Llegando al fin del océano que es y será Veinte horas no es nada, Gómez Sánchez carraspea la garganta, limpia el conducto para que la voz pase más rápido y sin interrupciones. Aquí, el manifiesto se actualiza, renace, queda después del incendio. Es la iluminación del tiempo.
Veinte horas no es nada (11): la bendición de la luna
Sobre Diario de viaje: antecedentes, carácter y no-repercusiones de un manifiesto
Santiago Andrés Gómez Sánchez
***
[quiero privilegiar el desborde, la desmesura, lo oceánico en la escritura]
Asumir que todo relato está trastornado por un referente implícito que no existe sino como tal, como ausencia, pero que tiene como última conclusión el acto comunicativo, es darse cuenta de una ilusión para caer en otra ilusión. Y es que no hay tal cierre, por supuesto: el acto comunicativo es otra fase de un continuo. Y esto tiene una implicación central que es el vértigo ético de asumir que, si bien no hay lo que la teoría de la narrativa llama una clausura, sí hay un borde discreto, aunque imponderable, donde lo otro está atento y sensible a nosotros. Lo peor es que ese nosotros al que está atento lo que llamamos el otro, es nuestra propia otredad. Quizá lo que queremos llamar lo otro radical no es sino lo que conocemos como yo mismo. Así, no podemos creer impunenemente que la posmodernidad sea un momento de relativismo en el que las subjetividades pasan al centro, porque no hay centro, sino un naufragio que no sabemos cuándo comenzó, un naufragio eterno y en el que los restos flotan por ahí, disgregados (en la UPB, a inicios de los noventa). No somos bote de salvación para nadie. Más aun, el naufragio eterno es el de todos los botes de salvación. Ni uno queda, y fue sabotaje. Íbamos engañados al Norte.
Pero tampoco hay norte, y si lo hay, ya no es nuestro norte. Ni amanecer hay sin noche –ni paraíso sin serpiente, podemos añadir–. Mejor naufragar, a veces. No sobra. Vida es vida. Y la noche y el día, estructurantes del guion según Carrière, son aun algo más que lógicas o estados del cuerpo. La luna también es diurna, por ejemplo. Y la noche acoge al sol, lo reproduce, no solo por medio de la luna que lo espejea: lo hace igualmente por el sueño de los sueños en que él nace, en que se muestra, en que nos habla. Los mama de la Sierra Nevada, y las mujeres de la nación wayúu, se preparan en un conocimiento harto profundo de la vida mediante una inmersión de años en la noche. Desde luego, su conocimiento es irrelevante en un mundo que rinde pleitesía al descubrimiento aquel de Edison, a la bombilla eléctrica, para hacer de lo urbano la vitalidad por excelencia: un mundo que no duerme. Algo estaremos aprendiendo de esta perversa temporada en el mediodía, de viaje al sol y a los soles y al día de los planetas, al día. Hoy ya el día no viaja hacia la noche. Solo las olas vuelven a la noche de la noche. Todo esto poético que en mis primeras críticas despuntaba y para algunos, incluyendo a mi padrino, era un poco simple locura, es importante, yo diría que bastante, para entender el porqué Diario de viaje (Gómez Sánchez, 1996) quiere integrar al video como parte del cine y asume al cine como viaje perpetuo, como una sola película.
Empecemos por cualquier lado, o sigamos por las ramas. Esto es mi épica entreverada.
