Continúa esta enorme entrega que tiene como objetivo conjurar todas aquellas emociones que terminaron por definir la creación, el crecimiento y la pausa de un movimiento alrededor de la imagen en movimiento libre, sin nada que la atara a una categoría. Ahora, Gómez Sánchez revisa las energías alrededor del descubrimiento de una película capital, la influencia sagrada: Eclesiastés 4, 1
Veinte horas no es nada (5): bala madre
Sobre Diario de viaje: antecedentes, carácter y no-repercusiones de un manifiesto
Santiago Andrés Gómez Sánchez
***
[quiero privilegiar el desborde, la desmesura, lo oceánico en la escritura]
Recuerdo muy bien ir de madrugada en el camión, de camino al Festival de Cine de Cartagena de 1995, yendo conducidos por Orlando desde un refugio de carretera cerca de Don Matías hacia San Juan de Nepomuceno, y estar hablando sentados, en círculo, en la jaula, al lado de las hamacas de Joche y Cruz, de las grabaciones de Andrés Montoya y Néstor Fermín Henao en Barrio Triste, o Corazón de Jesús, el popular Coraje, donde habían conocido a un llamativo personaje llamado Giovanni Quintero, el famoso Papá Giovanni de La vendedora de rosas (Gaviria, 1998), Machete en Sumas y restas (Gaviria, 2003). Mejor dicho, ese es el momento en que Papá Giovanni aparece en la escena cultural de Medellín. Qué nos íbamos a imaginar nosotros el impacto que iba a tener, primero que todo, en el cine de Gaviria, en la película que estaba planeando el gran cineasta paisa, nuestro maestro y amigo: con el Mocho, con el Ojón, con todo su combo, con su hermano hoy difunto, Papá Giova le iba a dar tres vueltas a todo, y por eso el director homenajea a Eclesiastés 4, 1 (Montoya, 1995) calcando en La vendedora de rosas el plano central de la película nuestra (22:15-24:33), la entrada a Las Cuevas. Muy pocos meses antes de eso, allí en el camión, ya en la plena grabación de Diario de viaje (Gómez Sánchez, 1996), Andrés todavía no había editado nada de ese material en bruto de Eclesiastés 4, 1, pero teníamos en claro que su tarea para una asignatura de la carrera de Comunicación Social / Periodismo –Televisión II, creo– iba a ser un documental en coproducción de la UPB con Madera Salvaje, y tal vez el primer documental de nuestra corporación. Tal vez, porque al mismo tiempo, Joche y Ana estaban ya comenzando a editar A la rueda rueda de paz y candela (Ana Victoria Ochoa Bohórquez y José Miguel Restrepo Moreno, 1995), un proyecto que tenía varios años de trabajo.
Es marzo de 1994. Semanas luego, Quentin Tarantino estará en boca de todo el mundo porque habrá conquistado la Palma de Oro del Festival de Cannes con una película un tanto polémica, y cuando Luis Alberto Álvarez publique su artículo sobre Pulp Fiction (Tarantino, 1994), Ana me dirá en el Parque del Periodista: “Este hombre [o sea, Luis, mi Luis] nos está haciendo mucho daño”. Yo lo asumí. En verdad, mi padrino sentía palpitar como una herida lo que raudamente palpitaba por esos días en el ambiente, muy sobre todo en la figura de Tarantino –guionista también de la ruidosa y agobiante Asesinos por naturaleza (Natural Born Killers, Oliver Stone, 1994)–. Aquello acechante él lo consideraba una pérdida de horizontes éticos, y en sana lógica lo asociaba con nosotros, con la actitud que yo le había manifestado frente a La gente de la Universal (Felipe Aljure, 1993), un año atrás en el Festival. La supuesta actitud relativista se resumía en unos cuestionamientos que a él lo habían decepcionado de mí y no se había aplicado a responder con calma, porque ante sus argumentos simplistas, en Piccolo de la avenida San Martín: esto que hace Aljure es manifiestamente feo, yo solo le preguntaba: ¿pero qué es lo bello?, convencido de que en el cine el tiempo manda sobre la plástica, y puede ejercer un giro inteligente, como en La gente de la Universal, o compasivo, pero el solo hacer esa pregunta era suficiente para que él saliera despavorido gritando hacia sus guaridas internas que yo estaba afirmando que la belleza no existe, se cerraba, ya no hablaba, yo ya no era sujeto, no era interlocutor digno.
En verdad, con su molestia nunca me dejó expresar bien esa idea del tiempo para responder a mi propia pregunta (¿qué es lo bello?), y en esos tiempos yo casi solo oía, no hablaba.
