Memoria, muerte, amistades, misticismo. Eso es esta nueva entrega. Desglose de pasiones, revisión biográfica, levantamiento de los cimientos intelectuales y críticos.
Veinte horas no es nada (10): el punto del no retorno
Sobre Diario de viaje: antecedentes, carácter y no-repercusiones de un manifiesto
Santiago Andrés Gómez Sánchez
***
[quiero privilegiar el desborde, la desmesura, lo oceánico en la escritura]
Hay algunos asuntos por redondear. Todo recuento de conclusiones es una exégesis, casi un “examen de conciencia”. Sin embargo, no se trata aquí de definir qué es lo que quise decir, ni de “ir cerrando”, aunque sí de no dejar de advertir algunas implicaciones. Primero, está el hecho de que este escrito también haga parte de la experiencia de Diario de viaje (Gómez Sánchez, 1996) que intento “reconstruir”, incluso el que todo relato, pero también el tiempo, la eternidad, alcancen esta línea, este punto. Así mismo, hay que pensar el modo en que en Diario de viaje se intensifican el jalonamiento del caos que tanto nos marcara en todos nuestros documentales y su adormecimiento autoral con una visión globalizadora que pretende sustituir al caos con la idea de que se opone a él y lo supera, lo que mi amiga Marta Ligia Parra, de Kinetoscopio, llamaba “ponerse por encima de los personajes”, como si el yo lo aplastara todo. Esto tiene que ver con una tercera cuestión por desarrollar, presente en los primeros momentos de este texto, y es el que Madera Salvaje pretendía hablar mediante la imagen audiovisual de una sociedad particular que regulaba esos sus modos de hablar, tanto en sus historias como en sus medios y aun en sus estructuras. Aquí la cinefilia hace las veces de alta cultura e incluso de Iglesia. Así nos enfrentaremos, por último, a lo mismo que consideraba primer asunto por redondear: el que el lenguaje flota, igual que la imagen, como “una suave película que nos recubre”, y por mucho que nos pretendamos separar de los temas u objetos de estudio en tanto autores, e incluso observadores, toda forma de relato llega a un hoyo negro, es como un calcetín mordido por el talón adentro del zapato.
La alternativa de una lectura mística no es una alternativa “correcta” porque ninguna lo es.
Pero puede ser una lectura que solo interceda en el vacío o que sea útil para transigir con los vacíos que comporta el lenguaje, por no hablar de un solo vacío, digámoslo así, general. Se trata del reconocimiento del carácter metafórico e incluso mistificador de toda forma. Sabemos que no solo el lenguaje articulado reproduce o determina, reordena el mundo. La música lo hace de una manera que tal vez resulte paradigmática, es decir, también peligrosamente magnética, y ella nos da una idea de cuán indecible es la precisión de toda estructura sintáctica. No demorarse en aclarar la frase anterior sería acaso un gesto que desperdiciara la oportunidad perfecta de seguir el hilo por medio del rodeo, un rodeo simplemente diplomático. Porque ni el cine, ni la pintura, ni la música (ni las matemáticas) tienen necesariamente una sintaxis, o al menos no una sintaxis en el sentido técnico del habla y la escritura. Pero cuando se habla de sintaxis en el cine, por ejemplo, o incluso cuando se espera cierta forma correcta de fraseo en una composición, y recordemos que una disonancia en el siglo xviii no era lo mismo que una disonancia en el siglo xx, se intenta recuperar lo que es un axioma en el lenguaje, y es la estructura de sujeto y predicado más complementos. La sola terminología musical da indicios de ello al hablar, por ejemplo, de tema y desarrollo. Detrás de todo está la idea de una cohesión obligada en el texto según el protagonismo activo de un sujeto claramente identificado. Como es bien sabido, en pintura existen leyes que algunos, desde Leonardo hasta David Bordwell, han considerado emanaciones de una forma natural de ver en el mirar, lo cual se hace patente en los modos de hacer del cine prototípico, ya no tanto en cuanto a la noción de trama en las películas, sino en cuanto a la plástica cinematográfica, el encuadre, la puesta en escena, y también el montaje en su sentido micro, en el estilo y el paso de un plano a otro de la película, en su compás. El orgánico guionista Jean-Claude Carrière, en esa misma vía, aunque en el contexto de un cine más consciente, nos recomienda que equilibremos las historias con tramas en las que la noche y el día ofrezcan una simetría. Y claro, esto no es una tontería.