Diario de viaje podría haber sido solo una de varias narraciones salvajes sobre el Festival de Cine de Cartagena de 1995. Pero no quiero solo dar en parte la razón a Joche cuando ironizaba sin querer diciendo que mi película era el video institucional de Madera Salvaje, sino más bien alentar la liberación del material que tiene Cruz, en el que creo que hay todo lo que mis amigos querían presentar como una serie sin editar, de puro material crudo, con un rótulo al inicio y al final de cada casete que llevara el crédito de la corporación y el número del episodio, nada más. La serie en sí sería perfectamente montable hoy en día de tal manera en Youtube, y haría la más bella glosa, la pre-glosa, la originaria glosa al día fatal. Allí encontraríamos lo salvaje en un estado virginal, sin duda, lo que éramos antes del premio que recibimos, lo que éramos de manera más pura o hasta seria. Esa idea hecha realidad lograría una consumación nuestra verdadera. Ver en su fluir auténtico todo lo que yo deseché en la edición final: el diálogo de las rameras, todo sin música incidental, las entrevistas sin mochar, todo sin enmarcar, sin comentario fuera de cuadro, los toques de tambor que Andrés celebraba como música salvaje, y yo más que él, Joche empezaba, el otro seguía, dos compases entreverados, un canto, con César, alzados en almas. ¡Oh, si sería tremendo! Y que no vengan a decirnos que cualquier cineasta filipino nos avala: eso de veinte horas sería lo que Joche y Cruz querían en 1995, y lo grabaron pensando así. Y si aparece algo indecente, algún cineasta trabándose con nosotros antes de ir a la película de un chileno (Justiniani, recuerdo bien), que quede, y si una cosa incómoda para el que sea aparece, que quede: esto es madera salvaje. ¿Y por qué no enviar también una copia de todo ese material a Andrés para que edite su versión, su diario, o a César? Puede salir un clip fenomenal, otros clips. Incluso Joche haría como veinte películas más, digamos, ponerlo todo en cámara lenta y por debajo un collage de imágenes del Proceso 8000, de las rumbas nuestras en Medallo que él tiene por ahí (mucho más suyas o de ellos que mías), puro narcocasete, de sus conversaciones con Mariana y don Miguel, de lo que podía haber en casetes de los demás, todo eso por debajo en transparencia de la imagen en ralentí de nuestro viaje, cuarenta horas, a ratos con un griterío de guarderías en el fondo, de estadios, de mitines, de pogos. O al contrario, en tiempo acelerado y con proyecciones en pantalla mútiple de cosas divergentes de lo que sucedió años más tarde, lo que él pone en su documental El mapa (2002), la bomba del Parque Lleras, el suicidio de la parcera en situación de calle en Formas de gallinazo (2006) o lo que dijo el Nueve en una confesión inédita sobre tomba y guerros. ¿No sería eso otro diario de viaje? ¿No sería envés de la película sola que vivimos, de la noche en su breve viaje al día?
Veinte horas no es nada.
Al final, Diario de viaje en sus dos collages centrales diferencia dos tipos de enveses de esa película sola que vivimos, un envés humanista-espiritual en el que caben el video independiente nuestro y un envés humanista-utilitario en el que esas mismas imágenes podrían estar de otra manera, pero poblado mayormente por una narrativa sórdida de violencia justificada o bueno, injustificada, es lo mismo, a bandazos. La acumulación de imágenes en tiempo invertido del final pretende unificar todo con el hiato del muro que cae de los Lumière. Vamos es patrás. Nunca sabremos qué estamos dejando de ser, esa es mi conclusión. O a dónde (a qué extremo) volvemos. A pedir perdón por decirte que uno es un hijueputa ahí. Es que la balita sale de la cabeza de Kennedy, no más. Yo diría que él murió porque la bala estaba en su cabeza. Pero no nos alejamos ni nos acercamos a nada en este viaje perpetuo. A lo que volvemos es al comienzo, y eso para volver a empezar. El diario solo se hace para pensar en la primera luz que se fue entre ojos que la recordaron y la indagaron, esto es: para conocer y para conocernos, porque somos el viaje, somos todo eso que no se detiene y nos conmueve, “la imagen, la suave película que nos recubre”. Ahora mismo, desde siempre, lo único que tenemos son ojos y una cámara, ¿o no?, como Orson Welles o Luchino Visconti o Dziga Vertov. Y en común hay apenas el viaje. Pero la cámara pasa de mano en mano… Eso es sí la vida. Y oiga vea: quien la desechó casi siempre, Andrés Montoya, fue el de la idea del camión pasando por encima, imagen sin camarógrafo, y yo en la jaula, si miran bien. Momento-huracán. Su inspiración, si mal no estoy, fue una serie de televisión que en Jalisco se llamaba Los magníficos (The A-Team, Cannel & Lupo, 1983-1987), sobre veteranos del Vietnam vueltos mercenarios o paracos chistosos, tomando whisky. Diario de viaje oficia como historia del cine y en ese sentido adormece el caos legionario que la jalona, pero la validez que esa mirada tranqulizadora le da es realmente la de la esperanza, seria o tonta, son lo mismo.
