la que fui testigo.
Una vez definíamos los lugares para rodar, algo muy extraño sucedía con la naturaleza. El viento, la lluvia, los insectos y animales participaban en un concierto coherente, contrapunteando su acción o en función de su palabra. Me impresionaba mucho. Carmen lo consideraba normal. Su presencia, su historia, abrían correspondencias mágicas de las que la película, espero, guarda aún registro.
Esto mismo me sucedió con Los abrazos del río (2011) o con Blanca y María Eugenia en Noche herida (2015). Mientras un grupo de mujeres fumaba tabaco, el río crecía, los habitantes callaban y los perros se ponían a aullar; mientras María Eugenia pedía por el retorno de su hijo desde el ejército, tocando una tumba abandonada, recibía una llamada de un lugarteniente después de semanas sin noticias; mientras los pescadores me hablaban del Mohán, alguien se clavaba de cabeza en el río y nadaba hacia nosotros sin nunca llegar…
Esa magia, de la que solo he sido testigo, ni me pertenece ni se puede apropiar. Tampoco le pertenece a Carmen, a Blanca, a María Ubilerma, a Luz Marina o Lucero, ni a Ruder, a Justo o Arley. Es producto de una acción conjunta que nos sobrepasa y que define parte de la fuerza específica de nuestro territorio.
Para filmarla hay que establecer las condiciones para que surja una participación colectiva sorprendente que, incluso, contará con otros seres vivos, quizás también mágicos e invisibles. Poder experimentarlo es increíble. Totalmente vivificador.
Gracias a todas estas experiencias, hoy me parece evidente que el cine es una hermosa posibilidad de creación conjunta. Un terreno afortunado para choques creativos en el que “orden” e “inconsciencia” se contradicen sin cesar.
Sin embargo, desde la búsqueda de fondos hasta su difusión, Tantas almas (2019) me hizo entender que la suerte de las películas a nivel internacional depende mucho de la manera en que logran presentarse como reflejos de una personalidad de excepción. Necesité tiempo para lograr visualizar esas fuerzas poderosas e invisibles que modelan el cine bajo preceptos de élite muy antiguos, en contrastate con mi corta experiencia.
Los intereses económicos imponen sendas para garantizar éxitos: actores de moda, problemáticas tratadas sin detalle, en aras de una supuesta universalidad, mundos paralelos con organizaciones sociales binarias, historias espeluznantes sin contexto, etc. El cine fabrica productos bien identificados. Hollywood es su lugar por excelencia. Tan preponderante que dibuja su propia caricatura: el productor ventripotente, fumador de puros y bebedor de whisky en cómodos sillones . Su negocio es repetir lo que funciona como si fuese nuevo. Decora un trasatlántico que ya dió varias vueltas al mundo. Remodela piezas con lujo para albergar al director, especialista en el manejo de géneros (el alemán capaz de abordar historias de amor tormentosas, el inglés maestro del suspenso, el joven estadoudinense, infantil e indolente, etc.), y a los actores que admiten encerrarse en caricaturas rentables de las que sólo saldrán bajo suicidio (la joven rubia, falsamente inocente; la tropical y perdida pelinegra, algo más vieja; el duro sentimental, que sufre de soledad en silencio; el bello inseguro, que busca amor pero sólo obtiene acción y sexo; el cómico arrollador, que asesina y hace reír, etc.). Para navegar un barco con tantos egos se necesitan algunos requisitos mínimos: aguas tranquilas, destino fijo, piloto automático y esporádicos rasgos de locura: el director es experto en dar un aspecto salvaje a este viaje sin aventuras y el actor, generoso e inconsciente, dejará algo de su propio pellejo en personajes estandarizados.
Pero lo sabemos, existe otra opción representada durante mucho tiempo por el cine europeo. Una propuesta en el que el director puede definir su viaje (destino, tipo de barco, acompañantes, etc.) a condición de no perderse. Para evitar el peligro ejerce totalmente el control. Gracias a su saber cada película logra ser una obra de arte. Los productores se tranquilizan: las salas se llenan buscando el aura del artista.
