Entramos a la recta final de esta serie y el autor empieza la reflexión sobre los finales. El fin, la palabra que en las películas siempre escribían grande y era ineludible.
Veinte horas no es nada (9): de la persuasión a la certeza
Sobre Diario de viaje: antecedentes, carácter y no-repercusiones de un manifiesto
Santiago Andrés Gómez Sánchez
***
[quiero privilegiar el desborde, la desmesura, lo oceánico en la escritura]
Pero andando a ciegas por el apartamento ahora, en 1996, un año más tarde, y recordando todo cuando lo veo una y otra vez en mi reproductor, porque el camino es el mismo de siempre y yo solo soy yo y soy la consciencia, me digo niño grande, ingenuo, para no perder del todo la locura cuando me susurro en la calle capitalina, para no culparme, por qué sigo el paso prieto de la discordia puesta en escena del mundo, por qué no me he ido todavía. ¿Vivir o no vivir, si ya se ha vivido? Pervivo en Bogotá, mujer desconocida en tu papel de Adri punkerita, tengo diez o veinte casetes de VHS, ya ni sé, transferencias del Hi-8 original del viaje vuelo, en uno sale Luis Alberto grabado muy de cerca por Cruz, una goterona de sudor le baja por el desierto de Gobi de sus mejillas cósmicas, de angelote del Tiziano, la verdad es que ustedes a partir de un cierto momento no supieron qué era de nadie, Joche, Cruz, César, Santito, Montoya mismo y otro, andando descalzos por Cartagena en un sentido expresivo de “ensimisme de la cámara”. ¿Qué mensaje nos daba el mundo y quedó allí, para que yo lo edite o clarifique, como persona y como cachete desierto, sudado?
Como persona múltiple o partida, o sea una, el mundo. ¿Qué nos quiere decir la evidencia con tanta vocación suya de hablar hasta por la coda (“ábrete”, nos gritan), de hacerse ver?
Sigue andando en la noche, me dice la vida noche, has visto un par de cosas en el día y en la noche, grabando horas y horas de la televisión mundial que por primera vez en los canales de la televisión nacional se cuece, por allí lo de una niña a la que mami le cortaba la piel con una tijera, para distraerse, la foto de la niña con las zanjas expresivas de qué, de alguien, qué mensaje ahí, la balacera de un esposo en la cabeza de su exmujer para qué, qué mensaje ahí de qué persona para quién mundo o vida noche. Uno es tan loquito que percibe un desajuste en la vida normal o empírica y se sabe predecible, profeta de nada que no se sepa: ahí el mensaje, un desajuste, ya no deje entrar a nadie más, pirobo. El docu es suyo.
Viajo a Medellín y veo puro caos: severo desmadre, lo indecible, lo inenarrable.
Madera Salvaje se debe acabar, decido, les escribo, me voy, el pogo ya parece un vals.
Vos sos nadie, me lo demuestran la Monja, Nati: dicen volvé que vos lo armaste, y yo vuelvo.
Y saber que en esa época el uribismo no existía, ni existía Pedro Zuluaga para el cine patriota, libertario, y Luis Alberto habla por televisión esta noche y al otro día me llama Lía llorando, mi amiga, pero yo ya sé, me avisó Andrés, se nos murió. Yo rayo, rayo, rayo, más volado que el muerto, entre las sombras rojas de todo, tejo el guion de edición. Luego Alejo Cock y Óscar Campo me dirán que estoy en una fase de la operación retórica llamada intellectio. Pero no es tan fácil: después de la voz de Cristian vino el antes del documental; o sea, todo es un poco entreverado… Yo escribo un recuerdo y avisoro al peregrino inmóvil.
Minuto 0.
