Hugo Chaparro Valderrama despliega acá la evidencia para manifestar como cierta una hipótesis: el enclave de terror, vísceras, misterios y fenómenos sobrenaturales que ha construido la literatura argentina de hoy con especial cuidado empieza a encontrar su campo en el cine. Matar a la bestia es la primera película de Agustina San Martín.
El misterio representado por la figura inquietante de un buey perdido en la selva podría simbolizar los temores y perplejidades que asedian a una chica de Buenos Aires en su viaje hacia la frontera entre Argentina y Brasil, tras las huellas de su hermano y como huésped indeseable en la casa de una tía cercada por sus paranoias. Un animal y un territorio que no son gratuitos para enrarecer una historia heredada a las normas del terror gótico –que sucede en construcciones deterioradas, habitadas por personajes no menos ruinosos, al menos mentalmente, como los muros que los rodean–, viviendo en el limbo de sus propios límites –sexuales, familiares, en todo caso al borde de estar desquiciados–, sin descifrar del todo su mirada sobre el mundo, tan enigmática como la mirada del buey que amenaza en silencio a los que se cruzan con él.
Matar a la bestia, el primer largometraje de la realizadora argentina Agustina San Martín (Buenos Aires, 1991), realizado después del aprendizaje con el que se formó gracias a cortos que recorrieron el circuito de los festivales y que situaron su nombre en Huelva, Berlín y Cannes, donde presentó No hay bestias (2016), La prima sueca (2017) y Monstruo Dios (2019), la emparenta con un hábito de la ficción argentina, la literatura fantástica, narrada con un realismo que la hace todavía más aterradora en un largo recorrido que tiene tres héroes recientes: Samanta Schweblin, Luciano Lamberti, Mariana Enríquez.
El viaje de Emilia (Tamara Rocca) hacia la frontera en la que vive su tía Inés (Ana Brun) es una aventura al corazón de las tinieblas; una expedición al fondo de la sexualidad y de los prejuicios que la amenazan, inventándose una bestia que amenaza a las mujeres en la oscuridad, acaso para que una secta controle los deseos que hacen hervir la piel en el calor de la selva.
La mansión ruinosa será entonces la burbuja de las pasiones y la selva el lugar de los encuentros y desencuentros con los tópicos de la religión como pretexto para condenar las hormonas y sus alborotos. Sin admitir los umbrales ajenos a sus deseos, Emilia descubre su cuerpo, a solas o en compañía, domando poco a poco a la bestia que se desvanece como un miedo inventado por los fanáticos del pueblo o mientras baila con su amante –la colombiana Juliette Micolta, que encaja en la trama como si fuera una prolongación del trabajo que hace Micolta en contra del racismo y del patriarcado, vencidos en la película por la libertad de su personaje–.
Evitando el lugar común de los alegatos políticos, la puesta en escena del guión, en el que no se revelan del todo los rostros de los demonios, hace de la fotografía (Constanza Sandoval) y del sonido (Mercedes Gaviria Jaramillo) otras formas de la claustrofobia cuando el calor es un peso que agobia el aire y la luz del pueblo, y el rumor del entorno selvático no permite que nadie pueda ser indiferente a la fuerza de su naturaleza.
Una declaración femenina en términos cinematográficos sobre el coraje que decide a las mujeres a enfrentarse, como la tía Inés, a balazos para matar a esa bestia que la amenaza en su casa cuando llegan los intrusos que sospechan de su independencia. Un relato en el tiempo congelado de las vidas provincianas que se sobresaltan con la presencia de Emilia, encarnándose la bestia en la imagen de un sacerdote o en el grupo enardecido que aprovecha temores astutamente imaginarios para dominar la voluntad de los otros.
Las costumbres políticas de los años 60 se transformaron en Latinoamérica. Ya no se trata de repetir las fórmulas que hicieron una carrera retórica en el cine. Los abismos de la conciencia son tan potentes para revelar un estado de las cosas de una manera simbólica como fueron en otro tiempo lo explícito de las arengas. Matar a la bestia: pasamos del alegato político al alegato poético.