En cualquier caso, violar las leyes de la representación (o los principios, como les dice McKee), ya sea en niveles descriptivos y estilísticos o en niveles dramatúrgicos y estructurales, se consideraba casi una herejía, y como tal nuestra gran era moderna, el meta-relato en que se inscribe el prefijo pos que Lyotard emplea para hablar de posmodernidad, y que en ese sentido la comprende o provoca, la transgresión era estimulada como un avance en el hallazgo, tal vez, de nuevas leyes, o al menos de una coma, una aberración predecible o integrada en las leyes clásicas: una nueva constante. Sin embargo, el presupuesto seguía siendo el mismo: anchar la idea de una sintaxis correspondiente, como bien lo entiende el Borges de Tlön, Uqbar, Orbis Tertius (1941), a una cosmogonía terrena, orgánica –salvaje y canónica a la vez–, que no obstante podemos considerar, más que humana, esencialmente pragmática y, por tanto, inexacta o, al menos, no tan universal y objetiva como se quiere. El poder de los mitos surge de ese flanco evocativo de la palabra, que es innegable, enraizado en las experiencias mundanas de un héroe que son su pondus comparationis, su parámetro para la sugestión, pero un flanco evocativo que es, al mismo tiempo, rotundamente distorsionador: sustituye o da la idea de sustituir y oponerse y superar al caos de la experiencia. Lo más evidente es que se hace entrar en lo sucesivo a una serie de acaeceres simultáneos, por solo dar un ejemplo, aunque el concepto de lo simultáneo es otra abstracción. Pero eso es al fin también lo que buscamos y logramos con el conocimiento: proponer “modelos”; el hecho palpable es que, como lo dice la propia palabra, lo aprendido se vuelve una jaula, una simulación, un determinismo.
Sherman's March (Ross McElwee, 1986)
Ahora bien, existe el lugar común, y no es grauito, de ver al realismo y a la sola imitación de la realidad (mimesis) como un orden mental oportuno para los fines de la burguesía. Cierto es que los planes de conquista, la medición de un mundo tasable, la exaltación de un individuo que gobierna al planeta y se apropia de él, todo eso es favorecido por técnicas de representación en los relatos propias del mismo periodo en que la modernidad establece una mirada antropocéntrica y burguesa. En esta mirada, por demás, es harto evidente y siempre será necesario insistir en que el elemento humano que toma el lugar del centro en ese instante es europeo y combina curiosamente el argumento religioso católico con las armas y la tecnología que provee una ciencia muy bien encaminada hacia los planes de conquista y colonización universal del hombre blanco. No es el cuerpo amazónico que centra la selva y la reordena, también, en preservación de una especie de armonía disímil. Se suele establecer una dicotomía entre la naturaleza y la civilización o la cultura para celebrar que la cultura es naturaleza, pero al mismo tiempo se piensa que la naturaleza es “pantano”, y que no ser civilizado es ser animal (bárbaro, salvaje). Todo tiene que ver con una mirada que ha privilegiado o hipertrofiado a esos relatos antropocéntricos de los que algunos pretendemos huir y otros, sí, se aprovechan o deben seguir y legitimar por una influencia, un poder suyo de facto –esa es la realidad, se dice, o el dinero es el modo de intercambio que hay, nuestra razón es lo único que tenemos– e, incluso, por una bondad o veracidad, una autoridad cognitiva supuestamente mayores de la ciencia y la civilización europeas. De hecho, ese objetivismo opuesto al mito viene de aun más atrás: no solo del Renacimiento. Se puede caer en todo tipo de facilismos y situar en la Grecia de los siglos v y iv a. n. e. un cruce de caminos en el Mediterráneo (persas, fenicios, egipcios, hindúes, etc.) y un primer cansancio o consciencia del