Un país que se divierte con su propia imagen: los actos fúnebres filmados por los hermanos Acevedo
Si viéramos estas imágenes dislocadas, arrancadas del montaje del que hacen parte, veríamos fragmentos de una Colombia rural que marcha hacia adelante. Veríamos la alegría de un pueblo que pareciera caminar hacia la prosperidad —pues es adelante, en el horizonte lejano, en su promesa inalcanzable, donde se halla la esperanza—. Una marcha de gente común y corriente, de gente alegre, sonriente, exaltada. El movimiento incesante y sereno de una cámara que marcha de espaldas, al ritmo de la gente —¿O es acaso la gente la que marcha al ritmo de la cámara?—. Sabríamos, eventualmente, que la cámara viaja en un tren pues por momentos vemos los rieles que se van alejando y sobre los que la gente marcha con banderas de Colombia. Algunos marchan lanzando flores, otros marchan movidos —tal vez— por la curiosidad, otros marchan en familia, otros vitorean con pañuelos saludando a la entidad que se aleja de ellos —¿La cámara? ¿El tren?—. Es posible que al finalizar de ver esos fragmentos, lo que en principio parecía una marcha espontánea de prosperidad luzca ante nosotros ya como algo más abstracto. Nos sentiríamos convocados a buscar la razón de la existencia de estas imágenes, de este travelling incesante que atraviesa media Colombia. Tendríamos que ver el montaje completo del que fueron extraídas, conocer su contexto, y entonces ya no podríamos leer esa alegría y jovialidad en la gente o tendríamos que leerla como una alegría mucho más compleja y opaca. Ya no veríamos la imagen simbólica de un pueblo que marcha hacia la prosperidad. Veríamos, en cambio, a un pueblo que se ha volcado a marchar detrás de un cadáver. La cámara que filma esto es la de los hermanos Acevedo, figuras centrales del cine-periodismo en Colombia, encargada en esta ocasión de filmar lo que debe ser el acto fúnebre más pomposo y espectacular de nuestra historia: los funerales de Enrique Olaya Herrera.
Al aceptar la invitación de explorar entre los archivos del Patrimonio Fílmico Colombiano, y de haberme volcado a indagar en su catálogo en línea, no pude contener la curiosidad que me provocó leer las sinopsis que describen el contenido de estos archivos. Algunas de ellas se refieren al glamour de las mujeres de alta sociedad de la primera mitad del siglo XX, otras al exuberante paisaje y cultura de nuestros sitios turísticos más importantes, otras al apabullante despliegue de las revistas militares o a la gloria de la patria y su triunfo en el conflicto bélico con Perú. Todas descripciones grandilocuentes de un país próspero y encarrilado en el buen camino.
Algunas sinopsis se esfuerzan por resaltar los “contrastes” que los montajes de los Acevedo producen y que aparentemente solo pueden ser leídos como tales gracias a la distancia que da el tiempo:
“Vistas de Manizales, un entierro liberal en Bogotá […], una exposición ganadera con asistencia del presidente Mariano Ospina Pérez […] Contrastes que solo hoy se evidencian como tales y que los Acevedo registraron como parte de un trabajo cotidiano que no se limitaba políticamente a pesar de su simpatía por los liberales.”
Otras de esas sinopsis parecen ser apartes de textos de la época o fragmentos de narraciones de los mismos Acevedo y en las que se pueden leer sus tendencias y gustos políticos:
“Al abandonar el poder, el pueblo colombiano, con espíritu patriótico, reconoce la grandiosa obra de Olaya Herrera. Las muestras de simpatía popular por ese presidente que salió con más prestigio del que tuvo al entrar, fueron registradas por los Acevedo en este noticiero con letreros.”
Algunas veces, como en estos casos, la voz de quien habla en las sinopsis parece desdibujarse y surge la duda de si pertenece a los autores de las imágenes o a su archivador. Es esa voz múltiple y confusa lo que encuentro tan sugerente. No sabemos quién habla, no debería importarnos, y sin embargo hay ocasiones en las que esa voz se toma la libertad de exponer su lectura de los archivos:
“Las imágenes muestran un país que se divierte por primera vez masivamente con la contemplación de su propia imagen”.
El punto de vista de esta voz puede rastrearse de igual manera en la descripción del archivo que lleva por título Actos Fúnebres—el que más llamó mi intención en este proceso de escarbar en el catálogo— y en el que se descubre:
“la importancia que para los bogotanos de la primera mitad del siglo tenían las honras fúnebres de personajes. Asisten por centenares a contemplar las ceremonias religiosas y el desfile hasta el cementerio, con una actitud donde se vislumbra una cierta fascinación por la espectacularidad de los rituales.”
En estos ejemplos aparece una invitación a leer los archivos de una cierta manera. Surge en ellos una noción de archivo que va más allá de la simple catalogación y que ejerce —tal vez sin proponérselo— una intervención en las imágenes y en la forma que el usuario puede acceder a ellas. Intervención a la que no fui inmune pues de entrada, más allá de dedicarme a un simple ejercicio de visionado de imágenes, esta invitación me movilizó a comparar mi lectura de estos archivos con la del catálogo del Patrimonio. Quise entonces descifrar o comprender lo que esa voz comenta: los “contrastes”, el “espíritu patriótico”, la “fascinación por la espectacularidad de los rituales” que supuestamente aparecen en las imágenes. Y es aquí donde quisiera volver al funeral de Olaya Herrera. El catálogo nos ofrece el siguiente desglose de imágenes:
Créditos ( 1 ) Funerales de Olaya Herrera (00:00:10:21-00:00:17:21)
Tomas aéreas del buque "Santa Lucía", acercándose y entrando al puerto de Buenaventura (00:00:18:14-00:01:08:10)
La cámara desciende entre las nubes, sobrevuela un cuerpo de agua en el que a lo lejos logra verse el buque —se me viene a la mente el descenso de Hitler arribando a Núremberg en 1934, imagen inicial del Triunfo de la voluntad (1935) de Leni Riefenstahl—.