La frase de una carta de Pedro el apóstol en el pantallazo conclusivo es: “Estad siempre prestos para dar razón de vuestra esperanza”. Si yo debiera hablar de más repercusiones, debería decir que hoy en día trato de vivir sin esperanza y sin desesperanza al mismo tiempo, como creo que han recomendado otros, no sé si Camus, no sé si Kundera o tal vez Heiner Müller. Encontrar si hay un sentido en el absurdo nunca ha sido una posibilidad, y lo que la vida me ha demostrado luego de todo es que la historia del cine, el cine mismo, y la propia humanidad, el viaje perpetuo, no permiten dar razón sino de lo que la razón se inventa, pero a veces el peor invento de la razón es la esperanza, como a veces la desesperanza. Pocos meses después del premio, Joche y César se fueron a grabar al Chocó, no sé por qué, no recuerdo. Eran los primeros meses del año 97 del siglo xx, ¿van calando? Llegaron a Turbo en plena Operación Génesis, sin saber, se fueron a las veredas, subieron por ríos, llegaron a aldeas, ¿y con qué se encontraron? Nos contaban que veían a las familias salir con todos sus enseres, con sus animalitos, echados, y a los paramilitares no, al Ejército Nacional quemando sus viviendas, pueblos enteros. No llegaron a ver cosas tan espantosas como las que César vio después en la misma región y que cuenta en una excelente novela que anda inédita, pero fue más que suficiente para saber ya del horror.
Póngale la firma: los ojos rojos ya no eran de tanta yerba sino de tanto llorar por la tragedia que advertimos que se nos estaba terminando de venir encima. En la misma edición de la revista Semana en la que Diario de viaje había sido reseñado, a inicios de octubre de 1996, la portada era una gran foto de Uribe Vélez, a la sazón gobernador de Antioquia, y el titular decía “Mano dura”, y un comentario explicaba que la apuesta del hoy rutilante #matarife era la guerra frontal como alternativa para vencer a las guerrillas marxistas. Todo era indiscriminado, no advertíamos del todo el mecanismo, porque el mundo se revela luego en unas tramas que pugnan entre sí. No podemos afirmar que la realidad de ese momento fuera lo que luego se nos reveló como un orden soterrado, en las palabras en que lo recrea Fernando Restrepo al contar su experiencia en Urabá al lado de Marta Rodríguez, en mi libro Sabedores del cine colombiano. Régimen de criterios, vol. 2 (Pluriverso Editorial, 2020, cómpralo aquí: https://www.pluriversonarrativo.com/sabedores-del-cine-colombiano-r%C3%A9gim ). Pero por supuesto la realidad tampoco era solo lo que mis amigos habían visto o Marta y Fernando intentaron rastrear. Cada cuerpo violado y cada orden militar proferida, ubicada históricamente, eran un madero, una muesca del madero del naufragio de todo aquello en lo que yo tenía puestas las esperanzas intrínsecas del país y del mundo entonces, el neoliberalismo, o en términos de los años noventa, la globalización. Los mandos venían de un apartamento en Nueva York, sí, claro, una oficina también de noche, la conocemos, con Central Park a los pies, y Uribe desde ya tenía carta blanca. Por eso, si de algo me enorgullecería es de aquello que más bien me agradezco a mí mismo, ese haber rechazado la llamada que me llegó de Colcultura, oficina del gobierno de Samper, a fin de cuentas (“el narco ese”, como le dice Marta Rodríguez), para irme a trabajar con ellos a poner pañitos de agua fría donde no se debían ver 77 cabeças cortadas de Jesús María Valle abaleado como Pizarro en la cara o bueno, si quiere no, o igual que Abad Gómez, y del niño que César vio jugando a la entrada de la escuela de Acandí o Unguía, no sé bien, cuando venía Gloria Cuartas a hablar con la comunidad en una escuela y un paraco lo descabezó al muchacho delante de ella y le dijo a ella esto es por usted, para que vea, y César lo único que vio fue entrar al salón a una mujer blanca como un papel en medio de una gritería de niños y mujeres, descontrolada, temblando como un papel, y luego ya sí vio el cuerpo, o así, 77 y más, de gente como tu papá y tu mamá, 77 veces 77, cuando el amor u otra cosa nos hizo, o mientras nos criaba o malcriaba.