Pero en Eclesiastés 4, 1 la indigencia habla –ahora entremos en calor– y Manuel dice (11:57-12:09): “Yo del gobierno no espero nada, hermano. Porque, ¿sabe qué?, yo soy reservista, parcero, ¿y le digo una cosa? ¡Yo nunca en mi vida he esperado nada del gobierno! Lo único que he esperado del gobierno es lo peor”. Y de inmediato, Nelson irrumpe (12:10-12:43) y añade:
La sociedad de indigentes, de desechables, de chirretes, de sopladores, de basuqueros, como los quiera llamar… ¡Es el mismo material humano…! [ahí baja la voz, como en uno de los efectos oratorios más efectivos de Cicerón o de Gaitán, y recita] … del gabinete presidencial, de los del Senado, de los de la Cámara, de los empresarios, del grupo Ardila Lülle, del Grupo Grancolombia, de lo que quiera [ahora con fuerza]: ¡es el mismo! Solo que ellos, los que hay allá, no han tenido el problema, no tuvieron la desgracia, ni la falla, ni la… ¡No consumieron!, entonces no llegaron al extremo que nosotros volvimos.
Esa frase final siempre se me hizo digna de una consideración que nadie hizo. Ese “extremo al que nosotros volvimos” quería decir enormidades. De algún modo, ese extremo sería el origen del ser humano (póngale usted el adjetivo que prefiera), y los altos potentados y los que “no consumieron” o no tuvieron “el problema”, “la desgracia” y “la falla” de consumir, están simplemente… Pues, ¡de paseo! En el documental se muestra luego que Nelson es consciente de que anhela otro regreso, digamos que a la caminata humana, y salir de esa “sociedad de indigentes, de desechables, de chirretes, de sopladores, de basuqueros, como los quiera llamar”, pero él también muestra saber que lo que va a recibir de esa familia sin problema son gestos de “desprecio social”, y que deberá enfrentarse con dificultades insalvables, normalizadas por el sumiso pueblo colombiano (inestabilidad laboral, inestabilidad de la vivienda), que terminan por hacer incluso más cálido el hogar de la sociedad vituperada del vicio callejero, con todo y lo violenta que es –Nelson nos muestra heridas de varios atentados–, o aunque sea asesinada a mansalva, como bichos, pues todos callamos el que en la calle, o afuera del sistema, del gobierno solo se puede esperar “lo peor” (la muerte, bala madre).
Para mí es inolvidable el día en que vi este documental por primera vez.
Volvamos un poco sobre él, o sobre nuestros rostros, los de Víctor, Cruz, Santiago, Carlos Eduardo Henao, oyendo, viendo al pueblo irredento de Dios. Las palabras de Manuel sobre eso “peor” que nos da el gobierno iban mucho más allá del lamento por unas carencias que el gobierno no subsanara, pero también entrañaban algo distinto a la sola queja por una traidora condena a muerte. El que él a los espectadores de Andrés Montoya (“parcero”, llama a su entrevistador) nos dijera, justo antes de dar su dictamen, que era reservista, parte del Ejército Nacional de Colombia, era la clave para entender su autoridad al pronunciar lo que afirma, su tácito mensaje de que en este régimen todo se hace con una pistola en la nuca. Pero además tal claridad meridiana nos hace pensar como si la decisión de no confiar en el gobierno y apartarse de las formas de vivir normales fuera entonces una ética. Con todo y ello, como hemos señalado, Nelson será claro frente al dolor que comporta esta decisión de segregarse uno a sí mismo, y reconoce el infierno que termina siendo el asumirla, si bien al mismo tiempo nos explica sus razones y este ponerse en palabras es para todos una forma de alivio o incluso de salud subyacente. Recordemos esas sus voces esclarecedoras. Dice Nelson (17:10-17:35): “Yo soy adicto, activo. Todos los días quiero salir del problema, pero todos los días me encuentro con una serie de problemas que antes me llevan a consumir más, como es: el desprecio social, como es la inestabilidad de la vivienda, la inestabilidad laboral…”. Frente a estas situaciones que para seres sensibles (no somos pocos) representan una problemática social o un daño personal realmente enquistados y ojo, necesarios para el sistema, el Chamo, otro vecino habitante de calle, nos cuenta (13:46-14:13):
Aquí veo un calor humano, bueno, un calor bueno dentro de lo que es esta sociedad del vicio, hermano. Esto es una especie, hermano, no sé, donde uno se reúne, comenta, el otro le comenta que es casado, tiene dos o tres hijos, y que está, como uno, en la calle, hermano. Porque uno consigue con qué sostenerse, hermano. Lo que pasa es que uno es un hijueputa ahí, perdóneme que le diga.