“Ocurrida inesperadamente en Roma, en marzo de 1937, cuando posiblemente iba a ser de nuevo candidato y presidente, la muerte de Olaya Herrera dejó en muchos colombianos un sentimiento de frustración”
En mis apuntes leo que en los primeros minutos del archivo se oye una voz estridente que narra el acontecimiento. No recuerdo lo que dice, pero me pregunto si este fragmento del texto que puede consultarse en el catálogo del Patrimonio es un aparte de ello. Si no, cómo más podría deducirse que en las imágenes aparece ese sentimiento de frustración. ¿O acaso eso que yo leí como alegría y jovialidad, lo que me pareció una suerte de unión nacional y un festejo entorno al caudillo muerto, fue leído por el archivador como frustración? ¿Es posible que lo que haya provocado esta multitudinaria aglomeración que espera al cuerpo glorioso de Olaya Herrera en el puerto de Buenaventura sea la manifestación de un pueblo que no sabe qué más hacer ante esta muerte súbita? ¿Marchar? ¿Acompañar hasta donde sea posible al cadáver?
Panorámica del público en el muelle durante el acercamiento final del Santa Lucía (00:02:50:07-00:03:04:00)
Con grúa bajan el ataúd, abajo la multitud observa la maniobra, varias tomas. El ataúd es colocado sobre una plataforma del tren que espera junto al muelle. Soldados con cascos en primer plano. Gente observando (00:03:28:18-00:04:07:05)
Mientras escribo para traer de vuelta a mi mente las imágenes reparo en algo que me pareció extraño al verlas. El féretro de Olaya Herrera, que lleva semanas viajando desde Europa en ese buque, luce particularmente grande, como si se quisiera asentar aún más el mito de este presidente de gran estatura. El cajón es elevado con cuerdas para ser descargado en el puerto, probablemente para que todos puedan verlo en las alturas, flotando como un monolito sagrado. Luego vemos el tren en el que atravesará media Colombia, desde Buenaventura a Bogotá.
La cámara de los Acevedo toma su lugar como la mirada omnipotente del caudillo presenciando a sus seguidores. Una cámara fantasma que se moverá en el último vagón de ese tren revelándonos un supino panorama de la ruralidad colombiana e intentando configurar una idea de nación, toda de luto ante magna muerte. Los movimientos sobrenaturales de esa cámara que llega volando y que luego se aleja diáfana sobre los rieles, los registros de las multitudes en cada pueblo y ciudad donde el tren se detuvo para honrar al muerto, el acompañamiento musical con fragmentos de una canción de marcha estadounidense —como si nuestra noción de patriotismo tuviera que descender de los gringos—, o las tomas del despliegue militar y aéreo en Bogotá son recursos e imágenes que alimentan esa configuración grandilocuente, ese “espíritu patriótico”. Además, este es uno de los reportajes de mayor duración de los Acevedo (casi 30 minutos) y el único de los actos fúnebres filmados por ellos en el que se ve el descenso del féretro en su tumba, lo que nos revela la particular importancia que los Acevedo le dieron a este acontecimiento. Un funeral que ameritó de ellos su mayor despliegue técnico, indispensable para presentarnos esa idea de nación congregada en el luto. Idea que llega a su clímax con ese entierro y con el himno nacional que se confunde con una música fúnebre haciéndose indivisibles. Tal vez del enrarecimiento de ese símbolo patrio provenga la frustración que aparece en las imágenes y a la que se refiere la voz de quien las ha archivado.
Bajan el ataúd a la tumba (00:26:08:21-00:26:24:04)
Personalidades vacían recipientes en la tumba (OFF: puñados de tierra venidos de las más apartadas regiones). Carlos E. Restrepo echa tierra en la tumba desde una bolsa de papel (00:26:24:05-00:27:00:01)
Ponen coronas sobre la tumba. Panorámica del público. Más coronas se acumulan sobre la tumba. Banderas, público saluda con sombreros (00:27:00:02-00:27:47:22)
Como vemos, esa versión mutante del himno nacional con la que cierra el reportaje es pasada por alto en el desglose de imágenes que nos ofrece el catálogo. Solo hasta ahora, al escribir esto, reviso los desgloses y me doy cuenta de que se omiten cosas que yo sentí importantes o distintivas de las imágenes, como ese himno fúnebre. Y aunque en algunos casos se anotan ciertas aberraciones de las imágenes, la mayoría de veces estas también son omitidas. Una de esas omisiones aparece hacia el minuto 20 de Funerales de Olaya Herrera. Se pasa por alto otra forma con la que el archivador ha intervenido las imágenes y donde es notorio el re-encuadre que se ha hecho en ellas. Este ha tratado de ocultarlo pero nos deja una pista de lo que encubre. En la parte superior de la pantalla logra verse una delgadísima franja que deja al descubierto el recorte y el ajuste de tamaño que se ha hecho para mantener la proporción 4:3. Además, al agrandar la imagen salta a relucir la pérdida de definición y el consecuente pixelado. En este momento me resulta imposible saber las razones de dicho re-encuadre pero lo más probable es que se haya hecho para encubrir la ruina en la que las imágenes estuvieron a punto de caer. Un trozo de imagen que seguramente fue imposible de restaurar y que para el menester de mantener una cierta limpieza en el archivo fue preferible ocultarlo. Con esta operación se nos presenta un archivo impoluto que nos da una idea de cómo se vieron estas imágenes el día de su primera proyección; una versión del archivo que se ha limpiado para negar el paso del tiempo.