Estoy sintiéndome cansado con este escrito, realmente, fatigado y dulcemente conmovido, así que elevaré una oración.
En nombre de la Inviolable, cierro tu espiral para que se remezca hasta su origen, pinche tirano #matarife
Llámala bendición de la luna. Repite: “En nombre de la Inviolable, cierro tu espiral para que se remezca hasta su origen”, y dices el verdadero nombre del aludido satán –en este caso Álvaro Uribe Vélez–: pinche tirano #matarife, sobre tus uñas recién cortadas y un cabello quemado de tu ser amado y una hoja verde y un guijarro el más cercano y un papelito azul con la palabra templanza escrita a lápiz con la mano contraria a tu destreza, todo lo quemas o vuelves y quemas, aquella ceniza la quemas. Procura no sumar ninguna foto ni celuloide.
Yo dije que iba a contar un sueño, y no ha acabado. Lo que habrá es un mito contrahecho.
Creo que no hay mucho más por decir, sino que sí: yendo más allá, la película, mi seudo-metraje, sí tenía un por qué haber conquistado lo que hoy parece una vigencia, y en ese sentido querría mi triple cero apostar por algo más que el yo, incluso que el yo colectivo. No sé hacia dónde me lleve esto que querría que empiece a atar cabos de modo provisional, pero creo que debe empezar por considerar algo que puede y debe llamarse lágrimas de cocodrilo, o llorar sobre la leche derramada. O sea: ese gesto del cinéfilo que dice cuán bonito es el reto que no asume. Lo mismo de las palabras-manto del crítico, que a veces son simples citas cinéfilas. Diario de viaje implica un desafío que yo me precio de haber enfrentado hasta sus últimas consecuencias, que siguen tocando este viaje perpetuo donde no dice nada (tú tranqui, sigue por ahí). El desafío está avalado tanto por lo que Joche plantea en su manifiesto del final como por lo que el devenir del cine ha venido a mostrarnos más tarde. Ese manifiesto de Joche estaba enmarcado en unas grabaciones suyas en La Habana que me mandó cuando la comunicación con la isla era casi del todo imposible: se necesitaban buenos contactos. Entre las palabras que tejen sus días, está una declaración sobre los afanes competitivos del cine cubano en los tiempos de la tan triunfalista El elefante y la bicicleta (Juan Carlos Tabío, 1994), que gozamos al lado de Marta Rodríguez en el Festival de Cartagena, como contrapartida al celebrado pero doloroso revisionismo de Fresa y chocolate (Tomás Gutiérrez Alea y Juan Carlos Tabío, 1993). La paradoja era una paradoja terminal en su pura superficie: hacer la revolución, casi venderla, no para un público propio, latinoamericano, sino para un mercado común pero globalizado, ya más alienado que realmente regionalista.
Sobre esto seguiré en la próxima y ya última entrega.