El productor ventripotente de Hollywood se enfrenta a una figura algo menos caricaturesca, pero, igual, imaginaria: el autor. Robert Bresson es su representante por excelencia. Asceta ideal, delgado, alto, elegante, profundo y temperamental. La coherencia de su obra es impresionante, su búsqueda minimalista es de mucho rigor. Notes sur le cinématographe, su texto en aforismos, nos revela una capacidad teórica conectada a la práctica con profundidad. Bresson hace escuela: no hay lugar para el exceso. El director es un escultor preciso que talla su obra en los demás. No trabaja con actores: fabrica Modelos. Ellos reflejan, gracias a repeticiones neutras y gestos mínimos, la idea de su creador. No hay lugar para lágrimas o risas. El director se comunica directamente con el espectador gracias a cuerpos vivientes, depositarios de visión.
Esta idea tiene un precedente que se postula como verdad absoluta: el efecto Kulechov. La asociación de una mirada neutra con un objeto específico crea, a posteriori, una idea clara en la mente del espectador. La conexión entre la mirada y un plato de sopa, un ataúd o un niño, construyen el hambre, la tristeza o la ternura en el espectador. La expresión del rostro filmado no es relevante. Al contrario: la idea se alcanza sin que sea necesario ningún gesto. El director/editor es creador absoluto.
Así se podría describir, de forma caricaturesca, esos mundos paralelos del cine: industria (vientre omnipotente/bulimia) y arte (flacura/inapetencia).
Para financiar Tantas Almas, mi participación en foros, talleres, encuentros, etc. me generó siempre malestar. Tenía la impresión de estar mintiendo. ¿Cómo podía asegurarle éxito, comercial o de estima, a una película que tenía que rodar para sentirla y entenderla mejor? Además, cómo determinar la filiación de un espectador, al que llaman lambda (imaginario, universal y muy funcional), con una propuesta que nace por necesidad, desde un drama colectivo que no logramos entender ni cerrar.
Poco a poco pude visualizar que el cine comercial y el cine “de autor”, aunque produzcan obras distintas, comparten muchas veces la misma posición: se presentan como muestras de una capacidad excepcional que merece éxito. El mismo discurso que comparten políticos y futbolistas y que define la bondad del statu quo.
Hace tiempo que la figura del director se incorporó como valor de cambio en el mercado de cine. Su “genialidad” es una marca que vende a una sola condición: su estilo, su visión, su universo deben ser identificables. La realidad plasmada es secundaria. Sus preocupaciones y dudas en los procesos de búsqueda poco importan. El director es un creador mítico, heroico, clarividente. Steven Spielberg y George Lucas son sus exitosos representantes.
Por otro lado, los festivales, consagrados a defender la idea del cine como arte, comenzaron a explotar la imagen del director como visionario. Un plan estratégico monopoliza todos los espacios: selección de guiones con posibles mundos únicos para ser retroalimentados por ‘expertos internacionales’ que garanticen su universalidad; concursos de ‘pitch’ para confrontar a los posibles directores de proyectos con un público incidente; puesta en contacto con coproductores, vendedores y distribuidores “de experiencia” que conocen los mecanismos de financiación en los que ellos mismos participan como jurados; uso intensivo de adjetivos que baten la crema de la cinematografía del futuro: ‘ligera’, ‘fresca’, ‘potente’, ‘ bizarra’, ‘irreverente’; fondos de financiación para pilotar a distancia proyectos creativos en países en los que muy poco se invierte; presentación de la forma como terreno exclusivo del trabajo artístico, alejándose del ‘naturalismo’ que sólo resalta realidades sociológicas de antaño; selección de cortometrajes identificados desde sus primeras etapas gracias al trabajo de observadores regionales (para dar una señal, un impulso a la carrera del joven director al que se le anuncia un “bright future” o se le suma al colectivo de jóvenes “talents”); contacto privilegiado con otros directores para reforzar la idea de una selección justa y acertada; y, sobretodo, selección de largometrajes de directores ‘reconocidos’, de fuerte personalidad, que logran atravesar tantos filtros sin perder su esencia.