Operaciones de limpieza como estas aparecen en otros archivos de los que ha desaparecido la pista de audio original, o que simplemente nunca tuvieron una, y en donde el silencio de las imágenes es barrido por una música genérica e inofensiva mandada a componer por el Patrimonio especialmente para estos archivos. En otros se quiso reconstruir el sonido con audios notoriamente digitales que parecen extraídos de un banco de sonidos cualquiera, unos folies realmente pobres.
Comprendo la necesidad institucional de restaurar las imágenes, de preservarlas, de amenizar la experiencia de quien las vea. En el caso específico del archivo de los Acevedo, el Patrimonio Fílmico ha hecho un gran esfuerzo por socializar estas imágenes y su respectiva restauración pues son valiosas en su condición de registro de una época —el archivo de los Acevedo fue distinguido por la UNESCO como Memoria del Mundo para América Latina—. Muestra de ello ocurrió el pasado 30 de octubre cuando la Cinemateca de Bogotá inauguró su primer ciclo de restaurados con una selección de imágenes de los Acevedo y un cine concierto, a cargo de la banda Oh’laville, que musicalizó fragmentos en los que se ve la Bogotá de hace cien años; un loable esfuerzo para actualizar estas imágenes y acercárselas al público. Sin embargo, no puedo evitar pensar en las opacidades que esa restauración y esa socialización implican. Para hacerlo, para actualizar las imágenes, el archivador debe apropiarse de ellas, rescatarlas de la miseria para presentárnoslas en su esplendor. Un esplendor que no puede ser opacado por la ruina y el deterioro, por el incómodo silencio en el que se han sumido las imágenes. Un esplendor que niega, además, la posibilidad del fragmento dislocado.
Algunos de los archivos fueron reconstruidos a partir de reportes y escritos de la época de los que se puede deducir cómo era el montaje original. Un ejercicio de re-edición cuyo objetivo es emular hasta donde sea posible la linealidad de los reportajes de los Acevedo. Para el archivador es necesario darle sentido al fragmento, montarlo junto a otros fragmentos que den una idea del propósito original de las imágenes; el fragmento aislado, en sí mismo, parece no tener validez como documento. Así, el montaje surge como una forma más de limpieza o de intervención de la archivística. Ejemplo de esto es el otro archivo al que me he referido anteriormente y que el Patrimonio Fílmico ha titulado Actos Fúnebres:
Calles de Bogotá, gentío, tranvías se mueven con lentitud entre las personas, avisos publicitarios y letreros de comercios en las paredes: calzado para niños, ajuares para bautizo, Villamizar hermanos, fume cigarrillo, Elegantes camisas […]
Calles de Bogotá, desfile de peatones y carros con coronas (daño de copiado desde 00:01:06:05 hasta 00:01:21:04), varias tomas. (00:01:00:13-00:01:44:15)
Calle 26, entrada Cementerio Central, muchedumbre avanza hacia la puerta rodeando al féretro llevado en hombros a pie, entrada del féretro, detalle puerta cementerio (00:01:44:16-00:02:20:21)
Si viéramos estas imágenes sin antes haber consultado el catálogo, veríamos un gran y único ritual mortuorio. Veríamos una ciudadanía para siempre ataviada de negro, una ciudad en duelo infinito. Veríamos la rutina incesante de una comunidad atravesada por cortejos, ceremonias litúrgicas, carrozas fúnebres, coronas de flores, marchas multitudinarias hacia el cementerio, honras militares, discursos de hombres prominentes. Dudaríamos incluso de la veracidad del ritual pues nada nos indica en torno a quién se ha convocado este gran acto que parece repetirse una y otra vez. Veríamos una multitud que marcha en torno a un muerto anónimo o a una serie de cofres que bien podrían estar vacíos. Pero no es una multitud ensombrecida por la muerte. Es una ciudadanía alegre, curiosa, que parece encontrar en la muerte una excusa para colmar las calles. Al final nos quedaríamos con la sensación de haber visto un acto fúnebre en el que no importa tanto el muerto como el acto en sí mismo; una comunión en torno a la muerte. Veríamos, por lo tanto, a una ciudadanía embelesada por “la espectacularidad de los rituales”. Pero eventualmente, la curiosidad nos alcanzaría a nosotros espectadores y nos incitaría —una vez más— a conocer el contexto de las imágenes. Me remito al catálogo:
A través de la ventana se ve el interior de una habitación con cama y mesa (NOGUERA: Hotel Franklin, habitación del general Benjamín Herrera) (00:00:10:10-00:00:11:19)
Según los Acevedo —así lo afirma la sinopsis del archivo—, estas imágenes, las del acto fúnebre del caudillo liberal Benjamín Herrera fallecido en 1924, fueron el contenido del primer noticiero nacional. Se inaugura así una historia del formato noticioso en Colombia atravesada desde el inicio por rituales de muerte. Tal sería la insistencia de los Acevedo sobre este tipo de acontecimientos que el archivador sintió la necesidad de recopilar los actos fúnebres filmados por ellos en un solo archivo de video. Un popurrí que al final nos deja la duda de si todas estas imágenes pertenecen el funeral de Herrera o a otros muertos que incluso el mismo archivador desconoce. Son 18 minutos de imágenes silentes, fragmentos huérfanos que a través de un ejercicio de montaje adquieren sentido y configuran la imagen de una cultura de la época, efectivamente movilizada por los funerales de grandes personalidades; un montaje en el que el archivador nos enseña la “espectacularidad” de los rituales y la “fascinación” a las que se refiere. Además, como si lo hace en otros archivos, en este no ha temido arrojarnos al silencio de las imágenes. No ha temido dejar al descubierto las fallas de origen y las aberraciones —en varios fragmentos aparecen una serie de barras de color blanco que censuran, sin quererlo, porciones de la imagen—.