lenguaje para el cuestionamiento del panteón por parte de Jenófanes y Sócrates y la consiguiente aparición de una mirada experimental y un distanciamiento escéptico en Aristóteles o Heródoto, padre de la disciplina de la historia, que lleva a contemplar al individuo separado de su destino y a los pueblos en comparación con otros, lo cual tiene sobre todo incidencias materiales y prácticas, no solo afectivas o metafísicas ni propiamente morales. Este origen griego del objetivismo no es falso, y da origen también a nuestra academia, pero también podemos viajar al año 354 de la Hégira y visitar las investigaciones en óptica de Alhacén (Ibn Al-haytam), en la Universidad de Alhazar, en El Cairo –anterior a las primeras universidades europeas, a Salamanca, a Bolonia, a la Sorbona–, y advertir que el hallazgo de que la luz entra al ojo es un axioma objetivista que refrendó al empirismo aristotélico y así nos taró de modo irrebatible para creer solo en el afuera (esto tuvo influjo directo en la cámara oscura, en los experimentos de Kircher y della Porta y en la invención del bioscopio, el kinetoscopio y el cinematógrafo), pero gracias a estudios no sustentados por el capital ni fundados en una ciencia necesariamente atea o para la cual el hombre blanco y europeo resulte ser, de buenas a primeras, el centro de todo –en nombre del obispo de Roma–, o dios mismo, por cuenta de esa pintoresca capacidad cognitiva antropocéntrica que nos dice eres dueño de lo que pises.
O sea, el influjo de Alhacén no es poco en nuestros tiempos, pero usurpado por el poder colonialista europeo, que desecha incluso el poder que la catarsis de la Grecia clásica nos daba para aceptar o sublimar algo superior al “hombre” y a Zeus: el tiempo, o bien, el tiempo cronológico. Ese tiempo cronológico, diverso al tiempo heraclitano del devenir, pero trascendente, es también usurpado, domesticado, y al planeta entero se le impone un relato reloj en mano que sustituye y reordena y supera a ese vacío o destino en que cada instante se desliza por un hilo deshilvanado en espirales irregulares que no se abren jamás en horquillas que suben y bajan pero parecen hacerlo o querrían hacerlo contigo. El calendario gregoriano podría ser, en cierto sentido, como la Hégira o el calendario azteca, un relato impuesto para el acuerdo de una objetividad consensuada, pero la diversidad de calendarios solo habla de un vacío que es más acorde con la realidad y que, por supuesto, nos pide diferenciar unos calendarios de otros y tratar de entenderlos a todos (existe la astronomía maya, no lo olvidemos, para no conquistar a Marte, tal vez). Así pues, en suma, lo que llamamos realidad es, todos lo sabemos, el cuento social. Cuando la mamá paisa nos dice que seamos realistas se nos pide que tengamos en cuenta solo y exclusivamente lo que se dice de nosotros. Pero a eso, no a otra cosa, llegaba el delirio de Hamlet.
En verdad, la razón también la tiene Proust cuando el narrador de En busca del tiempo perdido (1913-1927) advierte que pensar en lo que digan de mí después de muerto es, nada más y nada menos, ser un enfermo de celos. Y lo mismo se puede decir, claro está, o aun más, sobre quien piensa mucho en lo que digan de él antes de muerto. Y aquí el conocimiento o ciencias de Abya Yala tendrían un par de cosas que decirnos sobre la muerte en vida, un poco como la frase del entunicado andrógino al inicio de El séptimo sello (Det sjunde inseglet, Ingmar Bergman, 1957): yo, la muerte, siempre he andado a tu lado. La misma conciencia que yo alcancé cuando se me apareció el angelito empantanado: puedo subir las escaleras, puedo bajar, puedo quedarme sentado, es todo el poder de la poesía, y hablo de poder en un sentido magno, de pisar duro, sobre todo de saber cuándo, o esperar, o mejor no hacer.