Como es de prever, al final de todo este proceso es difícil encontrar películas que presenten un acercamiento particular y profundo a una realidad bien delimitada. Una gran mayoría de películas políticas, irreverentes, espontáneas, modestas y documentadas, quedan sin ser seleccionadas. En su lugar aparecen formas en las que arbitrariedad y artificio (formas y estilos que parasitan la visión del espectador para resaltar al individuo que las propone) distancian y desenfocan cualquier territorio social, haciendolo pretexto.
En los espacios internacionales se muestran relativamente pocas obras jóvenes, femeninas, colectivas, artesanales, híbridas o experimentales que trabajan realmente desde la necesidad social de la periferia. Sólo son exhibidas, a veces, en muestras paralelas, agrupadas bajo una postura identitaria exclusiva. Cada “minoría” permanece así en su respectivo y delimitado rincón, reforzando el imaginario de una “mayoría” en clara y definitiva oposición: racista, clasista, misógena, misántropa...
Finalmente, a fuerza de resaltarlo, el director de cine ha sido separado de su entorno. Hoy solo parece poder martillar, eso sí con elegancia, un mismo y extraño clavo.
Pero la obsesión por el control absoluto en el arte es cuestionada por nuestras luchas sociales actuales, develando algo que tal vez parecía imperceptible ayer: es la expresión particular de la gran angustia del machismo: ¿cómo estar seguro de ser el verdadero padre de la criatura?
En el mundo paranoico del machista, cualquier hombre puede ser el padre. La mujer es un ser voluble y astuto que logra siempre enredar. Sólo se puede confiar en ella si es pura (virgen y en espera de matrimonio) o sumisa (disponible). Una madre no tiene mérito, es su función natural. Un hombre, en cambio, debería ser padre por su propia voluntad…
Se trata de una proposición antigua. Tan extraña que sólo se puede aceptar si se repite todos los días hasta hacerla inconsciente. Es el contenido principal del rezo: somos hijos por la voluntad de un padre creador. No hay otra posible intervención. La creación supone un solo creador. Este es un hombre, a la imagen de Dios.
Esta es la médula del “orden” que se ha tratado de imponer desde hace siglos. Es el estandarte del colonizador inglés que exterminó al indígena y mercantilizó al africano; la justificación del conquistador español que organizó las rutas para extraer oro con los huesos del uno y el otro. Todos eran hombres europeos sin juventud. Y ninguno reconoció a sus hijos mientras ejercía su rol. En norteamérica fueron frutos de un pecado abominable que se invisibilizó bajo estrictas, pero imposibles, separaciones raciales; en el resto del continente fueron actos de pasión sin consecuencia. Smith creó un revólver; Rodrigo un apellido castizo para las masas sin derechos.
Por esto, tal vez, las figuras imaginarias del cineasta, del escritor o del artista plástico son reflejos de la figura de un padre que construye un mundo, una familia, según su propia voluntad, de manera totalmente funcional. Un imaginario que sirve para mantener la hegemonía de las clases dominantes: los creadores son pocos. Los demás pueden admirarlos desde su rol de consumidores: sucumbir a su embrujo comprando miles de productos originales o derivados. Así, según este precepto, mientras pocos crean con talento, los demás girarán en mayorías alrededor de rentables espirales hacia la nada.
Esta visión es confrontada por el arte que practica la mayoría. Un arte que es creación cotidiana y que abre otros mundos, aunque temporales o en espacios delimitados. Un arte que no busca el éxito de estima o comercial. Un arte que es necesidad social.
La capacidad para imaginar caracterizó a los indígenas norteaméricanos mientras los arrinconaban contra el pacífico (cuatrocientos tratados de respeto y paz que el gobierno estadounidense nunca cumplió); la misma que usaron miles de cimarrones para escapar y tratar de vivir en selvas desconocidas; la misma que utiliza un adolescente cuando tiene que prestar su servicio militar…
La creación es un proceso colectivo que despierta desde la no conciencia y se nutre de la intuición, desde el “fallo” de los sentidos en percibir un orden dado. En las peores condiciones todo es posible.