De tal modo, en este montaje —¿Un montaje cronológico? ¿Aleatorio? ¿Imaginativo?—, surge otra intervención que coacciona nuestra lectura de las imágenes. Una más de las tantas caras que han adquirido estos archivos y que he tratado de exponer en este texto. Está por su puesto la cara más visible, las imágenes en sí mismas. Imágenes que en muchos casos tienen que ser leídas a través del desglose disponible en el catálogo en línea, o través de lo que nos dice la sinopsis de cada archivo, por lo que el texto termina siendo una más de sus facetas. Solo así los archivos adquieren el sentido que el Patrimonio pretende otorgarles, pues en sí mismos, descontextualizados, quedan abiertos a un sinfín de interpretaciones. Por lo tanto, para entenderlos surge una fragmentada comunión de imagen y palabra que nos obliga a mirar y a leer al mismo tiempo.
Por otro lado, y a fuerza de que estas imágenes permanecen bajo el resguardo burocrático de la institución —por lo que quién quiera verlas tendrá que atravesar una serie de rigurosos filtros y trámites—, la mayoría de lectores tendrán que conformarse con los desgloses que ofrece el catálogo, así como con la lectura personal que he hecho de ellas. Lectura —una faceta más que han adquirido estos archivos— que podrá resultar desmedida o poco acertada pues yo mismo, para comentarlas, me he remitido a recuerdos vagos y a apuntes ininteligibles del día que las vi. Imágenes de múltiples caras que, ante la imposibilidad de hacer uso de ellas para ilustrar este texto, he tenido que reconstruir con diversos materiales.
Sin embargo, hay algo más que me inquieta en estas imágenes. Puede que en ellas sí surja esa cierta fascinación que los rituales de muerte provocaban en los bogotanos de la primera mitad del siglo XX, pero solo al verlas —pues en los desgloses no se repara en esto— se puede constatar que esa fascinación es desviada por la presencia de una entidad que atrae irremediablemente la atención de los que asisten a estos actos. Y es que en ambos archivos, y en muchos otros de los hermanos Acevedo, aparecen un sinfín de miradas a la cámara. Miradas que no pude pasar por alto, y que a medida que fueron apareciendo en los archivos me intrigaron cada vez más. En mis apuntes anoté algunas, la mayoría de parte de niños que al ver la cámara parecieran encontrar una excusa para hacer pilatunas y romper así la formalidad de los eventos a los que asisten. Por su parte, los adultos parecen contenerse ante la presencia incómoda de la cámara. Algunos, como en un acto reflejo, la saludan levantando su sombrero. Otros simplemente se quedan mirándola fijamente, incapaces de ignorarla. Pequeños gestos que ponen en evidencia la intervención ejercida por la cámara en el comportamiento de aquellos que se ponen frente a ella. Pero es en los actos fúnebres donde ese juego de miradas y esa gestualidad intervenida se hacen más potentes.
En varias ocasiones la mirada de la gente es desviada del funeral a la cámara, como si se quisiera comparar la vigilia propia con la del aparato cinematográfico. Ejercicio de comparación que se hace del todo evidente hacia el minuto 15 de Actos Fúnebres:
Carroza funeraria tirada por caballos, la sigue cortejo a pie. Carlos Arango Vélez, padre Zawadsky, entre el gentío, varias tomas (00:14:36:22-00:15:18:14)
En algún momento de ese “varias tomas” ha quedado registrado un joven de espaldas, en primer plano y fuera de foco. Mira fugazmente a la cámara tras él, probablemente para cerciorarse de que esta sigue allí. La carroza fúnebre pasa frente él y, por lo tanto, frente a la cámara. El joven mira de nuevo hacia atrás, directo al lente, mientras la carroza avanza. En su pequeño gesto de complicidad podría leerse una necesidad de comprobar que la cámara está registrando el momento en que el muerto desfila frente a ellos. Una urgencia de comprobación que ha hecho que este joven desvíe la mirada de eso que ha venido a ver, como si sus propios ojos no fueran suficientes para capturar el instante. Como si la certeza de esa imagen solo fuera posible gracias al soporte mecánico. En este pequeño instante de filmación se hace latente, como en ningún otro momento en los archivos que pude consultar de los Acevedo, que aún más espectacular que los rituales de muerte es este extraño aparato que parece mirar mejor que nosotros.
Esa mirada fugaz me puso a pensar sobre la razón de ser de este texto. Se hizo palpable una cercanía que ya había intuido meses atrás cuando vi las imágenes en un rincón oscuro de las instalaciones del Patrimonio. Una cercanía entre las inhumaciones que aparecen en las imágenes y el acto mismo de rescatar la corporalidad de los archivos que las contienen, su exhumación. Esta restauración implica escarbar entre una montaña de cuerpos (cintas cinematográficas) para hallar y reconstruir las imágenes; uno mismo, como usuario, se siente un poco arqueólogo o médico forense revisando el catálogo. Una revisión que por inercia también se le hace al tiempo transcurrido desde que estas imágenes se produjeron. Un tiempo que es distante pero que se siente cercano gracias a esas miradas. Una cercanía que podría hacer dialogar a la fascinación de los colombianos de hace cien años por la espectacularidad de los rituales de muerte con nuestra fascinación por las imágenes del pasado. Aunque habría que escarbar en esos cien años de imágenes para comprender cómo esa se manifiesta esa fascinación y qué aspectos de ella sobreviven en nosotros.