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TORONTO 2021 (04) - ESE OSCURO OBJETO DEL DESEO
Hugo Chaparro Valderrama despliega acá la evidencia para manifestar como cierta una hipótesis: el enclave de terror, vísceras, misterios y fenómenos sobrenaturales que ha construido la literatura argentina de hoy con especial cuidado empieza a encontrar su campo en el cine. Matar a la bestia es la primera película de Agustina San Martín.
El misterio representado por la figura inquietante de un buey perdido en la selva podría simbolizar los temores y perplejidades que asedian a una chica de Buenos Aires en su viaje hacia la frontera entre Argentina y Brasil, tras las huellas de su hermano y como huésped indeseable en la casa de una tía cercada por sus paranoias. Un animal y un territorio que no son gratuitos para enrarecer una historia heredada a las normas del terror gótico –que sucede en construcciones deterioradas, habitadas por personajes no menos ruinosos, al menos mentalmente, como los muros que los rodean–, viviendo en el limbo de sus propios límites –sexuales, familiares, en todo caso al borde de estar desquiciados–, sin descifrar del todo su mirada sobre el mundo, tan enigmática como la mirada del buey que amenaza en silencio a los que se cruzan con él.
Matar a la bestia, el primer largometraje de la realizadora argentina Agustina San Martín (Buenos Aires, 1991), realizado después del aprendizaje con el que se formó gracias a cortos que recorrieron el circuito de los festivales y que situaron su nombre en Huelva, Berlín y Cannes, donde presentó No hay bestias (2016), La prima sueca (2017) y Monstruo Dios (2019), la emparenta con un hábito de la ficción argentina, la literatura fantástica, narrada con un realismo que la hace todavía más aterradora en un largo recorrido que tiene tres héroes recientes: Samanta Schweblin, Luciano Lamberti, Mariana Enríquez.
El viaje de Emilia (Tamara Rocca) hacia la frontera en la que vive su tía Inés (Ana Brun) es una aventura al corazón de las tinieblas; una expedición al fondo de la sexualidad y de los prejuicios que la amenazan, inventándose una bestia que amenaza a las mujeres en la oscuridad, acaso para que una secta controle los deseos que hacen hervir la piel en el calor de la selva.
La mansión ruinosa será entonces la burbuja de las pasiones y la selva el lugar de los encuentros y desencuentros con los tópicos de la religión como pretexto para condenar las hormonas y sus alborotos. Sin admitir los umbrales ajenos a sus deseos, Emilia descubre su cuerpo, a solas o en compañía, domando poco a poco a la bestia que se desvanece como un miedo inventado por los fanáticos del pueblo o mientras baila con su amante –la colombiana Juliette Micolta, que encaja en la trama como si fuera una prolongación del trabajo que hace Micolta en contra del racismo y del patriarcado, vencidos en la película por la libertad de su personaje–.
Evitando el lugar común de los alegatos políticos, la puesta en escena del guión, en el que no se revelan del todo los rostros de los demonios, hace de la fotografía (Constanza Sandoval) y del sonido (Mercedes Gaviria Jaramillo) otras formas de la claustrofobia cuando el calor es un peso que agobia el aire y la luz del pueblo, y el rumor del entorno selvático no permite que nadie pueda ser indiferente a la fuerza de su naturaleza.
Una declaración femenina en términos cinematográficos sobre el coraje que decide a las mujeres a enfrentarse, como la tía Inés, a balazos para matar a esa bestia que la amenaza en su casa cuando llegan los intrusos que sospechan de su independencia. Un relato en el tiempo congelado de las vidas provincianas que se sobresaltan con la presencia de Emilia, encarnándose la bestia en la imagen de un sacerdote o en el grupo enardecido que aprovecha temores astutamente imaginarios para dominar la voluntad de los otros.
Las costumbres políticas de los años 60 se transformaron en Latinoamérica. Ya no se trata de repetir las fórmulas que hicieron una carrera retórica en el cine. Los abismos de la conciencia son tan potentes para revelar un estado de las cosas de una manera simbólica como fueron en otro tiempo lo explícito de las arengas. Matar a la bestia: pasamos del alegato político al alegato poético.
Laboratorios Frankenstein©
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