La puja entre clasicismo y modernidad, tradición y novedad, es el punto de partida de esta nueva película que, echando mano de lo insólito, renueva la idea del jinete y del barrio.
Concrete Cowboy: el título es una contradicción de términos cuando los códigos de un género forjado por vaqueros como Broncho Billy, Tom Mix y William S. Hart fueron sinónimo de épicas rurales, galopadas kilométricas en valles interminables y visitas esporádicas a pueblos donde el jinete solía estar de paso y visitar la cantina o la cárcel.
Pero la vanguardia es la tradición reinventada. A finales de los años 60 John Schlesinger nos presentó a un palurdo de buen corazón que viaja de Texas a Nueva York y vive una historia de sexualidad y picaresca tragicómicas en la ciudad de Midnight Cowboy. En 2005 un par de vaqueros se enamoraron en Brokeback Mountain y un espectador soñó con John Wayne apasionándose por otro jinete como le sucede a la pareja del film de Ang Lee.
Así que relacionar el concreto con los vaqueros, aunque sugiera un paisaje distinto al habitual, no es insólito. En este caso se trata de Filadelfia, pero no la Filadelfia de los museos, el turismo o el río Delaware. Concrete Cowboy sucede en el barrio deteriorado al que llega Cole (Caleb McLaughlin), un chico de quince años, problemático en la escuela, al que su madre desesperada decide llevarlo en un viaje de 600 millas a la casa de su padre (Idris Elba), ausente de la vida de Cole.
El desconcierto del chico es semejante al desconcierto del público que no conozca la historia de los establos en la calle Fletcher, donde trabaja Harp (Mr. Elba), el vaquero urbano que recibe sin entusiasmo a su hijo.
La página del Fletcher Street Urban Riding Club nos dice que se trata de una comunidad de jinetes que han estado en la ciudad desde hace más de cien años, algo no del todo extraño cuando en Filadelfia se tuvieron más de cincuenta establos. También nos enteramos de que en el barrio donde se encuentran los establos sus habitantes han combatido el desempleo y el tráfico de drogas, al mismo tiempo que han tratado de mantener, a pesar de las dificultades, los establos como un lugar histórico en el que los niños del área asumen responsabilidades, se educan y se sienten apoyados –como le sucede a Cole en su aventura hacia la autoestima–.
Los vaqueros del asfalto trasladaron así a las calles una forma de vida que habrían podido vivir las estrellas del western. Aunque hay otra diferencia que nos recuerda el racismo del género, eventualmente burlado cuando el héroe es negro y se llama Jim Brown en 100 rifles (1969), Harry Belafonte y Sidney Poitier en Buck and the Preacher (1972), Danny Glover en Silverado (1985), Denzel Washington en The Magnificent Seven (2016) o David Gyasi en Hell on the Border (2019).
Concrete Cowboy, el primer largometraje de Ricky Staub, es incitante por las preguntas que nos hacemos acerca de un lugar tan sorprendente como la calle Fletcher y el cambio en las fórmulas narrativas que propone una historia donde la parodia se asume con el tono auténtico de la sinceridad, revelando el orgullo que significa llevar un sombrero, tener un par de botas y, por supuesto, montar un caballo.
Descubrimos en la pantalla que la forma de narrar esta inversión de los términos también demuestra otra perspectiva ante el lugar común, desafortunadamente común, de las familias disfuncionales, las amenazas del mundo tóxico en los barrios marginales, el asedio del crimen y las confusiones de la adolescencia en clave racial.
El director de fotografía Minka Farthing-Kohl y el editor Lucke Ciarrocchi contribuyeron a los aspectos visuales de Concrete Cowboy para que su historia se viera en la pantalla con la sofisticación formal que vence el reto de las penumbras, el trazo de la luz en medio de la oscuridad, el resplandor de unos ojos que brillan intensamente en la noche, agregándose a la fotografía el ritmo vigoroso del montaje, dinámico dramáticamente como sucede en la escena que reúne a los vaqueros cuando intentan dominar a un caballo que corre enfurecido en un diamante de béisbol o en el enfrentamiento que tienen los jinetes con el departamento de protección animal que llega a los establos para anunciarles la incautación de los caballos y, eventualmente, demoler el lugar.
Apoyándose en la novela de Greg Neri, Ghetto Cowboy –a la que se debe la fortuna literaria de Concrete Cowboy–, Staub y su co-guionista, Dan Walser, aprovecharon otras referencias narrativas para reciclar las tensiones dramáticas de los westerns según sus personajes en conflicto: el sheriff –en este caso un policía que obedece a la ley, pero se permite gestos de solidaridad con los vaqueros cuando la infringen–; la matrona clásica que recordamos en las cantinas o regentando un hotel de mala muerte, representada por la mujer madura y sabia, vecina de Harp, que maneja los establos con la firmeza de su autoridad; los villanos encarnados por los narcotraficantes y su rival, un chico, amigo de la infancia de Cole, que sufre las consecuencias del odio de los pistoleros.