Porque Goethe al señalar en su Teoría de los colores (1810) la evidencia de que nuestro despertar es distinto si hemos soñado con luz o con oscuridad, nos pide revisar a Alhacén y a toda la visión objetivista del mundo, la que quiere creer que el sueño y, por tanto, los mitos, son llanamente falsos. ¿Y la luz de los sueños no es luz? Digo, si yo sueño con un carro que se acerca por la noche, ¿la luz viene de esos faroles? Supongo que sí, y no. O sea, si sueño con el sol, con dos soles, ¿tú me dirás, escandalizado: ¡pues viene del sol, bobazo, de los soles!? Ja, ja. Usted no me grabe. Desde luego, sea cual sea la respuesta, todo relato del mundo, incluso la pintura o la polifonía musical, debe estructurar la vida tal como estructura en la vigilia al relato de los sueños, una vez despertamos y se los contamos a otros, es decir: de modo lineal, o más bien: previendo la experiencia histórica del sujeto que contempla u oye el relato, sometidos todos a un antes y un después, pero la vida en sí misma ofrece otras estructuras, como la que tentara Buñuel en El fantasma de la libertad (Le fantôme de la liberté, 1974), sin protagonistas, estructuras que se acercan al azar en este caso, y quizás esto es decir que la estructura real de la vida no tiene que ver del todo con el relato (o no-relato) que hagamos. Si atendiéramos, incluso, a una supuesta lógica de los sueños, caeríamos en la cuenta de que la realidad no tiene una lógica implícita, y en esto hay que ser radical. Una lógica del caos no puede ser lógica, justo porque el caos precisa de la lógica, así no sea la nuestra antropocéntrica o clásica.
Por lo pronto, tengamos en cuenta que conocer es conocernos. Volvamos a Leonardo, y a Ross McElwee. El toscano afirmaba que toda imagen realista presupone una integración del observador en su obra: si el retrato del mundo se corresponde con la realidad, sugiere un vínculo por fuera de cuadro entre el gesto del dibujante y el de sus apreciadores, pues si la imagen se expandiera, ellos estarían allí. McElwee dirá que si el Cine Directo pretendía retratar la realidad a partir del seguimiento objetivo con la cámara de las líneas argumentales del mundo empírico, el camarógrafo no podría o no debería eludir su presencia en el relato, su cercanía, su protagonismo. Por tanto, el distancimiento brechtiano y su vínculo con estéticas representativas salvajes no sería nada esencialmente distinto a la búsqueda del realismo. Es otra mirada que en el texto crítico sobre cine y en el documental de crítica o ensayo audiovisual sobre cine (como mi serie Gracias por el cine [2013-2016] o los viajes y cartas de Scorsese o los estudios de Brownlow, pero sobre todo cosas más lúdicas, como las Historia[s] del cine de Godard [1988] o lo que hace Kogonada, por hablar solo de lo que más tengo a mano, pero también esa piedra de retoques, Sans soleil [Chris Marker, 1982], y la gloriosa Welt Spiegel Kino [Gustav Deutsch, 2005], el tratamiento de choque que es Cuerpos frágiles [Óscar Campo, 2010], e infinidad de cosas más [todo Farocki]) puede ahondarse de maneras descentradas, o asumir en el sentido de que también la presencia del yo romántico es una ausencia, así como la presencia del mundo en la obra de arte es una ausencia, porque esencialmente, en la imagen construida y los relatos armados y en la palabra sola y la visión física, todo es una ausencia. La memoria es una ausencia, la imaginación es una ausencia.