Santia (en off): Ante un viaje, siempre se me presenta la misma inquietud: ¿me acerco o me alejo? Es la misma que me asalta cuando pienso en el movimiento. ¿Qué abandono cuando me acerco a algo? Jamás llego y jamás parto del todo, nunca conozco a ciencia cierta. Algo permanece inmóvil y algo está siempre en movimiento. Puedo cerrar los ojos, puedo morir. Nunca sabré en qué me estoy transformando. ¿Me acerco o me alejo? Solo debo abrir la piel al viento, aceptar la luz que me invade, las fuerzas que me hacen, que me guían, y escuchar el silencio, escucharlo… Escuchar el viaje que se da aun sin mí, escuchar lo que viaja a través. Pienso en los primeros hombres, en su mente recién salida, en la primera luz que se fue entre ojos que después la recordaron y la indagaron, pienso en ello cuando viajo, pienso en la luz, en todo aquello que nos sorprende y que no se detiene y nos conmueve: la imagen, la suave película que nos recubre. El cine la captó, la fijó hace cien años en su fluir cotidiano de tiempo. Es lo que llamamos cine. Hoy miro aquellas imágenes que sucedieron hace un siglo, miro las que han pasado y las que pasan hoy, frente a mí, a nuestro lado, en el futuro, y me indago por el viaje, por ese lento viaje de las cosas. ¿Nos acercamos o nos alejamos? Con tres amigos me dirijo a un festival de cine. Tres amigos de un grupo mayor, una corporación cultural de video que llamamos, con cierta confusión, y con esperanza, Madera Salvaje… Madera Salvaje. Llevamos una cámara con nostros, y grabamos… Vamos al festival con la idea de capturarlo en imágenes. Somos cuatro y luego aparecerá un quinto, cinco personas en total, cinco amigos, todos con una visión distinta, con un cráneo diferente, con una cámara particular… No tenemos idea de hacer cine ni de producir video, lo único que tenemos son ojos y una cámara. Nuestras ideas sobre el documental que queremos hacer son totalmente distintas, nuestra visión del mundo es distinta. Lo único que tenemos en común es el viaje. ¡Todos viajamos! La idea es acompañarnos, compartir desde la lejanía, reencontrarnos, ser juntos. Decidimos que cada quien coja o deseche la cámara a su antojo. Lo que haremos es un diario de viaje. Para conocer. Para conocernos.
En ese momento yo sabía, sí, que ese iba a ser el preludio del documental, una secuencia que en ese momento no hubiera sabido llamar ensayística ni reflexiva sino, quizá, confesional, y que no sé, con franqueza, de dónde me saqué en el estilo final, con las imágenes que la acompañan, deslizándose por entre la filosofía del ente huérfano o exiliado del cine en la realidad funesta. Scorsese con sus documentales verticales sobre cine, querido Camilo Villamizar, y Brownlow y Gill con sus documentales verticales sobre cine serían una influencia posterior para la serie Gracias por el cine, que haríamos años más tarde con Adriana, porque son diagonales (todo se tuerce). O sea: sí, porque juegan a ilustrar, y por supuesto maldicen, parcero. En este momento, en cambio, esa digresión sobre imágenes mixtas… Tal vez también venía de Wenders, sí, en un sentido más doméstico, por ejemplo del arranque de Tokyo-Ga(Wim Wenders, 1985), con sus imágenes citadas del cine de Ozu y la voz confesional del director dándole un relieve como de expectación meditativa, has de cuenta tú en el cine pensando, qué bien esto, uau, y aquello qué extraño, y por qué ella es como el viento (entonces otra imagen del último Sternberg) y no el viento como ella (el plano final de la obra maestra de Ozu más ese plano del viento en la última cosa que se llamó Sternberg), no le roza el cabello a borbotones (metámosle a Sandrine Bonnaire con Agnès Varda, Mona cuestionando a su protectora sin darse cuenta), el tiempo que es como el viento la desviste y no la toca. A lo Pablo Roldán viendo una película de Valeria Sarmiento en Berlín, con el tiempo invertido, y uno ahí, como un bebé pensando, descubriéndolo todo, dándose cuenta de que no sabemos ni m. Y un poco, como ya he dicho, todo el tono juguetón del montaje tenía un serio antecedente en las intervenciones de Michael Moore para tejer el discurso de Roger & Me (Michael Moore, 1989), un documental que me había dado a conocer mi padrino querido en los tiempos de nuestra larga luna de miel. Pero hay una influencia más secreta, y sin embargo tal vez obvia, que algunos en Medellín (Pedro Villa, el de Bajo Tierra) celebraban cagados de la risa saludando al Scorsese paisa con una invitación ruidosa a cerveza en el extinto bar Sur: el uso de la música del monaguillo del Bronx, por ejemplo Sunshine of Your Love en Goodfellas (Scorsese, 1990), Can’t You Hear Me Knocking en Casino (Scorsese, 1995), Jumpin’ Jack Flash en Mean Streets (Scorsese, 1973). Había mucho de videoclip ahí, por supuesto.