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VEINTE HORAS NO ES NADA: LA BENDICIÓN DE LA LUNA (11)
Llegando al fin del océano que es y será Veinte horas no es nada, Gómez Sánchez carraspea la garganta, limpia el conducto para que la voz pase más rápido y sin interrupciones. Aquí, el manifiesto se actualiza, renace, queda después del incendio. Es la iluminación del tiempo.
Veinte horas no es nada (11): la bendición de la luna
Sobre Diario de viaje: antecedentes, carácter y no-repercusiones de un manifiesto
Santiago Andrés Gómez Sánchez
***
[quiero privilegiar el desborde, la desmesura, lo oceánico en la escritura]
Asumir que todo relato está trastornado por un referente implícito que no existe sino como tal, como ausencia, pero que tiene como última conclusión el acto comunicativo, es darse cuenta de una ilusión para caer en otra ilusión. Y es que no hay tal cierre, por supuesto: el acto comunicativo es otra fase de un continuo. Y esto tiene una implicación central que es el vértigo ético de asumir que, si bien no hay lo que la teoría de la narrativa llama una clausura, sí hay un borde discreto, aunque imponderable, donde lo otro está atento y sensible a nosotros. Lo peor es que ese nosotros al que está atento lo que llamamos el otro, es nuestra propia otredad. Quizá lo que queremos llamar lo otro radical no es sino lo que conocemos como yo mismo. Así, no podemos creer impunenemente que la posmodernidad sea un momento de relativismo en el que las subjetividades pasan al centro, porque no hay centro, sino un naufragio que no sabemos cuándo comenzó, un naufragio eterno y en el que los restos flotan por ahí, disgregados (en la UPB, a inicios de los noventa). No somos bote de salvación para nadie. Más aun, el naufragio eterno es el de todos los botes de salvación. Ni uno queda, y fue sabotaje. Íbamos engañados al Norte.
Pero tampoco hay norte, y si lo hay, ya no es nuestro norte. Ni amanecer hay sin noche –ni paraíso sin serpiente, podemos añadir–. Mejor naufragar, a veces. No sobra. Vida es vida. Y la noche y el día, estructurantes del guion según Carrière, son aun algo más que lógicas o estados del cuerpo. La luna también es diurna, por ejemplo. Y la noche acoge al sol, lo reproduce, no solo por medio de la luna que lo espejea: lo hace igualmente por el sueño de los sueños en que él nace, en que se muestra, en que nos habla. Los mama de la Sierra Nevada, y las mujeres de la nación wayúu, se preparan en un conocimiento harto profundo de la vida mediante una inmersión de años en la noche. Desde luego, su conocimiento es irrelevante en un mundo que rinde pleitesía al descubrimiento aquel de Edison, a la bombilla eléctrica, para hacer de lo urbano la vitalidad por excelencia: un mundo que no duerme. Algo estaremos aprendiendo de esta perversa temporada en el mediodía, de viaje al sol y a los soles y al día de los planetas, al día. Hoy ya el día no viaja hacia la noche. Solo las olas vuelven a la noche de la noche. Todo esto poético que en mis primeras críticas despuntaba y para algunos, incluyendo a mi padrino, era un poco simple locura, es importante, yo diría que bastante, para entender el porqué Diario de viaje (Gómez Sánchez, 1996) quiere integrar al video como parte del cine y asume al cine como viaje perpetuo, como una sola película.
Empecemos por cualquier lado, o sigamos por las ramas. Esto es mi épica entreverada.