Lo que hay es una dialéctica de callejón. Este cálido “material humano", que se reúne y comenta y consigue con qué sostenerse, es toda una cultura viva, una humanidad que no solo ha tenido “la falla” de consumir, sino que en general, y por definición (cuando el Chamo dice uno), todos ellos son “un hijueputa ahí”. No les basta el “con qué vivir”, mejor dicho, y con su rumbo se ejerce un acto de negación a lo convenidamente llamado humano, de hecho es un rescate del calor de los afectos en la vereda o en la cuneta más sucia, pero, y tal vez no lo advertimos del todo, la aceptación o, mejor, la calificación límpida de su miseria moral ante la cámara es de un enorme y desconocido valor, yo diría que lo dice todo. Decir que uno es un hijueputa ahí justo luego de reconocer “un calor humano, bueno” es exactamente el extremo al que ellos han vuelto: pedir perdón al respetable interlocutor por decirnos sin vergüenza todo lo que son. Pocos lo hacen, porque tal vez nadie percibe o acepta en estas mismas líneas el ser aquello. E hilemos un poco más delgado, porque el documental lo precisa y lo permite. En últimas, ¿qué es ese calor humano que se trueca o deriva en la abyección? Para los espectadores de Eclesiastés 4, 1 sería siempre fascinante y memorable más que nada el testimonio de Juan Camilo, un chico de apariencia noble y bien criado que sale con parrafadas a la vez sabias y delirantes, y de pronto dice lo siguiente (18:04-18:09), con el tono de un filósofo poseso, al estilo de los presocráticos que somos todos los viciosos (yo inactivo, gloria a Verità): “¿Y qué es una atadura? Una atadura son fuerzas negativas espirituales en el cuerpo de uno”. De entrada, quien no ampliara esta reflexión desde el ámbito de “la sociedad del vicio” hacia la sociedad en general, al gobierno y a “los que hay allá”, y a uno mismo y su familia, desde luego no entendía el trabajo de Montoya.
Tampoco Juan Camilo lo dejaba ver muy razonablemente, pero la proyección de sus lamparazos es satánica y a la vez jubilosa (18:09-19:29), uno se mueve fácilmente ahí y, es más, dándole la razón, pero sin tener que decirlo: temiendo hacerlo, comprendiendo todo a la perfección pero sin verse llamado a aceptarlo, porque claramente es un desquiciamiento o, ciertamente, es lo inaceptable, un discurso que hace de “este vicio”, o sea del vicio, de todos los vicios, el principio del mundo, el vivir mismo, y el basuco sería solo una metonimia, como cuando decís cielito, vuelve:
Hay ataduras como el homosexualismo, la droga, la mentira, la avaricia, la maldad, el asesinato, el mentir, el ser infiel, el ser hipócrita, todas son ataduras atadas a este vicio. El mundo es del diablo y el universo es de Dios, Dios lo dijo. El mundo está gobernado por las fuerzas del mal. Hay gente que se enriqueció a costillas de nuestra salud y están limpios por fuera, y yo estoy sucio por fuera, pero son negros y sucios por dentro. Hay gente que finge ser buenos, responsables y maridos [en ese instante prende un diablito] y por la noche tienen novios y tienen relaciones homosexuales y dicen yo no soy drogadicto, yo no soy basuquero, soy buen padre, responsable, sí, pero tienen ataduras como esa. El prestar plata a interés es una atadura, el agiotismo. No entrarán al reino de los cielos los agiotistas, los avaros. Los mentirosos, los infieles, los adúlteros, los… [en ese momento sus ojos ven más allá, como Cobain antes de entonar su nota final en el Unplugged, véanlo] … hechiceros fornicarios… Los afeminados… Todas son ataduras, esta es una atadura [levanta el diablito], la principal, la droga, que nos quitó nuestros valores y nuestra dignidad. Hoy en día estoy destruido por ella, después de ser un hombre, como todos los drogadictos, lleno de valores que la droga nos los roba.