Y todo eso se opuso a una visión en cierto sentido monolítica aun en lo serpentino del tiempo, no laberíntica, que había en el documental paisa e incluso en el caleño de aquellos días. Quería yo ahondar en un tiempo fisurado por el que se filtra un agua. Por eso, tan pronto el viaje empieza, bajo el sonido en rapto de Gimme Shelter, de los Stones y las imágenes de Cruz temerario, pasa un texto que dice: “Del diario de Cruz: ‘Siete días esperando el momento en que se detiene el tiempo… En el centro de la aguja un minuto grita su brevedad infinita… Vuelvo al espacio donde dejé intacto mi nombre…’ … ”…
Se trata de una vivencia que permanece, no de algo que pasa. Sin embargo, en un foro de Youtube, de esos que a veces te educan como si estuvieras leyendo crítica de Kristeva o de Prividera, desde la creación, leí mal que alguien decía, simplemente, que el punteo en guitarra que da inicio a la canción Gimme Shelter, que yo escogí para arrancar en el bus del documental con mis amigos hacia Don Matías, “empieza en el no-tiempo” (en realidad decía “a destiempo”, out of time). Keith Richards, que es uno de mis dioses tutelares, junto con Marguerite Yourcenar y otro par, estaría hablándonos desde un no-lugar con esa guitarra chirimía, tambora parlanchina en un no-estado, aunque eso es solo una manera de decirlo, y yo capté esa estrechez absoluta de quien expande la mente hacia el filo del vértigo visionario. Como Neruda en la portada de la edición antológica que le hizo la Real Academia Española de la Lengua: un faro. Una luz salida del lóbulo frontal que le reventaron a Kennedy, una luz de osezno frío proyectada hacia el fondo de la vegetación intergaláctica, rompiendo la noche y respetando esa su la materia oscura. Diario de viaje empieza en ese no-tiempo aguado del caminante descalzo por la envenenada Zona tarkovskiana. Stalker (Tarkovski, 1979) era otra referencia sagrada para nosotros, y las imágenes del viaje iniciático de esa película acompañando mis palabras: “Lo único que tenemos en común es el viaje”, no eran del todo “oportunas”, sino necesarias. Tal vez fatales. En el rodaje de esa escena Andrés Caicedo está sentado atrás del cámara, al lado del ángel, susurrándole al oído muérdeme, y a nuestro lado respiraba un pedazo de la frente, del lóbulo frontal de Jack Kennedy, matado delante de todo el mundo para darnos un mensaje del complejo militar-industrial que Eisenhower le advirtiera al hoy difunto en su definitiva alocución presidencial.
Nosotros decimos no, siempre no. Como Kennedy: “hoy la antorcha cambia de manos”.
La droga era el no-tiempo, decir no. Por eso tu miedo, capital pajizo: exceso, síntoma.
Los locos eran otros, nosotros enfermos por la adicción (adicción de ti): pero aprendimos.
Las cosas, bebé, solo se precipitan, saltan del no-tiempo hacia el abismo condenatorio, y es el cine el que verifica un acto de simple reencuentro que es conocimiento del viaje perpetuo, en el que no todo vale, presunción de respeto, pero todo queda, y nadie nos oye, sino solo uno, tú. Tal verificación del regreso, atención, sentido erótico del mundo, esto entra para el examen final, de la munda, no está solo en el despliegue de lo que el cine logra “capturar”, sino en la conciencia de lo que esto implica, o sea, sentir, como en un viaje de hongos, advertir el camuflaje del espectador, del crítico, en la experiencia primordial del tiempo, la certeza de lo imborrable al ver lo que viste, al asociar en el visor y pantalla la imagen con una existencia ajena a todo, espectador como camarógrafo, arquetipo del bajo astral, que habla. Ver matar a alguien es la persuasión de lo visible, muy duro y tal, sí, como ver la escuela privada de paramilitares en acción. Pero ver al final de Diario de viaje (Gómez Sánchez, 1996) que la imagen se devuelve (bajo la canción más fraternal de los Beatles, la que canta Susan irreal en un filme proleto de Loach, ficción marxista), constatar que sube el árbol caído, eso: constatar –más allá de toda duda razonable– que el estoque sale o saldrá del toro, que la bomba de Hiroshima deja de explotar, que ha dejado de explotar, ver que la bala sale de la cabeza intacta del líder demócrata, que estamos vivos, eso es la certeza de lo imborrable.
