Esta es la primera parte de un texto de Nicolás Rincón Gille que desgrana y enuncia preguntas alrededor de su experiencia como cineasta colombiano. Nos estábamos reservando sus palabras para otro momento, pero ahora, con el presente hablando fuerte y claro, se han vuelto esenciales.
Escribí y reescribí este texto durante los largos meses del confinamiento. Quise aprovechar el tiempo de esta cotidianidad extraña para hacerme preguntas directas e importantes sobre lo que significa la labor específica del cineasta. ¿Tiene cabida su actividad en el encierro? ¿Qué puede hacer frente a esta realidad social en crisis? Siento que tenemos que lograr construir (o reconstruir) sentidos en conjunto frente al caos que se nos está planteando. La protesta, el canto y el grito son actividades de creación ejemplares.
SUEÑOS Y BORRACHERAS1
Un cineasta frente a su pared
Por Nicolás Rincón Gille
I
Dilan Cruz, Julieth Ramírez, Camilo Hernández, Jaider Fonseca, Germán Smith Puentes, Julián Mauricio González, Andrés Rodríguez, Angie Paola Vaquero, Cristian Hurtado Menecé…
Todos los jóvenes asesinados por la policía y el ejército son clarividentes.
Salen a las calles para revertir una presión inadmisible. Se les quiere otros. Sin imaginación ni posibilidades para divertirse, sin poder ejercer con deleite un conocimiento vasto y general, obligados a repetir gestos cortos y adaptarse rápido a la estrecha actividad laboral que determinará el rol social de toda su vida; sin tiempo para sus amigos ni líbido de largo aliento para sus amores. Tienen que abandonar sus cuerpos y dejar de ser: un adulto sombrío ocupará pronto su lugar. No hay continuidad posible con la infancia. Son una crisálida más. Un día se despertarán hechos caparazón y no se llamarán Gregorio Samsa. Vivirán en cuerpos sin emoción.
Puro horror y aburrimiento.
La sociedad que les exige transformarse no tiene nada, absolutamente nada, para ofrecer a cambio. El vacío es central. Un vórtice absorbente hacia ninguna parte. No hay nada por hacer. Sólo contar. Materializar el tiempo para crear la única ilusión de nuestra “modernidad”: acumular. Gota sobre gota para hacer riachuelo, río, represas, electricidad para alumbrar fincas de patrón; polvo sobre polvo para hacer grano, joyas, lingotes, depósitos para vender al exterior; piedra contra piedra para fabricar cal, cemento, casas, edificios, puentes inacabados para mirar al fuego extenderse sobre selvas agonizando.
Cuando sólo importa tener cada vez más, la progresión no tiene ningún sentido específico: son giros en el aire. La riqueza no se crea, solo se apropia o transforma. Querer tenerla es un ejercicio que se hace obsesión y, lamentablemente, el vórtice de nuestra sociedad. Como la oración que se hilvana tocando las perlas del rosario: una a una, círculo sin fin. Nada más. La espera resignada de la muerte.
Por eso el grito del adolescente es profundo. Por eso siempre se le ha querido callar.
Se dice: es aún niño; sufre sin entender; sólo está cambiando; es la naturaleza; puro flujo hormonal. El adolescente es un ser inconsciente, inconsistente, aún no gana su lugar social. Su rebeldía será pasajera, superficial. Sólo hay que ponerlo a esperar. ¡Ninguno podrá votar!
Si no logran adaptarse al cambio y persisten en mantener un comportamiento infantil, serán entonces marginales y estarán perdidos. Se volverán artesanos de collares y brazaletes que expondrán en tapetes frente a la universidad técnica. Perderán sus dientes. Ni un peso tendrán. La norma es clara: quien no reza el credo no tiene diezmos. Y si se ponen a hacer ruido, si bloquean las calles, el tráfico de ciudadanos ejemplares que van y vienen del trabajo, se confrontarán a esos otros de su edad que ya vendieron sus cuerpos: cubiertos de corazas en plástico grueso, negro y sin brillo, empuñando bolillos, matracas multiformes, a veces tasers, improvisando saquitos de balines para deslizar astutamente en sus rifles, empuñando pistolas con algunas balas de goma y muchas otras de verdad, figurando en pancartas como héroes de verdad. En este mundo “moderno” la calle es sucia y de paso. La limpian cucarachas gigantes para que nadie deje de circular.