Uno puede desgranar las significaciones de este despilfarro de la clínica locura de muchas maneras, pero siempre debe procurar mirarlo en su contexto, porque es un tesoro, y al mismo tiempo encapsularlo, no perder el hilo de sus palabras sintomáticas, que logran desleír la noción de lo ilícito y del pecado (esa gustosa y culposa infracción trascendente). Algo aparece como visión promiscua desde el complejo y es la universalidad de la atadura. Obviamente que no vinimos al mundo a procrear, sino a disfrutar: eso, desde Freud, es aberrante, o sea, desde la civilización más remota. Lo que implica es que la vida misma es una atadura, una esclavitud, por donde se mire. En Paradiso, de José Lezama Lima, el tema se trata a fondo y no se llega a ningún lado: en eso consiste todo, una trampa. No hay sexo natural, desde ningún punto de vista; el arranque o envión, el deseo, es omnímodo e inopinado (como el drogarse), sin porqué, una exaltación absoluta y feliz del yo sin sentido. Sin embargo, para la civilización, el sexo debe controlarse porque él mismo es, entonces, la condenación. No puedes vivir por ti mismo, necesitas del otro y abdicas de ti por principio, te das quizá porque tampoco puedes renunciar al placer, a tu placer. Pero la droga enriquecedora o útil de “gente limpia por fuera y sucia por dentro”, el encoñe por excelencia, aun más que el encoñe real, madre, le permite captar al enfermo, en un vistazo intolerable, lo que otros enfermos, gente como uno, y de hecho normalísimos, solemos no ver (homosexuales o adúlteros que fingimos ser maridos responsables; prestamistas a interés que creen ser buenos; hipócritas, mentirosos, afeminados, todos somos “hechiceros fornicarios”). Nuestra diferencia, como lo viera Lévi-Strauss, no es esencial, solo funcional, como partículas de un trabalenguas. Por supuesto, un prestamista a interés cabe en todas las otras categorías de esclavitud, y un afeminado desde luego está atado al mundo (cualquier varón cuando se mira bien en el espejo y toda hembra afeminada por norma, todos ansiosos a conciencia diciendo ¿estoy bien?, hablalo), pero uno ya no quiere condenar y se sabe del todo incapaz de condenar ni al drogadicto que se condena a sí mismo ni al fin a nadie débil por sucumbir a nuestras provechosas, dulcísimas ataduras humanas, eso que antes Juan Camilo ha descifrado en su caso como aroma que lo atrapa y nos exalta de los sexos hembra y macho juntos, o sea: el perfume del basuco, según él, y que olfatea con justa razón, secretamente envidiable, mientras habla y uno lo mira, obsceno, mamar y silbar al mismo tiempo, soplar.
En pocas palabras, en Eclesiastés 4, 1 se presencia un instante de lo infernal, que puede ser simplemente la confusión frente a sí misma, como un adolescente que se ve o se sabe viejo, miramos el mundo desde tan abajo que lo vemos desde arriba, con ira santa (el universo es más que el mundo, nos lo recordaba Camilo, y “es más poderoso el bien”, dice Nelson [30:24-30:25], con conocimiento de causa), por cuenta del lenguaje que emerge de ese fuego y gracias a la cámara S-VHS M9000, aquí empieza mi delirio, la que lograba filtrarse mejor que cualquier otra de su generación mala, relativista (embotada, decía Luis), en la calle y la sociedad del diablo, el mundo humano, demasiado humano que vivimos. Obviamente, esa cámara estaba guiada por un sujeto que era Madera Salvaje pura. Y hay que decirlo: no éramos unos tesos, alumnos destacados del cronograma, sino que la charla en grupo era un placer inigualable, un aprendizaje sin término. El grupo del que tanto he hablado aun desde antes de que surgiera, o la actitud, ese salvajismo peculiar, no ostentaba otra cualidad distinta a ser comadre de lo desoído, a hablar u oír sin miedo, a asumir la crítica radical a nuestra no aceptación de lo que el ser humano es y no se atreve a mirar, a conocer, un hijueputa ahí.
Y riámonos.
Meses atrás yo había oído que en Barranquilla, en la Facultad de Medicina de la Universidad del Atlántico, se había descubierto la compra de cuerpos de personas en situación de calle como Nelson, como el Chamo, como Manuel, como Juan Camilo, o como yo también, y como usted y el realizador del documental, o como Luis Alberto Álvarez o su señora madre cuando bebita, que eran asesinadas para hacer negocio con la ciencia institucionalizada, eminencias que estudiaban y aprovechaban los cuerpos. En ese momento, así como cuando leí un fragmento de la loca novela El Golem, alucinante, de Gustav Meyrink, poesía pura, sobre un oculista que daña los ojos de sus pacientes sanos al hacerles el examen preliminar para continuar con el debido tratamiento, yo sentía en la piel eso que dice Juan Camilo, lo de que “el mundo es del diablo”. Años luego un sabedor del asunto me diría que sí, que la ciencia institucionalizada ha ocultado las curas del cáncer para hacer negocio de la enfermedad (“Sí, Santi, lamentablemente esas cosas pasan”, fueron sus palabras). La mía conclusión era ya del corte de aquel “yo del gobierno no espero nada”, dicho por Manuel.