Todo, menos rendirse a la muerte abandonando nuestra imaginación.
El cineasta, el artista, no es una figura excepcional que busca transformar su posición social. Su labor es otra. El cine es un espacio colectivo en el que cada autor pone condiciones para el encuentro. Cada película es un largo trazo, hecho a varias manos.
V
Quizás ahora, cuando la pandemia nos separa de los demás, entendemos concretamente hasta qué punto la adversidad, la enfermedad, el dolor o la soledad, pueden ser contrarrestadas en parte por una capacidad creativa que ni es excepcional ni depende de pocos. Nuestro cotidiano está poblado de actos creativos: el chiste, la preparación de un buen plato, la conversación mientras la tarde se desvanece, con un café que se enfría entre las manos, la remembranza de un pasado reciente en común o la apuesta por un futuro particular... La imaginación nunca ha sido un privilegio de élite. Por el contrario, ella permite cuestionar la visión de una sociedad monolítica, clasista y desesperanzada.
Incluso la pereza, tan utilizada en Colombia para descalificar a la población que no acepta con agrado modificar sus condiciones de vida por tan mala paga (cortar caña en cortinas infinitas de humo; arrancar racimos de bananos sin madurar para que caigan envueltos en plásticos; moverse bajo el control de ejércitos que impiden sindicarse y hablar; bambolearse en medio de transportes masivos, durante horas que se hacen días, para ir al norte a construir o limpiar; etc.). Frente a estas exigencias sin sentido, lo que se ha llamado pereza es en realidad un acto de resistencia. No por nada en Colombia decimos hacer pereza con dulzura, estirando los brazos y con los ojos brillando de confianza: reconocemos ese bello y merecido acto como un momento, lastimosamente corto, en el que logramos que este mundo extraño pare de girar. La pereza es un momento personal de evaluación, no de inacción. Como decía Oso Parado, jefe sioux cansado de tantos años actuando de indio en los shows de Buffalo Bill (que Disney sigue recreando):
Siempre hemos sido un todo. Heterogéneo y creador. No hay policía que nos separe ni odio que nos sea indiferente: “Minga ya”, “Nos Queremos Vivas”, “Dilan No Murió” o “Black Lives Matter” son gritos en la calle contra una sola cosa: el rentable vórtice de muerte que pretende aspirar nuestras historias.
Para captarlas desde su origen se hizo el cine, reflejo de nuestros posibles mundos en permanente cambio.
Los hermanos Lumière o el propio Méliès filman la transformación. Cuando las puertas de la industria Lumière se abrieron, los trabajadores trazaron una coreografía viva, imposible de programar, mirando cómplices al objetivo. Entre grandes decorados barrocos, trazados a mano, la familia, amigos y vecinos de Méliès actuaban roles imaginarios con una euforia que, un siglo después, aún nos contamina.
El cineasta existe porque filma al otro, que no es modelo, silueta o animal exótico.
El efecto Kulechov es una gran mentira. No existe un solo ejemplo visible de la experiencia original. Todo lo que se ve son aproximaciones arregladas. Concretamente: la mirada neutra no existe de por sí, el eje de la mirada, el tiempo en el que se mantiene, son determinantes. El efecto se reproduce bajo una gran condición: que la persona se mantenga muda e inmóvil, como en una fotografía. Y luego, en total contradicción, nunca se le deja al espectador inducir el sentido de la mirada. Siempre se explica lo que significa cada asociación. Pero el cine es por esencia movimiento: la persona filmada no es nunca una imagen estática y muda. El “efecto Kulechov” es, en realidad, una proposición política en el arte: legitimar el control absoluto de un solo creador4.