Por lo pronto nos queda la mirada de ese joven que al ver a la cámara nos mira de frente e interroga nuestro propio acto de ver, como si en él nos estuviéramos viendo al espejo. Como si quisiera señalarnos nuestro fetiche con las imágenes de muerte, o con las imágenes y punto. Mirada que pone en evidencia la forma cómo la cámara moldea nuestro comportamiento, que subraya una fascinación por las imágenes que parece mantenerse aún hoy —intuyo que un remanente de esa fascinación fue lo que me motivó a escribir este texto— y que parece darle la razón al archivador que ha montado estas imágenes para nosotros:
“Las imágenes muestran un país que se divierte por primera vez masivamente con la contemplación de su propia imagen”.
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UN PAÍS QUE SE DIVIERTE CON SU PROPIA IMAGEN
Un país que se divierte con su propia imagen: los actos fúnebres filmados por los hermanos Acevedo
Si viéramos estas imágenes dislocadas, arrancadas del montaje del que hacen parte, veríamos fragmentos de una Colombia rural que marcha hacia adelante. Veríamos la alegría de un pueblo que pareciera caminar hacia la prosperidad —pues es adelante, en el horizonte lejano, en su promesa inalcanzable, donde se halla la esperanza—. Una marcha de gente común y corriente, de gente alegre, sonriente, exaltada. El movimiento incesante y sereno de una cámara que marcha de espaldas, al ritmo de la gente —¿O es acaso la gente la que marcha al ritmo de la cámara?—. Sabríamos, eventualmente, que la cámara viaja en un tren pues por momentos vemos los rieles que se van alejando y sobre los que la gente marcha con banderas de Colombia. Algunos marchan lanzando flores, otros marchan movidos —tal vez— por la curiosidad, otros marchan en familia, otros vitorean con pañuelos saludando a la entidad que se aleja de ellos —¿La cámara? ¿El tren?—. Es posible que al finalizar de ver esos fragmentos, lo que en principio parecía una marcha espontánea de prosperidad luzca ante nosotros ya como algo más abstracto. Nos sentiríamos convocados a buscar la razón de la existencia de estas imágenes, de este travelling incesante que atraviesa media Colombia. Tendríamos que ver el montaje completo del que fueron extraídas, conocer su contexto, y entonces ya no podríamos leer esa alegría y jovialidad en la gente o tendríamos que leerla como una alegría mucho más compleja y opaca. Ya no veríamos la imagen simbólica de un pueblo que marcha hacia la prosperidad. Veríamos, en cambio, a un pueblo que se ha volcado a marchar detrás de un cadáver. La cámara que filma esto es la de los hermanos Acevedo, figuras centrales del cine-periodismo en Colombia, encargada en esta ocasión de filmar lo que debe ser el acto fúnebre más pomposo y espectacular de nuestra historia: los funerales de Enrique Olaya Herrera.
Al aceptar la invitación de explorar entre los archivos del Patrimonio Fílmico Colombiano, y de haberme volcado a indagar en su catálogo en línea, no pude contener la curiosidad que me provocó leer las sinopsis que describen el contenido de estos archivos. Algunas de ellas se refieren al glamour de las mujeres de alta sociedad de la primera mitad del siglo XX, otras al exuberante paisaje y cultura de nuestros sitios turísticos más importantes, otras al apabullante despliegue de las revistas militares o a la gloria de la patria y su triunfo en el conflicto bélico con Perú. Todas descripciones grandilocuentes de un país próspero y encarrilado en el buen camino.
Algunas sinopsis se esfuerzan por resaltar los “contrastes” que los montajes de los Acevedo producen y que aparentemente solo pueden ser leídos como tales gracias a la distancia que da el tiempo:
“Vistas de Manizales, un entierro liberal en Bogotá […], una exposición ganadera con asistencia del presidente Mariano Ospina Pérez […] Contrastes que solo hoy se evidencian como tales y que los Acevedo registraron como parte de un trabajo cotidiano que no se limitaba políticamente a pesar de su simpatía por los liberales.”
Otras de esas sinopsis parecen ser apartes de textos de la época o fragmentos de narraciones de los mismos Acevedo y en las que se pueden leer sus tendencias y gustos políticos:
“Al abandonar el poder, el pueblo colombiano, con espíritu patriótico, reconoce la grandiosa obra de Olaya Herrera. Las muestras de simpatía popular por ese presidente que salió con más prestigio del que tuvo al entrar, fueron registradas por los Acevedo en este noticiero con letreros.”
Algunas veces, como en estos casos, la voz de quien habla en las sinopsis parece desdibujarse y surge la duda de si pertenece a los autores de las imágenes o a su archivador. Es esa voz múltiple y confusa lo que encuentro tan sugerente. No sabemos quién habla, no debería importarnos, y sin embargo hay ocasiones en las que esa voz se toma la libertad de exponer su lectura de los archivos:
“Las imágenes muestran un país que se divierte por primera vez masivamente con la contemplación de su propia imagen”.
El punto de vista de esta voz puede rastrearse de igual manera en la descripción del archivo que lleva por título Actos Fúnebres —el que más llamó mi intención en este proceso de escarbar en el catálogo— y en el que se descubre:
“la importancia que para los bogotanos de la primera mitad del siglo tenían las honras fúnebres de personajes. Asisten por centenares a contemplar las ceremonias religiosas y el desfile hasta el cementerio, con una actitud donde se vislumbra una cierta fascinación por la espectacularidad de los rituales.”