La ideología dominante es clara: la infancia es siempre un pasado, la adolescencia sufrimiento pasajero, y la adultez, caída tranquila en picado (y de la vejez, compadre, ¿para qué hablar? “por su bien, a los abuelitos los vamos a encerrar”).
Una idea fácil y funcional que se reproduce en líneas imaginarias de tiempo: célula, anfibio, primate… Humanidad. Homínidos, tribus, bárbaros, griegos… Cultura occidental.
Esa línea simplista arranca de tajo a los animales su condición de seres, a los niños, adolescentes y ancianos su capacidad de ser conscientes, al adulto su diversidad y a las culturas ancestrales, su capacidad de dar otros sentidos al mundo. Se postula un presente en el que sólo existe un “nosotros” homogéneo en un lugar central. Sólo el capitalismo parece ser actual.
Pero la infancia y los pueblos ancestrales nos cuentan otra cosa. Sus voces discretas, variadas, difusas, hablan en ritmos cambiantes, construyen trazos discontinuos, zigzageantes. No creen que la “evolución” sea una trama narrativa interesante. Hay que hacer silencio si se les quiere escuchar. Y tener paciencia si se les quiere entender.
Sus voces contagian con una alegría espontánea. Flotan abriendo el tiempo, sin detenerse. No buscan describir una totalidad, ni ser infalibles. No tienen miedo a perderse. Transmiten nuevos sentidos en fulgurancias cortas e incisivas. Siempre desaparecen para recomenzar en otro lugar, de otra forma. No hay nada fijo, intemporal, no buscan escribirse en letras tipográficas sobre el blanco enceguecedor del papel. Crean palabras nuevas, frases que tantean, se acompañan de risas rápidas, lloros que retoman, suspiros que sirven para tomar aire. Son fragmentos de un todo maleable.
La palabra es dicha, en sus dos sentidos. Sólo ella hace al ser humano realmente creador. Ninguna palabra se compra o se acumula. Ninguna se apropia. “Hacer palabra” es una actividad potente. Abre nuevas perspectivas, apunta horizontes en los que la muerte nunca es un vórtice frío, solo ocupa un lugar, rodeada de elementos vivos; como miles de caballos, llamas o camellos, libres y sin nombre. En las tierras que la palabra enuncia, el sempiterno corcel al que bautizaron “Evolución” ya no maravilla con su tonto e inútil galope de feria.
El adolescente y los pueblos ancestrales desvelan con su palabra la artificiosa homogeneidad de nuestra sociedad. Por eso cantan o gritan. Por eso también se les quiere a toda costa silenciar. A ambos se les “educa” para que aprendan a conjugar en tiempos justos, con palabras definidas según el uso de un diccionario que no por nada se llama Real. Se impone un solo uso de una sola lengua como si fuese tallada en moldes de hierro. Pero ni el presidente sabe conjugar.
El “salvaje” es testarudo, el adolescente rebelde. Siempre resisten a la misión.
Cuando se juntan, cuando resuena la minga junto al punk, algo comienza a tambalear. El rubio peluquín de Trump, el gorro de Colón, las gafas transparentes de ese autócrata, falso lector, se mecen con preocupación. La palabra, bruta y rebelde, cuenta otra sociedad, abierta y sin su control.
Se jacé la culebra;
Prorucí er cierro;
Ar diablo con sé er diablo Yo le he vencio;…
Hablo ocho irioma,
Y con mi ciencia puero Gorvécta zorra!…2
Es cierto: se necesita algo de inconsciencia para confrontar a las figuras peligrosas del poder. Su reacción es inesperada, muchas veces indirecta y mortal. Pero al adolescente y al “salvaje” no les queda de otra. Tienen que cortar esa cuerda del tiempo que se ha utilizado como un simbólico y eficaz amarre al cuello para liberar su garganta y contar, por fin, el universo con su palabra.