Pero hacer cine es confrontarse y ponerse en relación. El otro no puede ser un objeto y sólo existirá en la pantalla si gana en presencia durante el rodaje. La risa o la tristeza, el suspenso o la tragedia, son momentos de quiebre que se buscan sin certeza y a los que se llega con paciencia en un trabajo conjunto. Filmar visibiliza algo que parece etéreo: la relación entre nosotros. Nadie filma un baile si no hay quien lo sienta.
Así, la gran pregunta que formula la práctica del cine es profundamente política: cómo coordinar un proceso colectivo de creación. Su respuesta es irreductible: cada gran película propone un entramado social particular y formidable. Las posibilidades son infinitas.
Precisamente, en un momento en que la política se plantea como una gestión de control y frente al gran fracaso de la izquierda, que cuestiona el ejercicio del poder solo cuando no lo tiene, las grandes películas ofrecen una reflexión profunda. Pienso, para dar ejemplos concretos y variados, en Kelly Reichardt filmando a Michelle Williams, Paul Dano y esa banda magnífica en Meek’s Cuttoff (2012); o a Valeska Grisebach realizando Western (2017) con la colaboración de Meinhard Neumann y Veneta Fragnova; o a Lucrecia Martel y su Zama (2017) con Daniel Giménez Cacho y Lola Dueñas; o en Víctor Gaviria haciendo Rodrigo D (1990) con esa banda de jóvenes bailando por los techos con Ramiro Meneses a la cabeza…
La lista es afortunadamente larga. Cada gran película no es solo la historia que cuenta, es una apuesta, una mirada diferente a un mundo que se nos quiere plantear como inmodificable y universal.
Para intentar reducir las capacidades críticas del cine, centenares de manuales reducen su práctica a una estrategia de poder. La gran y única pregunta parece ser : ¿cómo obtener lo que se desea del otro? Ejercicio jerárquico y eficaz que favorece personalidades de gran carácter. Así se ha escrito incluso parte de su historia: Hitchcock contorsionando al actor para obtener un encuadre expresivo solo conocido por él; Rosselini exponiendo a Ingrid Bergman, su mujer, frente a las ruinas de su propio amor; Kiarostami rompiendo las fotos de niños para hacerlos llorar… Ejemplos reiterativos y cortos que solo reflejan una de las maneras en que se pueden filmar las emociones. Lamentablemente, siempre se presenta como un método único para hacer escuela, limitando la complejidad real de la práctica, vasta y variada.
En contravía con la admiración que causa, la obra de Bresson, por ejemplo, también puede verse como un esfuerzo por dominar excluyendo toda posibilidad de contradicción. A fuerza, nadie habita los cuerpos que se filman. Los mundos secos, de movimientos calculados y sonidos milimetrados, a veces también suenan a hueco (tal cual la armadura de su Lancelot del Lago (1974)). Basta leer a Anne Wiazemsky en su libro testimonio, La Joven, para descubrir que algo fundamental se le escapa al maestro: el odio que ella intenta comunicar en una mirada precisa de María, el personaje de Al Azar de Baltazar (1966), estaba dirigido al propio director intentando reducirla a la neutralidad. Basta, también, con escuchar a Jean-Claude Guilbert hablando de su colaboración con Bresson para descubrir la razón fundamental de su pasividad: le pagan bien, mejor que en su trabajo de albañil, en donde puede ejercer libremente su gusto e inteligencia (en sus propias palabras actuar para la cámara de Bresson es algo “aburrido e idiota”5). Demasiado empeñado en dejar una huella con su obra, Bresson la domina por otras razones que no puede o quiere ver.
Por otro lado, el método antinómico en la búsqueda y consecución de la emoción, descarga en el actor toda responsabilidad. Stanislavski, Actor Studio o esa miriada de métodos híbridos actuales, presentados bajo el nombre de expertos en la gestión del cuerpo, todos parecen suponer que la emoción tiene que ser traída desde otro lugar: la infancia, los amores, los odios en familia, todas esas historias privadas que no se cuentan y que fabrican el sustrato del actor. Sólo él y su grado de introspección determinan la fuerza emotiva que tocará al público. Como si para filmar una historia fuera necesario nutrirla con otras, estas sí verídicas, personales y secretas. Esta paradoja define al cine comercial: el mundo preconcebido de personajes moralistas, personajes de cartoon, necesita veracidad y solo viene de afuera de la historia: el actor es su única garantía de éxito.