En estos ejemplos aparece una invitación a leer los archivos de una cierta manera. Surge en ellos una noción de archivo que va más allá de la simple catalogación y que ejerce —tal vez sin proponérselo— una intervención en las imágenes y en la forma que el usuario puede acceder a ellas. Intervención a la que no fui inmune pues de entrada, más allá de dedicarme a un simple ejercicio de visionado de imágenes, esta invitación me movilizó a comparar mi lectura de estos archivos con la del catálogo del Patrimonio. Quise entonces descifrar o comprender lo que esa voz comenta: los “contrastes”, el “espíritu patriótico”, la “fascinación por la espectacularidad de los rituales” que supuestamente aparecen en las imágenes. Y es aquí donde quisiera volver al funeral de Olaya Herrera. El catálogo nos ofrece el siguiente desglose de imágenes:
La cámara desciende entre las nubes, sobrevuela un cuerpo de agua en el que a lo lejos logra verse el buque —se me viene a la mente el descenso de Hitler arribando a Núremberg en 1934, imagen inicial del Triunfo de la voluntad (1935) de Leni Riefenstahl—.
“Ocurrida inesperadamente en Roma, en marzo de 1937, cuando posiblemente iba a ser de nuevo candidato y presidente, la muerte de Olaya Herrera dejó en muchos colombianos un sentimiento de frustración”
En mis apuntes leo que en los primeros minutos del archivo se oye una voz estridente que narra el acontecimiento. No recuerdo lo que dice, pero me pregunto si este fragmento del texto que puede consultarse en el catálogo del Patrimonio es un aparte de ello. Si no, cómo más podría deducirse que en las imágenes aparece ese sentimiento de frustración. ¿O acaso eso que yo leí como alegría y jovialidad, lo que me pareció una suerte de unión nacional y un festejo entorno al caudillo muerto, fue leído por el archivador como frustración? ¿Es posible que lo que haya provocado esta multitudinaria aglomeración que espera al cuerpo glorioso de Olaya Herrera en el puerto de Buenaventura sea la manifestación de un pueblo que no sabe qué más hacer ante esta muerte súbita? ¿Marchar? ¿Acompañar hasta donde sea posible al cadáver?
Mientras escribo para traer de vuelta a mi mente las imágenes reparo en algo que me pareció extraño al verlas. El féretro de Olaya Herrera, que lleva semanas viajando desde Europa en ese buque, luce particularmente grande, como si se quisiera asentar aún más el mito de este presidente de gran estatura. El cajón es elevado con cuerdas para ser descargado en el puerto, probablemente para que todos puedan verlo en las alturas, flotando como un monolito sagrado. Luego vemos el tren en el que atravesará media Colombia, desde Buenaventura a Bogotá.
La cámara de los Acevedo toma su lugar como la mirada omnipotente del caudillo presenciando a sus seguidores. Una cámara fantasma que se moverá en el último vagón de ese tren revelándonos un supino panorama de la ruralidad colombiana e intentando configurar una idea de nación, toda de luto ante magna muerte. Los movimientos sobrenaturales de esa cámara que llega volando y que luego se aleja diáfana sobre los rieles, los registros de las multitudes en cada pueblo y ciudad donde el tren se detuvo para honrar al muerto, el acompañamiento musical con fragmentos de una canción de marcha estadounidense —como si nuestra noción de patriotismo tuviera que descender de los gringos—, o las tomas del despliegue militar y aéreo en Bogotá son recursos e imágenes que alimentan esa configuración grandilocuente, ese “espíritu patriótico”. Además, este es uno de los reportajes de mayor duración de los Acevedo (casi 30 minutos) y el único de los actos fúnebres filmados por ellos en el que se ve el descenso del féretro en su tumba, lo que nos revela la particular importancia que los Acevedo le dieron a este acontecimiento. Un funeral que ameritó de ellos su mayor despliegue técnico, indispensable para presentarnos esa idea de nación congregada en el luto. Idea que llega a su clímax con ese entierro y con el himno nacional que se confunde con una música fúnebre haciéndose indivisibles. Tal vez del enrarecimiento de ese símbolo patrio provenga la frustración que aparece en las imágenes y a la que se refiere la voz de quien las ha archivado.
Como vemos, esa versión mutante del himno nacional con la que cierra el reportaje es pasada por alto en el desglose de imágenes que nos ofrece el catálogo. Solo hasta ahora, al escribir esto, reviso los desgloses y me doy cuenta de que se omiten cosas que yo sentí importantes o distintivas de las imágenes, como ese himno fúnebre. Y aunque en algunos casos se anotan ciertas aberraciones de las imágenes, la mayoría de veces estas también son omitidas. Una de esas omisiones aparece hacia el minuto 20 de Funerales de Olaya Herrera. Se pasa por alto otra forma con la que el archivador ha intervenido las imágenes y donde es notorio el re-encuadre que se ha hecho en ellas. Este ha tratado de ocultarlo pero nos deja una pista de lo que encubre. En la parte superior de la pantalla logra verse una delgadísima franja que deja al descubierto el recorte y el ajuste de tamaño que se ha hecho para mantener la proporción 4:3. Además, al agrandar la imagen salta a relucir la pérdida de definición y el consecuente pixelado. En este momento me resulta imposible saber las razones de dicho re-encuadre pero lo más probable es que se haya hecho para encubrir la ruina en la que las imágenes estuvieron a punto de caer. Un trozo de imagen que seguramente fue imposible de restaurar y que para el menester de mantener una cierta limpieza en el archivo fue preferible ocultarlo. Con esta operación se nos presenta un archivo impoluto que nos da una idea de cómo se vieron estas imágenes el día de su primera proyección; una versión del archivo que se ha limpiado para negar el paso del tiempo.