Diario de viaje podría haber sido solo una de varias narraciones salvajes sobre el Festival de Cine de Cartagena de 1995. Pero no quiero solo dar en parte la razón a Joche cuando ironizaba sin querer diciendo que mi película era el video institucional de Madera Salvaje, sino más bien alentar la liberación del material que tiene Cruz, en el que creo que hay todo lo que mis amigos querían presentar como una serie sin editar, de puro material crudo, con un rótulo al inicio y al final de cada casete que llevara el crédito de la corporación y el número del episodio, nada más. La serie en sí sería perfectamente montable hoy en día de tal manera en Youtube, y haría la más bella glosa, la pre-glosa, la originaria glosa al día fatal. Allí encontraríamos lo salvaje en un estado virginal, sin duda, lo que éramos antes del premio que recibimos, lo que éramos de manera más pura o hasta seria. Esa idea hecha realidad lograría una consumación nuestra verdadera. Ver en su fluir auténtico todo lo que yo deseché en la edición final: el diálogo de las rameras, todo sin música incidental, las entrevistas sin mochar, todo sin enmarcar, sin comentario fuera de cuadro, los toques de tambor que Andrés celebraba como música salvaje, y yo más que él, Joche empezaba, el otro seguía, dos compases entreverados, un canto, con César, alzados en almas. ¡Oh, si sería tremendo! Y que no vengan a decirnos que cualquier cineasta filipino nos avala: eso de veinte horas sería lo que Joche y Cruz querían en 1995, y lo grabaron pensando así. Y si aparece algo indecente, algún cineasta trabándose con nosotros antes de ir a la película de un chileno (Justiniani, recuerdo bien), que quede, y si una cosa incómoda para el que sea aparece, que quede: esto es madera salvaje. ¿Y por qué no enviar también una copia de todo ese material a Andrés para que edite su versión, su diario, o a César? Puede salir un clip fenomenal, otros clips. Incluso Joche haría como veinte películas más, digamos, ponerlo todo en cámara lenta y por debajo un collage de imágenes del Proceso 8000, de las rumbas nuestras en Medallo que él tiene por ahí (mucho más suyas o de ellos que mías), puro narcocasete, de sus conversaciones con Mariana y don Miguel, de lo que podía haber en casetes de los demás, todo eso por debajo en transparencia de la imagen en ralentí de nuestro viaje, cuarenta horas, a ratos con un griterío de guarderías en el fondo, de estadios, de mitines, de pogos. O al contrario, en tiempo acelerado y con proyecciones en pantalla mútiple de cosas divergentes de lo que sucedió años más tarde, lo que él pone en su documental El mapa (2002), la bomba del Parque Lleras, el suicidio de la parcera en situación de calle en Formas de gallinazo (2006) o lo que dijo el Nueve en una confesión inédita sobre tomba y guerros. ¿No sería eso otro diario de viaje? ¿No sería envés de la película sola que vivimos, de la noche en su breve viaje al día?
Veinte horas no es nada.
Al final, Diario de viaje en sus dos collages centrales diferencia dos tipos de enveses de esa película sola que vivimos, un envés humanista-espiritual en el que caben el video independiente nuestro y un envés humanista-utilitario en el que esas mismas imágenes podrían estar de otra manera, pero poblado mayormente por una narrativa sórdida de violencia justificada o bueno, injustificada, es lo mismo, a bandazos. La acumulación de imágenes en tiempo invertido del final pretende unificar todo con el hiato del muro que cae de los Lumière. Vamos es patrás. Nunca sabremos qué estamos dejando de ser, esa es mi conclusión. O a dónde (a qué extremo) volvemos. A pedir perdón por decirte que uno es un hijueputa ahí. Es que la balita sale de la cabeza de Kennedy, no más. Yo diría que él murió porque la bala estaba en su cabeza. Pero no nos alejamos ni nos acercamos a nada en este viaje perpetuo. A lo que volvemos es al comienzo, y eso para volver a empezar. El diario solo se hace para pensar en la primera luz que se fue entre ojos que la recordaron y la indagaron, esto es: para conocer y para conocernos, porque somos el viaje, somos todo eso que no se detiene y nos conmueve, “la imagen, la suave película que nos recubre”. Ahora mismo, desde siempre, lo único que tenemos son ojos y una cámara, ¿o no?, como Orson Welles o Luchino Visconti o Dziga Vertov. Y en común hay apenas el viaje. Pero la cámara pasa de mano en mano… Eso es sí la vida. Y oiga vea: quien la desechó casi siempre, Andrés Montoya, fue el de la idea del camión pasando por encima, imagen sin camarógrafo, y yo en la jaula, si miran bien. Momento-huracán. Su inspiración, si mal no estoy, fue una serie de televisión que en Jalisco se llamaba Los magníficos (The A-Team, Cannel & Lupo, 1983-1987), sobre veteranos del Vietnam vueltos mercenarios o paracos chistosos, tomando whisky. Diario de viaje oficia como historia del cine y en ese sentido adormece el caos legionario que la jalona, pero la validez que esa mirada tranqulizadora le da es realmente la de la esperanza, seria o tonta, son lo mismo.