Es decir, para quien lo sepa advertir, en noticias como las que acabo de mencionar, la descompensación que permanece o palpita entre el vector emocional del discurso moral y la interpelación física de las dinámicas sociales, lo del diablo no es superchería, sino –como bien lo explica Nelson en Eclesiastés 4, 1 a partir de su vivencia infantil (30:05-30:19), dándonos una clase de ciencia literaria para el laico ignorante– una simple representación del mal, o es decir, de “una fuerza negativa”, de esa “atadura espiritual” que tanto nos gusta, que nos enloquece y alimenta desde la cuna, la cacareada humanidad. Y todo se me hacía tan delicado también, tan peligroso para mí, en esa primera función de Eclesiastés 4, 1, porque hacía pocos días, en Cartagena, yo le había soplado a un diablito en la noche definitiva del viaje órfico de Cruz y mío durante el laboreo de Diario de viaje en el Corralito de Piedra, la noche de un cuatro de marzo, aniversario del paso de Caicedo del confín al sinfín silvestre.
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VEINTE HORAS NO ES NADA: BALA MADRE (05)
Continúa esta enorme entrega que tiene como objetivo conjurar todas aquellas emociones que terminaron por definir la creación, el crecimiento y la pausa de un movimiento alrededor de la imagen en movimiento libre, sin nada que la atara a una categoría. Ahora, Gómez Sánchez revisa las energías alrededor del descubrimiento de una película capital, la influencia sagrada: Eclesiastés 4, 1
Veinte horas no es nada (5): bala madre
Sobre Diario de viaje: antecedentes, carácter y no-repercusiones de un manifiesto
Santiago Andrés Gómez Sánchez
***
[quiero privilegiar el desborde, la desmesura, lo oceánico en la escritura]
Recuerdo muy bien ir de madrugada en el camión, de camino al Festival de Cine de Cartagena de 1995, yendo conducidos por Orlando desde un refugio de carretera cerca de Don Matías hacia San Juan de Nepomuceno, y estar hablando sentados, en círculo, en la jaula, al lado de las hamacas de Joche y Cruz, de las grabaciones de Andrés Montoya y Néstor Fermín Henao en Barrio Triste, o Corazón de Jesús, el popular Coraje, donde habían conocido a un llamativo personaje llamado Giovanni Quintero, el famoso Papá Giovanni de La vendedora de rosas (Gaviria, 1998), Machete en Sumas y restas (Gaviria, 2003). Mejor dicho, ese es el momento en que Papá Giovanni aparece en la escena cultural de Medellín. Qué nos íbamos a imaginar nosotros el impacto que iba a tener, primero que todo, en el cine de Gaviria, en la película que estaba planeando el gran cineasta paisa, nuestro maestro y amigo: con el Mocho, con el Ojón, con todo su combo, con su hermano hoy difunto, Papá Giova le iba a dar tres vueltas a todo, y por eso el director homenajea a Eclesiastés 4, 1 (Montoya, 1995) calcando en La vendedora de rosas el plano central de la película nuestra (22:15-24:33), la entrada a Las Cuevas. Muy pocos meses antes de eso, allí en el camión, ya en la plena grabación de Diario de viaje (Gómez Sánchez, 1996), Andrés todavía no había editado nada de ese material en bruto de Eclesiastés 4, 1, pero teníamos en claro que su tarea para una asignatura de la carrera de Comunicación Social / Periodismo –Televisión II, creo– iba a ser un documental en coproducción de la UPB con Madera Salvaje, y tal vez el primer documental de nuestra corporación. Tal vez, porque al mismo tiempo, Joche y Ana estaban ya comenzando a editar A la rueda rueda de paz y candela (Ana Victoria Ochoa Bohórquez y José Miguel Restrepo Moreno, 1995), un proyecto que tenía varios años de trabajo.