Operaciones de limpieza como estas aparecen en otros archivos de los que ha desaparecido la pista de audio original, o que simplemente nunca tuvieron una, y en donde el silencio de las imágenes es barrido por una música genérica e inofensiva mandada a componer por el Patrimonio especialmente para estos archivos. En otros se quiso reconstruir el sonido con audios notoriamente digitales que parecen extraídos de un banco de sonidos cualquiera, unos folies realmente pobres.
Comprendo la necesidad institucional de restaurar las imágenes, de preservarlas, de amenizar la experiencia de quien las vea. En el caso específico del archivo de los Acevedo, el Patrimonio Fílmico ha hecho un gran esfuerzo por socializar estas imágenes y su respectiva restauración pues son valiosas en su condición de registro de una época —el archivo de los Acevedo fue distinguido por la UNESCO como Memoria del Mundo para América Latina—. Muestra de ello ocurrió el pasado 30 de octubre cuando la Cinemateca de Bogotá inauguró su primer ciclo de restaurados con una selección de imágenes de los Acevedo y un cine concierto, a cargo de la banda Oh’laville, que musicalizó fragmentos en los que se ve la Bogotá de hace cien años; un loable esfuerzo para actualizar estas imágenes y acercárselas al público. Sin embargo, no puedo evitar pensar en las opacidades que esa restauración y esa socialización implican. Para hacerlo, para actualizar las imágenes, el archivador debe apropiarse de ellas, rescatarlas de la miseria para presentárnoslas en su esplendor. Un esplendor que no puede ser opacado por la ruina y el deterioro, por el incómodo silencio en el que se han sumido las imágenes. Un esplendor que niega, además, la posibilidad del fragmento dislocado.
Algunos de los archivos fueron reconstruidos a partir de reportes y escritos de la época de los que se puede deducir cómo era el montaje original. Un ejercicio de re-edición cuyo objetivo es emular hasta donde sea posible la linealidad de los reportajes de los Acevedo. Para el archivador es necesario darle sentido al fragmento, montarlo junto a otros fragmentos que den una idea del propósito original de las imágenes; el fragmento aislado, en sí mismo, parece no tener validez como documento. Así, el montaje surge como una forma más de limpieza o de intervención de la archivística. Ejemplo de esto es el otro archivo al que me he referido anteriormente y que el Patrimonio Fílmico ha titulado Actos Fúnebres:
Si viéramos estas imágenes sin antes haber consultado el catálogo, veríamos un gran y único ritual mortuorio. Veríamos una ciudadanía para siempre ataviada de negro, una ciudad en duelo infinito. Veríamos la rutina incesante de una comunidad atravesada por cortejos, ceremonias litúrgicas, carrozas fúnebres, coronas de flores, marchas multitudinarias hacia el cementerio, honras militares, discursos de hombres prominentes. Dudaríamos incluso de la veracidad del ritual pues nada nos indica en torno a quién se ha convocado este gran acto que parece repetirse una y otra vez. Veríamos una multitud que marcha en torno a un muerto anónimo o a una serie de cofres que bien podrían estar vacíos. Pero no es una multitud ensombrecida por la muerte. Es una ciudadanía alegre, curiosa, que parece encontrar en la muerte una excusa para colmar las calles. Al final nos quedaríamos con la sensación de haber visto un acto fúnebre en el que no importa tanto el muerto como el acto en sí mismo; una comunión en torno a la muerte. Veríamos, por lo tanto, a una ciudadanía embelesada por “la espectacularidad de los rituales”. Pero eventualmente, la curiosidad nos alcanzaría a nosotros espectadores y nos incitaría —una vez más— a conocer el contexto de las imágenes. Me remito al catálogo:
Según los Acevedo —así lo afirma la sinopsis del archivo—, estas imágenes, las del acto fúnebre del caudillo liberal Benjamín Herrera fallecido en 1924, fueron el contenido del primer noticiero nacional. Se inaugura así una historia del formato noticioso en Colombia atravesada desde el inicio por rituales de muerte. Tal sería la insistencia de los Acevedo sobre este tipo de acontecimientos que el archivador sintió la necesidad de recopilar los actos fúnebres filmados por ellos en un solo archivo de video. Un popurrí que al final nos deja la duda de si todas estas imágenes pertenecen el funeral de Herrera o a otros muertos que incluso el mismo archivador desconoce. Son 18 minutos de imágenes silentes, fragmentos huérfanos que a través de un ejercicio de montaje adquieren sentido y configuran la imagen de una cultura de la época, efectivamente movilizada por los funerales de grandes personalidades; un montaje en el que el archivador nos enseña la “espectacularidad” de los rituales y la “fascinación” a las que se refiere. Además, como si lo hace en otros archivos, en este no ha temido arrojarnos al silencio de las imágenes. No ha temido dejar al descubierto las fallas de origen y las aberraciones —en varios fragmentos aparecen una serie de barras de color blanco que censuran, sin quererlo, porciones de la imagen—.