Obviamente, para el creador de esta película llamada Diario de viaje, la influencia esencial provenía de su padrino, Luis Alberto Álvarez, quien lo había alentado a seguir en la onda del pensamiento sobre cine una tarde de marzo de 1991 con estas palabras: “Vos tenés una capacidad de abstracción desconocida en nuestro medio”, y seis años después, los dos desconsolados, días antes de su muerte: “Vos no sos abstracto, sos un creador”. Compañeros, el escalofrío tampoco es del confín, ya que recuerdo y constato y Luis está vivo como Caicedo, aunque esto todo sea precipitación del no-tiempo en el viaje perpetuo. O sea, decir que estoy vivo tal vez sea presuntuoso, porque no tiene que ver tanto con mi escrito como con tu lectura. Todo habrá de ser, aun lo más hórrido. Es necesario que todo sea. Es necesario el mal supremo, para que el tiempo lo lave y exalte la gloria de (no) ser, el valor del chivo, del sacrificio tarkovskiano, envenenado: yo sé que esto es diabólico, máscara de Dios. No obstante, lo que habría que aclarar para el pinche tirano del calendario gregoriano que gobierna todos y cada uno de los actos de papel de nuestras caminatas en el hoy, es que después de Diario de viaje y de mi relación con los maderos, a los que cerré la puerta porque tenía que acabar este mensaje para todo el mundo, todo lo que era cine sería una cosa distinta. A eso, a las no-repercusiones de nuestro manifiesto, me dedicaré en las próximas entregas.
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VEINTE HORAS NO ES NADA: DE LA PERSUASIÓN A LA CERTEZA (09)
Entramos a la recta final de esta serie y el autor empieza la reflexión sobre los finales. El fin, la palabra que en las películas siempre escribían grande y era ineludible.
Veinte horas no es nada (9): de la persuasión a la certeza
Sobre Diario de viaje: antecedentes, carácter y no-repercusiones de un manifiesto
Santiago Andrés Gómez Sánchez
***
[quiero privilegiar el desborde, la desmesura, lo oceánico en la escritura]
Pero andando a ciegas por el apartamento ahora, en 1996, un año más tarde, y recordando todo cuando lo veo una y otra vez en mi reproductor, porque el camino es el mismo de siempre y yo solo soy yo y soy la consciencia, me digo niño grande, ingenuo, para no perder del todo la locura cuando me susurro en la calle capitalina, para no culparme, por qué sigo el paso prieto de la discordia puesta en escena del mundo, por qué no me he ido todavía. ¿Vivir o no vivir, si ya se ha vivido? Pervivo en Bogotá, mujer desconocida en tu papel de Adri punkerita, tengo diez o veinte casetes de VHS, ya ni sé, transferencias del Hi-8 original del viaje vuelo, en uno sale Luis Alberto grabado muy de cerca por Cruz, una goterona de sudor le baja por el desierto de Gobi de sus mejillas cósmicas, de angelote del Tiziano, la verdad es que ustedes a partir de un cierto momento no supieron qué era de nadie, Joche, Cruz, César, Santito, Montoya mismo y otro, andando descalzos por Cartagena en un sentido expresivo de “ensimisme de la cámara”. ¿Qué mensaje nos daba el mundo y quedó allí, para que yo lo edite o clarifique, como persona y como cachete desierto, sudado?
Como persona múltiple o partida, o sea una, el mundo. ¿Qué nos quiere decir la evidencia con tanta vocación suya de hablar hasta por la coda (“ábrete”, nos gritan), de hacerse ver?