En sus historias los personajes no imponen su propia voluntad. Muchas veces no logran superar los primeros obstáculos arbitrarios que los aplastan. Ninguno logra entender por completo lo que sucede, se pierden en un colectivo que se debate por la memoria. Son una historia de resistencia, sin puntos de inflexión, sin tres actos ni introducción. Trazos particulares a contracorriente, formas asimétricas y anárquicas. Como el existir.
La vida de Dilan Cruz o la de Jaime Estiben Valencia o de Yuliana Samboni son difíciles de contar en otras voces que no sean las suyas. Pero ya no están. Sus historias, hoy son fragmentos que visualizan a la muerte trabajando como vórtice sistémico. Pero ella no logra definir el todo. Sus cortos trayectos de vida son trazos particulares que celebran otros horizontes. No pueden contarse desde el final, resaltando únicamente la violencia que implican los asesinatos o la violación. Cada vida es una búsqueda particular de sentido.
Ningún experto en tramas narrativas, ninguna formación en talleres para storytellers con guionistas de renombre, permitirán contar con propiedad la belleza que tenían al andar, sin saber, caminos a contracorriente por simplemente ser.
Vivir es el primer acto de resistencia en nuestro país.
Hablar el segundo.
Bailar el tercero. Tal vez el cuarto.
Nuestras historias son de resistencia: colectivas, cíclicas y llenas de tristes derrotas. Paradójicamente no son de desesperanza. Sus finales son abiertos. Se contarán mil y una vez para repeler la muerte.

II
Con el tiempo, fue cerrándose el cerco a su alrededor, su libertad se vio cortada, aunque sin detrimento de su confort, en un mundo en el que en todas partes comenzaba a perderse la libertad y también el bienestar mientras una humanidad desesperada veía abrirse las quijadas del infierno.
Issac Asimov, La Criba
La acción colectiva nos es presentada como algo irrazonable. No parece tener nada a su favor: caótica, inconsciente, apasionada, efímera, inconsistente. Ruido atravesando las ventanas de hogares en religioso silencio, apenas iluminados por las luces azules y vibrantes de celulares que se consultan para saber si alguien todavía recuerda algo. En ese interior no hay lugar para lo improvisto. Lo no pensado se quedó afuera: en el espacio público que hoy es zona de riesgo. Allí sólo queda ese otro sin lugar social: el desconocido. Hay que alejarlo, controlar sus movimientos peligrosos. El Estado sabe cómo. No se siente obligado a consultarnos.
Este encierro que vivimos actualmente es una consecuencia de esta visión. Vivimos en un sistema social programado por “expertos”. Y nuestro cotidiano es un aburrimiento tenso. Solos o en familia, nuestras casas son ollas a presión. Trabajar, comer y dormir es ya de por sí difícil. Parecería irresponsable pedir más.
Pero el resultado es paradójico. Hoy, más que nunca, entendemos y sentimos hasta qué punto, sólo en las calles, las plazas, los espacios sociales, grandes o pequeños, abiertos o cerrados, sucede lo mágico: el encuentro con lo desconocido. En su contacto, la humanidad modifica su rutina, rechaza la imposición, vislumbra nuevas e inciertas vías, crea compañía, amor, sexo y amistad. Los espacios sociales se transforman permanentemente. Son bellos, misteriosamente armónicos, totalmente inestables. En ellos creamos por necesidad, casi sin saber. A veces con rabia y en anarquía, pero muy pocas con odio y violencia.
En la calle, rodeados por los demás, nuestros estados se alteran, nuestra percepción se abre. Algo inesperado sucede. Estamos en movimiento, física y mentalmente. Totalmente presentes. Creamos cambios.
Es el mismo estado del artista: no hay creación que no le exija concentración y presencia: algo puede siempre suceder. Su trabajo es abrirse para buscar y, finalmente, transformar.
Esta equivalencia entre el funcionamiento libre de la sociedad y la creación individual (dos enemigos jurados del orden autoritario) permite entender la creación como un acto social: se trata siempre de abrir brechas al presente dado.