De tal modo, en este montaje —¿Un montaje cronológico? ¿Aleatorio? ¿Imaginativo?—, surge otra intervención que coacciona nuestra lectura de las imágenes. Una más de las tantas caras que han adquirido estos archivos y que he tratado de exponer en este texto. Está por su puesto la cara más visible, las imágenes en sí mismas. Imágenes que en muchos casos tienen que ser leídas a través del desglose disponible en el catálogo en línea, o través de lo que nos dice la sinopsis de cada archivo, por lo que el texto termina siendo una más de sus facetas. Solo así los archivos adquieren el sentido que el Patrimonio pretende otorgarles, pues en sí mismos, descontextualizados, quedan abiertos a un sinfín de interpretaciones. Por lo tanto, para entenderlos surge una fragmentada comunión de imagen y palabra que nos obliga a mirar y a leer al mismo tiempo.
Por otro lado, y a fuerza de que estas imágenes permanecen bajo el resguardo burocrático de la institución —por lo que quién quiera verlas tendrá que atravesar una serie de rigurosos filtros y trámites—, la mayoría de lectores tendrán que conformarse con los desgloses que ofrece el catálogo, así como con la lectura personal que he hecho de ellas. Lectura —una faceta más que han adquirido estos archivos— que podrá resultar desmedida o poco acertada pues yo mismo, para comentarlas, me he remitido a recuerdos vagos y a apuntes ininteligibles del día que las vi. Imágenes de múltiples caras que, ante la imposibilidad de hacer uso de ellas para ilustrar este texto, he tenido que reconstruir con diversos materiales.
Sin embargo, hay algo más que me inquieta en estas imágenes. Puede que en ellas sí surja esa cierta fascinación que los rituales de muerte provocaban en los bogotanos de la primera mitad del siglo XX, pero solo al verlas —pues en los desgloses no se repara en esto— se puede constatar que esa fascinación es desviada por la presencia de una entidad que atrae irremediablemente la atención de los que asisten a estos actos. Y es que en ambos archivos, y en muchos otros de los hermanos Acevedo, aparecen un sinfín de miradas a la cámara. Miradas que no pude pasar por alto, y que a medida que fueron apareciendo en los archivos me intrigaron cada vez más. En mis apuntes anoté algunas, la mayoría de parte de niños que al ver la cámara parecieran encontrar una excusa para hacer pilatunas y romper así la formalidad de los eventos a los que asisten. Por su parte, los adultos parecen contenerse ante la presencia incómoda de la cámara. Algunos, como en un acto reflejo, la saludan levantando su sombrero. Otros simplemente se quedan mirándola fijamente, incapaces de ignorarla. Pequeños gestos que ponen en evidencia la intervención ejercida por la cámara en el comportamiento de aquellos que se ponen frente a ella. Pero es en los actos fúnebres donde ese juego de miradas y esa gestualidad intervenida se hacen más potentes.
En varias ocasiones la mirada de la gente es desviada del funeral a la cámara, como si se quisiera comparar la vigilia propia con la del aparato cinematográfico. Ejercicio de comparación que se hace del todo evidente hacia el minuto 15 de Actos Fúnebres:
En algún momento de ese “varias tomas” ha quedado registrado un joven de espaldas, en primer plano y fuera de foco. Mira fugazmente a la cámara tras él, probablemente para cerciorarse de que esta sigue allí. La carroza fúnebre pasa frente él y, por lo tanto, frente a la cámara. El joven mira de nuevo hacia atrás, directo al lente, mientras la carroza avanza. En su pequeño gesto de complicidad podría leerse una necesidad de comprobar que la cámara está registrando el momento en que el muerto desfila frente a ellos. Una urgencia de comprobación que ha hecho que este joven desvíe la mirada de eso que ha venido a ver, como si sus propios ojos no fueran suficientes para capturar el instante. Como si la certeza de esa imagen solo fuera posible gracias al soporte mecánico. En este pequeño instante de filmación se hace latente, como en ningún otro momento en los archivos que pude consultar de los Acevedo, que aún más espectacular que los rituales de muerte es este extraño aparato que parece mirar mejor que nosotros.
Esa mirada fugaz me puso a pensar sobre la razón de ser de este texto. Se hizo palpable una cercanía que ya había intuido meses atrás cuando vi las imágenes en un rincón oscuro de las instalaciones del Patrimonio. Una cercanía entre las inhumaciones que aparecen en las imágenes y el acto mismo de rescatar la corporalidad de los archivos que las contienen, su exhumación. Esta restauración implica escarbar entre una montaña de cuerpos (cintas cinematográficas) para hallar y reconstruir las imágenes; uno mismo, como usuario, se siente un poco arqueólogo o médico forense revisando el catálogo. Una revisión que por inercia también se le hace al tiempo transcurrido desde que estas imágenes se produjeron. Un tiempo que es distante pero que se siente cercano gracias a esas miradas. Una cercanía que podría hacer dialogar a la fascinación de los colombianos de hace cien años por la espectacularidad de los rituales de muerte con nuestra fascinación por las imágenes del pasado. Aunque habría que escarbar en esos cien años de imágenes para comprender cómo esa se manifiesta esa fascinación y qué aspectos de ella sobreviven en nosotros.
Por lo pronto nos queda la mirada de ese joven que al ver a la cámara nos mira de frente e interroga nuestro propio acto de ver, como si en él nos estuviéramos viendo al espejo. Como si quisiera señalarnos nuestro fetiche con las imágenes de muerte, o con las imágenes y punto. Mirada que pone en evidencia la forma cómo la cámara moldea nuestro comportamiento, que subraya una fascinación por las imágenes que parece mantenerse aún hoy —intuyo que un remanente de esa fascinación fue lo que me motivó a escribir este texto— y que parece darle la razón al archivador que ha montado estas imágenes para nosotros:
“Las imágenes muestran un país que se divierte por primera vez masivamente con la contemplación de su propia imagen”.
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