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VEINTE HORAS NO ES NADA: EL PUNTO DEL NO RETORNO (10)
Memoria, muerte, amistades, misticismo. Eso es esta nueva entrega. Desglose de pasiones, revisión biográfica, levantamiento de los cimientos intelectuales y críticos.
Veinte horas no es nada (10): el punto del no retorno
Sobre Diario de viaje: antecedentes, carácter y no-repercusiones de un manifiesto
Santiago Andrés Gómez Sánchez
***
[quiero privilegiar el desborde, la desmesura, lo oceánico en la escritura]
Hay algunos asuntos por redondear. Todo recuento de conclusiones es una exégesis, casi un “examen de conciencia”. Sin embargo, no se trata aquí de definir qué es lo que quise decir, ni de “ir cerrando”, aunque sí de no dejar de advertir algunas implicaciones. Primero, está el hecho de que este escrito también haga parte de la experiencia de Diario de viaje (Gómez Sánchez, 1996) que intento “reconstruir”, incluso el que todo relato, pero también el tiempo, la eternidad, alcancen esta línea, este punto. Así mismo, hay que pensar el modo en que en Diario de viaje se intensifican el jalonamiento del caos que tanto nos marcara en todos nuestros documentales y su adormecimiento autoral con una visión globalizadora que pretende sustituir al caos con la idea de que se opone a él y lo supera, lo que mi amiga Marta Ligia Parra, de Kinetoscopio, llamaba “ponerse por encima de los personajes”, como si el yo lo aplastara todo. Esto tiene que ver con una tercera cuestión por desarrollar, presente en los primeros momentos de este texto, y es el que Madera Salvaje pretendía hablar mediante la imagen audiovisual de una sociedad particular que regulaba esos sus modos de hablar, tanto en sus historias como en sus medios y aun en sus estructuras. Aquí la cinefilia hace las veces de alta cultura e incluso de Iglesia. Así nos enfrentaremos, por último, a lo mismo que consideraba primer asunto por redondear: el que el lenguaje flota, igual que la imagen, como “una suave película que nos recubre”, y por mucho que nos pretendamos separar de los temas u objetos de estudio en tanto autores, e incluso observadores, toda forma de relato llega a un hoyo negro, es como un calcetín mordido por el talón adentro del zapato.
La alternativa de una lectura mística no es una alternativa “correcta” porque ninguna lo es.
Pero puede ser una lectura que solo interceda en el vacío o que sea útil para transigir con los vacíos que comporta el lenguaje, por no hablar de un solo vacío, digámoslo así, general. Se trata del reconocimiento del carácter metafórico e incluso mistificador de toda forma. Sabemos que no solo el lenguaje articulado reproduce o determina, reordena el mundo. La música lo hace de una manera que tal vez resulte paradigmática, es decir, también peligrosamente magnética, y ella nos da una idea de cuán indecible es la precisión de toda estructura sintáctica. No demorarse en aclarar la frase anterior sería acaso un gesto que desperdiciara la oportunidad perfecta de seguir el hilo por medio del rodeo, un rodeo simplemente diplomático. Porque ni el cine, ni la pintura, ni la música (ni las matemáticas) tienen necesariamente una sintaxis, o al menos no una sintaxis en el sentido técnico del habla y la escritura. Pero cuando se habla de sintaxis en el cine, por ejemplo, o incluso cuando se espera cierta forma correcta de fraseo en una composición, y recordemos que una disonancia en el siglo xviii no era lo mismo que una disonancia en el siglo xx, se intenta recuperar lo que es un axioma en el lenguaje, y es la estructura de sujeto y predicado más complementos. La sola terminología musical da indicios de ello al hablar, por ejemplo, de tema y desarrollo. Detrás de todo está la idea de una cohesión obligada en el texto según el protagonismo activo de un sujeto claramente identificado. Como es bien sabido, en pintura existen leyes que algunos, desde Leonardo hasta David Bordwell, han considerado emanaciones de una forma natural de ver en el mirar, lo cual se hace patente en los modos de hacer del cine prototípico, ya no tanto en cuanto a la noción de trama en las películas, sino en cuanto a la plástica cinematográfica, el encuadre, la puesta en escena, y también el montaje en su sentido micro, en el estilo y el paso de un plano a otro de la película, en su compás. El orgánico guionista Jean-Claude Carrière, en esa misma vía, aunque en el contexto de un cine más consciente, nos recomienda que equilibremos las historias con tramas en las que la noche y el día ofrezcan una simetría. Y claro, esto no es una tontería.