El artista crea un reflejo particular de la realidad. Su obra permite tomar distancia y realizar dos cosas complejas: reirnos de nosotros mismos, llorar por el otro. Somos risibles e iguales. Patéticos, incluso, a veces. El artista difunde su polvo dorado y la gran mentira que funciona con la precisión de un reloj se atasca: no existe un desconocido. Todos podemos ser cualquier otro. Cada individuo tiene su historia y ésta se vuelve nuestra. Las posibilidades sociales son infinitas.
Por ello, quienes dominan necesitan imponer una sola historia, siempre la misma. Como en una tarjeta electrónica (calles en ordenado tráfico, paseantes en trayectos rectilíneos y eficaces, líneas de producción homogéneas y sin falla, hogares aislados con un jardín exclusivo), la ficción se cuenta rápido, buscando sólo que la corriente pueda circular. Sin personajes de peso ni situaciones delicadas, comienza como una resolución y deja ruido blanco. No se puede cuestionar. Es inmodificable. Se llama Orden.
Orden es el cielo que necesita Supermán para poder volar (desorden es la noche de la que Batman nos intenta salvar). Héroes invencibles y sin personalidad se enfrentan a villanos que quieren control social (no buscan dinero, ni son ladrones). El mal absoluto: sin hacer negocios ni fundar empresas, los villanos desperdician ese talento individual que podría diferenciarlos de la masa asalariada que sólo puede, desde abajo, vitorear o abuchear (votar).
Para que la historia sea eficaz se necesitan sólo dos personajes representando al bien y al mal. Dualidad moral que siempre funcionará como una pinza, sin ningún espacio para relativizar. Los personajes secundarios son siempre esporádicos, totalmente mecánicos. Hay que cuidar a los héroes del contacto con su respectivo entorno.
En realidad, el único contradictor posible de Supermán es Luisa Lane (Batman solo acepta en su entorno a Alfred, su fiel, callado y muy sirviente mayordomo). A ella no parece interesarle su ejercicio de dominación. No puede ni estar al tanto. Sólo existe para legitimar la masculinidad de Clark Kent. Porque Supermán no tiene tiempo para dar: no duda, nunca descansa, nada lo sorprende. Perdido en acciones sin fin, no podrá mirarse en los ojos de Luisa para saber quién es verdaderamente. Luisa lo asusta, pone en evidencia su aburrimiento, lo tonto de su historia.
Para que las peripecias se engranen sin problema, la mujer tiene que ser intrascendente y aparecer sólo al final. Descansada, jovial e ignorante de la aventura, lista para un matrimonio. Si, por una necesidad mecánica de guión, se le necesita antes, siempre habrá una astucia narrativa para marginarla; como ese generador de sueño “ritmo alpha”, que duerme a Jennifer Parker, la novia de Marty McFly en la segunda parte de Volver al Futuro, por ponerse a preguntar demasiado. Las enamoradas de los superhéroes tienen mala reputación. Están allí para certificar la masculinidad del héroe y luego desaparecer. De quedarse, inevitablemente, se harán Dalilas y cortarán melenas.
Por esto no hay posibilidad para el amor o la discordia en la historia única que quieren imponer. Para ser ganador y poder ser contado, el héroe debe estar solo, engullido por su causa. La mujer lo admirará a una distancia convenida. Así, cualquier otro personaje tendrá que ser villano.
Antes de la pandemia, las salas de cine habían sido inundadas por pequeñas variantes de esta historia, en las que cambian los colores del disfraz y a veces gana el villano para darle más duro después. Son sagas que alargan peripecias y afinan mecanismos.
Ahora que estamos encerrados, las plataformas repiten la misma fórmula en series sin parar. El mismo universo con tonos distintos, en variantes nacionales ligeramente decoradas, con las mismas formas de hacer sonar la voz y de construir la luz. Los cuerpos son estereotipos, vienen y van sobre esa línea moral que trazan los dueños del capital entre el bien y el mal.
Sagas y series son la tenaza que aprisiona eficazmente nuestro tiempo para plegarlo sobre sí, haciéndolo espiral inocua, símbolo de la nada. Encerrados doblemente, entre muros y en nuestras cabezas, ya ni en familia miramos al héroe de la sempiterna historia.