La frase de una carta de Pedro el apóstol en el pantallazo conclusivo es: “Estad siempre prestos para dar razón de vuestra esperanza”. Si yo debiera hablar de más repercusiones, debería decir que hoy en día trato de vivir sin esperanza y sin desesperanza al mismo tiempo, como creo que han recomendado otros, no sé si Camus, no sé si Kundera o tal vez Heiner Müller. Encontrar si hay un sentido en el absurdo nunca ha sido una posibilidad, y lo que la vida me ha demostrado luego de todo es que la historia del cine, el cine mismo, y la propia humanidad, el viaje perpetuo, no permiten dar razón sino de lo que la razón se inventa, pero a veces el peor invento de la razón es la esperanza, como a veces la desesperanza. Pocos meses después del premio, Joche y César se fueron a grabar al Chocó, no sé por qué, no recuerdo. Eran los primeros meses del año 97 del siglo xx, ¿van calando? Llegaron a Turbo en plena Operación Génesis, sin saber, se fueron a las veredas, subieron por ríos, llegaron a aldeas, ¿y con qué se encontraron? Nos contaban que veían a las familias salir con todos sus enseres, con sus animalitos, echados, y a los paramilitares no, al Ejército Nacional quemando sus viviendas, pueblos enteros. No llegaron a ver cosas tan espantosas como las que César vio después en la misma región y que cuenta en una excelente novela que anda inédita, pero fue más que suficiente para saber ya del horror.
Póngale la firma: los ojos rojos ya no eran de tanta yerba sino de tanto llorar por la tragedia que advertimos que se nos estaba terminando de venir encima. En la misma edición de la revista Semana en la que Diario de viaje había sido reseñado, a inicios de octubre de 1996, la portada era una gran foto de Uribe Vélez, a la sazón gobernador de Antioquia, y el titular decía “Mano dura”, y un comentario explicaba que la apuesta del hoy rutilante #matarife era la guerra frontal como alternativa para vencer a las guerrillas marxistas. Todo era indiscriminado, no advertíamos del todo el mecanismo, porque el mundo se revela luego en unas tramas que pugnan entre sí. No podemos afirmar que la realidad de ese momento fuera lo que luego se nos reveló como un orden soterrado, en las palabras en que lo recrea Fernando Restrepo al contar su experiencia en Urabá al lado de Marta Rodríguez, en mi libro Sabedores del cine colombiano. Régimen de criterios, vol. 2 (Pluriverso Editorial, 2020, cómpralo aquí: https://www.pluriversonarrativo.com/sabedores-del-cine-colombiano-r%C3%A9gim ). Pero por supuesto la realidad tampoco era solo lo que mis amigos habían visto o Marta y Fernando intentaron rastrear. Cada cuerpo violado y cada orden militar proferida, ubicada históricamente, eran un madero, una muesca del madero del naufragio de todo aquello en lo que yo tenía puestas las esperanzas intrínsecas del país y del mundo entonces, el neoliberalismo, o en términos de los años noventa, la globalización. Los mandos venían de un apartamento en Nueva York, sí, claro, una oficina también de noche, la conocemos, con Central Park a los pies, y Uribe desde ya tenía carta blanca. Por eso, si de algo me enorgullecería es de aquello que más bien me agradezco a mí mismo, ese haber rechazado la llamada que me llegó de Colcultura, oficina del gobierno de Samper, a fin de cuentas (“el narco ese”, como le dice Marta Rodríguez), para irme a trabajar con ellos a poner pañitos de agua fría donde no se debían ver 77 cabeças cortadas de Jesús María Valle abaleado como Pizarro en la cara o bueno, si quiere no, o igual que Abad Gómez, y del niño que César vio jugando a la entrada de la escuela de Acandí o Unguía, no sé bien, cuando venía Gloria Cuartas a hablar con la comunidad en una escuela y un paraco lo descabezó al muchacho delante de ella y le dijo a ella esto es por usted, para que vea, y César lo único que vio fue entrar al salón a una mujer blanca como un papel en medio de una gritería de niños y mujeres, descontrolada, temblando como un papel, y luego ya sí vio el cuerpo, o así, 77 y más, de gente como tu papá y tu mamá, 77 veces 77, cuando el amor u otra cosa nos hizo, o mientras nos criaba o malcriaba.