En cualquier caso, violar las leyes de la representación (o los principios, como les dice McKee), ya sea en niveles descriptivos y estilísticos o en niveles dramatúrgicos y estructurales, se consideraba casi una herejía, y como tal nuestra gran era moderna, el meta-relato en que se inscribe el prefijo pos que Lyotard emplea para hablar de posmodernidad, y que en ese sentido la comprende o provoca, la transgresión era estimulada como un avance en el hallazgo, tal vez, de nuevas leyes, o al menos de una coma, una aberración predecible o integrada en las leyes clásicas: una nueva constante. Sin embargo, el presupuesto seguía siendo el mismo: anchar la idea de una sintaxis correspondiente, como bien lo entiende el Borges de Tlön, Uqbar, Orbis Tertius (1941), a una cosmogonía terrena, orgánica –salvaje y canónica a la vez–, que no obstante podemos considerar, más que humana, esencialmente pragmática y, por tanto, inexacta o, al menos, no tan universal y objetiva como se quiere. El poder de los mitos surge de ese flanco evocativo de la palabra, que es innegable, enraizado en las experiencias mundanas de un héroe que son su pondus comparationis, su parámetro para la sugestión, pero un flanco evocativo que es, al mismo tiempo, rotundamente distorsionador: sustituye o da la idea de sustituir y oponerse y superar al caos de la experiencia. Lo más evidente es que se hace entrar en lo sucesivo a una serie de acaeceres simultáneos, por solo dar un ejemplo, aunque el concepto de lo simultáneo es otra abstracción. Pero eso es al fin también lo que buscamos y logramos con el conocimiento: proponer “modelos”; el hecho palpable es que, como lo dice la propia palabra, lo aprendido se vuelve una jaula, una simulación, un determinismo.
Sherman's March (Ross McElwee, 1986)
Ahora bien, existe el lugar común, y no es grauito, de ver al realismo y a la sola imitación de la realidad (mimesis) como un orden mental oportuno para los fines de la burguesía. Cierto es que los planes de conquista, la medición de un mundo tasable, la exaltación de un individuo que gobierna al planeta y se apropia de él, todo eso es favorecido por técnicas de representación en los relatos propias del mismo periodo en que la modernidad establece una mirada antropocéntrica y burguesa. En esta mirada, por demás, es harto evidente y siempre será necesario insistir en que el elemento humano que toma el lugar del centro en ese instante es europeo y combina curiosamente el argumento religioso católico con las armas y la tecnología que provee una ciencia muy bien encaminada hacia los planes de conquista y colonización universal del hombre blanco. No es el cuerpo amazónico que centra la selva y la reordena, también, en preservación de una especie de armonía disímil. Se suele establecer una dicotomía entre la naturaleza y la civilización o la cultura para celebrar que la cultura es naturaleza, pero al mismo tiempo se piensa que la naturaleza es “pantano”, y que no ser civilizado es ser animal (bárbaro, salvaje). Todo tiene que ver con una mirada que ha privilegiado o hipertrofiado a esos relatos antropocéntricos de los que algunos pretendemos huir y otros, sí, se aprovechan o deben seguir y legitimar por una influencia, un poder suyo de facto –esa es la realidad, se dice, o el dinero es el modo de intercambio que hay, nuestra razón es lo único que tenemos– e, incluso, por una bondad o veracidad, una autoridad cognitiva supuestamente mayores de la ciencia y la civilización europeas. De hecho, ese objetivismo opuesto al mito viene de aun más atrás: no solo del Renacimiento. Se puede caer en todo tipo de facilismos y situar en la Grecia de los siglos v y iv a. n. e. un cruce de caminos en el Mediterráneo (persas, fenicios, egipcios, hindúes, etc.) y un primer cansancio o consciencia del