Nuestra capacidad de creación parece desvanecerse, repitiendo sin saber la percepción social que nos quieren imponer: los hombres al mando son fuertes y duros, no hay tiempo para explicaciones ni sensibilidad. Sólo así se salva a la humanidad. La prensa nunca encontrará candor o tristeza en los ojos de Lina o de Melania Trump: el orden debe ser frío e impenetrable. Como el acero.
Difícil, desde este encierro, frenar tal imposición. Necesitamos sentir voces, escuchar cantos y dar gritos que atraviesen los muros que alza entre nosotros esta historia. En nuestras cavernas debemos prender hogueras: instalados en círculos, braveando fríos, el fuego permitirá sentarnos para escuchar los relatos vivos que abren la noche como cuchillos.
Variados, sin predeterminar, los relatos múltiples, familiares y populares, dan sentido a nuestra banalidad. Crean formas extrañas que funcionan como espejos: nos reconocemos. Nuestras debilidades dan risa; los errores se repiten, absurdos; celebramos alegrías y tristezas. El amor es central e inesperado. No hay lugar para héroes. Nadie gana y domina, nadie pierde definitivamente. Cada personaje cuestiona al otro con su presencia. El relato es múltiple. Y se transforma. No hay geometría marcada. Nuestras intrigas, pequeñas o muy trágicas, nos dejan entrever un todo que nunca se descubrirá. Cada relato crea un desorden vivo, inconsciente y feliz.
Las historias de resistencia son cortas, pocas acaban bien. Ninguna busca gloria y casi todas parecen frutos de la simple euforia. La brutalidad, por el contrario, no gusta de sutilezas. Necesita claridad en sus formas. Dicen que son 36 sus declinaciones y todas tienen un plot point claro y definitivo. Ningún guionista de serie puede darse el lujo de ignorarlo.
El orden existente se mantiene como si fuese algo natural. No puede ser percibido como una posibilidad entre miles, de organizarnos. Así como se impone un tipo de historia, se impone un tipo de organización social. Ambas dicen poner la muerte a distancia, fuera de nosotros, en las calles o selvas. Pero, en realidad, la muerte marca su objetivo y su fin. En cambio, en nuestras historias la muerte no está afuera, sólo se pasea como un elemento más. La amenaza es constante y real.
Por eso, para estar vivos, necesitamos sentirnos vivos. Contar y escuchar nuestra historia particular.
Ninguna saga, ninguna serie, podrá ponerla en venta.

III
Ya se está moviendo, ya
Ya se está aflojando, ya
Ya se está hundiendo, ya
Ya se está cayendo.
Salten, bailen, beban, coman
Canten, griten, beban, jodan.
Que hoy la vamos a tumba’
Hoy la vamos a tumba’.
Octavio Panesso Arango, La vamos a tumba’
Crear no depende de ninguna voluntad individual.
Por un lado, quien espera salir de rutinas, de órdenes determinados, nunca sabe bien para dónde va. Quiere lograr cambios y no puede ofrecer ninguna certeza. Su actividad requiere algo de inconsciencia y mucho de intuición, algo que no puede alimentar totalmente desde la razón.
Por otro lado, nadie puede saber de antemano el significado de lo que hace, qué tanto hay de nuevo, qué poco de usual, sin pasar por los demás. Crear es un acto que necesita la apropiación activa del otro. Hay quien puede suponer que verter un vaso de jugo de naranja en otro de agua visualiza un descubrimiento. Sólo la mirada de los demás le podrá dar a entender lo inocuo de su gesto. El ego y la voluntad, que siempre van de par, no son garantes de ningún talento creativo.
Si, de antemano, nadie puede saber si realiza un acto creativo ¿de dónde nos viene esa capacidad que no puede ser individual, eficaz o productiva ?
Nietzsche, en su escrito jovial basado en la cultura griega, El Nacimiento de la tragedia, define dos fuentes distintas para el acto creativo. Una que nace como en los sueños, que permite reproducir el mundo desde la introspección solitaria y calmada, como un durmiente que juega con elementos de su imaginario sin alterar su percepción ni transgredir la realidad. El resultado es un trabajo planificado de la imagen plástica en el que la obra se piensa frontal, quieta y observable. Tal cual la bella e imponente escultura de Apolón.