Es marzo de 1994. Semanas luego, Quentin Tarantino estará en boca de todo el mundo porque habrá conquistado la Palma de Oro del Festival de Cannes con una película un tanto polémica, y cuando Luis Alberto Álvarez publique su artículo sobre Pulp Fiction (Tarantino, 1994), Ana me dirá en el Parque del Periodista: “Este hombre [o sea, Luis, mi Luis] nos está haciendo mucho daño”. Yo lo asumí. En verdad, mi padrino sentía palpitar como una herida lo que raudamente palpitaba por esos días en el ambiente, muy sobre todo en la figura de Tarantino –guionista también de la ruidosa y agobiante Asesinos por naturaleza (Natural Born Killers, Oliver Stone, 1994)–. Aquello acechante él lo consideraba una pérdida de horizontes éticos, y en sana lógica lo asociaba con nosotros, con la actitud que yo le había manifestado frente a La gente de la Universal (Felipe Aljure, 1993), un año atrás en el Festival. La supuesta actitud relativista se resumía en unos cuestionamientos que a él lo habían decepcionado de mí y no se había aplicado a responder con calma, porque ante sus argumentos simplistas, en Piccolo de la avenida San Martín: esto que hace Aljure es manifiestamente feo, yo solo le preguntaba: ¿pero qué es lo bello?, convencido de que en el cine el tiempo manda sobre la plástica, y puede ejercer un giro inteligente, como en La gente de la Universal, o compasivo, pero el solo hacer esa pregunta era suficiente para que él saliera despavorido gritando hacia sus guaridas internas que yo estaba afirmando que la belleza no existe, se cerraba, ya no hablaba, yo ya no era sujeto, no era interlocutor digno.
En verdad, con su molestia nunca me dejó expresar bien esa idea del tiempo para responder a mi propia pregunta (¿qué es lo bello?), y en esos tiempos yo casi solo oía, no hablaba.
Pero en Eclesiastés 4, 1 la indigencia habla –ahora entremos en calor– y Manuel dice (11:57-12:09): “Yo del gobierno no espero nada, hermano. Porque, ¿sabe qué?, yo soy reservista, parcero, ¿y le digo una cosa? ¡Yo nunca en mi vida he esperado nada del gobierno! Lo único que he esperado del gobierno es lo peor”. Y de inmediato, Nelson irrumpe (12:10-12:43) y añade:
Esa frase final siempre se me hizo digna de una consideración que nadie hizo. Ese “extremo al que nosotros volvimos” quería decir enormidades. De algún modo, ese extremo sería el origen del ser humano (póngale usted el adjetivo que prefiera), y los altos potentados y los que “no consumieron” o no tuvieron “el problema”, “la desgracia” y “la falla” de consumir, están simplemente… Pues, ¡de paseo! En el documental se muestra luego que Nelson es consciente de que anhela otro regreso, digamos que a la caminata humana, y salir de esa “sociedad de indigentes, de desechables, de chirretes, de sopladores, de basuqueros, como los quiera llamar”, pero él también muestra saber que lo que va a recibir de esa familia sin problema son gestos de “desprecio social”, y que deberá enfrentarse con dificultades insalvables, normalizadas por el sumiso pueblo colombiano (inestabilidad laboral, inestabilidad de la vivienda), que terminan por hacer incluso más cálido el hogar de la sociedad vituperada del vicio callejero, con todo y lo violenta que es –Nelson nos muestra heridas de varios atentados–, o aunque sea asesinada a mansalva, como bichos, pues todos callamos el que en la calle, o afuera del sistema, del gobierno solo se puede esperar “lo peor” (la muerte, bala madre).
Para mí es inolvidable el día en que vi este documental por primera vez.
Volvamos un poco sobre él, o sobre nuestros rostros, los de Víctor, Cruz, Santiago, Carlos Eduardo Henao, oyendo, viendo al pueblo irredento de Dios. Las palabras de Manuel sobre eso “peor” que nos da el gobierno iban mucho más allá del lamento por unas carencias que el gobierno no subsanara, pero también entrañaban algo distinto a la sola queja por una traidora condena a muerte. El que él a los espectadores de Andrés Montoya (“parcero”, llama a su entrevistador) nos dijera, justo antes de dar su dictamen, que era reservista, parte del Ejército Nacional de Colombia, era la clave para entender su autoridad al pronunciar lo que afirma, su tácito mensaje de que en este régimen todo se hace con una pistola en la nuca. Pero además tal claridad meridiana nos hace pensar como si la decisión de no confiar en el gobierno y apartarse de las formas de vivir normales fuera entonces una ética. Con todo y ello, como hemos señalado, Nelson será claro frente al dolor que comporta esta decisión de segregarse uno a sí mismo, y reconoce el infierno que termina siendo el asumirla, si bien al mismo tiempo nos explica sus razones y este ponerse en palabras es para todos una forma de alivio o incluso de salud subyacente. Recordemos esas sus voces esclarecedoras. Dice Nelson (17:10-17:35): “Yo soy adicto, activo. Todos los días quiero salir del problema, pero todos los días me encuentro con una serie de problemas que antes me llevan a consumir más, como es: el desprecio social, como es la inestabilidad de la vivienda, la inestabilidad laboral…”. Frente a estas situaciones que para seres sensibles (no somos pocos) representan una problemática social o un daño personal realmente enquistados y ojo, necesarios para el sistema, el Chamo, otro vecino habitante de calle, nos cuenta (13:46-14:13):