Sigue andando en la noche, me dice la vida noche, has visto un par de cosas en el día y en la noche, grabando horas y horas de la televisión mundial que por primera vez en los canales de la televisión nacional se cuece, por allí lo de una niña a la que mami le cortaba la piel con una tijera, para distraerse, la foto de la niña con las zanjas expresivas de qué, de alguien, qué mensaje ahí, la balacera de un esposo en la cabeza de su exmujer para qué, qué mensaje ahí de qué persona para quién mundo o vida noche. Uno es tan loquito que percibe un desajuste en la vida normal o empírica y se sabe predecible, profeta de nada que no se sepa: ahí el mensaje, un desajuste, ya no deje entrar a nadie más, pirobo. El docu es suyo.
Viajo a Medellín y veo puro caos: severo desmadre, lo indecible, lo inenarrable.
Madera Salvaje se debe acabar, decido, les escribo, me voy, el pogo ya parece un vals.
Vos sos nadie, me lo demuestran la Monja, Nati: dicen volvé que vos lo armaste, y yo vuelvo.
Y saber que en esa época el uribismo no existía, ni existía Pedro Zuluaga para el cine patriota, libertario, y Luis Alberto habla por televisión esta noche y al otro día me llama Lía llorando, mi amiga, pero yo ya sé, me avisó Andrés, se nos murió. Yo rayo, rayo, rayo, más volado que el muerto, entre las sombras rojas de todo, tejo el guion de edición. Luego Alejo Cock y Óscar Campo me dirán que estoy en una fase de la operación retórica llamada intellectio. Pero no es tan fácil: después de la voz de Cristian vino el antes del documental; o sea, todo es un poco entreverado… Yo escribo un recuerdo y avisoro al peregrino inmóvil.
Minuto 0.
Santia (en off): Ante un viaje, siempre se me presenta la misma inquietud: ¿me acerco o me alejo? Es la misma que me asalta cuando pienso en el movimiento. ¿Qué abandono cuando me acerco a algo? Jamás llego y jamás parto del todo, nunca conozco a ciencia cierta. Algo permanece inmóvil y algo está siempre en movimiento. Puedo cerrar los ojos, puedo morir. Nunca sabré en qué me estoy transformando. ¿Me acerco o me alejo? Solo debo abrir la piel al viento, aceptar la luz que me invade, las fuerzas que me hacen, que me guían, y escuchar el silencio, escucharlo… Escuchar el viaje que se da aun sin mí, escuchar lo que viaja a través. Pienso en los primeros hombres, en su mente recién salida, en la primera luz que se fue entre ojos que después la recordaron y la indagaron, pienso en ello cuando viajo, pienso en la luz, en todo aquello que nos sorprende y que no se detiene y nos conmueve: la imagen, la suave película que nos recubre. El cine la captó, la fijó hace cien años en su fluir cotidiano de tiempo. Es lo que llamamos cine. Hoy miro aquellas imágenes que sucedieron hace un siglo, miro las que han pasado y las que pasan hoy, frente a mí, a nuestro lado, en el futuro, y me indago por el viaje, por ese lento viaje de las cosas. ¿Nos acercamos o nos alejamos? Con tres amigos me dirijo a un festival de cine. Tres amigos de un grupo mayor, una corporación cultural de video que llamamos, con cierta confusión, y con esperanza, Madera Salvaje… Madera Salvaje. Llevamos una cámara con nostros, y grabamos… Vamos al festival con la idea de capturarlo en imágenes. Somos cuatro y luego aparecerá un quinto, cinco personas en total, cinco amigos, todos con una visión distinta, con un cráneo diferente, con una cámara particular… No tenemos idea de hacer cine ni de producir video, lo único que tenemos son ojos y una cámara. Nuestras ideas sobre el documental que queremos hacer son totalmente distintas, nuestra visión del mundo es distinta. Lo único que tenemos en común es el viaje. ¡Todos viajamos! La idea es acompañarnos, compartir desde la lejanía, reencontrarnos, ser juntos. Decidimos que cada quien coja o deseche la cámara a su antojo. Lo que haremos es un diario de viaje. Para conocer. Para conocernos.