La otra fuente de creación que describe Nietzsche surge en un estado similar al de la embriaguez. Una alteración profunda de consciencia que confunde la realidad con el imaginario y destruye el confort social. Desde el choque, una fuerza irracional, incontrolable, dionisiaca, empuja al artista y a su público a límites y sensaciones indefinibles. Aquí se confrontan hábitos y se trata de buscar el incierto lenguaje universal, que es casi siempre musical.
Para Nietzsche, las grandes obras surgen de la conjunción de estas dos fuentes creativas. Aunque su perspectiva es individualista y busca resaltar figuras tutelares como la de Wagner, es evidente que la razón y el control no son suficientes para hacer al artista. Sus hermosas descripciones sobre el rol de la intuición y el trabajo insistente y en movimiento de un artista sin certidumbres abren el panorama, cuestionando al sistema repetitivo de la producción segura y eficaz.
Pero para entender la necesidad del lazo social en la creación habría que abandonar la concepción eurocentrista, basada en el individuo como único motor. El universo en el que se mueven los pueblos afrodescendientes del Chocó (que resulta, a su vez, del intercambio cultural con los pueblos indígenas) ofrece una visión más global. En ellos, ninguna persona actúa sola, siempre está relacionada con los demás: vivos, muertos, o por nacer.
Los sueños son lugares en los que se comunica con los ancestros. El soñador es una antena. Su sensibilidad le permite extraer mensajes, entender cosas que son de gran utilidad para la comunidad: peligros, astucias, saberes perdidos… A veces los sueños permiten reelaborar el mundo, rompiendo esa barrera clara entre realidad e imaginario que postula la visión del soñador de Nietzsche.
De otra parte, la embriaguez, el uso literal del alcohol, permite olvidarse de sí para sentir de otra manera la vida, con entusiasmo, pasión y sin barreras. Una pausa pasajera que refuerza al individuo para transformar la opresión histórica que vive su comunidad. Así, el orden impuesto es revertido momentáneamente con verdades sentidas, que el miedo calla y que se pueden decir solo de esta manera. Por eso se teme el uso del alcohol que hacen las poblaciones negras, indígenas o mestizas, porque permite crear situaciones incómodas para las élites y su ejercicio arbitrario de poder: fugazmente, la jerarquía social es cuestionada, incluso revertida.
Como en el carnaval, quienes gritan y festejan no tienen poder real, ni razones de peso para sentirse alegres y empoderados. Y, sin embargo, gracias al alcohol y la fiesta, se crea la parodia y la risa, en un juego de espejos que permite mirar al poderoso sin miedo y a sí mismo con sorpresa.
El sueño y la borrachera son estados de excepción que pueden ser creativos y reordenan el mundo. Como la creación artística, están delimitados en el tiempo: si se sueña de día o si el uso del alcohol se hace excesivo (si se toma en soledad y la embriaguez se extiende), las personas tienen que ser sanadas. Si su sensibilidad les abre puertas que no logran cerrar, es necesaria la intervención de un conocedor en el uso de plantas, remedios y rituales, para que, desde el umbral del presente y el pasado ancestral, redireccione el destino de la persona y su comunidad.
Desde la perspectiva afrocolombiana, que nutre y alimenta el universo indígena, se puede entender que el acto creativo no está asociado a un talento particular. Los demás no solo miran: son testigos y participantes del proceso. El acto creativo es una acción colectiva osada, que busca revertir un orden social rígido, sin garantía de lograrlo.
Que nos sirva como ejemplo el mapalé, sonando en la noche escondida por los playones del Magdalena en los que se navega de día como bogas, con ritmos que invitan a bailar imitando a un desbocado pez, desesperado por quitarse de encima tanta carga para encontrarse con una mujer.
Así, el Dionisio que Nietzsche rescata como fuente de creación, embriagadora y chocante, no es exclusivo del arte griego. Changó puede ser otro de sus nombres. Una fuerza humana que no le tiene miedo al desorden y puede ayudar a sanar grandes heridas: las abre abruptamente para reconocerlas y secarlas con el tiempo. Crear puede ser un proceso catártico que no deja indiferentes. Supone desorden, búsqueda y pérdida parcial de control. Es un proceso de sanación que busca exponer las causas del malestar social.