Lo que hay es una dialéctica de callejón. Este cálido “material humano", que se reúne y comenta y consigue con qué sostenerse, es toda una cultura viva, una humanidad que no solo ha tenido “la falla” de consumir, sino que en general, y por definición (cuando el Chamo dice uno), todos ellos son “un hijueputa ahí”. No les basta el “con qué vivir”, mejor dicho, y con su rumbo se ejerce un acto de negación a lo convenidamente llamado humano, de hecho es un rescate del calor de los afectos en la vereda o en la cuneta más sucia, pero, y tal vez no lo advertimos del todo, la aceptación o, mejor, la calificación límpida de su miseria moral ante la cámara es de un enorme y desconocido valor, yo diría que lo dice todo. Decir que uno es un hijueputa ahí justo luego de reconocer “un calor humano, bueno” es exactamente el extremo al que ellos han vuelto: pedir perdón al respetable interlocutor por decirnos sin vergüenza todo lo que son. Pocos lo hacen, porque tal vez nadie percibe o acepta en estas mismas líneas el ser aquello. E hilemos un poco más delgado, porque el documental lo precisa y lo permite. En últimas, ¿qué es ese calor humano que se trueca o deriva en la abyección? Para los espectadores de Eclesiastés 4, 1 sería siempre fascinante y memorable más que nada el testimonio de Juan Camilo, un chico de apariencia noble y bien criado que sale con parrafadas a la vez sabias y delirantes, y de pronto dice lo siguiente (18:04-18:09), con el tono de un filósofo poseso, al estilo de los presocráticos que somos todos los viciosos (yo inactivo, gloria a Verità): “¿Y qué es una atadura? Una atadura son fuerzas negativas espirituales en el cuerpo de uno”. De entrada, quien no ampliara esta reflexión desde el ámbito de “la sociedad del vicio” hacia la sociedad en general, al gobierno y a “los que hay allá”, y a uno mismo y su familia, desde luego no entendía el trabajo de Montoya.
Tampoco Juan Camilo lo dejaba ver muy razonablemente, pero la proyección de sus lamparazos es satánica y a la vez jubilosa (18:09-19:29), uno se mueve fácilmente ahí y, es más, dándole la razón, pero sin tener que decirlo: temiendo hacerlo, comprendiendo todo a la perfección pero sin verse llamado a aceptarlo, porque claramente es un desquiciamiento o, ciertamente, es lo inaceptable, un discurso que hace de “este vicio”, o sea del vicio, de todos los vicios, el principio del mundo, el vivir mismo, y el basuco sería solo una metonimia, como cuando decís cielito, vuelve:
Uno puede desgranar las significaciones de este despilfarro de la clínica locura de muchas maneras, pero siempre debe procurar mirarlo en su contexto, porque es un tesoro, y al mismo tiempo encapsularlo, no perder el hilo de sus palabras sintomáticas, que logran desleír la noción de lo ilícito y del pecado (esa gustosa y culposa infracción trascendente). Algo aparece como visión promiscua desde el complejo y es la universalidad de la atadura. Obviamente que no vinimos al mundo a procrear, sino a disfrutar: eso, desde Freud, es aberrante, o sea, desde la civilización más remota. Lo que implica es que la vida misma es una atadura, una esclavitud, por donde se mire. En Paradiso, de José Lezama Lima, el tema se trata a fondo y no se llega a ningún lado: en eso consiste todo, una trampa. No hay sexo natural, desde ningún punto de vista; el arranque o envión, el deseo, es omnímodo e inopinado (como el drogarse), sin porqué, una exaltación absoluta y feliz del yo sin sentido. Sin embargo, para la civilización, el sexo debe controlarse porque él mismo es, entonces, la condenación. No puedes vivir por ti mismo, necesitas del otro y abdicas de ti por principio, te das quizá porque tampoco puedes renunciar al placer, a tu placer. Pero la droga enriquecedora o útil de “gente limpia por fuera y sucia por dentro”, el encoñe por excelencia, aun más que el encoñe real, madre, le permite captar al enfermo, en un vistazo intolerable, lo que otros enfermos, gente como uno, y de hecho normalísimos, solemos no ver (homosexuales o adúlteros que fingimos ser maridos responsables; prestamistas a interés que creen ser buenos; hipócritas, mentirosos, afeminados, todos somos “hechiceros fornicarios”). Nuestra diferencia, como lo viera Lévi-Strauss, no es esencial, solo funcional, como partículas de un trabalenguas. Por supuesto, un prestamista a interés cabe en todas las otras categorías de esclavitud, y un afeminado desde luego está atado al mundo (cualquier varón cuando se mira bien en el espejo y toda hembra afeminada por norma, todos ansiosos a conciencia diciendo ¿estoy bien?, hablalo), pero uno ya no quiere condenar y se sabe del todo incapaz de condenar ni al drogadicto que se condena a sí mismo ni al fin a nadie débil por sucumbir a nuestras provechosas, dulcísimas ataduras humanas, eso que antes Juan Camilo ha descifrado en su caso como aroma que lo atrapa y nos exalta de los sexos hembra y macho juntos, o sea: el perfume del basuco, según él, y que olfatea con justa razón, secretamente envidiable, mientras habla y uno lo mira, obsceno, mamar y silbar al mismo tiempo, soplar.