lenguaje para el cuestionamiento del panteón por parte de Jenófanes y Sócrates y la consiguiente aparición de una mirada experimental y un distanciamiento escéptico en Aristóteles o Heródoto, padre de la disciplina de la historia, que lleva a contemplar al individuo separado de su destino y a los pueblos en comparación con otros, lo cual tiene sobre todo incidencias materiales y prácticas, no solo afectivas o metafísicas ni propiamente morales. Este origen griego del objetivismo no es falso, y da origen también a nuestra academia, pero también podemos viajar al año 354 de la Hégira y visitar las investigaciones en óptica de Alhacén (Ibn Al-haytam), en la Universidad de Alhazar, en El Cairo –anterior a las primeras universidades europeas, a Salamanca, a Bolonia, a la Sorbona–, y advertir que el hallazgo de que la luz entra al ojo es un axioma objetivista que refrendó al empirismo aristotélico y así nos taró de modo irrebatible para creer solo en el afuera (esto tuvo influjo directo en la cámara oscura, en los experimentos de Kircher y della Porta y en la invención del bioscopio, el kinetoscopio y el cinematógrafo), pero gracias a estudios no sustentados por el capital ni fundados en una ciencia necesariamente atea o para la cual el hombre blanco y europeo resulte ser, de buenas a primeras, el centro de todo –en nombre del obispo de Roma–, o dios mismo, por cuenta de esa pintoresca capacidad cognitiva antropocéntrica que nos dice eres dueño de lo que pises.
O sea, el influjo de Alhacén no es poco en nuestros tiempos, pero usurpado por el poder colonialista europeo, que desecha incluso el poder que la catarsis de la Grecia clásica nos daba para aceptar o sublimar algo superior al “hombre” y a Zeus: el tiempo, o bien, el tiempo cronológico. Ese tiempo cronológico, diverso al tiempo heraclitano del devenir, pero trascendente, es también usurpado, domesticado, y al planeta entero se le impone un relato reloj en mano que sustituye y reordena y supera a ese vacío o destino en que cada instante se desliza por un hilo deshilvanado en espirales irregulares que no se abren jamás en horquillas que suben y bajan pero parecen hacerlo o querrían hacerlo contigo. El calendario gregoriano podría ser, en cierto sentido, como la Hégira o el calendario azteca, un relato impuesto para el acuerdo de una objetividad consensuada, pero la diversidad de calendarios solo habla de un vacío que es más acorde con la realidad y que, por supuesto, nos pide diferenciar unos calendarios de otros y tratar de entenderlos a todos (existe la astronomía maya, no lo olvidemos, para no conquistar a Marte, tal vez). Así pues, en suma, lo que llamamos realidad es, todos lo sabemos, el cuento social. Cuando la mamá paisa nos dice que seamos realistas se nos pide que tengamos en cuenta solo y exclusivamente lo que se dice de nosotros. Pero a eso, no a otra cosa, llegaba el delirio de Hamlet.
En verdad, la razón también la tiene Proust cuando el narrador de En busca del tiempo perdido (1913-1927) advierte que pensar en lo que digan de mí después de muerto es, nada más y nada menos, ser un enfermo de celos. Y lo mismo se puede decir, claro está, o aun más, sobre quien piensa mucho en lo que digan de él antes de muerto. Y aquí el conocimiento o ciencias de Abya Yala tendrían un par de cosas que decirnos sobre la muerte en vida, un poco como la frase del entunicado andrógino al inicio de El séptimo sello (Det sjunde inseglet, Ingmar Bergman, 1957): yo, la muerte, siempre he andado a tu lado. La misma conciencia que yo alcancé cuando se me apareció el angelito empantanado: puedo subir las escaleras, puedo bajar, puedo quedarme sentado, es todo el poder de la poesía, y hablo de poder en un sentido magno, de pisar duro, sobre todo de saber cuándo, o esperar, o mejor no hacer.