En ese momento yo sabía, sí, que ese iba a ser el preludio del documental, una secuencia que en ese momento no hubiera sabido llamar ensayística ni reflexiva sino, quizá, confesional, y que no sé, con franqueza, de dónde me saqué en el estilo final, con las imágenes que la acompañan, deslizándose por entre la filosofía del ente huérfano o exiliado del cine en la realidad funesta. Scorsese con sus documentales verticales sobre cine, querido Camilo Villamizar, y Brownlow y Gill con sus documentales verticales sobre cine serían una influencia posterior para la serie Gracias por el cine, que haríamos años más tarde con Adriana, porque son diagonales (todo se tuerce). O sea: sí, porque juegan a ilustrar, y por supuesto maldicen, parcero. En este momento, en cambio, esa digresión sobre imágenes mixtas… Tal vez también venía de Wenders, sí, en un sentido más doméstico, por ejemplo del arranque de Tokyo-Ga (Wim Wenders, 1985), con sus imágenes citadas del cine de Ozu y la voz confesional del director dándole un relieve como de expectación meditativa, has de cuenta tú en el cine pensando, qué bien esto, uau, y aquello qué extraño, y por qué ella es como el viento (entonces otra imagen del último Sternberg) y no el viento como ella (el plano final de la obra maestra de Ozu más ese plano del viento en la última cosa que se llamó Sternberg), no le roza el cabello a borbotones (metámosle a Sandrine Bonnaire con Agnès Varda, Mona cuestionando a su protectora sin darse cuenta), el tiempo que es como el viento la desviste y no la toca. A lo Pablo Roldán viendo una película de Valeria Sarmiento en Berlín, con el tiempo invertido, y uno ahí, como un bebé pensando, descubriéndolo todo, dándose cuenta de que no sabemos ni m. Y un poco, como ya he dicho, todo el tono juguetón del montaje tenía un serio antecedente en las intervenciones de Michael Moore para tejer el discurso de Roger & Me (Michael Moore, 1989), un documental que me había dado a conocer mi padrino querido en los tiempos de nuestra larga luna de miel. Pero hay una influencia más secreta, y sin embargo tal vez obvia, que algunos en Medellín (Pedro Villa, el de Bajo Tierra) celebraban cagados de la risa saludando al Scorsese paisa con una invitación ruidosa a cerveza en el extinto bar Sur: el uso de la música del monaguillo del Bronx, por ejemplo Sunshine of Your Love en Goodfellas (Scorsese, 1990), Can’t You Hear Me Knocking en Casino (Scorsese, 1995), Jumpin’ Jack Flash en Mean Streets (Scorsese, 1973). Había mucho de videoclip ahí, por supuesto.
Y todo eso se opuso a una visión en cierto sentido monolítica aun en lo serpentino del tiempo, no laberíntica, que había en el documental paisa e incluso en el caleño de aquellos días. Quería yo ahondar en un tiempo fisurado por el que se filtra un agua. Por eso, tan pronto el viaje empieza, bajo el sonido en rapto de Gimme Shelter, de los Stones y las imágenes de Cruz temerario, pasa un texto que dice: “Del diario de Cruz: ‘Siete días esperando el momento en que se detiene el tiempo… En el centro de la aguja un minuto grita su brevedad infinita… Vuelvo al espacio donde dejé intacto mi nombre…’ … ”…
Se trata de una vivencia que permanece, no de algo que pasa. Sin embargo, en un foro de Youtube, de esos que a veces te educan como si estuvieras leyendo crítica de Kristeva o de Prividera, desde la creación, leí mal que alguien decía, simplemente, que el punteo en guitarra que da inicio a la canción Gimme Shelter, que yo escogí para arrancar en el bus del documental con mis amigos hacia Don Matías, “empieza en el no-tiempo” (en realidad decía “a destiempo”, out of time). Keith Richards, que es uno de mis dioses tutelares, junto con Marguerite Yourcenar y otro par, estaría hablándonos desde un no-lugar con esa guitarra chirimía, tambora parlanchina en un no-estado, aunque eso es solo una manera de decirlo, y yo capté esa estrechez absoluta de quien expande la mente hacia el filo del vértigo visionario. Como Neruda en la portada de la edición antológica que le hizo la Real Academia Española de la Lengua: un faro. Una luz salida del lóbulo frontal que le reventaron a Kennedy, una luz de osezno frío proyectada hacia el fondo de la vegetación intergaláctica, rompiendo la noche y respetando esa su la materia oscura. Diario de viaje empieza en ese no-tiempo aguado del caminante descalzo por la envenenada Zona tarkovskiana. Stalker (Tarkovski, 1979) era otra referencia sagrada para nosotros, y las imágenes del viaje iniciático de esa película acompañando mis palabras: “Lo único que tenemos en común es el viaje”, no eran del todo “oportunas”, sino necesarias. Tal vez fatales. En el rodaje de esa escena Andrés Caicedo está sentado atrás del cámara, al lado del ángel, susurrándole al oído muérdeme, y a nuestro lado respiraba un pedazo de la frente, del lóbulo frontal de Jack Kennedy, matado delante de todo el mundo para darnos un mensaje del complejo militar-industrial que Eisenhower le advirtiera al hoy difunto en su definitiva alocución presidencial.