Es difícil aceptar esta limitada visión: los ojos de Charles Bronson o de Clint Eastwood no miran, solo amenazan. Los ojos de Emma Watson o Tom Cruise no aman, sólo son bellos. El espectador conoce los límites del performance. Por eso los disfruta con anterioridad. Pero, sobre todo, sabe apreciar la actividad y el cambio cuando son sinceros y no lo toman de la mano.
Porque algo verdadero debe suceder mientras se filma. Algo que no depende de la astucia del director, la capacidad histriónica de un actor, el argumento del guionista, la veracidad del decorado o las condiciones materiales de la producción. Algo que supone transformación y movimiento y que se obtendrá a fuerza de trabajo y concentración, sin ningún automatismo. El espectador lo identificará inmediatamente: será incluso su fuente de emoción. Ese algo, casi invisible, es la magia de estar juntos (a pesar de tanta dificultad). Las emociones resultan de encuentros y situaciones inesperadas que solo el cine puede captar. No hay fórmulas. Solo el esfuerzo de miradas que no se cansan de buscar.
En este trabajo también participa el espectador, que no es un ente pasivo o cautivo. Es él el tercer sujeto de la relación que define cualquier arte. Persona(je)-artista-espectador: un triángulo se cierra y define su alcance gracias a la participación viva de cada cual en relación. Nadie está solo. La arbitrariedad rompe lazos. Una obra crea fluidos que permiten a cada cuál pensarse desde otro lugar: el artista se pone en lugar de su personaje, el espectador en lugar del artista, el personaje se descubre como si no fuese él. Alrededor de la obra de arte cada uno puede jugar a imaginarse en otro lugar. El espectador se relaciona profundamente con el cine cuando este le permite sentirse artista.
El cine, como todas las artes, no ejercita la astucia sino la inteligencia. Ésta nunca es individual. Es una capacidad social que se desarrolla en el contacto con los demás, exponiendo y contrastando, tomando partido, errando, aprendiendo y escuchando. Gracias a este ejercicio nuestra visión del mundo cambia y se expande. El espectador se reconoce en cada nueva manera de mirarlo.
El cine que respeta al espectador trabaja desde la ética, no desde la moral. Ella exige ponerse en el lugar del otro para entrever la fugacidad de lo justo o acercarse a verdades intermitentes. El trabajo con los actores, de profesión o naturales, pero también la colaboración con el productor, el director de fotografía, los sonidistas, decoradores, script, etc., no se ejerce como algo premeditado, establecido por una técnica inmodificable. Cada uno fabrica en el otro, haciendo un todo cambiante. Y lo hace de manera diferente cada vez.
El otro puedo ser yo, el espectador puede ser el otro.
La práctica artística genuina es un ejercicio político que apela a la inteligencia y a la ética. La sagacidad y la moral son puntos de partida limitados que solo le sirven a la venta y al actual ejercicio político (que alimentan el vórtice de muerte que hoy nos pela el diente). Por eso, quien ejerce el arte como experiencia de poder, no logra ni la favor del tiempo ni la de su propio pueblo.
El cine es un arte catártico y popular.
Quizás gracias a él, a su visión y su práctica, podemos entender mejor algo del gran impase social que estamos viviendo.
Nicolás Rincón Gille
Febrero 2021
(4) De hecho, Kulechov no reconoce su experiencia como tal. Ver su apropiación en “Kulechov en effet” ALBERA, François, inFARCY, Gérard-Denis, PREDAL, René (dir.), Brûler les planches, crever l'écran : la présence de l'acteur, Saint-Jean-de-Vedas : l’Entretemps, 2001.
(5)
Todas las imágenes aquí utilizadas son cortesía de Nicolás Rincón
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