La historia salva con la suerte del talento otra anticipación de las emociones a la que nos acostumbró el drama cinematográfico cuando presenta un reparto, en apariencia, irreconciliable, que reta el ingenio de los guionistas en los giros de 180° que tienen sus relaciones durante el transcurso de una trama. En Concrete Cowboy, el resentimiento de Cole hacia su padre tendrá una evolución predecible de altibajos y treguas, sostenida por la capacidad de sus actores y el respeto al melodrama, que no se desvirtúa y es asumido en el guión con la astucia narrativa que dosifica y conduce emocionalmente al espectador, acercándolo a un momento de intimidad doméstica cuando Harp coloca un disco de John Coltrane –otra manera de que la historia nos haga avanzar en el tiempo desde la épica de los vaqueros a la dimensión sonora del jazz de los años 50 y 60–, y le explica a su hijo por qué lo bautizó Coltrane.
Todo lo que es posible cuando la tradición forja un estilo y otra generación observa el pasado desde el futuro en el que reinventa las fórmulas. Aparte de que la realidad sugiera historias cercanas a la ficción como las que se viven en lo establos de la calle Fletcher, tan sorprendentes como tener a un caballo viviendo en una casa para desconcierto de Cole, que acepta lo insólito como algo natural y se acostumbra a la mascota gigantesca de su padre, con la que se explica cuál es la vida de Harp, una vida que, tarde o temprano, lo hará cabalgar como otro héroe del western.
Más resultados...
Más resultados...
TIFF (07) - GALOPANDO EN EL ASFALTO
La puja entre clasicismo y modernidad, tradición y novedad, es el punto de partida de esta nueva película que, echando mano de lo insólito, renueva la idea del jinete y del barrio.
45° Festival Internacional de Cine de Toronto
Septiembre 10–19/2020
Galopando en el asfalto
Hugo Chaparro Valderrama
Laboratorios Frankenstein©
Enviado virtual a Toronto
Concrete Cowboy: el título es una contradicción de términos cuando los códigos de un género forjado por vaqueros como Broncho Billy, Tom Mix y William S. Hart fueron sinónimo de épicas rurales, galopadas kilométricas en valles interminables y visitas esporádicas a pueblos donde el jinete solía estar de paso y visitar la cantina o la cárcel.
Pero la vanguardia es la tradición reinventada. A finales de los años 60 John Schlesinger nos presentó a un palurdo de buen corazón que viaja de Texas a Nueva York y vive una historia de sexualidad y picaresca tragicómicas en la ciudad de Midnight Cowboy. En 2005 un par de vaqueros se enamoraron en Brokeback Mountain y un espectador soñó con John Wayne apasionándose por otro jinete como le sucede a la pareja del film de Ang Lee.
Así que relacionar el concreto con los vaqueros, aunque sugiera un paisaje distinto al habitual, no es insólito. En este caso se trata de Filadelfia, pero no la Filadelfia de los museos, el turismo o el río Delaware. Concrete Cowboy sucede en el barrio deteriorado al que llega Cole (Caleb McLaughlin), un chico de quince años, problemático en la escuela, al que su madre desesperada decide llevarlo en un viaje de 600 millas a la casa de su padre (Idris Elba), ausente de la vida de Cole.
El desconcierto del chico es semejante al desconcierto del público que no conozca la historia de los establos en la calle Fletcher, donde trabaja Harp (Mr. Elba), el vaquero urbano que recibe sin entusiasmo a su hijo.
La página del Fletcher Street Urban Riding Club nos dice que se trata de una comunidad de jinetes que han estado en la ciudad desde hace más de cien años, algo no del todo extraño cuando en Filadelfia se tuvieron más de cincuenta establos. También nos enteramos de que en el barrio donde se encuentran los establos sus habitantes han combatido el desempleo y el tráfico de drogas, al mismo tiempo que han tratado de mantener, a pesar de las dificultades, los establos como un lugar histórico en el que los niños del área asumen responsabilidades, se educan y se sienten apoyados –como le sucede a Cole en su aventura hacia la autoestima–.