En pocas palabras, en Eclesiastés 4, 1 se presencia un instante de lo infernal, que puede ser simplemente la confusión frente a sí misma, como un adolescente que se ve o se sabe viejo, miramos el mundo desde tan abajo que lo vemos desde arriba, con ira santa (el universo es más que el mundo, nos lo recordaba Camilo, y “es más poderoso el bien”, dice Nelson [30:24-30:25], con conocimiento de causa), por cuenta del lenguaje que emerge de ese fuego y gracias a la cámara S-VHS M9000, aquí empieza mi delirio, la que lograba filtrarse mejor que cualquier otra de su generación mala, relativista (embotada, decía Luis), en la calle y la sociedad del diablo, el mundo humano, demasiado humano que vivimos. Obviamente, esa cámara estaba guiada por un sujeto que era Madera Salvaje pura. Y hay que decirlo: no éramos unos tesos, alumnos destacados del cronograma, sino que la charla en grupo era un placer inigualable, un aprendizaje sin término. El grupo del que tanto he hablado aun desde antes de que surgiera, o la actitud, ese salvajismo peculiar, no ostentaba otra cualidad distinta a ser comadre de lo desoído, a hablar u oír sin miedo, a asumir la crítica radical a nuestra no aceptación de lo que el ser humano es y no se atreve a mirar, a conocer, un hijueputa ahí.
Y riámonos.
Meses atrás yo había oído que en Barranquilla, en la Facultad de Medicina de la Universidad del Atlántico, se había descubierto la compra de cuerpos de personas en situación de calle como Nelson, como el Chamo, como Manuel, como Juan Camilo, o como yo también, y como usted y el realizador del documental, o como Luis Alberto Álvarez o su señora madre cuando bebita, que eran asesinadas para hacer negocio con la ciencia institucionalizada, eminencias que estudiaban y aprovechaban los cuerpos. En ese momento, así como cuando leí un fragmento de la loca novela El Golem, alucinante, de Gustav Meyrink, poesía pura, sobre un oculista que daña los ojos de sus pacientes sanos al hacerles el examen preliminar para continuar con el debido tratamiento, yo sentía en la piel eso que dice Juan Camilo, lo de que “el mundo es del diablo”. Años luego un sabedor del asunto me diría que sí, que la ciencia institucionalizada ha ocultado las curas del cáncer para hacer negocio de la enfermedad (“Sí, Santi, lamentablemente esas cosas pasan”, fueron sus palabras). La mía conclusión era ya del corte de aquel “yo del gobierno no espero nada”, dicho por Manuel.
Es decir, para quien lo sepa advertir, en noticias como las que acabo de mencionar, la descompensación que permanece o palpita entre el vector emocional del discurso moral y la interpelación física de las dinámicas sociales, lo del diablo no es superchería, sino –como bien lo explica Nelson en Eclesiastés 4, 1 a partir de su vivencia infantil (30:05-30:19), dándonos una clase de ciencia literaria para el laico ignorante– una simple representación del mal, o es decir, de “una fuerza negativa”, de esa “atadura espiritual” que tanto nos gusta, que nos enloquece y alimenta desde la cuna, la cacareada humanidad. Y todo se me hacía tan delicado también, tan peligroso para mí, en esa primera función de Eclesiastés 4, 1, porque hacía pocos días, en Cartagena, yo le había soplado a un diablito en la noche definitiva del viaje órfico de Cruz y mío durante el laboreo de Diario de viaje en el Corralito de Piedra, la noche de un cuatro de marzo, aniversario del paso de Caicedo del confín al sinfín silvestre.
https://www.youtube.com/watch?v=86Y3ltiX_cw&feature=emb_err_woyt
Primera entrega
Segunda entrega
Tercera entrega
Cuarta entrega
Quinta entrega
Sexta entrega
Séptima entrega
Octava entrega
Obra referenciada
"Montoya, R., A. (1995). Eclesiastés 4, 1. Madera Salvaje
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