Estoy sintiéndome cansado con este escrito, realmente, fatigado y dulcemente conmovido, así que elevaré una oración.
En nombre de la Inviolable, cierro tu espiral para que se remezca hasta su origen, pinche tirano #matarife
Llámala bendición de la luna. Repite: “En nombre de la Inviolable, cierro tu espiral para que se remezca hasta su origen”, y dices el verdadero nombre del aludido satán –en este caso Álvaro Uribe Vélez–: pinche tirano #matarife, sobre tus uñas recién cortadas y un cabello quemado de tu ser amado y una hoja verde y un guijarro el más cercano y un papelito azul con la palabra templanza escrita a lápiz con la mano contraria a tu destreza, todo lo quemas o vuelves y quemas, aquella ceniza la quemas. Procura no sumar ninguna foto ni celuloide.
Yo dije que iba a contar un sueño, y no ha acabado. Lo que habrá es un mito contrahecho.
Creo que no hay mucho más por decir, sino que sí: yendo más allá, la película, mi seudo-metraje, sí tenía un por qué haber conquistado lo que hoy parece una vigencia, y en ese sentido querría mi triple cero apostar por algo más que el yo, incluso que el yo colectivo. No sé hacia dónde me lleve esto que querría que empiece a atar cabos de modo provisional, pero creo que debe empezar por considerar algo que puede y debe llamarse lágrimas de cocodrilo, o llorar sobre la leche derramada. O sea: ese gesto del cinéfilo que dice cuán bonito es el reto que no asume. Lo mismo de las palabras-manto del crítico, que a veces son simples citas cinéfilas. Diario de viaje implica un desafío que yo me precio de haber enfrentado hasta sus últimas consecuencias, que siguen tocando este viaje perpetuo donde no dice nada (tú tranqui, sigue por ahí). El desafío está avalado tanto por lo que Joche plantea en su manifiesto del final como por lo que el devenir del cine ha venido a mostrarnos más tarde. Ese manifiesto de Joche estaba enmarcado en unas grabaciones suyas en La Habana que me mandó cuando la comunicación con la isla era casi del todo imposible: se necesitaban buenos contactos. Entre las palabras que tejen sus días, está una declaración sobre los afanes competitivos del cine cubano en los tiempos de la tan triunfalista El elefante y la bicicleta (Juan Carlos Tabío, 1994), que gozamos al lado de Marta Rodríguez en el Festival de Cartagena, como contrapartida al celebrado pero doloroso revisionismo de Fresa y chocolate (Tomás Gutiérrez Alea y Juan Carlos Tabío, 1993). La paradoja era una paradoja terminal en su pura superficie: hacer la revolución, casi venderla, no para un público propio, latinoamericano, sino para un mercado común pero globalizado, ya más alienado que realmente regionalista.
Sobre esto seguiré en la próxima y ya última entrega.
Primera entrega
Segunda entrega
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Cuarta entrega
Quinta entrega
Sexta entrega
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Décima entrega
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