Porque Goethe al señalar en su Teoría de los colores (1810) la evidencia de que nuestro despertar es distinto si hemos soñado con luz o con oscuridad, nos pide revisar a Alhacén y a toda la visión objetivista del mundo, la que quiere creer que el sueño y, por tanto, los mitos, son llanamente falsos. ¿Y la luz de los sueños no es luz? Digo, si yo sueño con un carro que se acerca por la noche, ¿la luz viene de esos faroles? Supongo que sí, y no. O sea, si sueño con el sol, con dos soles, ¿tú me dirás, escandalizado: ¡pues viene del sol, bobazo, de los soles!? Ja, ja. Usted no me grabe. Desde luego, sea cual sea la respuesta, todo relato del mundo, incluso la pintura o la polifonía musical, debe estructurar la vida tal como estructura en la vigilia al relato de los sueños, una vez despertamos y se los contamos a otros, es decir: de modo lineal, o más bien: previendo la experiencia histórica del sujeto que contempla u oye el relato, sometidos todos a un antes y un después, pero la vida en sí misma ofrece otras estructuras, como la que tentara Buñuel en El fantasma de la libertad (Le fantôme de la liberté, 1974), sin protagonistas, estructuras que se acercan al azar en este caso, y quizás esto es decir que la estructura real de la vida no tiene que ver del todo con el relato (o no-relato) que hagamos. Si atendiéramos, incluso, a una supuesta lógica de los sueños, caeríamos en la cuenta de que la realidad no tiene una lógica implícita, y en esto hay que ser radical. Una lógica del caos no puede ser lógica, justo porque el caos precisa de la lógica, así no sea la nuestra antropocéntrica o clásica.
Por lo pronto, tengamos en cuenta que conocer es conocernos. Volvamos a Leonardo, y a Ross McElwee. El toscano afirmaba que toda imagen realista presupone una integración del observador en su obra: si el retrato del mundo se corresponde con la realidad, sugiere un vínculo por fuera de cuadro entre el gesto del dibujante y el de sus apreciadores, pues si la imagen se expandiera, ellos estarían allí. McElwee dirá que si el Cine Directo pretendía retratar la realidad a partir del seguimiento objetivo con la cámara de las líneas argumentales del mundo empírico, el camarógrafo no podría o no debería eludir su presencia en el relato, su cercanía, su protagonismo. Por tanto, el distancimiento brechtiano y su vínculo con estéticas representativas salvajes no sería nada esencialmente distinto a la búsqueda del realismo. Es otra mirada que en el texto crítico sobre cine y en el documental de crítica o ensayo audiovisual sobre cine (como mi serie Gracias por el cine [2013-2016] o los viajes y cartas de Scorsese o los estudios de Brownlow, pero sobre todo cosas más lúdicas, como las Historia[s] del cine de Godard [1988] o lo que hace Kogonada, por hablar solo de lo que más tengo a mano, pero también esa piedra de retoques, Sans soleil [Chris Marker, 1982], y la gloriosa Welt Spiegel Kino [Gustav Deutsch, 2005], el tratamiento de choque que es Cuerpos frágiles [Óscar Campo, 2010], e infinidad de cosas más [todo Farocki]) puede ahondarse de maneras descentradas, o asumir en el sentido de que también la presencia del yo romántico es una ausencia, así como la presencia del mundo en la obra de arte es una ausencia, porque esencialmente, en la imagen construida y los relatos armados y en la palabra sola y la visión física, todo es una ausencia. La memoria es una ausencia, la imaginación es una ausencia.
En psicoanálisis lo llaman la falta.
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