Toma tiempo acostumbrarnos a la cicatriz. Durante días y semanas enciende nuestra memoria. Cuando secaba y endurecía, su sombra nos recuerda la esclavitud con más insistencia que la peladura de los grillos. Aún apagadas, iluminan la noche de la barraca con el resplandor de la venganza.3
La creación es un acto cotidiano que toma formas y busca fines variados. Su objetivo no es forzosamente fabricar lo que denominamos obras de arte. Estas últimas, muy pocas en realidad, son las formas que logran escapar a un tiempo y lugar determinados. La creación, en su mayoría, responde a necesidades concretas y delimitadas que intentan trascender el peso de una realidad social difícil. No buscan universalidad porque no conciben al mundo como un todo único. Es un entramado heterogéneo que no se puede abarcar desde ninguna posición individual.
Uno de los grandes ejemplos que tenemos en nuestro territorio son las hermosas pinturas murales de chiribiquete. Se construyeron en tiempos tan largos que sobrepasaron generaciones, incluso a los mismos pueblos que las crearon (otros vinieron a continuarlos). En ellas se puede ver y sentir el trabajo creativo: vasto, laborioso, hermoso y polisémico. Apelan a nuestra participación para cerrar el círculo que les da sentido. Abajo, en un mar de pintura roja, miles de representaciones individuales se sobreponen, contrarrestándose, luchando entre sí por hacerse un espacio. Luego, poco a poco, hacia arriba, aparecen grandes figuras simbólicas que sobresalen e imponen sentidos. En ellas aparece, central, el jaguar mágico, que lleva mensajes escondidos en su piel, en medio de otros animales, muchas plantas y seres humanos que bailan, hacen el amor, siembran, recolectan miel o cazan. La lectura global de ese espacio es imposible. Ninguna figura en sí misma se destaca. Cobran sentido al participar en una totalidad en movimiento. Lo único inmóvil está arriba, en la vía láctea, el gran jaguar testigo, constelación que en otras latitudes se ve como un violento cazador llamado Orión.
El gran legado de toda esta concepción antigua es que todos somos, en varios momentos de nuestras vidas, creadores; que la creación no es monopolio de nadie; que no se crea por voluntad propia ni de antemano. Crear es un acto social que desestabiliza.
Por ello los pueblos ancestrales, negros y mestizos, rechazan las trampas de la palabra impuesta y dan sentido a otros mundos en su propio lenguaje; el adolescente busca conservar el lugar creador y lúdico de su infancia; la mayoría de mujeres intenta resistir a la brutalidad de una economía de explotación con lógicas bellas y distintas de transacción… La lista es afortunadamente larga.
En todo estos casos la naturaleza del creador es la misma: alguien que acepta riesgos, abandona caminos trazados y se aventura sobre los bordes del espacio social. Sin buscarlo de frente, desafía el orden existente y pone en juego su integridad. Sólo quiere vislumbrar otros mundos: pequeños, frágiles, temporales, imprescindibles, para sentirse vivo.
Nuestras múltiples historias suceden en un ahora, hondo y largo. Un presente que no nos cansamos de cavar porque siempre habrá algo más por descubrir.
Vivir es un acto de pasión.
Crear es la mejor manera de sentirlo.

*
(1) Mientras la salida a salas y la circulación en festivales de Tantas Almas se anulaba, fui invitado a participar en algunos encuentros en línea para reflexionar sobre el cine. Al mismo tiempo, creamos con Nadia Solano un espacio virtual de reflexión sobre las artes y su circulación que llamamos El Ornitorrinco. Estas notas resultan de todo este proceso y de mi participación en las escuelas belgas de cine, INSAS e IAD. Agradezco al festival Equinoxio y a los estudiantes de cine de la Universidad Nacional de Colombia, así como a Camilo Ordoñez y a María Sol por la invitación a platicar en el programa académico de la Facultad de Artes de la ASAB. A Nadia, María Paula, Manuel y Héctor por su colaboración directa o indirecta y a mi familia.
(2) Er boga chaclatan, Candelario Obeso
(3) Changó el Gran Putas, Manuel Zapata Olivella.
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