Los vaqueros del asfalto trasladaron así a las calles una forma de vida que habrían podido vivir las estrellas del western. Aunque hay otra diferencia que nos recuerda el racismo del género, eventualmente burlado cuando el héroe es negro y se llama Jim Brown en 100 rifles (1969), Harry Belafonte y Sidney Poitier en Buck and the Preacher (1972), Danny Glover en Silverado (1985), Denzel Washington en The Magnificent Seven (2016) o David Gyasi en Hell on the Border (2019).
Concrete Cowboy, el primer largometraje de Ricky Staub, es incitante por las preguntas que nos hacemos acerca de un lugar tan sorprendente como la calle Fletcher y el cambio en las fórmulas narrativas que propone una historia donde la parodia se asume con el tono auténtico de la sinceridad, revelando el orgullo que significa llevar un sombrero, tener un par de botas y, por supuesto, montar un caballo.
Descubrimos en la pantalla que la forma de narrar esta inversión de los términos también demuestra otra perspectiva ante el lugar común, desafortunadamente común, de las familias disfuncionales, las amenazas del mundo tóxico en los barrios marginales, el asedio del crimen y las confusiones de la adolescencia en clave racial.
El director de fotografía Minka Farthing-Kohl y el editor Lucke Ciarrocchi contribuyeron a los aspectos visuales de Concrete Cowboy para que su historia se viera en la pantalla con la sofisticación formal que vence el reto de las penumbras, el trazo de la luz en medio de la oscuridad, el resplandor de unos ojos que brillan intensamente en la noche, agregándose a la fotografía el ritmo vigoroso del montaje, dinámico dramáticamente como sucede en la escena que reúne a los vaqueros cuando intentan dominar a un caballo que corre enfurecido en un diamante de béisbol o en el enfrentamiento que tienen los jinetes con el departamento de protección animal que llega a los establos para anunciarles la incautación de los caballos y, eventualmente, demoler el lugar.
Apoyándose en la novela de Greg Neri, Ghetto Cowboy –a la que se debe la fortuna literaria de Concrete Cowboy–, Staub y su co-guionista, Dan Walser, aprovecharon otras referencias narrativas para reciclar las tensiones dramáticas de los westerns según sus personajes en conflicto: el sheriff –en este caso un policía que obedece a la ley, pero se permite gestos de solidaridad con los vaqueros cuando la infringen–; la matrona clásica que recordamos en las cantinas o regentando un hotel de mala muerte, representada por la mujer madura y sabia, vecina de Harp, que maneja los establos con la firmeza de su autoridad; los villanos encarnados por los narcotraficantes y su rival, un chico, amigo de la infancia de Cole, que sufre las consecuencias del odio de los pistoleros.
La historia salva con la suerte del talento otra anticipación de las emociones a la que nos acostumbró el drama cinematográfico cuando presenta un reparto, en apariencia, irreconciliable, que reta el ingenio de los guionistas en los giros de 180° que tienen sus relaciones durante el transcurso de una trama. En Concrete Cowboy, el resentimiento de Cole hacia su padre tendrá una evolución predecible de altibajos y treguas, sostenida por la capacidad de sus actores y el respeto al melodrama, que no se desvirtúa y es asumido en el guión con la astucia narrativa que dosifica y conduce emocionalmente al espectador, acercándolo a un momento de intimidad doméstica cuando Harp coloca un disco de John Coltrane –otra manera de que la historia nos haga avanzar en el tiempo desde la épica de los vaqueros a la dimensión sonora del jazz de los años 50 y 60–, y le explica a su hijo por qué lo bautizó Coltrane.
Todo lo que es posible cuando la tradición forja un estilo y otra generación observa el pasado desde el futuro en el que reinventa las fórmulas. Aparte de que la realidad sugiera historias cercanas a la ficción como las que se viven en lo establos de la calle Fletcher, tan sorprendentes como tener a un caballo viviendo en una casa para desconcierto de Cole, que acepta lo insólito como algo natural y se acostumbra a la mascota gigantesca de su padre, con la que se explica cuál es la vida de Harp, una vida que, tarde o temprano, lo hará cabalgar como otro héroe del western.
Tal vez te interese:Ver todos los artículos
EL (INELUDIBLE) OFICIO DE MIRAR
VICIOS DEL TIEMPO - FICCI 63
CARACOLES SOBRE UNA MUJER CON SOMBRERO ALADO (TALLER BIFF)
Reflexiones semanales directo al correo.
El boletín de la Cero expande sobre las películas que nos sorprenden y nos apasionan. Es otra manera de reunirse y pensar el gesto del cine.
Las entregas cargan nuestras ideas sobre las nuevas y viejas cosas que nos interesan. Ese caleidoscopio de certezas e incertidumbres nos sirve para pensar el mundo que el cine crea.
Únete a la comunidadcontacto
Síguenos