Nosotros decimos no, siempre no. Como Kennedy: “hoy la antorcha cambia de manos”.
La droga era el no-tiempo, decir no. Por eso tu miedo, capital pajizo: exceso, síntoma.
Los locos eran otros, nosotros enfermos por la adicción (adicción de ti): pero aprendimos.
Las cosas, bebé, solo se precipitan, saltan del no-tiempo hacia el abismo condenatorio, y es el cine el que verifica un acto de simple reencuentro que es conocimiento del viaje perpetuo, en el que no todo vale, presunción de respeto, pero todo queda, y nadie nos oye, sino solo uno, tú. Tal verificación del regreso, atención, sentido erótico del mundo, esto entra para el examen final, de la munda, no está solo en el despliegue de lo que el cine logra “capturar”, sino en la conciencia de lo que esto implica, o sea, sentir, como en un viaje de hongos, advertir el camuflaje del espectador, del crítico, en la experiencia primordial del tiempo, la certeza de lo imborrable al ver lo que viste, al asociar en el visor y pantalla la imagen con una existencia ajena a todo, espectador como camarógrafo, arquetipo del bajo astral, que habla. Ver matar a alguien es la persuasión de lo visible, muy duro y tal, sí, como ver la escuela privada de paramilitares en acción. Pero ver al final de Diario de viaje (Gómez Sánchez, 1996) que la imagen se devuelve (bajo la canción más fraternal de los Beatles, la que canta Susan irreal en un filme proleto de Loach, ficción marxista), constatar que sube el árbol caído, eso: constatar –más allá de toda duda razonable– que el estoque sale o saldrá del toro, que la bomba de Hiroshima deja de explotar, que ha dejado de explotar, ver que la bala sale de la cabeza intacta del líder demócrata, que estamos vivos, eso es la certeza de lo imborrable.
Obviamente, para el creador de esta película llamada Diario de viaje, la influencia esencial provenía de su padrino, Luis Alberto Álvarez, quien lo había alentado a seguir en la onda del pensamiento sobre cine una tarde de marzo de 1991 con estas palabras: “Vos tenés una capacidad de abstracción desconocida en nuestro medio”, y seis años después, los dos desconsolados, días antes de su muerte: “Vos no sos abstracto, sos un creador”. Compañeros, el escalofrío tampoco es del confín, ya que recuerdo y constato y Luis está vivo como Caicedo, aunque esto todo sea precipitación del no-tiempo en el viaje perpetuo. O sea, decir que estoy vivo tal vez sea presuntuoso, porque no tiene que ver tanto con mi escrito como con tu lectura. Todo habrá de ser, aun lo más hórrido. Es necesario que todo sea. Es necesario el mal supremo, para que el tiempo lo lave y exalte la gloria de (no) ser, el valor del chivo, del sacrificio tarkovskiano, envenenado: yo sé que esto es diabólico, máscara de Dios. No obstante, lo que habría que aclarar para el pinche tirano del calendario gregoriano que gobierna todos y cada uno de los actos de papel de nuestras caminatas en el hoy, es que después de Diario de viaje y de mi relación con los maderos, a los que cerré la puerta porque tenía que acabar este mensaje para todo el mundo, todo lo que era cine sería una cosa distinta. A eso, a las no-repercusiones de nuestro manifiesto, me dedicaré en las próximas entregas.
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